—Enhorabuena, señor presidente, todo ha salido bien —dijo Barbara Stenhauser.
Doug Williams se rió.
—Ha salido muy bien, mejor de lo que cabía esperar. —Se aflojó la corbata y puso los pies encima de la mesa.
Estaban de vuelta en el despacho oval. Se había instalado una barra con un ligero tentempié para familiares, amigos y simpatizantes ricos invitados para celebrar el primer discurso del presidente ante el Congreso, pero antes Williams quería pasar un rato a solas con su jefa de gabinete para relajarse un poco. El discurso había conseguido todo lo que quería y más, si bien la causa de su estado de ánimo, rayano en la euforia, era otra.
Juntó las manos por detrás de la cabeza y se balanceó mientras un camarero le llevaba un whisky y un platito de vieiras envueltas en beicon y gambas fritas.
Llamó a Barbara por señas y le dio las gracias al camarero indicándole que podía retirarse.
Barb Stenhauser se sentó y dio un buen sorbo de vino tinto.
—¿Sobrevivirá a esto? —preguntó él.
—Lo dudo. Dejaremos que los medios se ensañen con ella. Por lo que he visto, ya han empezado, señor presidente. Para cuando llegue a casa será un cadáver político. Por si acaso, he pedido a algunos de nuestros senadores que vayan manifestando ciertas reservas sobre su idoneidad para el cargo, habida cuenta del desastre de Corea del Sur.
—Perfecto. ¿Cuál es su siguiente compromiso?
—Le he programado un viaje a Canadá.
—Madre de Dios... Antes de que se acabe la semana estaremos en guerra con ellos.
Barb se rió.
—Eso espero: siempre he querido una casa en Quebec. Los primeros artículos sobre su discurso son sumamente positivos, señor presidente. Elogian la dignidad del tono y que haya tendido la mano a la oposición, aunque debo decirle que corren rumores de que el nombramiento de Ellen Adams, pese a ser un acto de valentía, también fue un error, sobre todo después de la debacle de Corea del Sur.
—Algunas pullas tienen que caernos, es normal; lo importante es que lo peor se lo lleve ella. En todo caso, los críticos estarán entretenidos mientras nosotros seguimos trabajando.
Stenhauser sonrió. Pocas veces se había encontrado con un político tan auténticamente nato como Williams: dispuesto a exponerse a un arañazo con tal de aniquilar a un adversario.
Aunque sabía que al presidente le esperaba mucho más que un simple arañazo.
Por su parte, estaba dispuesta a pasar por alto el repelús que le daba Douglas Williams con tal de que por fin se aplicara un programa político en el que creía de todo corazón.
Se inclinó sobre la mesa para pasarle una hoja de papel.
—He preparado una breve declaración en apoyo de la secretaria Adams.
El presidente la leyó y se la devolvió.
—Perfecto. Decoroso, pero sin compromisos.
—Lleno de eufemismos. —Stenhauser se rió y suspiró de alivio.
—Ponga la tele, a ver qué dicen.
Cuando el gran televisor se encendió, él se inclinó y apoyó los codos en la mesa. Había estado tentado de explicarle a su jefa de gabinete cuán listo había sido en realidad, pero no se atrevió.
—Tomad.
Katherine Adams les tendió a su madre y su madrina dos grandes copas de chardonnay. Luego, sin soltar la botella que tenía agarrada por el cuello, cogió su propia copa y se sentó en el sofá, entre las dos.
Tres pares de pies empantuflados se apoyaron sobre la mesa de centro.
Katherine se estiró para coger el mando a distancia.
—Todavía no —le dijo su madre poniéndole una mano en la muñeca—. Vamos a fingir un poco más que hablan de mi triunfo en Corea del Sur.
—Y que te felicitan por tu nuevo peinado y tu acierto al vestirte —dijo Betsy.
—Y por tu perfume —añadió Katherine.
Ellen se rió.
Apenas había llegado a casa había pasado por la ducha y se había puesto un chándal. Después se había reunido con las otras en la comodidad del cuarto de la tele, lleno de estanterías con libros y fotos enmarcadas de sus hijos y su vida con su difunto esposo.
Era un espacio privado, un santuario reservado a la familia y los amigos más íntimos.
Ellen, que se había puesto las gafas, siguió leyendo la carpeta que había sacado hacía un momento mientras negaba con la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Betsy.
—Las conversaciones no tenían por qué romperse. El equipo de avanzada había hecho un buen trabajo. —Le enseñó los documentos—. Estábamos preparados, y los surcoreanos también. Yo ya había hablado con mi homólogo. En principio tenía que ser una mera formalidad.
—Entonces ¿qué ha ocurrido? —preguntó Katherine.
Su madre suspiró.
—No lo sé. Estoy intentando averiguarlo. ¿Qué hora es?
—Las once y treinta y cinco —dijo Katherine.
—Las dos menos veinticinco de la tarde en Seúl —calculó Ellen—. Estoy tentada de llamar, pero no voy a hacerlo. Necesito más información. —Miró a Betsy, que estaba ojeando los mensajes recibidos—. ¿Algo interesante?
—Muchos correos y mensajes de apoyo de los amigos y la familia —respondió ella.
Ellen siguió mirándola, pero Betsy negó con la cabeza, consciente de lo que le preguntaba en realidad.
—Si quieres le escribo —propuso.
—No, él ya debe de saber lo que está pasando. Si quisiera ponerse en contacto, ya lo habría hecho.
—Sabes bien lo ocupado que está, mamá.
Ellen señaló el mando a distancia.
—Más vale que pongas las noticias. Vamos allá.
Betsy y Katherine sabían que lo que saliera por televisión serviría como revulsivo, que distraería a Ellen del mensaje que no había aparecido en su teléfono.
Ellen Adams continuó intentando averiguar en los informes qué había salido mal en Seúl mientras escuchaba a medias a los supuestos expertos de la televisión.
Ya sabía lo que dirían, se olía los editoriales. Incluso sus propios medios informativos: el canal de noticias de difusión mundial, los periódicos y los sitios de internet estarían dando un buen repaso a su antigua propietaria.
De hecho, serían los primeros en echársele encima para demostrar su imparcialidad.
Al aceptar el cargo de secretaria de Estado se había desvinculado de sus empresas y las había puesto en manos de su hija con el compromiso expreso, por escrito, de que ésta se abstendría de entrometerse en las noticias sobre el gobierno Williams en general y sobre la secretaria Adams en particular.
A su hija no le había costado mucho hacer esa promesa; a fin de cuentas, no era la periodista de la familia. Sus estudios, conocimientos e intereses se limitaban a la faceta empresarial, en eso había salido a su difunto padre.
Betsy le tocó el brazo y señaló el televisor con la cabeza.
Ellen alzó la vista de los papeles y, un segundo después, se enderezó.
—Venga ya —dijo Doug Williams—. ¿Estás de coña?
Miró con mala cara a su jefa de gabinete, como si esperase que hiciese algo al respecto.
Lo que hizo Barb Stenhauser fue cambiar de canal no una, sino varias veces, pero algo había cambiado entre el Discurso del Estado de la Unión del presidente Williams y su segundo whisky.
Katherine se echó a reír. Le brillaban los ojos.
—Dios mío, en todos los canales.
Siguió viendo los demás sólo el tiempo necesario para oír que gurús y analistas políticos felicitaban a la secretaria Adams por trabajar tanto y atreverse a llegar al Capitolio hecha un desastre, sin siquiera haberse limpiado el barro.
El viaje había sido una debacle inesperada, eso era cierto, pero el mensaje último era que Ellen Adams —y por extensión todo el país— no se arredraba, que estaba dispuesta a meterse en las trincheras, a dar la cara e intentar, como mínimo, paliar el daño de cuatro años de caos.
Su fracaso en Corea del Sur se achacaba al desastre que habían dejado a su paso un presidente inepto y su secretario de Estado.
Katherine soltó una carcajada.
—Mirad esto. —Les puso el teléfono delante a su madre y a Betsy.
En las redes sociales se había hecho viral un vídeo.
Mientras la secretaria Adams, después del frío encuentro con el presidente, recorría el pasillo y se dirigía a su asiento para escuchar el discurso, una cámara de televisión había captado cómo un senador de la oposición la miraba con desprecio y murmuraba: «Menuda guarra.»
—¡Habrase visto! —Doug Williams tiró una gamba a su plato con tanta fuerza que rebotó, saltó hacia el escritorio Resolute y acabó en la alfombra—. Mierda.
Cuando ya estaba acostada, Anahita Dahir tuvo una idea.
¿Y si el extraño mensaje era de Gil?
Sí, podía ser de Gil, para retomar el contacto... en el sentido estricto de la palabra.
Podía sentir el tacto de su piel, húmeda por el sudor de las tardes bochornosas e irrespirables de Islamabad. Se habían metido a escondidas en el pequeño cuarto de ella, a medio camino entre el puesto de él en la agencia de noticias y el suyo en la embajada.
Anahita estaba tan abajo en el escalafón que nadie advertiría su ausencia. Gil Bahar, por su parte, era tan respetado como periodista que nadie cuestionaría la suya: darían por sentado que seguía alguna pista.
En el mundo estrecho, claustrofóbico, de la capital de Pakistán, se celebraban encuentros clandestinos a todas horas del día y de la noche: entre agentes de uno y otro bando, entre informantes y comerciantes de información, entre traficantes y consumidores de drogas, armas o muerte.
Entre personal diplomático y periodistas.
Era un sitio, y una época, en que podía pasar cualquier cosa en cualquier momento. Los jóvenes, fueran periodistas, cooperantes, médicos o enfermeros, personal extranjero o soplones, se codeaban en bares clandestinos, apartamentos diminutos, fiestas... Topaban, y se restregaban, unos con otros.
A su alrededor, la vida era algo valioso y precario, y ellos eran inmortales.
En su cama de Washington, Anahita se movió de forma rítmica, volviendo a sentir el cuerpo tenso de Gil contra el suyo, dentro del suyo.
Pocos minutos después se levantó y fue a por su móvil, pese a que era consciente de que estaba buscándose problemas.
«¿Has intentado mandarme un mensaje?»
Fue despertándose a lo largo de la noche para mirar el móvil, pero no hubo respuesta.
—Qué idiota —murmuró al tiempo que volvía a percibir el olor a almizcle de Gil y a sentir cómo su blanca piel desnuda se deslizaba por el cuerpo de ella, oscuro y húmedo, iluminados ambos por el sol de la tarde.
Sentía encima su peso, grávido sobre su corazón.
Nasrin Bujari estaba en la zona de salidas.
En la frontera, tras bajar del autobús, un agente cansado le había revisado el pasaporte y no se había dado cuenta de que era falso, o quizá ya le diera igual.
Después de examinar el documento, la había mirado a los ojos y había visto a una mujer exhausta, de mediana edad, con el tradicional hiyab descolorido y deshilachado enmarcando un rostro lleno de arrugas.
No parecía suponer una amenaza, así que había hecho pasar al siguiente pasajero ansioso de cruzar la divisoria entre el peligro y la frágil esperanza.
La doctora Bujari era consciente de que llevaba esa esperanza en el maletín y el peligro en la cabeza.
Había llegado al aeropuerto del país vecino con tres horas de antelación.
«Quizá demasiado tiempo», pensó.
Buscó un sitio desde donde pudiera vigilar, con el rabillo del ojo, al joven apoyado en la pared del fondo del vestíbulo. Lo había visto en seguridad, al pasar el control, y estaba casi segura de que la había seguido hasta la zona de espera.
Esperaba que enviaran a un paquistaní, un indio o un iraní para detenerla. No se le había pasado por la cabeza que mandasen a un blanco. Ser tan notoria le servía de camuflaje. No creía a sus enemigos capaces de concebir una idea tan genial.
Claro que también cabía la posibilidad de que fueran imaginaciones suyas, y que el cansancio y el hambre, aunados al miedo, la estuvieran poniendo paranoica. Notaba que a ratos se le iba la cabeza. Se sentía tan aturdida por la falta de sueño que a ratos era como si flotase por encima de su cuerpo.
Como intelectual y científica, esa sensación le daba pavor: ya no podía fiarse de su propia mente ni de sus emociones.
Iba a la deriva.
«No», pensó, «eso no». Tenía muy claro lo que debía hacer, adónde tenía que ir. Sólo tenía que llegar allí.
Miró el reloj de pared, un trasto viejo a juego con la roñosa zona de espera: faltaban dos horas y cincuenta y tres minutos para su vuelo a Fráncfort.
En la visión periférica, advirtió que el hombre se sacaba el móvil.
El mensaje de texto llegó a la una y media de la madrugada.
«Yo no he escrito me alargo que tú sí. Igual pondrías ayudarme. Necesito info sobre científico.»
Anahita se sintió decepcionada al ver que Gil ni siquiera se había tomado la molestia de repasar el mensaje antes de enviarlo.
Se había metido en la boca del lobo sabiendo —o al menos sospechando— que para él no era más que una fuente. Quizá nunca había sido más que eso, una infiltrada en la embajada y después en el Departamento de Estado, su fuente en la Oficina para el Sur y el Centro de Asia.
Se preguntó hasta qué punto conocía a Gil Bahar.
Sabía que era un respetado periodista de la agencia Reuters, pero había rumores, cuchicheos.
Claro que Islamabad entera parecía erigirse sobre cuchicheos y rumores. Ni los más veteranos sabían distinguir entre verdad y ficción, entre realidad y paranoia. En el hervidero que era la ciudad, una cosa y otra se fundían hasta hacerse indistinguibles.
Sabía que la red pastún había secuestrado a Gil Bahar pocos años atrás en Afganistán y lo había tenido prisionero ocho meses hasta que logró escapar. Los pastunes, conocidos como «la familia», eran los terroristas más radicales y brutales de toda la zona tribal afganopaquistaní. Muy próximos a Al Qaeda, incluso el resto de los grupos talibanes los temían.
El caso era que, a diferencia de otros periodistas, torturados y decapitados, Gil Bahar había salido indemne.
¿Por qué?, era la pregunta que todo el mundo repetía en voz baja. ¿Cómo había logrado escapar de los pastunes?
Hasta entonces, Anahita había optado por hacer caso omiso a las insinuaciones, pero ahora, echada en su cama, se permitió pensar en ellas.
La última vez que Gil se había puesto en contacto había sido poco después de que la trasladaran a Washington: la había llamado a su número privado y, tras algunas palabras de cortesía, le había pedido información.
Ella no se la había dado, claro, pero tres días después habían asesinado a la persona por cuyos movimientos le había preguntado.
Y ahora quería más información... sobre un científico.