Mientras se refrescaban, Betsy le contó a Ellen que había localizado al periodista.
—Tiene miedo —dijo—; por eso se fue no sólo del periódico, sino también del país, y se cambió de nombre.
—O sea que ¿es posible que sepa algo? —preguntó Ellen.
—Creo que sí.
—Tenemos que llegar hasta él.
—¿Secuestrándolo? —preguntó Betsy, como si la idea casi le gustara.
—Bets, por Dios, creo que podemos dejar a alguien insecuestrado...
—Me da que esa palabra no existe.
—Y a mí me da que poco importa. No, necesitamos a alguien capaz de razonar con él. ¿Puedes averiguar si tiene familia o amigos íntimos, alguien que pueda llegar en poco tiempo?
Al salir del baño, Ellen le dio el móvil a Steve, que la miró con atención, pues sabía lo que era posible que acabase de pasar en Washington.
—Todo bien —le indicó ella, y lo vio aliviado.
—Empezaba a temer que se hubiera marchado, señora Adams —dijo a su regreso el presidente Ivanov—. Se le está enfriando el café.
—Seguro que está buenísimo. —Ellen tomó un sorbo, y en efecto, lo estaba: aromático y potente.
—Bueno, tengo que reconocer que su presencia me pica la curiosidad. —Ivanov se apoyó en el respaldo del sillón, separando mucho las piernas—. Viene directamente desde Pakistán, adonde había viajado desde Teherán. Antes de eso le hizo una visita al sultán de Omán, y previamente estuvo en Fráncfort. Qué ocupada ha estado...
—Y qué pendiente ha estado usted de mí —respondió Ellen—. Me alegro de que le importe tanto.
—Es una manera de pasar el rato. Y ahora aquí está. —Ivanov la miró fijamente—. Creo adivinar por qué, señora secretaria.
—Tengo mis dudas, señor presidente.
—¿Apostamos? Un millón de rublos a que tiene algo que ver con las bombas que estallaron por Europa. Ha venido a pedirme consejo. A lo que ya no llego es a saber qué ayuda cree que puedo prestarle.
—Bueno, lo que es llegar creo que llega prácticamente a todas partes. En cuanto a si tiene razón... en parte sí. Podríamos repartirnos las ganancias.
A Ivanov se le heló la sonrisa, y sus siguientes palabras estuvieron teñidas de dureza y laconismo.
—Pues entraré en detalles, si me lo permite.
Para Maxim Ivanov, lo único más importante que tener razón era no equivocarse, y sobre todo que no le dijeran que se equivocaba. Y menos alguien a quien veía como una mujer madura, descuidada y sin el menor atractivo, neófita en un juego que él había llegado a dominar.
Cada encuentro con otro Estado era una guerra... de la que él salía siempre ganador. Nunca había empate.
—Adelante. —Ellen ladeó la cabeza, como si Ivanov la divirtiera.
—Ha descubierto que los científicos que murieron en las explosiones no eran los mismos contratados por Bashir Shah para trabajar en las bombas nucleares que está vendiendo a sus clientes y ha venido esperando que pueda ayudarla a encontrarlas antes de que también exploten.
—Pero cuánto sabe usted, señor presidente... También en este caso tiene parte de razón: vengo por una bomba, pero no del tipo nuclear. Eso ya lo tenemos controlado. Mi viaje es de cortesía, para ayudarle a desactivar algo que está a punto de explotar más cerca de aquí.
Ivanov se inclinó hacia ella.
—¿Aquí, en el Kremlin? —Miró a su alrededor.
—En cierto modo. Ya sabe que mi hijo trabaja para Reuters. Me ha enviado un artículo que está a punto de presentar, y me ha parecido que tenía que enseñárselo primero a usted, en señal de respeto. Personalmente.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Bueno, Maxim, es que está relacionado con usted.
Ivanov volvió a apoyarse en el respaldo, sonriendo.
—¡No me diga que sigue con lo de mis vínculos con la mafia rusa! En Rusia no hay ninguna mafia, y si la hubiera la erradicaría. No estoy dispuesto a tolerar que nada debilite a la Federación Rusa o perjudique a sus ciudadanos.
—Muy noble; seguro que los chechenos estarán encantados de oírlo, pero no, no es por la mafia.
Betsy permanecía muy quieta, muy serena, aunque para ella eran todo novedades. Durante el vuelo Ellen había estado ocupada con su ordenador, pero no se había comunicado con Gil. Entonces ¿qué había estado haciendo?
Sintió curiosidad por saber adónde quería llegar Ellen, como Ivanov, aunque a juzgar por la expresión de este último, y por su cuerpo en tensión, posiblemente el más curioso de los dos fuera él.
—¿Entonces...? —preguntó Ivanov.
—Entonces...
Ellen hizo una señal con la cabeza a Steve, que le llevó su móvil. Después de algunos clics, y de deslizar el dedo por la pantalla un par de veces, Ellen giró el teléfono.
Betsy no veía la pantalla, pero sí el rostro de Ivanov, que de repente se había puesto rojo, un rojo que viró al morado.
El presidente entrecerró sus ojos grises y apretó los labios. Betsy nunca había percibido una rabia como la que emanaba de él: era como recibir golpes de ladrillo en la cara. Se dio cuenta de que de pronto estaba asustada.
Se encontraban en el corazón de Rusia, en el del Kremlin. La Seguridad Diplomática de Ellen había sido desarmada. ¿Qué dificultad supondría hacerlos desaparecer y difundir la noticia de que habían tomado un vuelo interno que se había estrellado?
Miró a Ellen, cuya expresión era un misterio, aunque la delataba una leve palpitación en la sien: la secretaria de Estado también tenía miedo.
Sin embargo, no pensaba dar su brazo a torcer.
—Pero ¡¿qué coño es esto?! —exclamó Ivanov.
—¿Qué pasa? —El tono de Ellen había perdido cualquier dejo de diversión, que se había visto sustituida por una frialdad y una dureza casi desconocidas para Betsy—. ¡No irá a decirme que es la primera vez que ve fotos así, Maxim! Las ha usado usted mismo. Si desliza la imagen hacia la derecha verá un vídeo, aunque no se lo aconsejo, porque es bastante malo; nada que ver con los de usted a caballo y con el torso desnudo, aunque me ha dicho Gil que en otro sí que sale el caballo.
Betsy no cabía en sí de curiosidad.
Ivanov fulminaba a Ellen con la mirada, incapaz de decir nada, aunque lo más probable era que las palabras se le estuvieran atascando en la garganta.
Ellen empezó a apartar el móvil, pero Ivanov se lo arrebató para arrojarlo contra la pared.
—No se ponga nervioso, Maxim, las pataletas no le llevarán a ninguna parte.
—¡Zorra estúpida!
—Zorra puede, pero estúpida no sé si tanto. Lo he aprendido de usted. ¿A cuánta gente ha chantajeado? ¿Cuántas vidas ha destrozado con imágenes manipuladas de pedofilia? Cuando se tranquilice podremos hablar como adultos.
A Betsy la alivió ver que Steve y el otro agente de Seguridad Diplomática se les habían acercado de manera considerable. Steve había recogido el teléfono para entregárselo a Ellen, que comprobó si funcionaba.
Funcionaba.
—¿Sabe que ha tenido suerte? —dijo Ellen, poniéndolo en equilibrio sobre su rodilla como si buscara provocar a Ivanov—. Si hubiera roto el teléfono, y no pudiera ponerme en contacto con mi hijo, el artículo saldría publicado. Dispone de cinco minutos para desactivar esta bomba. —Señaló el teléfono con la cabeza—. Antes de que se haga pública y estalle.
—No será capaz.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué?
—Acabaría con cualquier esperanza de paz entre nuestros países.
—¿En serio? ¿Se refiere a la paz que comporta no una bomba nuclear ni dos, sino tres?
Ivanov se disponía a decir algo, pero Ellen levantó la mano.
—Basta. Estamos malgastando un tiempo que ni usted ni yo tenemos. —Se inclinó hacia él—. No sólo dirige la mafia rusa, sino que es su fundador, el padre de esa obscenidad que sigue sus órdenes al pie de la letra. La mafia rusa tiene acceso a uranio ruso. ¿Cómo? A través de usted. En concreto, uranio-235 procedente de las minas del sur de los Urales, físil. En la fábrica de Pakistán que asaltaron anoche fuerzas estadounidenses se encontró su firma isotópica. La mafia vendió el uranio a Bashir Shah, quien contrató a físicos nucleares para que lo convirtiesen en bombas sucias y luego se las vendió a Al Qaeda. Éstos, a su vez, las han colocado en varias ciudades de Estados Unidos, todo ello bajo la tutela de usted. Necesito saber dónde está Shah y la ubicación exacta de las bombas.
—Fantasías.
Ellen cogió su móvil, escribió un mensaje y acercó el dedo al botón de «enviar». No cabía duda de su determinación ni del asco que le producía Ivanov.
—Adelante —dijo él—. No se lo creerá nadie.
—Se lo han creído cuando usted ha manipulado fotos parecidas para acabar con algún adversario. Es su estrategia preferida, ¿no? La bomba de neutrones del asesinato político: una acusación de pedofilia, con fotos y todo. Es ir sobre seguro.
—Se me respeta demasiado —replicó Ivanov, aunque había juntado las rodillas—. No se lo creería nadie. No se atreverían.
—Ajá, ya lo tenemos: el miedo. Usted gobierna mediante el miedo, pero lo que crea no es lealtad, sino enemigos a la espera, y esto... —le enseñó el móvil— esto es la mecha que prenderá la revolución. Pedofilia, Maxim: le aseguro que son imágenes que no se olvidan fácilmente, pero en fin, es probable que tenga razón. Comprobémoslo.
Pulsó el botón de «enviar» antes de que Ivanov hubiera podido abrir la boca.
—¡Un momento! —exclamó él.
—Demasiado tarde: acabo de enviarlo. Gil recibirá el mensaje, y en treinta segundos habrá subido la noticia. Dentro de un minuto habrá dado la vuelta al mundo en el boletín de Reuters, y dentro de tres lo harán circular otras agencias. A los pocos segundos llegará a las redes sociales, y será usted trending topic. Dentro de cuatro minutos se habrá terminado su carrera, y su vida tal como la ha entendido hasta el momento. Hasta los que aseguren no creérselo esconderán a sus hijos y encerrarán a sus mascotas cuando lo vean llegar.
Ivanov no hizo nada por disimular el odio con que miraba a Ellen.
—La demandaré.
—Me parece perfecto; yo también lo haría, aunque por desgracia el daño ya estará hecho. Claro que siempre cabe la posibilidad de que en los próximos segundos pueda impedir que suba Gil la noticia, señor presidente...
—No sé dónde están las bombas.
Ellen se levantó, seguida por Betsy, que apretaba los puños para evitar que le temblaran las manos. Hasta que subieran al Air Force Three, se hallarían a merced de ese hombre, y en la Rusia de Ivanov las mercedes brillaban por su ausencia.
—¡Le estoy diciendo la verdad! —gritó él—. Pare el artículo.
—¿Por qué? No me ha dado nada a cambio. Además, reconozco que me cae mal, me alegraré de verlo caer. Cuando se dedique a cuidar rosas en su dacha habrá muchas más posibilidades de que reine la paz.
—Sé dónde está Shah.
Ellen se paró y se quedó muy quieta hasta que dio media vuelta.
—Pues dígamelo ahora mismo.
Ivanov vaciló.
—En Islamabad —dijo finalmente—. Lo tenían delante de las narices.
—Vuelve a equivocarse: estaba allí, pero se ha marchado. Dejó el cadáver del ministro de Defensa conectado a una bomba. ¿Lo sabía? Con lo que habrá tardado usted en preparar al general Lajani para tenerlo a su servicio, y ahora tiene que empezar de cero... De todos modos, me parece que ya no encontrará tan ciego como antes al primer ministro Awan, y todo gracias a Shah. No es que sea un aliado muy estable... —Ellen miró con mala cara a Ivanov—. ¿Dónde está? —Levantó la voz—. Dígamelo.
—En Estados Unidos.
—¿Dónde?
—En Florida.
—¿En qué parte de Florida?
—Palm Beach.
—Miente: tenemos vigilada su villa, y no ha llegado nadie.
—No, ahí no. —Ivanov sonreía.
—Se le acaba el tiempo, señor presidente. ¿En qué parte de Palm Beach?
Para entonces, sin embargo, tanto Ellen como Betsy sabían la respuesta, aunque no dejó de ser chocante oírla en boca del presidente ruso.