—Me niego a creerlo —dijo el presidente Williams—. Lo único que tenemos es la palabra de un tirano. Eric Dunn será todo lo soberbio y estúpido que quiera, un tonto útil para la extrema derecha, por no hablar de Ivanov y de Shah, pero sería incapaz de proteger a un terrorista sabiendo que lo es. Ivanov miente. Está jugando con usted.
Ellen bufó con exasperación y miró a Betsy. Estaban en el Air Force Three, rumbo a Estados Unidos.
—No le falta razón —intervino Betsy—. Ya has visto la cara de Ivanov: si hubiera podido te habría despellejado viva. No tenemos ninguna garantía de que esté diciendo la verdad, ni siquiera con lo del chantaje de las fotografías. Menos, de hecho. Tal como están las cosas, sería capaz de todo con tal de destruirte.
Ellen había tapado el móvil con la mano, pero seguía oyendo la vocecita metálica del presidente de Estados Unidos, como si estuviera atrapado dentro del aparato.
—¿Chantaje? ¿Qué fotos?
Retiró la mano del teléfono y se lo explicó.
—Me cago en la leche... ¿Cómo ha sido capaz? ¿Y el niño...?
—El niño había sido generado por ordenador. No existe —aclaró Ellen.
—Menos mal. Pero ¿ha manipulado fotos y ha chantajeado a un jefe de Estado? —exigió saber Williams.
—Dirige una organización criminal que ha ayudado a colocar bombas nucleares en suelo estadounidense. Sí, he hecho todo lo que dice, y llegados al caso haría más. ¿Qué esperaba, que lo torturase? Mire, puede que tenga usted razón, y que lo de que Shah esté en casa de Dunn sea mentira, pero sólo hay una manera de averiguarlo.
—Supongo que no va a proponer que llamemos al timbre.
—No, lo que propongo es que un comando asalte el domicilio de un ex presidente del país para secuestrar a uno de sus invitados.
—Madre mía... —Williams suspiró—. Vamos a ver, Ellen: Ivanov es un hombre inteligente, y si esto es un golpe de Estado corremos el riesgo de beneficiar sus intereses. Aunque encontrásemos a Shah y las bombas, y lográsemos desactivarlas, nos echarían, no sólo por infringir la ley, sino por atacar a un adversario político; atacar en sentido literal, con armas de verdad. Por Dios, si autorizo una incursión en la finca de Eric Dunn, Dunn podría salir herido, ¿y entonces qué? —Permanecieron callados unos instantes—. ¿Usted cree que Dunn es un activo ruso?
Ellen respiró hondo.
—Intencionadamente quizá no, pero no descarto que lo sea sin saberlo. De todos modos, da igual, porque el resultado sería el mismo: si Dunn vuelve al poder, se convertirá en una marioneta. Será como si Estados Unidos fuera un estado más de Rusia. Maxim Ivanov tendrá la sartén por el mango, y a partir de ahí pondrá a uno de sus hombres como primer ministro en Pakistán, y se asegurará de que el siguiente gran ayatolá de Irán sea fiel a Rusia. Entonces sí se convertirá en la hiperpotencia que siempre presume ser.
—Mierda. —Betsy suspiró.
—Eso, mierda —contestó Williams—. Yo creo que nuestra única esperanza es preguntarle a Dunn si Shah está en su casa y, en caso afirmativo, pedirle que lo entregue voluntariamente. ¿Que nos hace caso? Genial. ¿Que no? Pues al menos tendremos una prueba de que lo hemos intentado.
—Perdone, señor presidente, pero ¿se ha vuelto loco? ¿Ya no se acuerda de a quién nos enfrentamos? Con cualquier otro ex presidente podría funcionar, pero ningún otro ex presidente invitaría a su casa a Bashir Shah. No podemos arriesgarnos. Preguntárselo a Dunn es avisar a Shah, y nuestra única esperanza es la sorpresa.
—Anoche, en Bajaur, no funcionó.
—No.
Aparte de trágico, era como mínimo preocupante, en la medida en que parecía indicar que los insurgentes habían sabido de antemano que los rangers se dirigían allí.
«Casa Blanca», había dicho Farhad. «HLI», había escrito Pete Hamilton sabiendo casi con certeza lo que estaba a punto de ocurrirle.
Ambos habían muerto intentando transmitir el mismo mensaje: «Traidor.»
Esa persona había avisado sobre la incursión a Shah, y éste había advertido a los talibanes, que a su vez habían matado a los rangers.
Esa misma persona sabría dónde estaban las bombas, y probablemente hubiera puesto una en la Casa Blanca. Tenían que averiguar quién era, y para eso Ellen tenía que arriesgarse.
—Hay algo que aún no le he contado, señor presidente.
—Dios mío... No me diga que ha secuestrado a Ivanov.
—No, aunque...
—¿Qué pasa?
—Antes de que lo mataran, Pete Hamilton envió un mensaje a Betsy. Tres letras: HLI. —Se quedó esperando una respuesta.
—Pues la verdad es que me suena de algo... —dudó un poco Williams—. HLI. No, ahora no me viene. ¿Qué significa?
—Informador de alto nivel.
—Aaah, sí... —Se rió—. Lo decían en broma en el Congreso hace unos años. Un periodista se había puesto a hacer preguntas sobre una gran conspiración de derechas.
Tal como lo dijo parecía absurdo.
—Ya. Para troncharse.
Otro silencio.
—Supongo que ahora ya no tiene tanta gracia —reconoció Williams.
—¿Usted cree? A Pete Hamilton lo han matado porque averiguó algo al respecto. Lo último que hizo fue mandar el mensaje. Y que conste que no creo que sea sólo una conspiración de derechas. Para mí va mucho más allá.
—O sea que ¿cree que hay un HLI?
—Sí.
—¿Y por qué no me lo había dicho antes?
—No podía arriesgarme a que se enterase nadie. Nadie próximo a usted.
—Se refiere a mi jefa de gabinete.
—Exacto. No hay nadie de nivel superior a Barb Stenhauser. Luego está su ayudante: hemos averiguado que era la joven con quien estuvo Hamilton en el bar, y ahora ha desaparecido. Reconocerá que es raro.
—Lo que reconozco es que alguien tan listo y tan paciente como para organizar algo así también habría tomado la precaución de buscar chivos expiatorios, ¿no le parece?
Ellen se quedó callada.
—¿Y no le parece que mi jefa de gabinete es una elección muy evidente, casi demasiado?
—Puede que tenga razón. La única manera de averiguarlo es localizando la web del HLI y descubriendo su identidad —continuó Ellen—, lo cual pasa por buscar a Alex Huang.
—¿Quién?
—El corresponsal que hacía las preguntas.
—¿Cómo sabe su nombre?
—Porque trabajaba para mí. Se fue sin haber terminado la investigación. Entonces dijo que no había ningún HLI, que seguro que era algo creado por los teóricos de la conspiración para inventarse los mayores disparates y atribuírselos al misterioso HLI.
—Suena bastante verosímil.
—Yo no le había dado más vueltas hasta que murió Pete Hamilton consiguiéndonos esa información. Por otra parte, el informador iraní dijo «Casa Blanca» justo antes de morir. No podemos ignorarlo.
—¿Y dónde está ese periodista? —preguntó Williams.
—Lo ha encontrado Betsy. Se ha cambiado de nombre, y vive escondido en un pueblo de Quebec llamado Three Pines, pero se niega a hablar. Me gustaría mandar a alguien para convencerlo, alguien en quien confíe. Si lo hemos localizado nosotros, Shah no tardará.
—¿Y si no quiere decirnos lo que sabe sobre el HLI? —preguntó Williams—. ¿También lo raptamos? ¿Por qué no? De paso invadimos otro país soberano, otro aliado. Seguro que a Canadá no le importa.
Se frenó al notar que se le iba la cabeza. Sólo con sensatez lograría salir vivo de ese día, tras haber encontrado y desactivado las bombas.
—A ver —dijo—, nuestro principal objetivo, nuestra prioridad, es Shah. Si lo atrapamos, lo demás es secundario. Lo que ocurre es que para atraparlo tengo que dar luz verde a una operación secreta a plena luz del día, y contra compatriotas, contra un ex presidente. Lo cual, por si alguien no se había dado cuenta, va contra la ley.
—Bueno, supongo que poner bombas nucleares también —intervino Betsy.
—Doug, las probabilidades de que usted o yo sobrevivamos a este día, no política, sino físicamente, son bastante escasas —dijo Ellen—. Lo último que debería preocuparnos es acabar en la cárcel. Si Shah sabe dónde están las bombas y nos quedan... —Miró el reloj de su mesa del Air Force Three, que irónicamente era un reloj atómico— diez horas para localizarlas y desactivarlas, voto para que infrinjamos todas las leyes que haga falta. Y que pase lo que tenga que pasar.
—Pues lo tenemos crudo, Ellen. —El tono de Williams no era sólo de cansancio, sino de absoluta extenuación... y resignación—. Voy a ponerlo en marcha. Más vale que funcione, que Shah esté allí.
La aproximación del Air Force Three a la base aérea Andrews coincidió con la de Eric Dunn al primer tee y la de los comandos a la villa.
Al presidente le habían adelantado un poco la partida de golf por un fallo imprevisto del sistema informático. Fue la explicación que dio el secretario del club cuando la asistente de Dunn se la exigió de malos modos.
Tras ver que salía del recinto, el destacamento de operaciones especiales ocupó sus posiciones.
Veían a los guardias de seguridad, que pertenecían a una empresa privada: llevaban rifles de asalto y tantos cinturones de munición que no sólo hacían mucho ruido al patrullar, sino que a duras penas podían moverse.
En contrapartida, los miembros de la Fuerza Delta dependían del sigilo y la rapidez, y lo único que llevaban encima eran cuchillos, pistolas, cuerdas y cinta.
Cualquier comando de verdad sabía que las personas eran más importantes que el armamento. El éxito de una misión dependía más de la instrucción y el temple del soldado que de sus armas.
Por su parte, los paramilitares de la extrema derecha concedían más valor a un Uzi que a la estabilidad mental.
Normalmente, a los ex presidentes los protegía el Servicio Secreto, pero en el caso de Dunn se habían visto marginados por el uso de fuerzas de seguridad privadas, y esa mañana, en respuesta a una orden de sus superiores, su papel estaba siendo más discreto que nunca.
El jefe del comando de las fuerzas especiales sólo necesitó observar unos minutos cómo trabajaban los vigilantes privados para deducir su rutina.
Cuando dio la señal, sus hombres treparon por el muro, se dejaron caer al otro lado como gatos y corrieron en silencio hacia la villa. Gracias al uso de escáneres, sabían de antemano dónde se encontraban los ocupantes de la casa. En cuanto a cuál de ellos era Shah, podían formular una hipótesis con fundamento, pero no estar seguros.
La orden era que no hubiera víctimas, nada de heridos: encontrar al objetivo y largarse.
Era una misión casi imposible, pero los comandos como ése no acometían misiones de otro tipo.
Mientras un grupo se desplegaba por la planta de arriba, otro tomó la planta baja, otro el sótano y los dos efectivos restantes salieron con sigilo al jardín, donde había un hombre sentado en el patio.
—No es él —informó el soldado, que retrocedió antes de que pudieran verlo y pasó al objetivo secundario.
—No es él.
—No es él.
—No es él.
Fueron informando uno por uno mientras en la Casa Blanca, y en el Air Force Three, Williams, Ellen y Betsy lo seguían todo por las cámaras corporales. Apenas respiraban. Si Shah no estaba allí...
—No es él —informó entonces el último integrante del comando.
—No está aquí —dijo el número dos.
Tras un breve silencio se oyó la voz del jefe.
—Hay gente en la cocina.
—Son todos empleados —añadió otro—: un cocinero, un lavaplatos y un camarero. Confirmado.
—Según mis escaneos hay cuatro personas. Debe de haber una en la cámara frigorífica. —El revestimiento metálico impedía ver si había alguien dentro—. Volved a mirar.
Dos miembros del comando bajaron corriendo de nuevo, sin hacer ruido, a la planta baja, y al meterse en una habitación lateral estuvieron a punto de chocar con una empleada que subía con su desayuno.
Cerca ya de la cocina se vieron asaltados por un inconfundible aroma de cilantro y pan tostado, a la vez que oían una voz que hablaba con un ligero acento.
—Esto se llama paratha —explicaba un hombre frente a los fogones, pinchando un triángulo de pan en una sartén de hierro colado—. Cuando falta poco para que esté hecho le añadimos la mezcla con huevo.
Los integrantes de la fuerza delta entraron en la cocina. El cocinero acababa de empezar a resistirse a los intrusos. El otro hombre aún no se había dado la vuelta para mirar cuando le taparon la boca con cinta adhesiva y la cabeza con un saco.
—Lo tenemos.
Uno de los soldados se lo echó en el hombro y dio media vuelta para irse corriendo con su compañero. Desaparecieron en cuestión de segundos, sin dar tiempo de reaccionar al cocinero ni al lavaplatos.
Subieron a toda velocidad mientras el fardo daba patadas y gemía, debatiéndose. Disponían de un apoyo técnico que iba indicándoles dónde estaba la gente.
Se metieron en una habitación y esperaron a que pasara el personal doméstico y de seguridad, que acudió corriendo a la cocina en respuesta a los gritos.
La incursión sólo había durado unos minutos.
Doce minutos después, un helicóptero civil despegó de un aeródromo privado rumbo al norte.
El Air Force Three ya había aterrizado, pero Ellen y Betsy se quedaron a bordo para seguir la operación.
—Dios mío, por favor —dijo Ellen cuando se elevó el helicóptero—, que sea Shah, no un pobre cocinero.
—Quitadle la capucha —ordenó el presidente Williams.
El jefe del comando obedeció.
La cara que los miraba fijamente era la del camarero de la cena de Islamabad.
La cara de un físico nuclear tristemente famoso.
La cara del traficante de armas más peligroso del mundo.
El doctor Bashir Shah.
—Lo tenemos. —Ellen suspiró—. Hemos capturado al Azhi Dahaka.
Oyó al teléfono la risa de Doug Williams, cuyo alivio tenía un punto de histeria. De repente la risa se cortó.
—¿El Azhi qué? ¿No es Shah?
—Ah, perdón... Sí, sí, es Shah. Enhorabuena, señor presidente, lo ha conseguido.
—Yo no, nosotros. Ellos. —Williams habló por los auriculares del jefe del comando—. Felicidades. Espero poder explicarle algún día lo importante que ha sido esta operación.
—De nada, señor presidente.
Al oírlo, Shah abrió mucho los ojos. Aún tenía la boca tapada, pero su mirada lo decía todo: estaba prácticamente seguro de saber adónde se lo llevaban.
Y qué le esperaba allí, aparte del presidente de Estados Unidos.
Doug Williams inclinó la cabeza y se llevó las manos a la cara, que notó rasposa a causa de la barba incipiente.
Antes de acceder a su cuarto de baño privado, para ducharse y afeitarse, buscó «Azhi Dahaka». Le llevó varios intentos acertar con la ortografía, pero al final lo encontró.
Un dragón destructor y terrorífico de tres cabezas, hijo de la mentira y concebido para hacer estragos en el mundo; una serpiente tiránica cuya aparición preludiaba el caos.
Bashir Shah era todo eso, en efecto.
Sin embargo, al lavarse la cara y mirarse en el espejo, Doug Williams se preguntó de quiénes eran las otras dos cabezas.
Una de Ivanov, sí, pero ¿y la otra? ¿Quién era el HLI?
No se le ocurrió hasta que estuvo en la ducha, con el agua caliente resbalándole por el pelo, la cabeza, la cara y el cuerpo, sintiéndose de nuevo casi humano.
Las palabras de Ellen sobre el periodista, el que se había refugiado en Canadá con la esperanza de hallar seguridad, como tantos otros. Ellen había mencionado un pueblo de Quebec. Ya era la segunda vez que se lo comentaban en muy poco tiempo.
Se acordó al secarse: los horribles momentos mientras esperaba a quedar reducido a cenizas.
El general había dicho algo de su perro Pine.
Three Pines, Three Pines.
Salió del baño a toda prisa, con la toalla en la cintura, y llamó al jefe del Estado Mayor Conjunto. Después de escucharlo telefoneó a su secretaria de Estado, que iba de camino a casa, para darse una ducha rápida y cambiarse de ropa antes de dirigirse a la Casa Blanca.
—¿Ha mandado a alguien a Quebec para hablar con el periodista? —preguntó.
—Todavía no. Estamos buscando a alguien en quien confíe.
—Pues no busquen más, que creo que lo he encontrado.
Eran las nueve de la mañana. Si estaban en lo cierto, las bombas atómicas explotarían a las cuatro de la tarde.
Siete horas. Tenían siete horas.
Pero también tenían a Shah, y quizá una pista sobre la tercera cabeza del Azhi Dahaka.
—¿Cómo está Pine?
—Muy bien, aunque tiene las orejas bastante grandes —dijo por teléfono el general.
—¿En serio? —Armand Gamache miró a Henri, su pastor alemán: si le colgasen las orejas tropezaría con ellas, pero no, estaban muy erguidas, como en un estado de sorpresa constante—. Me han llegado rumores de Washington. ¿Va todo bien?
—Bueno, la verdad es que por eso te llamo. ¿Conoces a un tal Alex Huang?
—Sí, claro; no personalmente, pero leía sus crónicas desde la Casa Blanca. ¿No se había retirado?
—Sí, lo dejó y ahora vive en Three Pines.
—Me parece que no. Aquí no hay nadie que se llame así.
—No, pero ¿verdad que hay un Al Chen, un estadounidense que llegó hace dos o tres años?
—Sí, hace dos años. —El tono de Gamache se había vuelto más cauto—. ¿Me estás diciendo que es Huang? ¿Por qué iba a cambiarse de nombre?
—Por eso te llamo: necesito que me hagas un favor.
Ellen entró en la ducha, por fin.
Cerró los ojos y dejó que el agua caliente le azotara la cara, como una catarata, y resbalara por su cuerpo exhausto. Se notaba todo el cuerpo magullado pese a que no estaba herida; bueno, herida en el sentido físico, porque estaba segura de que nunca acabaría de recuperarse de la conmoción, el dolor y el miedo de los últimos días.
Las heridas eran internas, eternas.
No tenía tiempo de pensar en esas cosas. Aún quedaba un trecho por correr, el sprint final.
Betsy y ella habían pasado por su casa para darse una ducha rápida y ponerse ropa limpia, una parada en boxes para Ellen. ¿Y para Betsy?
Al salir de la ducha olió a café recién hecho y beicon ahumado con madera de arce.
—¿Estás haciendo el desayuno? —preguntó cuando entraba en la cocina, luminosa y alegre—. ¿El mundo está literalmente a punto de explotar y tú te pones a freír beicon?
—Sí, y también estoy calentando los bollos de canela que tanto te gustan.
Ah, sí, ya lo notaba.
—¿Qué quieres, torturarme? No puedo quedarme. Tengo que ir a la Casa Blanca.
—Lo he preparado para llevar. Podemos comer y beber en el coche.
—Betsy...
Su consejera se quedó mirándola con la espátula en la mano.
—No, no lo digas.
—Tú no vienes.
—Y un cuerno. Eres mi mejor amiga desde el parvulario; me has salvado la vida más de una vez, con tu apoyo emocional y económico. Después de la muerte de Patrick... —Se tambaleó con un suspiro entrecortado al borde de esa herida sin fondo—. Eres mi mejor amiga, no permitiré que me dejes de lado.
—Necesito que te quedes, por Katherine y Gil y los perros...
—No tienes perros.
—No, pero tú te buscarás alguno, ¿no? Si...
A Betsy empezaron a arderle los ojos mientras su respiración se volvía entrecortada.
—No... puedes... dejarme... de lado.
—Te necesito —contestó Ellen. «Dilo, por favor», se rogó a sí misma. «Dilo. Di: “A mi lado.” Di: “Te necesito a mi lado.”»—. Venga, prométeme que me harás caso, por favor. Por una vez en la vida. Te haré una videollamada, pero si no estás aquí te juro que te cuelgo.
—Estaré aquí.
—Dejaré un número al lado del teléfono del pasillo. Si lo necesitas, úsalo.
Betsy asintió con la cabeza.
Ellen la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Entran en un bar el pasado, el presente y el futuro...
Abrazada a su amiga, Betsy trató de decir algo, pero no le salía. Ellen se apartó y, después de besarla en la mejilla, dio media vuelta y se marchó.
Mientras se encaminaba a toda prisa hacia la puerta, y hacia el coche que la estaba esperando, pasó por delante de las fotos enmarcadas de los niños, de los cumpleaños, de los días de Acción de Gracias, de las Navidades... las fotos de su boda con Quinn.
Fotos de ella y Betsy de pequeñas: Betsy sucia, llena de mocos, y Ellen impoluta. Dos mitades de un todo espléndido.
Salió de casa y se subió al todoterreno que la llevaría hasta la Casa Blanca, donde la aguardaban el presidente y una bomba atómica.
—Qué tenso ha sido —susurró Betsy mientras seguía el vehículo con la mirada.
Se dejó caer muy despacio de rodillas en el suelo. El perfume de Ellen flotaba en el ambiente suave y sutilmente, como si estuviese allí para protegerla: Aromatics Elixir.
Se encogió hasta hacerse lo más pequeña posible y se balanceó con los ojos cerrados.
Betsy Jameson no sentía miedo sin más; se hallaba en un estado de terror.
El inspector jefe Gamache, jefe de homicidios de la Sûreté du Québec, entró en la librería.
—Aún no ha llegado, Armand —dijo Myrna.
—¿El qué?
—La telaraña de Carlota, que encargaste para tu nieta. Te veo distraído.
—Un poco. ¿Está Al?
—Ha ido a casa de Ruth a palear nieve.
—¿Para quitársela o para enterrarla? —preguntó Gamache.
Myrna se rió.
—Esta vez para quitársela.
—Merci —dijo Gamache.
Bajo el cielo de aquel día invernal, brillante y cristalino, se acercó a la casita de Ruth Zardo, que quedaba justo al lado del parque, y vio las paladas de nieve cayendo sobre un gran montón.
—¿Al?
Un hombre de unos cincuenta años, con la cara roja a causa del frío y del esfuerzo, paró de trabajar y se apoyó en la pala.
—¿Qué tal, Armand?
—¿Podemos hablar?
Al miró atentamente a su vecino y, por su expresión, adivinó de qué se trataba. Hacía apenas unas horas se había puesto en contacto con él una tal Betsy, del Departamento de Estado, pero él no había querido hablar. Le había explicado que tenía una nueva vida, agradable y tranquila... por fin.
Bueno, tranquila del todo no: día y noche la sobrevolaba una sombra, y él sabía que tarde o temprano esa sombra se disiparía para revelar al monstruo en sí.
Soltó un suspiro largo, muy largo, que convirtió su aliento en un chorro de vapor, e hincó la pala en la nieve.
—Vale, hablemos.
Se encaminaron hacia el bar del pueblo haciendo crujir la nieve compactada y entornando los párpados para que no los deslumbrase el reflejo del sol en los altos montones de nieve.
Lo que Gamache veía delante era el bar, lo que veía Chen era el final de su tranquilidad.
Encontraron asientos libres delante de la chimenea y pidieron dos cafés con leche.
—Merci —dijo Gamache cuando se los sirvieron, antes de mirar atentamente a Al. A continuación habló en voz baja—. Sé quién eres, y por qué viniste. Fue para esconderte, ¿verdad? —Como Al no decía nada, prosiguió—: También sé por qué te quedas. —Miró la puerta que daba a la librería y luego se inclinó hacia Chen bajando aún más la voz—. Como te encuentre, en el pueblo se armará la gorda, y no sólo para ti, sino para Myrna y cualquier otra persona que se cruce en su camino.
—No sé de qué me hablas, Armand. ¿A quién te refieres?
—A la persona de la que te escondes. ¿Necesitas que te diga su nombre? Mira, si nosotros te hemos encontrado, él también te encontrará. No sé cuánto tiempo tenemos, pero sospecho que no mucho.
—No puedo volver, Armand. Me escapé por los pelos.
Le temblaban las manos. Gamache se acordó de cómo había llegado dos años antes.
Por aquel entonces, cualquier ruido fuerte lo hacía estremecerse. No podía estar con mucha gente en la misma habitación y, si alguien se dirigía él o sencillamente lo miraba, le daba un tembleque. Les costó lo suyo sacarlo de su habitación de la fonda de Olivier y Gabri. Quien lo logró al final fue Myrna, con su voz cálida y melodiosa... y su pastel de chocolate.
Sospechando que le gustaban los libros, lo invitó a su librería una tarde de verano, después de cerrar. Y desde entonces le abría la puerta cada tres días y lo dejaba curiosear a solas. Él le compró todo tipo de libros, tanto nuevos como de segunda mano.
A continuación, Myrna consiguió que saliera al patio de atrás, donde se tomaban unas cervezas viendo correr las aguas del Bella Bella. A veces hablaban, a veces no.
El siguiente paso fue sacarlo al patio de delante, donde veía transcurrir la vida del pueblo, lenta pero nunca estancada.
Poco a poco Al Chen fue emergiendo.
Para entonces se hallaba integrado en la comunidad, pero no era del todo sincero con ella.
—¿Myrna sabe quién eres de verdad?
—No. Sabe que tengo un pasado del que no quiero hablar, pero no quién soy.
—Yo no se lo diré, pero necesito que vuelvas. Tienes que explicarles todo lo que sepas sobre esa web, HLI.
Al negó con la cabeza.
—Ni hablar, no puedo.
—Mira —insistió Gamache—, tienen a Bashir Shah: ahora mismo se lo están llevando detenido a Washington, pero necesitan saber quién es el informador de alto nivel. Lo entiendes, ¿verdad?
—¿Tienen a Shah? ¿En serio? ¿No lo dices por decir?
—Lo tienen, pero ya sabes lo peligroso que es, y de lo que él y sus hombres son capaces. El presidente Williams necesita saber quién es el infiltrado de Shah en la Casa Blanca.
A Gamache no le habían hablado de las bombas. No hacía falta. Como no podía ser menos, estaba al corriente de los atentados en Europa y había oído rumores sobre que en algún sitio había otros explosivos, más potentes.
—Si no puedes volver, dímelo a mí. ¿Quién es el informador de alto nivel? ¿Quién es?
En lugar de ponerse a gritar, Gamache había suavizado el tono. Su larga experiencia le había enseñado que el ser humano se pone a la defensiva cuando le gritan, mientras que, si le hablan con suavidad, puede que se acerque, como los animales asustados o heridos.
Al Chen negó con la cabeza, pero no igual que antes. Gamache se dio cuenta de que no se estaba negando a hablar, sino que era un gesto de discrepancia.
—No es ningún informador.
—¿Una informadora, entonces?
—Son varios. Eso fue lo que averigüé: el HLI no es una sola persona; está claro que alguien lo dirigirá, pero lo que averigüé es que el HLI es un grupo, una organización.
—¿Y cuál es su objetivo?
—Que Estados Unidos vuelva a ser como creen que debería ser. Por lo que vi, los integrantes del grupo son personas poderosas y desencantadas.
—¿Con qué?
—Con el gobierno, con el rumbo del país, con los cambios culturales, con lo que ven como el desgaste y la desaparición de los auténticos valores estadounidenses. Te estoy hablando de algo más que del típico conservador respetable que echa de menos lo que había antes y quiere que vuelva; me estoy refiriendo a extremistas de ultraderecha, fascistas, supremacistas blancos y paramilitares. Tienen la impresión de que Estados Unidos ya no es el país de antes, de modo que no les parece que estén siendo desleales, sino todo lo contrario: su intención es enderezar el barco.
—¿Hundiéndolo?
—Expurgándolo. Lo ven como su deber patriótico.
—¿Son militares?
Chen asintió.
—Sí, de alto rango: figuras respetadas. Y también diputados y senadores.
—Mon Dieu —susurró Gamache, que se apartó un momento para contemplar el fuego—. ¿Quiénes son? Necesitamos nombres.
—Ojalá lo supiera. Te lo diría, pero no lo sé.
—¿Partidarios del presidente anterior?
—Sólo a primera vista: es gente que odia al gobierno como tal.
—Pero algunos se mueven en círculos gubernamentales, y también son políticos...
—Tú, si quisieras destruir un sistema muy grande, ¿no empezarías minándolo desde dentro?
Gamache asintió con la cabeza.
—HLI es una web de la red oscura, ¿no? Donde comparte información toda esta gente.
—Más allá de la red oscura.
Gamache enarcó las cejas.
—No sabía que hubiera nada más.
—Internet es como el universo: no se acaba nunca. Está lleno de maravillas y de agujeros negros. Allí fue donde encontré a HLI.
—Necesito la dirección.
—No la tengo.
—No me lo creo.
Se miraron a los ojos. En los de Al Chen, Gamache percibió miedo y rabia; Chen, por su parte, vio irritación e impaciencia en los del comisario, pero también algo más.
En lo más hondo de los ojos de Gamache había bondad y comprensión: ese hombre conocía el miedo.
Al Chen respiró hondo y, tras lanzar una mirada hacia la librería, donde Myrna estaba ordenando los libros que acababan de llegar, hizo algo que Gamache no se esperaba.
Se desabrochó la camisa.
Por encima del corazón tenía una cicatriz.
—Le dije a Myrna que es la cita favorita de mi madre en la taquigrafía que ella usaba.
—¿Y se lo creyó?
—No estoy seguro, pero no dijo nada.
—¿Y qué es en realidad?
—La dirección de HLI.
Gamache observó la cicatriz ladeando la cabeza.
—Nunca había visto nada parecido.
—Suerte que tienes. Con esto llegarás al agujero negro, pero no podrás entrar. Para eso hace falta una clave de acceso.
—¿O sea...?
Chen negó con la cabeza.
—Yo nunca he tenido ninguna. A lo máximo que llegué fue a esto, luego me echaron encima a los suyos y tuve que huir aquí.
Miró por la ventana de cuarterones, como esmerilada por la escarcha, hacia donde se erguían sobre el pueblo los tres pinos apuntando hacia el cielo.
—Necesitamos la clave de acceso —dijo Gamache—. ¿Tienes idea de quién puede tenerla?
—Pues cualquier miembro de HLI, evidentemente. Y es probable que Bashir Shah.
—¿Te importa?
Gamache levantó su móvil y, al ver que Chen se lo permitía, hizo una foto de la breve serie de números, letras y símbolos.
A primera vista no parecía una dirección de internet, al menos de una web normal.
—¿Quién te lo hizo?
—Yo mismo, una noche, borracho y colocado.
—¿Por qué?
—Creo que ya lo sabes, Armand.
Al se abrochó la camisa y salieron juntos del bar. La gruesa parka de Alex Huang no le impedía notar que hacía un frío glacial. Ningún aislamiento era capaz de hacerlo entrar en calor: llevaba el frío dentro, pero a partir de entonces quizá pudiera volver a sentirse cálido y plenamente humano.
Antes de despedirse, Gamache le dio las gracias.
—¿Lo de que tu madre tenía una cita favorita es verdad?
—Sí: Noli timere.
Armand le tendió la mano.
—Noli timere.
Mientras Huang seguía quitándole la nieve de encima a la ingrata poetisa, Armand se fue a su casa y mandó la foto a su amigo, el jefe del Estado Mayor Conjunto; no era la foto de una dirección de internet sin más, sino del odio de un hombre hacia sí mismo, grabado en sus carnes como una acusación, un recordatorio cotidiano de su cobardía.
«Noli timere», pensó al enviar la foto: «No tengas miedo.»
Tal vez Al Chen, Alex Huang, pudiera ver al fin las cicatrices como algo distinto: un aleluya, una bendición, la de haberse puesto esas letras, números y símbolos terribles sobre el corazón, donde jamás los perdería, y haberse refugiado en ese pueblo, donde al final sí había perdido el corazón.
—No tengas miedo, no tengas miedo —susurró Armand mirando el día espléndido que hacía.
Sin embargo, tenía miedo.