El desenlace era inminente.
Lo sabían todos en la habitación.
Eran las 14.57 h, hora de Washington. 14.57 h. Tenían hasta las 16.00 h: una hora y tres minutos para encontrar y desactivar las bombas. Habían recorrido un largo trecho desde el primer mensaje en clave recibido en el ordenador de Anahita Dahir, en el Departamento de Estado. De eso hacía una eternidad.
Pero ¿bastaba con ese trecho?
En todas las ciudades importantes había equipos en alerta máxima. Todas las organizaciones de inteligencia del mundo permanecían atentas a las comunicaciones interceptadas a Al Qaeda y sus aliados, y llevaban así desde el principio, aunque sin resultados por el momento.
La única esperanza real era el científico paquistaní de mediana edad que se encontraba sentado en una silla de respaldo duro en el despacho oval, frente al presidente de Estados Unidos, a quien miraba con odio por encima del escritorio Resolute.
—Díganos dónde están las bombas, doctor Shah —dijo Williams.
—¿Por qué iba a decírselo?
—O sea que no lo niega.
Shah ladeó la cabeza, divertido.
—¿Negarlo? Por culpa de los americanos he pasado años en arresto domiciliario pensando en este momento, soñando con él; años viendo lo que ocurría en Estados Unidos y cómo iban dejando hecha unos zorros la democracia. Muy entretenido: el mejor reality show de la historia, aunque de realidad tiene poco, ¿no? La política de lo que llaman democracia es casi toda ella una ilusión, una escenificación para el populacho.
—¿Nos está diciendo que las bombas no son reales? —inquirió Ellen.
—No, no, sí que lo son.
—Pues entonces díganos dónde están, a menos que también quiera saltar por los aires. Nos quedan... —Miró el reloj—. Cincuenta y nueve minutos.
—Así que ha descifrado la clave que le metí en el bolsillo... Sí, cincuenta y nueve. Corrijo: en cincuenta y ocho minutos ya no quedará nada de todo esto. Si a los americanos les dan a elegir entre el caos y la dictadura, ¿por cuál de las dos cosas cree que se decantarán? Empujados por el miedo a otro ataque, en un estado de terror, les harán el trabajo a los terroristas y destruirán sus propias libertades; no sólo aceptarán que se suspendan sus derechos, sino que lo aplaudirán: campos de internamiento, torturas, expulsiones... Echarán la culpa de la muerte de los auténticos Estados Unidos al programa liberal: la igualdad de las mujeres, el matrimonio homosexual, la inmigración... Sin embargo, gracias a la audaz intervención de unos pocos patriotas, renacerá la América blanca, anglosajona, cristiana y temerosa de Dios de sus abuelos, y si para eso hay que matar a unos cuantos miles de personas, bueno, a fin de cuentas es una guerra. Estados Unidos, otrora un faro para el resto del mundo, morirá: será un suicidio. De todos modos, hay que decir que ya estaba tosiendo sangre.
—¡Que dónde están! —gritó el presidente Williams.
—Golpes de Estado he visto muchos, pero nunca tan de cerca. —Shah se inclinó—. Todos tienen algo en común, ¿quieren saber qué?
Williams y Ellen lo miraban con rabia.
—Se lo voy a decir: lo... repentinos que son todos, al menos para el que los sufre. Los que están a punto de ser derrocados, y a veces hasta ejecutados a tiros o en la horca, ponen la misma cara que usted, señor presidente: de conmoción, de consternación, de perplejidad, de miedo. ¿Que cómo ha podido ocurrir? Si hubiera estado atento habría visto que la marea cambiaba y el agua subía. Habría visto el alzamiento. Es tan culpable como el que más.
Shah se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y se quitó una pelusa invisible de la rodilla, pero Ellen advirtió el leve temblor de su mano, un temblor inexistente cuando el camarero le había servido la ensalada.
Era algo nuevo.
A pesar de todo, Shah estaba asustado, pero ¿de qué? ¿De la muerte o de algo más? ¿De qué podía tener miedo un Azhi Dahaka? De una sola cosa.
De un monstruo más grande.
Y, a juzgar por el temblor, tenía que haber uno cerca.
—Mientras ustedes miraban hacia el exterior, pendientes de las amenazas que pudieran despuntar en el horizonte —continuó—, pasaron por alto lo que estaba ocurriendo en su propio jardín; lo que estaba echando raíces en suelo americano, en sus pueblos y tiendas, en el corazón de su país, entre sus propios amigos y parientes: el giro a la derecha de los conservadores sensatos, el desplazamiento de la derecha a la extrema derecha y la transformación de esta última en derecha alternativa, con una radicalización alimentada por la frustración y la rabia, gracias a la cantidad de teorías disparatadas, «datos» falsos y políticos pagados de sí mismos con bula para mentir que circulan por internet.
»Lo que ustedes no veían desde cerca lo vi yo desde lejos: la transición gradual desde el descontento hasta la indignación. La rabia, las ganas y el respaldo económico estaban del lado de los que presumían de patriotas. Ya tenían la mecha. Sólo les faltaba lo único que podía darles yo.
—Una bomba —dijo Williams.
—Una bomba nuclear —añadió Ellen.
—Ni más ni menos. Lo único que necesitaba yo era que me liberasen, y de eso se encargó el valioso tonto de su presidente. A partir de ahí ya pude unir las dos partes. —Levantó las manos—. Por un lado, terroristas internacionales: Al Qaeda; por el otro, patriotas internos. —Las juntó—. Et voilà. Sí, he tenido años para imaginarme este momento. He tenido tiempo y paciencia. Decía Tolstói que tiempo y paciencia eran los guerreros más poderosos, y tenía razón. Hay muy pocas personas que tengan ambas cosas, y una de ellas soy yo. Es verdad que había dado por supuesto que lo presenciaría desde mi casa de Islamabad, pero ahora tengo asiento de primera fila.
—En realidad está encima del escenario —lo corrigió Ellen.
Shah la miró.
—Igual que usted. Mi profesión es lucrativa pero peligrosa; sobre eso no me hago ilusiones. Me he planteado muchas veces de qué puedo morir, y la verdad es que probablemente la mejor sea una muerte rápida, en un fogonazo. Yo estoy preparado. ¿Y ustedes? —Se volvió hacia el presidente—. Además, si se lo contara, mis clientes se asegurarían de que mi muerte fuera mucho menos rápida y mucho menos luminosa.
—No le digo que no —contestó Williams—. Suerte tiene de que lo hayamos detenido y no puedan echarle el guante. A menos que resulte que aquí dentro hay un HLI...
Sus palabras afectaron al físico de manera fugaz, pero bastó para que Ellen comprendiese a quién temía Bashir Shah y quién era el monstruo más grande: el informador de alto nivel.
—¿Un HLI? —dijo Shah—. No tengo ni idea de a qué se refiere.
—Pues qué pena —contestó Williams—. Para usted no, naturalmente, pero para otros quizá sí.
A Shah se le crispó la sonrisa.
—¿Qué quiere decir?
Quedaban cincuenta y dos minutos.
—Bueno —dijo Williams—, ha ido usted dejando un rastro de cadáveres, en algunos casos para atar cabos sueltos, y en otros a modo de advertencia. Sospecho que cuando sus amigos se enteren de que está en nuestras manos harán lo mismo. ¿Y a quién podría elegir Al Qaeda o la mafia rusa para dar ejemplo y disuadir a los traidores?
Ellen se agachó para decirle algo al oído al doctor Shah, que olía a jazmín y sudor.
—Voy a darle una pista: ¿en quién se cebó usted cuando mis agencias de noticias empezaron a informar sobre sus ventas de armamento en el mercado negro? ¿Quién envenenó a mi marido? ¿Quién aterrorizó a mis hijos? ¿Quién intentó matar ayer mismo a mi hijo y a mi hija?
—¿Mi familia? ¿Harían ustedes daño a mi familia? —Se levantó.
—No, doctor Shah, ésa es una de las muchas diferencias entre usted y nosotros. A su familia no le haríamos ningún daño.
Shah dejó de contener la respiración.
—Por desgracia, todos nuestros agentes en Pakistán y otros países están volcados en buscar información sobre las bombas, al igual que nuestros aliados, y, si bien nunca haríamos daño a su familia, tampoco podemos protegerla. A saber qué le habrán contado a Al Qaeda sobre la razón de que esté usted aquí, en la Casa Blanca... A saber qué pensarán Ivanov y la mafia rusa...
—Hasta es posible —añadió el presidente Williams— que corran rumores de que está colaborando, de que es un espía estadounidense. La democracia y la libertad de expresión: qué entretenidas, ¿verdad?
—Saben que nunca los traicionaría.
—¿Seguro? En Teherán, el gran ayatolá me contó una fábula persa sobre un gato y un ratón. ¿La conoce?
Shah asintió.
—Pues hay otra que podría interesarle: la de la rana y el escorpión.
—No me interesa.
—El escorpión quiere cruzar un río, pero no sabe nadar y, como necesita ayuda, le pide a una rana que lo lleve en la espalda —relató Ellen—. La rana dice: «Pero me picarías, y moriría.» El escorpión se echa a reír. «Te prometo que no te picaré porque nos ahogaríamos los dos.» Total, que la rana accede y empiezan a cruzar los dos el río.
Shah no la miraba, pero sí escuchaba.
—A medio camino, el escorpión pica a la rana —continuó Ellen—, que con su último aliento le pregunta: «¿Por qué?»
—Y el escorpión contesta: «Porque no puedo evitarlo: soy así.» —El presidente Williams se inclinó sobre la mesa—. Sabemos quién es y cómo es, y sus supuestos aliados también: saben que no dudaría ni un instante en traicionarlos. Si nos dice dónde están las bombas protegeremos a su familia.
En ese momento Barb Stenhauser entró en el despacho oval y se acercó al presidente Williams.
—Ha llegado Tim Beecham. Está en el antedespacho. ¿Le digo que entre?
—Sí, Barb, por favor.
—También está el presidente Dunn al teléfono. Parece enfadado.
Williams miró la hora: quedaban cincuenta minutos.
—Dígale que llame dentro de una hora.
Katherine Adams, Gil Bahar, Anahita Dahir, Zahara y Charles Boynton guardaban silencio sentados alrededor de la desvencijada mesa. La única luz se hallaba en un rincón, de modo que apenas les iluminaba la cara.
Mejor, porque de todos ellos se iba apoderando un miedo perceptible para los demás. No hacía falta que encima se les viera.
Boynton tocó su móvil, con lo que se iluminó la hora: las doce y diez de la noche en Pakistán, cincuenta minutos antes de la hora a la que habían matado a Osama bin Laden.
Cincuenta minutos antes de que murieran cientos o miles de personas, entre ellos la madre de Katherine y Gil.
Y ellos no podían hacer nada.
• • •
Bashir Shah miró hacia la puerta, donde acababa de aparecer Tim Beecham.
El director nacional de Inteligencia frenó en seco y se quedó mirando al hombre erguido en la silla. Beecham tenía mala cara, aunque parte de ello podía achacarse a los morados que le rodeaban los ojos y a la tablilla que llevaba en la nariz.
—¿Lo han pillado?
Sin embargo, nadie prestaba atención al director nacional de Inteligencia. El centro de todas las miradas era Shah.
—¿Dónde están las bombas? —repitió el presidente.
—Lo único que puedo decirles es que están en Washington, Nueva York y Kansas City. Protejan a mi familia, por favor.
—¿En qué puntos de las tres ciudades? —pidió Williams mientras Ellen cogía el teléfono y empezaba a llamar.
—No lo sé.
—¡Claro que lo sabe! —intervino Beecham, que, tras hacerse una idea rápida de la situación, se acercó hasta donde estaba sentado Shah—. ¡Usted debe de haber organizado el envío!
—Sí, pero simplemente se enviaron a agentes de cada ciudad.
—¡Nombres!
—No los sé, ¿cómo quiere que me acuerde?
—En los envíos no pondría «bombas nucleares» —afirmó Beecham—. ¿Qué se suponía que eran?
—Instrumental para laboratorios de radiología.
—Mierda —soltó Beecham descolgando otro teléfono—: así se justifica que emitan radiación. ¿Cuándo se enviaron?
—Hace unas semanas.
—¡La fecha! —bramó—. Necesito una fecha. —Descolgó el teléfono—. Soy Beecham, póngame con Seguridad Nacional, ¡necesito un rastreo de envíos internacionales ahora mismo!
—El cuatro de febrero, por barco, vía Karachi.
Beecham transmitió la información.
Ellen ya había colgado y estaba escuchando. Algo no le cuadraba.
—Miente.
Beecham se volvió hacia ella.
—¿Por qué lo dice?
—Porque está dando información voluntariamente.
—Para salvar a su familia —alegó el presidente Williams.
Ellen negó con la cabeza.
—No. Piénselo. Su familia seguro que está a salvo. Lo ha dicho él mismo: ha tenido años para planearlo, ¿cómo iba a dejarlos, y a ponerse a sí mismo, en una situación tan vulnerable? Se fía tan poco de Al Qaeda y de la mafia rusa como ellos de él. Nos está tomando el pelo.
—¿Y por qué? —inquirió Beecham.
—¿Usted qué cree? ¿Por qué hace las cosas Shah? Llegará hasta el límite y luego exigirá algo desorbitado a cambio de la información que necesitamos... pero sólo sobre la bomba que tenemos bajo los pies. El resto, dejará que explote. Lo ha preparado todo personalmente, incluso lo de ir a casa de Dunn. Cualquier persona sensata se habría escondido en alguna mansión aislada de los Alpes hasta que todo cayera en el olvido.
—O volara en mil pedazos, ¿no? —agregó Shah, que ya no parecía nervioso ni asustado, sino que sonreía mientras negaba con la cabeza.
—¿Quiere decir que Shah pretendía que lo trajésemos aquí? —preguntó Beecham.
—Es usted muy lista —le dijo Shah a Ellen antes de volverse hacia Tim Beecham—. Usted no tanto. —Miró a Ellen de nuevo—. Supongo que habría hecho mejor en envenenarla también, pero he disfrutado con nuestra pequeña relación.
En la puerta apareció Barb Stenhauser.
—El general está aquí. ¿Quería...?
—Que pase —la interrumpió el presidente Williams—. Y entre usted también.
Ellen sacó su móvil y pulsó el botón de videollamada.
Quedaban treinta y seis minutos.
Había llegado el momento.
Betsy contestó al primer tono.
Oía voces, y veía el despacho oval, pero no a Ellen, señal de que sostenía el teléfono delante de ella. Estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor.
Ellen tendría sus motivos para no hablar, así que mejor quedarse callada hasta que lo hiciera.
Lo que sí hizo Betsy fue pulsar el botón de grabación. Cuando la cámara enfocó la puerta, abrió los ojos como platos.
Tim Beecham abrió los ojos como platos.
Bashir Shah también.
El general Whitehead tenía la cara amoratada, y el uniforme manchado de sangre por haberse peleado con Tim Beecham. Lo flanqueaban dos rangers.
—Me alegro de que haya podido venir, general. —Williams se volvió hacia los demás—. Creo que ya conocen al jefe del Estado Mayor Conjunto.
—Ex jefe —corrigió Beecham.
—Aquí hay un ex —dijo Whitehead—, pero no soy yo.
Hizo una señal con la cabeza a los dos rangers, que se apostaron a ambos lados del ex director nacional de Inteligencia.