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—¿Qué es esto? —exigió saber Beecham.

—¿Alguna novedad, Bert? —preguntó el presidente Williams sin hacerle caso.

—Seguimos esperando.

—¿Esperando? —Beecham los miró a los dos—. ¿A qué?

Treinta y cuatro minutos.

Ellen se acercó a él.

—Díganoslo.

—¿Decirles qué?

—¿Dónde están las bombas, Tim?

—¿Qué? ¿Creen que lo sé? —Parecía atónito y asustado—. Señor presidente, no irá usted a pensar...

—No pensamos, sabemos. —Williams lo fulminó con la mirada—. Usted es el informador de alto nivel, el traidor, el que no sólo filtra información, sino que también colabora con nuestros enemigos, con los terroristas, para detonar bombas nucleares. Se acabó: he redactado una declaración que se enviará al Congreso y los medios a las 16.01 h de hoy, y donde aparece usted como el traidor. Aunque sobreviva, no sé cómo, darán con usted. Ha fracasado. Díganos dónde están.

—¡Que no, por Dios, que no soy yo, es él! —Beecham señalaba a Whitehead.

Treinta y tres minutos.

Williams salió de detrás del escritorio para acercarse a Beecham, agarrarlo por el cuello y arrastrarlo hasta el fondo del despacho oval, donde lo empujó contra la pared.

Nadie trató de detenerlo.

—¿Dónde están las bombas?

—No lo sé —farfulló Beecham.

—¿Dónde está su familia? —preguntó Ellen mientras cruzaba la sala para colocarse junto al presidente.

—¿Mi familia? —graznó Beecham.

—Se lo voy a decir: en Utah. Sacó a su hijo del colegio para que no lo alcanzase la lluvia radiactiva. ¿Sabe dónde está la hija del general Whitehead? Yo sí. La he conocido. Su mujer, su hija y su nieto están aquí, en Washington. ¿Qué es lo primero que se hace cuando hay algún peligro? Poner a salvo a la familia. Lo ha hecho incluso Shah, y usted también. Después se ha ido, mientras que Bert Whitehead se ha quedado, igual que su familia. ¿Por qué? Porque no tenían la menor idea de lo que estaba a punto de pasar. Es lo que ha hecho que empezara a darme cuenta de quién era el auténtico traidor.

—¡Díganoslo! —exigió Williams, a quien le costó lo suyo no estrangular a Beecham.

Treinta minutos.

—Ya lo tenemos —anunció Whitehead—. Acaba de llegar. Se lo reenvío, señor presidente.

Williams soltó a Tim Beecham, que se derrumbó en el suelo con las manos en el cuello.

El presidente fue corriendo a su escritorio, pulsó sobre la foto sin tomarse la molestia de leer el texto y esbozó una mueca.

—¿Es piel humana? ¿Qué es?

—Según dice mi amigo, la dirección de internet de la web de HLI.

—¿Grabada en la piel de una persona? —inquirió Williams.

—De una persona, no, de Alex Huang —dijo Ellen.

—¿Huang? —preguntó Barb Stenhauser, que hasta entonces había permanecido al margen, junto a la puerta. Se acercó para ver la pantalla—. ¿El corresponsal en la Casa Blanca? ¿No trabajaba para usted? Lo dejó hace unos años.

—Se escondió —aclaró Ellen con una mirada de odio a Shah, que lo presenciaba todo como si fuera una obra de teatro—. Había estado investigando unos rumores acerca de las siglas HLI. Él creía que no era más que otra web marginal de conspiranoicos de extrema derecha, pero luego indagó a fondo. También lo descubrió Pete Hamilton, pero él no se salvó.

—¿Qué descubrieron? —preguntó el presidente Williams.

—Mi amigo, el que está en... —Whitehead consiguió callarse antes de revelar la ubicación de Huang.

Ellen miró a Shah, que se había inclinado un poco.

—Huang dice que HLI no es una persona —continuó el general—, sino un grupo, una organización de altos cargos de varias ramas del gobierno, incluido el ejército, aunque me cueste decirlo. —Negó con la cabeza y prosiguió—. Son cargos electos, senadores, miembros del Congreso y como mínimo un juez del Tribunal Supremo.

—Dios mío —susurró Williams.

—Pues nada, ya han puesto cara al golpe —intervino Shah.

—Pedazo de ca... —empezó a decir Williams antes de frenarse.

Quedaban veintiocho minutos.

El presidente observó de nuevo la foto de la pantalla.

—¿Y qué se supone que hay que hacer con esto? Es un galimatías, una mera sucesión de números, letras y símbolos.

Ellen se inclinó un poco más, asegurándose de orientar el teléfono hacia la pantalla. Williams tenía razón: no se parecía en nada a ninguna dirección de internet que hubiera visto.

—Por lo visto la dirección lleva a los miembros a un sitio que está más allá de la red oscura —explicó Whitehead.

—Qué tontería —repuso con voz ronca Beecham, que seguía en el suelo, con las manos en el cuello—. Eso no existe.

—Ahora lo veremos.

Williams lo introdujo en su portátil y pulsó «enter».

No pasó nada.

El ordenador pensaba, pensaba. Y pensaba.

Veintiséis minutos.

«Venga, venga», pensó, o rezó, Ellen.

A la mesa de la cocina de Ellen, Betsy, bañada por el sol que entraba por las ventanas, lo veía todo.

«Venga, venga», rezó.

En el despacho oval, el presidente Williams miraba fijamente la pantalla, donde una fina línea azul avanzaba y retrocedía de manera rítmica: adelante, atrás...

«Venga», rezó.

—No funciona —dijo Stenhauser con tono de pánico—. Tenemos que irnos. —Se acercó un poco más a la puerta.

—No se mueva de donde está, Barb —le ordenó el presidente.

—Son las tres y treinta y cinco.

—De aquí no se mueve. Ni usted ni nadie —dijo.

El general Whitehead hizo una señal con la cabeza a uno de los rangers, que se apostó junto a la puerta.

«Venga, venga.»

Justo entonces el ordenador dejó de pensar y se puso negro.

Nadie parpadeaba. Nadie respiraba. De pronto apareció una puerta en la pantalla.

El presidente Williams respiró hondo.

—Gracias a Dios —susurró.

Movió el cursor hasta el centro de la puerta y se dispuso a hacer clic.

—Un momento —intervino Ellen—. ¿Cómo sabemos que no es una trampa? ¿Cómo sabemos que seleccionar la puerta no detonará las bombas?

Williams miró la hora.

—Faltan veintidós minutos para las cuatro, Ellen. A estas alturas, ¿qué más da?

Ellen respiró hondo y asintió con un gesto brusco, al igual que el general Whitehead.

—Nooo —susurró Betsy—, no lo hagas.

Williams hizo clic en la puerta.

Nada.

Volvió a probar: nada.

—¿No hay una aldaba o un timbre? —preguntó Ellen.

Sonaba ridículo, pero nadie se rió.

—No —contestó Williams, que movía aquí y allá el cursor haciendo clic al azar—. Mierda, mierda, mierda.

Quedaban veinte minutos.

Whitehead sacó su móvil y volvió a mirar el mensaje que le había enviado Gamache desde Quebec.

—Maldita sea... No había leído todo el mensaje. Me ha podido la impaciencia de abrir la foto. Pone que Huang le ha dicho que necesitamos una clave para entrar.

—¡¿Qué?! —inquirió Williams—. ¿Y dice cuál?

—No. Huang no la encontró, y dejó de buscar al darse cuenta de que iban a por él.

Dieciocho minutos.

Miraron a Beecham.

—¿Cuál es la clave? ¿Cuál es? —Whitehead se acercó en un par de zancadas, lo levantó por las solapas y le estampó la espalda contra la pared con tal fuerza que el retrato de Lincoln se torció—. ¡Díganoslo!

—No lo sé. ¡No lo sé, por Dios! ¡Pregúntenselo a él!

Beecham gesticuló hacia Shah, que sonreía.

—Tiempo y paciencia. Estoy disfrutando. ¿Por qué iba a decírselo?

—Pero ¿lo sabe? —preguntó Ellen.

—Puede que sí, puede que no.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —inquirió entonces Williams—. ¿Cuál podría ser la clave?

Ellen no apartaba la vista de Shah, taladrándolo con la mirada hasta que el físico se movió un poco.

—Al Qaeda —dijo Ellen.

—¿Quiere que pruebe con «Al Qaeda»? —dijo Williams, que lo hizo antes de que Ellen pudiera contestar que no.

Nada.

—Lo que quiero decir —continuó Ellen— es que si Al Qaeda ha elegido esta fecha es por algo: para conmemorar la vida y la muerte de Osama Bin Laden; es simbólico, y ya sabemos la fuerza que tienen los símbolos. Diez, tres, dieciséis, cero, cero. —Hizo un gesto en referencia a Beecham—. Éstos se ven como patriotas, como estadounidenses de verdad. ¿Qué usarían como clave?

—¿El día de la Independencia? —propuso Williams—. Pero ¿cómo, en palabras o en números?

—Pruebe con las dos cosas —respondió Ellen.

—Ya, pero es posible que sólo tengamos dos o tres intentos —replicó Whitehead.

Williams levantó las manos exasperado. Después escribió «IndependenceDay» y pulsó «enter».

Nada.

Lo intentó en mayúsculas, minúsculas, en números, con un espacio entre las palabras...

—Mierda, mierda, mierda.

Quince minutos.

—Un momento. —Ellen miró a Shah—. No, me equivoco.

Mantuvo la mirada fija un instante. Dos instantes. «Tiempo y paciencia.» Tres instantes.

Ninguno de los dos bajó la vista, ni Ellen ni el Azhi Dahaka; ninguno de los dos habló ni se movió siquiera.

—Pruebe tres, diez, mil seiscientos.

El presidente Williams lo probó.

Nada.

Ellen frunció el ceño. ¿Qué podía ser? Estaba segura de haber visto que los ojos de Shah se abrían más al oír los números.

—Pruebe tres, espacio, diez, espacio, mil seiscientos.

En cuanto Williams pulsó «enter» se oyó algo, un crujido, y muy poco a poco empezó a abrirse la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó Williams.

—Se lo has dado, imbécil.

Miraron todos a Shah y luego a quien había hablado.

El general Bert Whitehead apuntaba con una pistola a la cabeza del presidente.