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Betsy Jameson no veía el despacho oval, pero supo que acababa de ocurrir algo terrible.

Lo que veía era la pantalla del portátil.

Ellen mantenía el teléfono firme, enfocándolo hacia la puerta abierta y lo que había quedado a la vista.

—Hijo de puta —soltó con voz áspera el presidente Williams, obligado a levantarse del sillón con la pistola en la sien.

Los rangers empezaron a acercarse.

—Atrás todo el mundo —ordenó Whitehead.

—Por eso estaba conmigo esta mañana —dijo Williams—, porque sabía que la bomba no explotaría a las tres y diez.

—Pues claro que lo sabía. Desármelos, Beecham. —El general señaló a los rangers, que parecían más impactados que nadie—. Stenhauser, tienen bridas. Átelos a las patas de la mesa.

—¿Yo? —inquirió Stenhauser.

—Pero, bueno, ¿qué cree, que no sé quién es? La elegí personalmente para el puesto, como usted a su asistente. Por cierto, ¿dónde está? Supongo que fue quien mató a Hamilton. Espero que también se haya ocupado de ella.

Tim Beecham, que había desarmado a los rangers, tendió un arma a Stenhauser, cuya manera de mirarla dejó claro que sabía lo que comportaba cogerla.

—A la mierda. Total... —dijo, aceptándola. Acto seguido se volvió despacio para apuntar con ella al jefe del Estado Mayor Conjunto—. ¿Quién es usted?

El general emitió un sonido de desdén por la nariz.

—¿Usted qué cree?

Stenhauser miró a Shah.

—¿Se conocen?

Shah asistía a la escena negando con la cabeza.

—No, pero, bueno, a usted tampoco la conozco. Las identidades se han guardado en el máximo secreto. De todas formas, ¿no le parece una pista que apunte en la sien al presidente?

Bert Whitehead sonrió.

—¿Quiere saber quién soy? Un estadounidense de verdad, un patriota. Soy el HLI.

Al final, la tercera cabeza del Azhi Dahaka había acabado siendo el jefe del Estado Mayor Conjunto.

El golpe militar estaba en marcha.

Betsy abrió mucho los ojos por lo que estaban diciendo, pero sobre todo por lo que se veía en el portátil.

La puerta abierta había revelado la ubicación de las bombas.

En un lado de la pantalla salían fotos de los artefactos propiamente dichos, y en el otro, imágenes en directo de su ubicación.

Quedaban doce minutos.

Vio el inmenso vestíbulo de la estación Grand Central de Nueva York, que en hora punta estaba a rebosar. También vio la bomba en la enfermería de la estación.

Vio a familias que hacían cola para entrar en el Legoland de Kansas City, y la bomba en el dispensario de primeros auxilios.

En la Casa Blanca, sin embargo, la ubicación de la bomba no estaba clara. El plano de la imagen era demasiado cercano para ver nada a su alrededor. Podía estar en cualquier parte del enorme edificio.

También había imágenes en directo del despacho oval, por las que vio que Bert Whitehead tenía al presidente como rehén. Al final sí que habían acertado.

Quedaban once minutos y veinticinco segundos.

Pensó que alguien tenía que actuar. A alguien había que pedírselo.

Alguien tenía que hacer una llamada.

—Madre mía —suspiró—, soy yo. Ellen quiere que sea yo quien lo haga.

Pero ¿a quién llamar?

Se había quedado paralizada. ¿Quién podía desactivar las bombas? Aunque hubiera sabido la respuesta, no podía usar su móvil: necesitaba mantener la conexión con el despacho oval, la pantalla del portátil del presidente y Ellen.

Sin embargo, había otro teléfono, el fijo de la entrada. Fue corriendo y encontró el número que había puesto Ellen al lado. Descolgó y lo marcó.

—¿Señora vicepresidenta?

Quedaban diez minutos y cuarenta y tres segundos.

—No, el HLI no es usted —dijo Beecham—. Es ella. —Señalaba a Stenhauser—. Es la que lo ha organizado todo, es la informadora de alto nivel.

—¡Cállese, idiota! —rugió Stenhauser.

—Ya lo saben —replicó Beecham, que miró a la jefa de gabinete del presidente fijamente, con los ojos muy abiertos—. Ha sido usted. Me ha tendido una trampa. Ha escondido mis documentos para que pareciera que yo estaba detrás de todo y me echaran la culpa si algo salía mal. Trabaja con Whitehead.

—Él no tiene nada que ver —contestó Stenhauser—. No tengo ni idea de quién es.

—Bien. Ésa era la intención —dijo Whitehead—. ¿Cree que me interesaba que lo supiera alguien? Haga memoria, Stenhauser: ¿seguro que fue idea suya o se la pusieron en bandeja? Me hacía falta una cara visible, alguien que pudiera tratar directamente con senadores, miembros del Congreso y jueces del Tribunal Supremo. ¿A cuántos lleva reclutados? ¿A dos? ¿A tres?

—A tres —respondió Beecham.

—¡Cállese, joder! —exclamó Stenhauser.

—Dios mío... —susurró Ellen al asimilar el alcance del complot—. ¿Por qué? ¿Por qué lo han hecho? ¿Qué sentido tiene dejar que unos terroristas pongan bombas en suelo estadounidense?

—¿Estadounidense? ¡Esto no es Estados Unidos! —vociferó Stenhauser—. ¿Se cree que Washington, Jefferson o cualquier otro de los padres fundadores reconocería este país? A los estadounidenses con ganas de trabajar les roban los empleos. Está prohibido rezar, y los abortos son el pan de cada día. Los gays pueden casarse. Las fronteras reciben a una avalancha de inmigrantes y delincuentes. ¿Y vamos a dejar que siga así? Ni hablar. Esto se para ahora mismo.

—¡Eso de patriotismo no tiene nada! ¡Es terrorismo doméstico! —bramó Ellen—. ¡Pero si han sido cómplices de la masacre de todo un pelotón de rangers, por amor de Dios!

—Mártires. Murieron por su país —contestó Beecham.

—Me dan asco —dijo Ellen. Miró al general Whitehead—. ¿Y todo esto lo ha puesto usted en marcha?

Quedaban seis minutos y treinta y dos segundos.

—No sé quién es —dijo Barb Stenhauser—, pero no es de los nuestros. Suelte la pistola.

Justo cuando daba un paso hacia Whitehead, éste apartó la pistola del presidente para encañonarla velozmente a ella.

Viendo que era el momento, Williams echó el codo para atrás y asestó un golpe en el plexo solar a Whitehead, que se encogió.

Después se echó sobre Ellen y la tiró al suelo.

Cuando empezaron los disparos, Ellen se hizo un ovillo y se protegió la cabeza con los brazos.

• • •

Betsy escuchaba horrorizada.

El móvil de Ellen se había caído al suelo, con la pantalla hacia abajo, y no se veía nada, pero se oían los disparos y los gritos.

Después se hizo el silencio.

Se quedó con la boca y los ojos muy abiertos, sin respirar.

—¿Ellen? —consiguió susurrar finalmente—. ¡Ellen! —gritó.

—¿Está bien, señor presidente? —preguntó alguien con tono autoritario—. ¿Señora secretaria?

Betsy supuso que era un agente del Servicio Secreto que había llegado para poner orden.

—¡Ellen, Ellen!

La pantalla en blanco desapareció, dejando paso al rostro de su amiga.

—¿Has hecho la llamada? —preguntó Ellen.

—¿La llamada?

—A la vicepresidenta. ¿Le has dicho dónde están las bombas?

—Sí. ¿Y los disparos...?

—Balas de fogueo —contestó una voz conocida, aunque tensa: la del presidente.

Quedaban cinco minutos y veintiún segundos.

—Al suelo —ordenó con firmeza una voz masculina—, las manos detrás de la cabeza.

Ellen dio media vuelta con el móvil en la mano, permitiendo que Betsy viera a Bashir Shah, Tim Beecham y Barb Stenhauser en el suelo, boca abajo, con las manos en la espalda. Bert Whitehead estaba de rodillas al lado de los rangers, cortándoles las bridas.

—Las bombas... —dijo Williams.

—Betsy ya ha avisado a la vicepresidenta —explicó Ellen—. Están en ello.

—Pero la de aquí... —repuso el presidente—, ¿dónde está?

Miraron la pantalla.

Quedaban cuatro minutos y cincuenta y nueve segundos.

—Podría estar en cualquier parte —dijo Williams. Se volvió hacia los prisioneros—. ¿Dónde está? ¡Díganlo! Ustedes también van a morir.

—Es demasiado tarde —replicó Stenhauser—. No tendrían forma de desactivarla a tiempo.

Williams, Adams y Whitehead se miraron.

—¿Dónde está la enfermería? —preguntó Ellen.

—No lo sé —reconoció el presidente—. Ya me cuesta encontrar el comedor.

El general Whitehead, en cambio, abrió mucho los ojos.

—Yo sé dónde está. —Bajó la vista—. Está justo debajo del despacho oval.

—Mierda —soltó el presidente.

El general Whitehead ya se encaminaba hacia la puerta.

Quedaban cuatro minutos y treinta y un segundos.

El presidente de Estados Unidos y la secretaria de Estado bajaban las escaleras de atrás de dos en dos, a pocos pasos del ranger y del jefe del Estado Mayor Conjunto.

—Espero por Dios que no se equivoque —dijo Williams.

—No me equivoco. Las otras estaban en dispensarios. Ésta también tiene que estarlo. —Sin embargo, Ellen sonaba mucho más segura de lo que se sentía.

Los seguían de cerca varios agentes del Servicio Secreto. Se habían encontrado cerrada la puerta de la unidad médica del sótano.

—Yo tengo una clave para entrar. —El presidente pulsó el teclado, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que hacerlo dos veces.

Ellen estuvo a punto de gritarle.

En vez de eso, fijó la mirada en la cuenta atrás.

Quedaban cuatro minutos y tres segundos.

La puerta se abrió de golpe, y se encendieron automáticamente las luces.

—¿Lleva sus herramientas? —le preguntó Whitehead al ranger.

—Sí, señor.

Se quedaron plantados en medio de la sala, mirando a su alrededor.

—¿Dónde está? —preguntó Williams mientras giraba en un círculo completo, escrutándolo todo con detenimiento.

—El equipo de resonancia magnética —aventuró Ellen—: si no detectaron la bomba es porque esperaban encontrar radiación en la máquina de resonancias.

Tres minutos y cuarenta y tres segundos.

El ranger, experto en desactivación de explosivos, abrió con cuidado el panel del aparato.

Ahí estaba.

—Es una bomba sucia, señor —dijo—. Grande. Volaría toda la Casa Blanca, y la radiación se extendería por medio Washington.

Se inclinó y puso manos a la obra mientras Whitehead se volvía hacia Williams y Ellen.

—Les diría que se fueran corriendo, pero...

Tres minutos y treinta y segundos.

Se apartó para hacer una llamada, Ellen imaginó que a su mujer.

Betsy no quitaba ojo al teléfono. Veía a Ellen, y Ellen la veía a ella.

Pensó que quizá la consolaba un poco no tener que llorar la muerte de su amiga durante mucho tiempo: también ella moriría a causa de la radiación.

Ellen pensó que era un gran alivio saber que Katherine y Gil estaban lejos.

• • •

Katherine, Gil, Anahita, Zahara y Boynton miraban muy juntos el móvil del centro de la mesa, con la habitación casi a oscuras. Eran imágenes en directo de las cadenas de televisión de Katherine.

Katherine sabía que si explotaban bombas nucleares emitirían en directo en cuestión de minutos.

De momento, el presentador estaba entrevistando a alguien sobre si los tomates eran frutas u hortalizas y lo que eso comportaba para el kétchup en las tablas de alimentos de los colegios.

Quedaban dos minutos y cuarenta y cinco segundos.

Gil notó en su mano otra conocida y miró a Ana, que también había cogido la de Zahara. Él hizo lo mismo con la de Katherine, que a su vez tomó la de Boynton.

El pequeño círculo no apartaba la vista del teléfono, atento a la cuenta atrás.

Mientras el ranger trabajaba, y el general hablaba por teléfono, Ellen sintió la presencia de Doug Williams a su lado y le cogió la mano. Él se lo agradeció con una sonrisa.

—Se me resiste —dijo el ranger—. Nunca había visto un mecanismo así.

Un minuto y treinta y un segundos.

—Tenga, escuche. —Whitehead le entregó su móvil.

Todas las miradas se centraban en el ranger, que seguía trabajando de forma frenética.

Cuarenta segundos.

Sacó otra herramienta y se le cayó. El general Whitehead se agachó para recogerla y se la devolvió al ranger, que tenía los ojos muy abiertos.

Veintiún segundos.

Seguía trabajando. Seguía trabajando.

Nueve segundos.

Betsy cerró los ojos.

Ocho.

Williams también.

Siete.

Ellen cerró los suyos y sintió que la invadía una gran serenidad.