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La rueda de prensa se estaba emitiendo en directo por todas las cadenas.

La pantalla de la oficina de la secretaria de Estado recogía imágenes de la sala de prensa James S. Brady de la Casa Blanca, llena de reporteros que esperaban al presidente.

—¿A ti no te ha invitado? —le preguntó Katherine a su madre.

—¿Y qué esperabas? —preguntó Betsy, antes de tomar un trago de chardonnay.

—Pues la verdad es que lo ha hecho, pero he declinado la invitación. —Ellen miró a su familia—. Prefería estar aquí con vosotros.

—Oooh... —Gil miró a Betsy—. Estás bebiendo de un vaso.

—Sólo porque está ella. —Betsy señaló a Anahita.

Estaban sentados en el sofá y los sillones, en calcetines, con los pies apoyados en la mesa de centro. En un aparador había botellas de vino y cerveza, y una bandeja donde aún quedaban algunos bocadillos. Gil desenroscó el tapón de una cerveza que le dio a Anahita y abrió otra para él.

—¿Qué va a decir? —le preguntó a su madre.

—La verdad —contestó ella mientras se dejaba caer en el sofá entre sus dos hijos.

Menos mal, pensó Ellen, que existían los transportes militares rápidos.

Se lo había contado casi todo al despertarse, aunque ya irían saliendo los detalles con el tiempo. Y con paciencia.

Katherine miró la pantalla. En la sala de prensa había periodistas suyos, pero, claro, ella lo había vivido desde dentro; de hecho, tenía escrito su propio testimonio, que había enviado a su editor jefe con órdenes de no publicarlo hasta después de que hubiera hablado el presidente.

Incluso con todo lo que sabían, les llevaría meses, tal vez años, esclarecer todo lo ocurrido e investigar hasta dar con todos los integrantes del HLI.

Habían detenido a dos jueces del Tribunal Supremo y seis miembros del Congreso, y se esperaban más detenciones en el curso de las horas y los días siguientes, probablemente durante semanas, y meses.

—Ayer —dijo Gil—, en el despacho oval, cuando el general Whitehead tomó al presidente como rehén, ¿tú ya sabías que iba de farol?

—Sí, yo también quiero saberlo —añadió Betsy—. Dejaste el número de la vicepresidenta y me pediste que me quedara. Querías que estuviera en casa y pudiera llamar. Algo debías de saber.

—Tenía la esperanza, pero no lo sabía. Pensé que si no podía llamar yo tendrías que hacerlo tú, pero cuando Whitehead apuntó a Williams a la cabeza llegué a creer que sí que era el traidor.

Fue pensarlo y revivir el momento, el horror de saber que habían fracasado y que todo estaba perdido. A las dos y media de la madrugada se había despertado de golpe y se había quedado sentada en la cama, con los ojos y la boca muy abiertos.

Se preguntó si llegaría a disiparse alguna vez ese terror que aún se cernía sobre ella incluso en el sofá, sentada entre sus hijos, sana y salva. Notó que se le aceleraba el pulso y que la cabeza empezaba a darle vueltas.

«Estoy a salvo», se repitió. «Estoy a salvo. Estamos todos a salvo.»

Al menos todo lo a salvo que se podía estar en una democracia basada en el enfrentamiento. Era el precio de la libertad.

—¿El presidente sabía que el general estaba fingiendo? —preguntó Anahita.

—Pues resulta que sí. Lo habían ideado juntos. A mí también me extrañó que el Servicio Secreto no interviniera de inmediato, pero Williams les había ordenado que se quedaran fuera del despacho oval.

Ellen sonrió al acordarse de cómo se había desactivado la bomba: no era con su mujer con quien hablaba por teléfono Bert Whitehead, sino con la brigada que estaba desactivando la de Nueva York.

Habían tenido más tiempo y habían logrado averiguar cómo hacerlo, de ahí que pudieran indicárselo al ranger paso a paso.

El temporizador se había parado cuando sólo faltaban dos segundos.

Una vez que recuperaron la compostura, el general Whitehead había mirado a Doug Williams y, frotándose el plexo solar, le había preguntado si era imprescindible darle un golpe tan fuerte.

—Perdón —había dicho el presidente—. Demasiada adrenalina, aunque me alegro de saber que puedo con usted.

—No le aconsejo comprobarlo, señor presidente —había dicho el ranger, que aún seguía inclinado hacia la bomba.

La secretaria Adams y los demás vieron cómo empezaban a sentarse los periodistas en la sala de prensa.

—¿Mamá? —dijo Katherine.

—Perdón. —Ellen volvió al presente.

—¿Cómo sabías que el general no era el HLI? —le preguntó.

—Al principio pensé que lo era. Me creí los documentos que encontró Pete Hamilton en el archivo oculto de la administración Dunn, pero luego hubo un par de cosas que no me cuadraron. Cuando lo detuvieron, atacó a Tim Beecham a puñetazo limpio, y justo antes de que se lo llevaran me dijo: «Yo ya he cumplido mi parte.»

—Sí, ya me acuerdo —intervino Betsy—. Me dio escalofríos. Creía que estaba confesando que era quien había puesto en libertad a Shah y despejado el camino para que pusieran las bombas en suelo estadounidense.

—Ya estaba hecho su trabajo —dijo Ellen—. Yo también lo pensé, pero cuantas más vueltas le daba más llegaba a la conclusión de que podía haber querido decir algo muy distinto. Perder así el control era impropio de alguien como el general Whitehead, que había combatido en primera línea y había encabezado misiones peligrosas. Para mandar así, primero debía mandar sobre sí mismo. Total, que empecé a plantearme que quizá no hubiera perdido el control y que la agresión a Beecham podía haber sido premeditada.

—Pero ¿qué sentido tenía? —preguntó Gil.

—Whitehead sospechaba que el traidor era Beecham, pero a falta de pruebas hizo lo que pudo para que no estuviera en la sala mientras hablábamos de la estrategia, y funcionó: cuando ideamos el plan, Beecham estaba en el hospital.

—A eso se refería cuando dijo «he cumplido mi parte» —añadió Betsy—. A partir de ahí era cosa nuestra.

—Pero hubo algo más, ¿no? —preguntó Katherine.

—Sí, algo mucho más evidente y más sencillo: la familia de Bert Whitehead seguía aún en Washington, y la de Beecham, no —contestó su madre.

Betsy tenía miedo de hacer una pregunta, pero al final se decidió.

—¿El asalto a la fábrica lo organizó el general Whitehead?

—Sí. Yo le había trasladado a Williams mis sospechas de que nos equivocábamos, y de que a Whitehead le habían tendido una trampa. Tengo que reconocer que no se creyó la explicación del «he cumplido mi parte», pero cuando oyó lo de las familias acabó de convencerse. Al ver que al jefe de las fuerzas especiales y a los generales no se les ocurría ningún buen plan para entrar y salir de la fábrica, Williams acudió a Whitehead, que había asistido como observador en la batalla de Bajaur y conocía el terreno.

—Y él organizó la distracción —dedujo Katherine.

—Sí, y el asalto a la fábrica también. Quería dirigirlo personalmente —continuó Ellen—, pero Williams se negó: no podíamos arriesgarnos a que otros se enterasen de que Whitehead estaba en libertad. Beecham tenía que creer que nos había convencido.

—O sea que ¿entonces ya sabíais que era Beecham? —preguntó Gil.

—Creíamos que sí, pero no teníamos pruebas. Cuando Beecham pidió ir a Londres, Williams accedió como otra manera de alejarlo.

Había llegado el momento de preguntar lo que tanto temía Betsy.

—Y entonces, ¿quién encabezó la distracción?

Ellen la miró.

—Bert eligió a su ayudante de campo —dijo en voz baja—. Había estado tres veces con los rangers en Afganistán, de modo que era la mejor candidata.

—¿Denise Phelan?

—Sí.

Betsy cerró los ojos. Creía que ya no le quedaban suspiros, pero como mínimo guardaba uno: un largo suspiro de tristeza por la joven que se había plantado en esa misma sala, sonriente, con cafés en la mano.

Volvió a ver a Pete Hamilton, enfrascado en su trabajo.

Hurgando a fondo, cada vez más a fondo, sin detenerse hasta que encontró los datos falsos sobre el jefe del Estado Mayor Conjunto.

Hamilton había seguido hurgando, más allá de la red normal y de la oscura, hasta el vacío sin límites, la nada, adonde no llegaba ni un atisbo de luz: allí había encontrado el HLI.

Había hurgado tan a fondo que había cavado su propia tumba.

Y ni él ni Phelan estaban ya.

• • •

Bert Whitehead tiró el palo y vio que desaparecía en un montón de nieve. Pine corrió tras él y metió la cabeza en la nieve, levantando el trasero y agitando la cola.

Posadas en la nieve inmaculada, sus enormes orejas parecían alas.

El otro pastor alemán saltaba sin parar junto a él hasta que de repente, sin motivo aparente, hundió el morro en el montón de al lado.

—Hay que reconocer —dijo el hombre que acompañaba a Whitehead— que Henri tiene muy poco en la cabeza. La verdad es que sólo le sirve para aguantar las orejas. Todo lo importante lo tiene en el corazón.

La risa de Bert se convirtió en una nube de vaho.

—Qué perro tan listo.

Los dos se volvieron hacia la casa de Gamache en Three Pines, donde sus respectivas esposas estarían sentadas delante de la tele, esperando la rueda de prensa del presidente.

—¿Quieres que entremos a verlo? —preguntó Armand.

—No, ve tú, si quieres. Yo ya sé qué va a decir el presidente. No necesito oírlo.

Hablaba como si ya no le quedaran fuerzas. Si Bert y su mujer, sin olvidar a Pine, habían tomado un vuelo a Montreal, y luego habían hecho el viaje en coche hasta el apacible y campestre pueblo quebequés, era justamente para eso.

Para estar tranquilos.

Los dos hombres rodearon el parque en silencio, haciendo chirriar las botas en la nieve. Tenían delante casas viejas de piedra tosca, ladrillo y madera, con humo en las chimeneas y luz cálida en las ventanas de cuarterones.

Eran poco más de las seis y ya había anochecido. En el cielo lucía con fuerza la estrella polar, siempre firme en su sitio mientras a su alrededor se desplazaba el firmamento nocturno.

Se pararon y alzaron la vista. Era un consuelo tener algo inalterable, una constante en un universo que era puro cambio.

El frío irritaba las mejillas, pero ninguno de los dos tenía prisa por entrar. El aire era refrescante, tonificante.

Había pasado poco más de un día desde lo ocurrido, pero parecía una vida, un mundo.

—Lo siento por Denise Phelan. Por todos.

Merci, Armand.

Al general le constaba que el inspector jefe sabía muy bien lo que era sufrir pérdidas bajo su mando, a veces de personas de una juventud atroz.

También él guardaba lo más valioso dentro de su corazón, y ahí seguirían viviendo todos esos jóvenes, protegidos y a salvo, mientras continuaran latiendo sus corazones.

—Sólo espero que los pillemos a todos —dijo Whitehead.

Armand se paró.

—¿Hay alguna duda?

—Con alguien como Shah siempre hay dudas.

—Cuando le pusiste la pistola en la cabeza al presidente ya sabías dónde estaban las bombas. El presidente había abierto la web del HLI, donde figuraba su localización exacta, incluida la de la Casa Blanca. Entonces ¿por qué no enviar a expertos en desactivación de explosivos para neutralizarla? ¿Por qué perder un tiempo valiosísimo fingiendo tomar al presidente como rehén?

—Porque no sabíamos dónde estaba la bomba de la Casa Blanca. Teníamos imágenes del despacho oval, pero la cámara que mostraba la bomba estaba demasiado cerca.

—¿Y cómo lo averiguasteis?

—Lo supusimos.

Armand miró horrorizado al jefe del Estado Mayor Conjunto.

—¿Lo supusisteis?

—Sabíamos que las otras dos estaban en dispensarios; supusimos que ésa también. Pero eso no pasó hasta después. Lo que no teníamos eran las confesiones de Beecham y de Stenhauser. No bastaba con encontrar las bombas, necesitábamos a quienes las habían puesto, y también nos hacían falta pruebas.

—¿Sabías que la secretaria Adams estaba en una videoconferencia con su consejera, y que su consejera ya había empezado a transmitir la información?

—Sí, vi lo que hacía con el móvil y tuve la esperanza...

—Faltó poco —dijo Armand—. ¿Por qué lo hicieron? Entiendo lo del desencanto con el rumbo del país, pero... ¿bombas nucleares? ¿Cuánta gente habría muerto?

—¿Cuánta muere en las guerras? Para ellos era otra guerra de Independencia.

—¿Con Al Qaeda y la mafia rusa como aliados? —preguntó Gamache.

—Todos pactamos alguna vez con el diablo, incluido tú, amigo mío.

Armand asintió: era verdad, había hecho pactos de ese tipo.

Pasaron por delante del bar, cuyas ventanas proyectaban en la nieve una luz pringosa. Vieron a gente del pueblo sentada delante del fuego, tomando algo y conversando animadamente, y adivinaron de qué hablaban, de qué hablaban en todo el mundo.

Se pararon a la altura de la librería, que tenía las luces apagadas. Arriba sí parpadeaba una luz suave, en la buhardilla donde Myrna Landers y Alex Huang miraban la rueda de prensa.

—Qué tranquilo es esto —dijo Bert Whitehead apartando la vista para contemplar las montañas, los bosques y el cielo tachonado de estrellas.

—Bueno, también tiene sus cosas —contestó Armand. Vio cómo su acompañante dejaba escapar un largo suspiro—. ¿Por qué no te retiras y te vienes? Mientras buscáis casa podéis quedaros con Martha y conmigo.

Bert dio unos pasos en silencio antes de responder.

—Es tentador, ni te imaginas cuánto, pero soy estadounidense y, por muchos defectos que pueda tener mi país, son las cicatrices propias de una democracia por la que vale la pena luchar. Es mi país, Armand, igual que éste es el tuyo. Además, pienso seguir en mi puesto hasta que estemos seguros de haber atrapado a todos los conspiradores.

• • •

—Señoras y señores, el presidente de Estados Unidos.

Doug Williams caminó lentamente hasta el atril, muy serio.

—Antes de leer el discurso que traigo preparado, me gustaría que guardásemos un momento de silencio por todas las personas que han dado sus vidas para salvar a este país de una posible catástrofe, incluido un pelotón completo de rangers: treinta hombres y mujeres valientes.

En la oficina de la secretaria de Estado se inclinaron todas las cabezas.

Y también en el Off the Record.

Y en Times Square, en Palm Beach, en las calles de Kansas City, en Omaha, en Mineápolis y en Denver; en las grandes llanuras, en las cordilleras, en los pueblos, ciudades y grandes capitales, todos los estadounidenses agacharon la cabeza.

En homenaje a los verdaderos patriotas que habían entregado su vida.

—Voy a leer una declaración —anunció el presidente Williams rompiendo el silencio; luego hizo una pausa, como si pensara—, antes del turno de preguntas.

Se alzaron murmullos de la multitud de periodistas. No se lo esperaban.

En la oficina de la secretaria de Estado estaban todos a la escucha.

Esa mañana, el presidente Williams había invitado a Ellen al despacho oval para hablar de lo que había que revelar a la opinión pública y lo que no. También la había invitado a comparecer con él en la rueda de prensa, pero Ellen se había excusado.

—Gracias, pero ahora mismo necesito estar con mi familia, señor presidente. Lo veré como todos los demás.

—Necesito que me aconseje, Ellen. —Williams le hizo señas para que se sentara en el sillón de delante de la chimenea.

—La camisa no hace juego con el traje.

—No, no es eso. Estoy intentando decidir si habrá turno de preguntas en la rueda de prensa.

—Yo creo que debería...

—Bueno, pero ya sabe que harán preguntas delicadas, casi imposibles de responder.

—Ya lo sé. Dígales la verdad —contestó Ellen—. Con la verdad podemos apañarnos, lo que hace daño son las mentiras.

—Sabe que si lo hago me culparán por haber permitido que esto llegara tan lejos. —Williams la miró con atención—. ¿Me lo aconseja por eso?

—Considérelo una venganza por lo de Corea del Sur.

—Ah... —Hizo una mueca—. ¿Lo sabe?

—Lo suponía. Me nombró secretaria de Estado por eso, ¿no? Para que además de renunciar a mi plataforma mediática estuviera casi siempre fuera del país sin poder darle la lata. Y así se aseguraría de que fracasaba: yo me llevaría una humillación a nivel internacional y usted podría echarme del gobierno.

—Buen plan, ¿no?

—Pero aquí estoy. Doug, ¿qué va a pasar en Afganistán? Sabe muy bien que con nuestra retirada volverán al poder los talibanes, junto con Al Qaeda y otros terroristas.

—Sí.

—Todos los avances en materia de derechos humanos podrían quedar en nada: las niñas y mujeres que han ido a la escuela, que han recibido una educación y han conseguido trabajo, que se han hecho maestras, médicas, abogadas, conductoras de autobús... Ya sabe lo que les pasará si los talibanes se salen con la suya.

—Bueno, supongo que necesitaremos a una secretaria de Estado fuerte y respetada en todo el mundo para que el gobierno afgano, sea cual sea, se entere de que hay que respetar los derechos y de que Afganistán no puede volver a ser un refugio de terroristas. —La miró con tanta insistencia que Ellen empezó a ruborizarse—. Gracias por todo lo que ha hecho por impedir los ataques. Se lo ha jugado todo.

—Me imagino que sabe que los conspiradores no son los únicos que tienen la impresión de que hemos perdido el rumbo —dijo Ellen—. Son los más visibles, pero hay decenas de millones de personas que opinan lo mismo. Gente buena, decente, que quizá no comparta nuestras políticas, pero que en caso de necesidad lo daría todo.

Williams asintió.

—Lo sé. Tenemos que hacer algo, darlo todo.

—Deles trabajo. Deles un futuro a sus hijos, y a sus pueblos y ciudades. Frene las mentiras que alimentan sus miedos.

Las mentiras que había creado y alimentado un Azhi Dahaka marca de la casa.

—Hay muchas cuentas que ajustar y heridas que curar —respondió el presidente—, más de lo que me parecía. En muchos de sus editoriales tenía usted razón: me queda mucho que aprender.

—Me parece que lo que decía era que tenía que dejar de toc...

—Sí, sí, ya me acuerdo.

Williams, sin embargo, sonreía, y la miraba de una manera que la hizo sonrojarse de pies a cabeza.

Habían pasado varias horas desde entonces. Se estaba poniendo el sol y Ellen estaba en su oficina con sus hijos, Betsy, Charles Boynton y Anahita Dahir, la FSO que, si eran ciertas sus sospechas, basadas en la cara de Gil, quizá pronto fuera mucho más que una simple FSO.

Vieron que Doug Williams presentaba a los expertos en desactivación de explosivos que habían neutralizado los artefactos nucleares, y luego procedía a describir lo sucedido desde los atentados en los autobuses.

—Te ha dejado muy bien, mamá —dijo Katherine—. Parece que ha cambiado de opinión.

Ellen se fijó en que también de traje.

Betsy se inclinó para darle algo.

—Señora secretaria, un pequeño obsequio en reconocimiento a sus servicios a la ciudadanía.

Era un posavasos del Off the Record con la cara de Ellen Adams.

Cuando acabó la rueda de prensa, Gil le preguntó a Anahita si le apetecía salir a cenar algo.

En el restaurante, ella lo escuchó mientras él le explicaba que le habían ofrecido publicar un libro, y le preguntó cómo lo veía y cuánto tardaría en escribirlo.

Como todos los hechos ya eran de dominio público, no había que preocuparse por traicionar la confianza de nadie. Gil estaba entusiasmado con la perspectiva de contar todas las interioridades, aunque tendría que saltarse lo de Hamza el León, el miembro de la familia terrorista pastún que era amigo suyo.

Le preguntó a Anahita si se plantearía escribirlo a cuatro manos.

Ella le dijo que no, que aún era FSO en el Departamento de Estado.

—Y tus padres, ¿cómo están? —le preguntó él.

—Han vuelto a casa.

Asintió mientras Anahita miraba por la ventana. Al otro lado seguía estando Washington.

—¿Y de ánimos? —quiso saber Gil.

Anahita lo miró con cara de perplejidad y se lo contó.

—¿Y tú? —preguntó él.

—Señora secretaria...

—Dígame, Charles.

—Me pidió que investigara si había desaparecido material físil en Rusia.

Boynton estaba a poco más de un metro de la mesa de Ellen.

Ya era noche cerrada. Betsy estaba en su propio despacho, tomando notas en su mesa y contestando preguntas de la inteligencia estadounidense sobre el vídeo que había grabado.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó Ellen Adams.

La mirada de Boynton era de lo más desconcertante. Saltaba a la vista que el jefe de gabinete no había descubierto una cesta llena de gatitos.

Ellen tendió la mano para que le diera el papel que llevaba, y le señaló una silla al lado de donde estaba sentada. Era la primera vez que lo hacía. Hasta entonces siempre había preferido que Boynton se quedara de pie al otro lado de la mesa.

El mundo, sin embargo, era nuevo y habían empezado de cero.

Se puso las gafas para mirar el papel y luego a Boynton.

—¿Qué es esto?

—Ha desaparecido material físil no sólo en Rusia, sino también en Ucrania, Australia, Canadá y Estados Unidos.

—¿Y dónde está?

Nada más hacer la pregunta se dio cuenta de lo absurda que era. En eso consistía desaparecer, en que no se supiera dónde estaba.

A pesar de todo, Boynton se frotó la frente con la mano y respondió.

—No lo sé, pero daría para fabricar cientos de bombas.

—¿Cuánto tiempo hace que ha desaparecido?

Negó con la cabeza.

—¿De nuestros propios almacenes también?

Asintió.

—Y hay más. —Señaló la parte inferior de la hoja.

«Cuando lo hagas», pensó entonces Ellen, «aún no lo habrás hecho / porque tengo más.»

Bajó la vista y se quedó sin aliento al leer.

Gas sarín.

Ántrax.

Ébola.

Virus de Marburgo.

Giró la página. La lista continuaba. Contenía todos los horrores conocidos por el ser humano, todos los que él mismo había creado. Estaban y no estaban.

Desaparecidos. En paradero desconocido.

Miró la larga lista de lo perdido.

—Creo —susurró— que ya tenemos nuestra próxima pesadilla.

—Sí, señora secretaria, creo que tiene razón.