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—¿Sí? —respondió Ellen, que acababa de despertar de un sueño profundo—. ¿Qué pasa?

Había visto la hora en la pantalla del móvil: las 2.35 h de la madrugada.

—Señora secretaria —era la voz de Charles Boynton, ahuecada y sombría—, ha habido una explosión.

Ellen se incorporó y buscó las gafas.

—¿Dónde?

—En Londres.

Sintió una mezcla de alivio y culpa. Al menos no había sido en suelo estadounidense. Aun así...

Bajó los pies de la cama y encendió la luz.

—Cuénteme.

Tres cuartos de hora más tarde, la secretaria Adams estaba en la sala de crisis de la Casa Blanca.

Para evitar complicaciones y ruido innecesario, sólo se había convocado al núcleo duro del Consejo de Seguridad Nacional. Alrededor de la mesa se hallaban el presidente, el vicepresidente, los secretarios de Estado, Defensa y Seguridad Nacional, el director nacional de Inteligencia (DNI) y el jefe del Estado Mayor Conjunto.

Sentados contra la pared estaban diversos ayudantes y la jefe de gabinete de la Casa Blanca.

Las caras eran adustas, pero no de pánico. Aunque ni el presidente ni su gabinete hubieran vivido nunca nada parecido, no era el caso del general Bert Whitehead, el jefe del Estado Mayor Conjunto.

Apenas empezaban a salir las primeras noticias sobre lo que había ocurrido, lo que estaba ocurriendo.

Un mapa de Londres ocupaba la pantalla del fondo de la sala. Un punto rojo, como una gota de sangre, indicaba el lugar exacto de la explosión.

«Cerca de Piccadilly, justo delante de Fortnum & Mason», pensó Ellen rememorando Londres. El Ritz quedaba sólo a unas manzanas. La marca roja tapaba Hatchards, la librería más antigua de la ciudad.

—¿Seguro que ha sido una bomba? —preguntó el presidente Williams.

—Sin duda, señor presidente —respondió Tim Beecham, el DNI—. Estamos en contacto permanente con el MI5 y el MI6. Aún no tienen una idea clara de lo que ha pasado, pero teniendo en cuenta los destrozos no podría ser otra cosa.

—Continúen —dijo Williams inclinándose.

—Se cree que la colocaron en un autobús —explicó Whitehead.

Llevaba mal abrochado el uniforme y la corbata de cualquier manera, con el nudo suelto como una soga floja.

Su voz, en cambio, era potente, su mirada, clara y su concentración, total.

—¿Se cree? —preguntó Williams.

—La bomba ha hecho tantos estragos que de momento no se puede saber nada con exactitud. También podría haberse tratado de un coche o camión bomba que estalló justo cuando pasaba el autobús. Hay escombros por todas partes. Se lo mostraré.

El general Whitehead hizo clic en su portátil seguro e hizo aparecer una foto en vez del mapa. Estaba tomada desde un satélite a miles de kilómetros de la tierra, pero tenía una inesperada nitidez.

Todos se inclinaron para mirarla.

En medio de la famosa calle podía verse un cráter rodeado de fragmentos de metal retorcidos. El humo se elevaba por encima de los vehículos. Más de una fachada con siglos de antigüedad que había sobrevivido a los bombardeos nazis ya no existía.

Lo que no se veía, se fijó Ellen, eran cadáveres. Sospechó que estaban tan desmenuzados que resultaban inidentificables como restos humanos.

Los edificios de ambos lados habían contenido la explosión; de otro modo, a saber hasta dónde habría llegado.

—Dios mío... —susurró el secretario de Defensa—. ¿Cómo puede ser?

—Señor Presidente —intervino Barbara Stenhauser—, acabamos de recibir un vídeo.

Williams asintió y ella lo puso. Procedía de una de los miles de cámaras de seguridad repartidas por Londres.

Abajo, a la derecha, constaba la hora.

«7.17.04.»

—¿Cuándo ha estallado la bomba? —preguntó el presidente Williams.

—A las siete horas diecisiete minutos cuarenta y tres segundos GMT —dijo el general Whitehead.

Ellen Adams se tapó la boca con la mano sin apartar la vista de la pantalla: era cuando comenzaba la hora punta. El sol intentaba abrirse un hueco en una mañana gris de marzo.

«7.17.20.»

La acera estaba repleta de personas de ambos sexos y en el semáforo aguardaban coches, furgonetas de reparto y taxis negros.

Entretanto, corría el tiempo... en una cuenta atrás.

«7.17.32.»

—Corred, corred —oyó que decía en voz baja el secretario de Seguridad Nacional, que estaba a su lado—. Corred.

No corrieron, como era de esperar.

Se detuvo un autobús de dos pisos, de un rojo vivo.

«7.17.39.»

Una joven se apartó para dejar subir a un hombre mayor, que se volvió para darle las gracias.

«7.17.43.»

Siguieron mirando la escena desde varias perspectivas conforme recibían más vídeos que proyectaban en la gran pantalla del fondo de la sala de crisis.

En el segundo se veía más claro el autobús que llegaba al semáforo. El ángulo les permitió distinguir caras, entre ellas la de una niña en el primer asiento de delante del piso de arriba, el mejor, el sitio al que siempre habían corrido los niños, incluidos los hijos de Ellen.

«Corred, corred...»

Pero, claro, en todos los vídeos, independientemente del ángulo desde donde estuvieran grabados, la niña se quedaba en su lugar... hasta que desaparecía.

Finalmente, llegó la confirmación del Reino Unido, escrita en un tono neutro y oficial: no cabía duda de que había sido una bomba colocada en el autobús y programada para explotar en el peor lugar posible en el peor momento posible.

En el centro de Londres, en plena hora punta.

—¿Lo ha reivindicado alguien? —preguntó el presidente Williams.

—De momento, no —contestó el DNI consultando sus informes.

La información empezaba a llegar a raudales. La clave, como todos sabían, era gestionarla bien. No dejarse abrumar.

—¿Algún rumor? —preguntó el presidente Williams.

Deslizó la mirada alrededor de la larga y reluciente mesa, donde todos negaban con la cabeza, hasta topar con la mirada de Ellen.

—Nada —respondió ella.

Aun así, Williams se quedó mirándola, como si el fallo fuera suyo y de nadie más.

Lo que demostraba algo muy simple.

«No se fía de mí», comprendió Ellen. A esas alturas, seguramente ya debería haberse dado cuenta, aunque había estado demasiado enfrascada en aprender los rudimentos de su nuevo cargo para detenerse a pensar.

Había tenido la soberbia de dar por supuesto que Williams la había elegido como secretaria de Estado porque, a pesar de su evidente antagonismo, sabía que lo haría bien.

En ese momento se dio cuenta de que no sólo le resultaba antipática, sino que no se fiaba de ella.

Pero ¿qué sentido tenía nombrar a alguien que no le inspiraba confianza para un cargo con semejante poder?

Parte de la respuesta quedaba clara allí mismo, en ese preciso instante.

El presidente Williams no había esperado que una crisis internacional estallara tan pronto, no esperaba tener que fiarse de ella.

¿Y qué esperaba, entonces?

Todo aquello le vino a la cabeza de golpe, pero no tuvo tiempo de darle vueltas porque había cosas mucho más inmediatas e importantes en las que pensar.

El presidente Williams apartó la vista de ella para observar al DNI.

—¿No es raro que no se rumoree nada? —preguntó.

—No necesariamente —contestó Tim Beecham—, mucho menos si se trataba de un lobo solitario que se ha inmolado con la explosión.

—Ya — dijo Ellen, que recorrió la mesa con la mirada—, pero ¿esa clase de personajes no suelen buscar notoriedad? ¿No suben declaraciones o vídeos en las redes sociales...?

—Si no se lo ha atribuido nadie es por... —empezó a decir el general Whitehead antes de que lo interrumpiera la jefa de gabinete del presidente.

—Señor, tengo al teléfono al primer ministro británico.

Se había vestido corriendo, como los demás, y no llevaba maquillaje que disimulara su cara de preocupación. De todas formas, ningún maquillaje habría bastado.

En la pantalla, la carnicería dejó paso a la expresión severa del primer ministro Bellington, tan despeinado como siempre.

—Señor primer ministro, el pueblo estadounidense... —empezó a decir Douglas Williams.

—Que sí, que sí. Quiere saber lo que ha pasado, ¿no? Pues yo también, y si le soy sincero no tengo nada que contarle.

Hizo un gesto desdeñoso a alguien fuera de plano; probablemente a los directores del MI5 y el MI6, la inteligencia británica.

—¿Había algún objetivo en concreto?

—Todavía no lo sabemos. De momento, lo único que hemos podido confirmar es que la bomba iba en el autobús. No tenemos ni idea de quién estaba dentro o cerca. De los pasajeros y los peatones no ha quedado nada. Si quiere le mando el vídeo.

—No hace falta —dijo Williams—, ya lo hemos visto.

Bellington arqueó las cejas impresionado, o tal vez molesto, pero enseguida decidió no insistir.

A los tres años de su nombramiento como primer ministro, gozaba de una popularidad enorme en el sector derechista de su partido y entre el electorado conservador gracias a su promesa de seguridad nacional e independencia respecto de otros países. La bomba no iba a beneficiar su campaña por la reelección.

—La identificación definitiva aún tardará mucho —continuó—. Estamos analizando con reconocimiento facial los vídeos para ver si sale algo: un posible terrorista o un objetivo. Si nos pueden ayudar, se lo agradeceremos.

—¿Podría ser que el objetivo fuera un edificio, y no una persona, como los ataques del 11-S? —preguntó el DNI.

—Podría —reconoció el primer ministro—, aunque tampoco es que Fortnum & Mason sea el objetivo más obvio de Londres.

—No descartemos que a alguien le pareciera mal pagar cien libras por el té de la tarde —dijo el secretario de Defensa.

Buscó sonrisas cómplices en torno a la mesa, pero no encontró ninguna.

—La Royal Academy of Arts también está allí —intervino Ellen.

—Pero, señora secretaria, ¿de veras cree que hay alguien capaz de provocar una masacre como ésta sólo para reventar una exposición? —preguntó el primer ministro Bellington volviéndose hacia ella.

Ellen trató de no irritarse por el tono condescendiente. De todas maneras, tenía que reconocer que el acento británico siempre sonaba condescendiente para su oído estadounidense. Cada vez que un británico abría la boca ella oía un «idiota» implícito.

Esta vez también lo oyó, pero Bellington tenía mucha presión encima y se estaba desahogando con ella. No se lo echaría en cara... de momento.

Además, también era cierto que sus medios informativos se habían cebado durante años en el primer ministro Bellington, al que presentaban de manera sistemática como un inepto, un hombre insustancial de clase alta que, si en algún momento había tenido un ápice de garra, la había sustituido por arrogancia y citas latinas que no venían al caso.

No era de extrañar que la mirara así. Al contrario, la sorprendía su contención.

—... y la sede de la Geological Society.

—Es verdad. —La mirada de Bellington se había tornado penetrante, casi escrutadora, y mucho más inteligente de lo que Ellen habría creído posible—. Conoce usted bien Londres.

—Es una de mis ciudades preferidas. Lo que ha pasado es espantoso, espantoso.

Lo era, en efecto, pero las repercusiones podían ir mucho más allá de la pérdida atroz de vidas humanas y la destrucción de una parte de la rica historia de la ciudad.

—¿La Geological Society? —intervino el secretario de Defensa—. ¿Y quién iba a querer volar un sitio donde estudian piedras?

En lugar de contestar, Ellen Adams miró la pantalla y los ojos pensativos del primer ministro británico.

—La geología es mucho más que piedras —repuso Bellington—: es petróleo, carbón, oro, diamantes... —Se quedó callado sin apartar la vista de los ojos de Ellen Adams, como si la invitara a hacer los honores.

—Uranio —añadió ella.

Bellington asintió.

—Con el que se pueden fabricar bombas atómicas. Factum fieri infectum non potest: lo hecho no se puede deshacer —tradujo—, pero quizá podamos evitar otro ataque.

—¿Cree usted que habrá otro, señor primer ministro? —preguntó el presidente Williams.

—En efecto.

—Pero ¿dónde? —murmuró el DNI.

Cuando concluyó la reunión, Ellen se aseguró de salir al mismo tiempo que el general Whitehead.

—Ha empezado usted a decir que si nadie ha reivindicado la explosión es por algo. Es lo que iba a decir, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza.

Tenía más aspecto de bibliotecario que de militar.

Lo curioso era que el bibliotecario del Congreso parecía un militar.

Whitehead tenía un rostro amable y llevaba unas gafas grandes y redondas a través de las cuales contempló a la secretaria.

Ellen, sin embargo, conocía su historial de combate: había pertenecido a los rangers, un regimiento de élite, y había ido encadenando ascensos luchando en primera línea, ganándose no sólo el respeto, sino la fidelidad y confianza de los hombres y las mujeres a sus órdenes.

Se paró para permitir pasar a los demás sin dejar de observarla. Su mirada era inquisitiva, pero no hostil.

—¿A qué lo atribuye, general?

—No lo han reivindicado porque no les hace falta, señora secretaria. Su objetivo era, es, otro. No tiene nada que ver con el terror, es más importante.

Ellen sintió un vahído.

—¿Y de qué objetivo se trataría? —preguntó con una mezcla de sorpresa y alivio porque su voz no había flaqueado.

—De un asesinato, por ejemplo. Quizá haya sido una operación quirúrgica para enviar un mensaje a una persona o a un grupo. No hacían falta anuncios. Es posible que también supieran que, para inmovilizar nuestros recursos, el silencio sería mucho más eficaz que reclamar el atentado.

—Difícilmente calificaría de «quirúrgico» lo ocurrido en Londres.

—Es verdad. Me refería a la finalidad: un objetivo muy concreto y definido. Donde nosotros vemos cientos de muertos, puede que ellos vean uno solo. Nosotros vemos una destrucción horrenda y ellos la desaparición de un solo edificio. Cuestión de percepción. —Se llevó la mano a la corbata y pareció sorprenderse al notar que la llevaba floja—. Lo que puedo decirle por experiencia, secretaria Adams, es que cuanto mayor es el silencio, mayor es el objetivo.

—Entonces ¿está de acuerdo con el primer ministro? ¿Cree que habrá otro ataque?

—No lo sé. —Whitehead le sostuvo la mirada a Ellen. Luego pareció renunciar a abrir la boca.

—Puede decírmelo, general.

Él esbozó una leve sonrisa.

—Lo que sé es que, en términos estratégicos, este silencio es de los importantes.

Al final de la frase ya no sonreía, se había puesto muy serio.

El depredador andaba al acecho, oculto en un prolongado silencio.

• • •

No tuvieron que esperar mucho.

Poco antes de las diez de la mañana, Ellen Adams regresó a su despacho del Departamento de Estado.

La actividad era frenética. Antes de que saliera del ascensor, los asesores de prensa ya la habían asaltado para pedirle algo con lo que saciar la voracidad de los medios. En cuanto puso un pie en el pasillo se la llevaron en volandas al despacho. Había gente que corría de un despacho al otro, pues no se fiaban de los mensajes de texto, ni siquiera de las llamadas. Se oían preguntas y exigencias en voz alta: eran los ayudantes, que ansiaban orientación.

—Estamos hablando con todas nuestras fuentes —dijo Boynton, que caminaba a toda prisa al lado de Ellen—. Ya se han movilizado las organizaciones de inteligencia de todo el mundo. También nos hemos puesto en contacto con nuestros comités de expertos y los departamentos de estudios estratégicos.

—¿Y...?

—De momento nada, pero alguien debe de saber algo.

Una vez en su mesa, Ellen repasó su lista de contactos.

—Voy a darle algunos nombres. Es gente que he ido conociendo en mis viajes: periodistas o moscas cojoneras que hablan poco pero escuchan mucho. —Le entregó varias tarjetas de visita a Boynton—. Use mi nombre. Discúlpese y dé explicaciones.

—De acuerdo. Tenemos que trasladarnos a la sala segura de videoconferencias. Nos están esperando.

Al llegar, aparecieron varias caras en la pantalla.

—Bienvenida, señora secretaria.

Había empezado la reunión de los Cinco Ojos.

Anahita Dahir estaba sentada a su mesa del Departamento de Estado.

Los funcionarios de los servicios diplomáticos del mundo entero tenían órdenes de transmitir cualquier información, por escasa que fuera, que pudiera ser relevante. En un ambiente próximo a la histeria, los mensajes iban y venían sin parar, se codificaban y descodificaban.

Anahita estaba repasando los que habían llegado desde la noche anterior mientras seguía las noticias por televisión.

Crecía la sensación de que los periodistas sabían más que la CIA o la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, o el propio Departamento de Estado.

Se acordó de Gil y volvió a tener la tentación de ponerse en contacto con él por si sabía algo, pero al mismo tiempo sospechaba que la idea, más que de su cerebro, procedía de bastante más abajo, y no era el momento de darse esos caprichos.

Como funcionaria de a pie de la sección paquistaní, no tenía acceso a las comunicaciones de alto nivel, a ella sólo le llegaba la información de inteligencia más trivial, la que procedía de informadores de segunda, como dónde había comido tal o cual ministro de tal o cual gobierno, con quién y qué.

Pero incluso esos mensajes tenían que leerse cuidadosamente.

Los Cinco Ojos era el nombre que recibía la alianza de los servicios de inteligencia de Australia, Nueva Zelanda, Canadá, el Reino Unido y Estados Unidos. Se trataba de una organización de aliados anglófonos de la que Ellen no había oído hablar hasta que la habían nombrado secretaria de Estado.

La ubicación estratégica de los Cinco Ojos les permitía abarcar todo el planeta, pero ni siquiera ellos habían oído nada: ni rumores previos ni declaraciones triunfales durante las primeras horas.

En la videollamada, además de la secretaria Adams, participaban sus homólogos del resto de los gabinetes, así como el responsable de inteligencia de cada país. Los cinco espías y los cinco secretarios o ministros expusieron de manera sucinta lo que obraba en su conocimiento después de que lo captaran sus redes: nada.

—¿Nada? —inquirió el secretario de Asuntos Exteriores británico—. ¿Cómo puede ser? Ha habido cientos de muertos y muchos más heridos. El centro de Londres ha quedado como cuando las bombas de los nazis. ¡Joder, que no ha sido un petardo, que ha sido una bomba de cojones!

—Mire, excelencia —dijo su homólogo australiano poniendo más hincapié de la cuenta en el tratamiento—, es que no hay nada. Hemos repasado varias veces toda la información de inteligencia procedente de Rusia, Oriente Medio y Asia, y aún no tiramos la toalla, pero por el momento el silencio es total.

«Un silencio de los importantes», pensó Ellen acordándose de las palabras del general.

—Sólo puede haber sido un chalado con mucha formación y resentido por algo —dijo el ministro de Asuntos Exteriores neozelandés.

—Estoy de acuerdo —contestó el director de la CIA, el Ojo de Estados Unidos—. Si hubiera sido una organización terrorista extranjera, como Al Qaeda o Estado Islámico...

—O al Shabaab —dijo la Ojo de Nueva Zelanda.

—O los pastunes —añadió el Ojo australiano.

—¿Piensan nombrarlos a todos? —preguntó el secretario británico—. Porque no es que nos sobre tiempo.

—La cuestión es que... —empezó a decir el Ojo australiano.

—Eso, ¿cuál es la cuestión? —quiso saber el británico.

—Bueno, ya está bien —intervino la Ojo canadiense—. No entremos en polémicas, que todos sabemos cuál es la cuestión: si la bomba la hubiera puesto alguna de las organizaciones terroristas conocidas, que son cientos, a estas alturas ya lo habrían reivindicado.

—¿Y las desconocidas? —preguntó el Ojo de Estados Unidos—. Supongamos que ha aparecido una nueva.

—Hombre, tampoco es que broten así como así —dijo la Ojo neozelandesa, que buscó apoyo en su homólogo australiano.

—Si hubiera conseguido montar esto siendo nueva —dijo el Ojo de Australia—, no seguiría en la sombra: lo estaría proclamando a los cuatro vientos.

—¿Es posible que no lo haya reivindicado nadie porque no lo considera necesario? —planteó la secretaria Adams.

Todos los Ojos y los ojos se volvieron hacia ella como quien ve que una silla vacía ha aprendido a hablar. El secretario de Asuntos Exteriores británico soltó un bufido para expresar su disgusto porque la nueva secretaria de Estado les hiciera perder el tiempo pensando que tenía algo interesante que decir.

El Ojo de Estados Unidos parecía incómodo.

Sin arredrarse, Ellen explicó lo que había dicho el general Whitehead. El hecho de que la idea procediera de un general, y nada menos que el jefe del Estado Mayor Conjunto, le otorgaba mucha más credibilidad que si la idea proviniera de ella simplemente, pero le dio igual: sólo necesitaba su atención, no su beneplácito ni su respeto.

—Señora secretaria —dijo el secretario británico—, el objetivo del terrorismo es sembrar el terror. Callar no aparece en el manual.

—Le agradezco la aclaración —respondió Ellen.

—Igual son fans de Alfred Hitchcock —dijo la Ojo canadiense.

—Eso, eso —dijo el británico—, o de los Monty Python. Venga, pasemos a otra cosa...

—¿Por qué lo dice? —le preguntó Ellen a la canadiense.

—Porque Hitchcock sabía que una puerta abierta da más miedo que una puerta cerrada. Acuérdese de cuando era pequeña y se quedaba mirando la puerta del armario por las noches sin saber qué había dentro: llenaba el vacío con la imaginación, y ni siquiera se le ocurría que allí dentro pudiera estar un hada buena con un cachorrito en las manos y un postre delicioso. —Se quedó callada y Ellen tuvo la impresión de que se dirigía sólo a ella—. Los que tienen objetivos realmente catastróficos nunca dejan que abramos la puerta; sólo permiten que se abra cuando están listos para soltarla. Su general tiene razón, señora secretaria: la esencia del terror es lo desconocido. A lo horrible de verdad le va bien el silencio.

Ellen se quedó muy quieta, sumida en el más absoluto mutismo. Luego, de repente, el silencio se hizo trizas y dio un respingo al oír que todos sus teléfonos cifrados sonaban a la vez.

Al lado del secretario de Exteriores británico apareció un ayudante que le dijo algo al oído.

—Dios mío —susurró el secretario antes de volverse hacia la cámara con cara de consternación en el mismo momento en que Boynton se inclinaba hacia Ellen Adams.

—Señora secretaria, ha habido una explosión en París.