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El avión aterrizó en Fráncfort con diez minutos de retraso, pero a Nasrin Bujari le quedaba tiempo de sobra para coger el autobús.

Mientras el avión rodaba hacia la terminal, puso su reloj en hora: las 4.03 h de la tarde. No se atrevía a llevar móvil, ni siquiera de prepago: no podía correr ese riesgo.

A su marido, que era maestro, le había dicho muchas veces que los físicos nucleares tenían, por naturaleza, aversión al riesgo, a lo que él, entre risas, contestaba que ningún trabajo comportaba tanto riesgo como el de ella.

Pero lo que estaba haciendo quedaba tan lejos de su zona de confort que era como estar en otro planeta.

O en Fráncfort.

A su alrededor, a medida que los otros pasajeros iban encendiendo sus móviles, se oyeron murmullos, luego gemidos y después sollozos. Había pasado algo.

Como no se atrevía a hablar con nadie, esperó a estar dentro de la terminal para acercarse a una de las pantallas de televisión. La gente se agolpaba delante, de manera que, aunque hubiera entendido el idioma, desde esa distancia no habría oído al locutor.

Sin embargo vio las imágenes y reconoció los topónimos que se deslizaban al pie de la pantalla.

Londres, París: escenas destrucción casi apocalíptica. Las contempló paralizada, deseando que Amir estuviera a su lado, no para que le dijera qué hacer, sino para que le diera la mano. Para no estar sola.

Sabía que aquello era una simple coincidencia: era imposible que tuviera que ver con ella.

Sin embargo, al volverse, topó con los ojos del joven al que había visto antes de partir, y que en ese momento se encontraba a pocos metros.

Él no miraba la pantalla, no prestaba atención a las escenas de la masacre, la miraba a ella. Tuvo la certeza de que la reconocía... y la despreciaba.

—Siéntese —ordenó el presidente Williams levantando fugazmente la vista de sus notas.

En el despacho oval, Ellen Adams tomó asiento en la silla que aún conservaba el calor del DNI, o mejor dicho de su culo.

A su espalda, la hilera de pantallas estaba sintonizada en diferentes canales, todos con bustos de presentadores de noticias o imágenes de las atrocidades.

En el coche, de camino allí, rodeada por las sirenas de la escolta de la Seguridad Diplomática, había estado leyendo los mensajes de las agencias de inteligencia internacionales, mensajes de una brevedad brutal que en casi todos los casos no proporcionaban información, sino que la pedían o la suplicaban.

—Dentro de veinte minutos se reunirá el gabinete al completo —dijo Williams quitándose las gafas para mirarla de hito en hito—, pero tengo que hacerme una idea de lo que ha pasado y saber si estamos en peligro. ¿Es el caso?

—No lo sé, señor presidente.

Williams apretó los labios y, a pesar de la distancia que imponía el escritorio Resolute, su respiración llegó hasta los oídos de Ellen, que intuyó que intentaba tragarse la rabia.

Al final, como era muy grande, salió expelida en una nube de saliva y cólera.

—¡Qué cojones quiere decir con eso!

Fue un auténtico estallido verbal. Ellen había oído muchas veces la palabra «cojones», pero nunca se la habían espetado con tanta intención ni de manera tan injusta.

En fin, tampoco era el día idóneo para reflexiones sobre la justicia.

Lo que tenía claro, mientras se esforzaba por no enjugarse la frente, era que el combustible de aquel exabrupto no había sido la ira, sino el miedo.

Ella también sentía miedo, pero el del presidente se alimentaba de la certeza de que, si no tenía cuidado, si no actuaba con bastante rapidez e inteligencia, las siguientes imágenes provendrían de Nueva York, de Washington, de Chicago o de Los Ángeles.

Tras sólo unas semanas al frente del país, incapaz todavía de orientarse para llegar a la bolera de la Casa Blanca, le ocurría esto. Y para colmo tenía que cargar con un gobierno nuevo compuesto por hombres y mujeres inteligentes, pero sin experiencia en esas lides, y una burocracia incompetente heredada del gobierno anterior.

Lo del presidente no era simple miedo: se había sumido en un estado de interminable terror. Y no era el único.

—Le puedo explicar lo que sabemos, señor. Puedo ofrecerle datos, no conjeturas.

La fulminó con la mirada: ella había sido su nombramiento más político y, por lo tanto, era el eslabón más débil de una cadena ya de por sí marcada por la debilidad.

La secretaria de Estado abrió la carpeta que sostenía en equilibrio sobre las rodillas.

—La explosión de París se ha producido a las tres y treinta y seis minutos, hora local. La bomba ha estallado a bordo de un autobús que iba por el Faubourg Saint-Denis, en el Décimo...

—Sí, eso ya lo sé. Lo sabe todo el mundo. —Williams señaló la hilera de pantallas—. Cuénteme alguna cosa que no sepa y que sirva de algo.

No habían transcurrido más de veinte minutos desde la segunda explosión. Le dieron ganas de responder que su equipo no había tenido tiempo de recopilar información, aunque eso Williams también lo sabía.

Se quitó las gafas, se frotó los ojos y miró fijamente al presidente.

—No tengo nada.

La rabia de Williams hacía crepitar el aire.

—¡¿Nada?! —preguntó con voz ronca.

—¿Quiere que le mienta?

—Quiero que sea mínimamente competente.

Ellen respiró hondo y buscó decir algo que no desatase aún más la ira de Williams ni los hiciera perder un tiempo muy valioso.

—Las agencias de inteligencia de todos nuestros aliados están revisando mensajes y publicaciones, rastreando la red oscura en busca de cualquier entrada en foros y webs ocultas... Estamos analizando las imágenes de vídeo para intentar identificar al terrorista o algún posible objetivo. De momento, en Londres hemos identificado uno.

—¿Cuál?

El presidente se inclinó con atención.

—La Geological Society. —En cuanto lo dijo, Ellen volvió a ver el rostro de la niña en el piso superior del autobús, mirando al frente, hacia Piccadilly: hacia un futuro que ya no existía.

Williams estaba a punto de decir algo. «Seguro que un comentario desdeñoso», pensó ella. Pero puso cara de pensárselo y asintió con la cabeza.

—¿Y en París?

—Lo de París es interesante. Lo normal habría sido que la bomba estallara en algún punto emblemático, como el Louvre, Notre-Dame o la residencia del presidente...

Williams se inclinó, atento.

—... sin embargo, el autobús 38 no estaba cerca de ningún objetivo probable, tan sólo circulaba por una avenida amplia. Ni siquiera había mucha gente en la zona: no era hora punta. Ha explotado aparentemente sin razón.

—¿Y si la bomba ha detonado por error, demasiado pronto o demasiado tarde? —preguntó.

—Podría ser, pero estamos trabajando en otra teoría: el 38 pasa por varias estaciones de tren; de hecho, en el momento de la explosión se dirigía a la Gare du Nord...

—La Gare du Nord. Allí llega el Eurostar de Londres, ¿no?

Douglas Williams estaba demostrando ser más inteligente de lo que Ellen había supuesto, o al menos más viajado.

—Exacto.

—¿Cree que en el autobús viajaba alguien con destino a Londres?

—Es una posibilidad. Estamos analizando las imágenes de vídeo de cada parada, pero en cuestión de cámaras de seguridad París no está tan bien cubierta como Londres, ni de lejos.

—Qué extraño, con lo que ocurrió en 2015... —comentó Williams—. ¿Algo más sobre Londres?

—De momento, no. No hemos encontrado ningún blanco posible y, por desgracia, casi todos los que subieron al autobús llevaban algún paquete, una mochila o algo que podía contener un explosivo. Aparte de los canales habituales, he pedido a mis antiguos colegas de las agencias de noticias que me trasladen todo lo que hayan averiguado sus reporteros e informantes.

El presidente tardó un poco en contestar, el tiempo justo para que Barbara Stenhauser, que estaba en el sofá, tan atenta a la conversación como a la avalancha de datos, levantara la vista.

—¿Incluido su hijo? —preguntó Williams—. Si no recuerdo mal, tiene buenos contactos.

El aire que los envolvía se volvió glacial. Si tenían algún pacto, por muy frágil que fuera, en ese momento se agrietó y se rompió.

—No creo que tenga ningún interés hablar de mi hijo, señor presidente.

—Yo no creo que le convenga ignorar una pregunta directa de su comandante en jefe, señora secretaria.

—No trabaja en ninguno de mis antiguos medios informativos.

—No es lo que le he preguntado. El asunto es otro. —El tono de Williams delataba crispación—. Es hijo suyo y tiene contactos. Con lo que ocurrió hace unos años, podría saber algo.

—No he olvidado lo que ocurrió, señor presidente. —Si en el tono de él había crispación, en el de ella se percibía un frío glacial—. No necesito que me lo recuerden.

Se miraron con hostilidad. Barb Stenhauser era consciente de que lo mejor, sin duda, era intervenir y devolverlos a los cauces de la corrección para que el diálogo pudiera resultar útil, constructivo.

Sin embargo, no lo hizo: tenía curiosidad por ver cómo acababa. Si no era constructivo, al menos podía resultar instructivo.

—Si supiese algo de los bombardeos me lo habría dicho.

—Ah, ¿sí?

La brecha entre los dos se había convertido en un abismo en el que acababan de precipitarse después de tambalearse unos momentos en el borde.

Barb Stenhauser había dado por sentado que Ellen Adams le caía mal al presidente porque había usado su tremendo poder mediático para apoyar al candidato rival en las primarias del partido humillándolo, denigrándolo y pintándolo como un hombre sin la debida preparación, un incompetente, un manipulador...

Un cobarde.

Pero acababa de darse cuenta de que se había centrado tanto en su jefe que no se había parado a pensar por qué Adams sentía tal aversión hacia Williams.

Al observarlos, llegó a la conclusión de que había subestimado sus emociones: lo que flotaba en el despacho oval no era simple antipatía, ni siquiera rabia, sino un odio tan intenso que no la habría extrañado que las ventanas se abrieran de golpe.

Se preguntó a qué se estarían refiriendo, ¿qué había ocurrido hacía unos años?

—Póngase en contacto con él —pidió, o más exactamente rugió, el presidente Williams—. Hágalo ya, antes de que la destituya.

—No sé dónde está. Hemos perdido el contacto.

Ellen notó que le ardían las mejillas al reconocerlo.

—Pues recupérelo.

Le pidió al jefe de su escolta, apostado en la puerta, que le devolviera el móvil y le mandó un mensaje a Betsy para que se pusiera en contacto con su hijo y le preguntara si sabía algo de los bombardeos, cualquier dato.

Al poco tiempo llegó una respuesta.

—A ver —dijo Williams con la mano tendida.

Ellen vaciló, pero finalmente le entregó el teléfono. El presidente frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

Esta vez fue Ellen quien tendió la mano.

—Una clave que uso con mi consejera. Nos la inventamos de pequeñas por si alguien quería hacerse pasar por nosotras.

En la pantalla ponía: «Una incongruencia entra en un bar...»

—Chorradas intelectuales —murmuró él devolviéndole el aparato.

«Pedazo de ignorante», pensó ella mientras tecleaba «con mucho viento vuelan hasta los pavos». Dejó el teléfono encima de la mesa.

—Es posible que tarde. No sé dónde está mi hijo. Podría estar en cualquier lugar del mundo.

—En París, por ejemplo —dijo Williams.

—¿Está insinuando...?

—Señor presidente —intervino Stenhauser—, es la hora de la reunión del gabinete.

• • •

Anahita Dahir levantaba la vista de vez en cuando para ver las imágenes, pero sobre todo para leer el texto que corría por la parte inferior de la pantalla instalada al fondo de la amplia oficina de planta abierta. Quería ver si los reporteros tenían más información que ella, lo cual no era difícil.

Según la televisión, la bomba de Londres había estallado a las 2.17 h de la madrugada y la de París hacía menos de una hora, a las 9.36 h.

Contempló las escenas, el bucle interminable de las explosiones, y advirtió que aquello no tenía sentido: en Londres había luz, de modo que no podía haber sido de madrugada, y en París no se veía gente circulando, por lo que no podía haber sido hora punta.

Negó con la cabeza reprochándose el error: las cadenas de noticias estadounidenses habían utilizado la hora del este del país, en Europa debían de haber sido las...

Lo calculó deprisa, añadiendo las horas necesarias, y de pronto se quedó muy quieta, mirando el vacío.

Se había percatado con horror de que había pasado por alto una cosa que debería haberle resultado obvia.

Empezó a rebuscar en su mesa.

—¿Qué haces? —le preguntó la compañera de al lado—. ¿Sucede algo?

Anahita no la oyó.

—Por favor, por favor, por favor... —murmuraba.

Finalmente encontró el papel.

Lo aferró con fuerza, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que apoyarlo en la mesa para leerlo.

Era el mensaje que había recibido la noche anterior, el del texto en clave. Lo llevó corriendo al despacho de su supervisor, pero no estaba.

—Está reunido —dijo su ayudante.

—¿Dónde? Tengo que verlo. Es urgente.

La ayudante, que sabía que el cargo de Anahita era de los más modestos, no se mostró muy convencida. Señaló arriba, hacia al cielo o algo parecido: los despachos de la séptima planta.

—No hace falta que te explique la importancia de una reunión con el jefe de gabinete. No pienso interrumpirlos.

—Pues tiene que hacerlo. Es sobre un mensaje que llegó anoche, por favor.

La ayudante vaciló pero, al notar la expresión de Anahita, rayana en el pánico, hizo una llamada.

—Lo siento, señor, pero tengo aquí a Anahita Dahir. Sí, la FSO de la sección paquistaní. Dice que tiene un mensaje, algo que llegó anoche. —Escuchó mirando a Anahita—. ¿Es el que le habías enseñado ya?

—Sí, sí.

—Sí, señor. —Volvió a escuchar, asintió y colgó—. Ha dicho que hablará contigo cuando vuelva.

—¿Y eso cuándo será?

—A saber.

—No, no, no. Tiene que ver el mensaje ahora mismo.

—Pues dámelo y se lo enseñaré en cuanto llegue.

Anahita apretó el papel contra su cuerpo.

—No, ya se lo enseño yo.

Volvió a su mesa y lo miró otra vez.

«19/0717, 38/1536...»

Los números de los autobuses que habían explotado y las horas exactas.

El mensaje no estaba en clave: era un aviso.

Y había otro.

«119/1848.»

Un autobús de la línea 119 explotaría a las 18.48 h de esa tarde. Si era en Estados Unidos, disponían de ocho horas, si era en Europa...

Echó un vistazo a la hilera de relojes que indicaban las horas de distintas zonas.

En gran parte de Europa ya eran las cuatro y media: faltaban apenas poco más de dos horas.

A Anahita Dahir le habían enseñado a hacer lo que le decían. Como buena hija de familia libanesa, acataba las reglas. Llevaba haciéndolo toda la vida. No era sólo que se lo hubieran inculcado, formaba parte de su naturaleza.

Titubeó. Podía esperar. Debía esperar. Le habían ordenado que esperase. Pero no, no podía. Además, los demás no sabían lo que ella sabía, y ninguna orden basada en la ignorancia podía ser legítima, ¿verdad?

Hizo una foto de los números y se quedó mirándolos un momento. Los segunderos de todos los relojes de las paredes, de todos los husos horarios del mundo, se movían: tic, tic, tic... el planeta estaba en cuenta atrás.

Tic, tic, tic...

Reprochándole su indecisión.

Se levantó con tanto ímpetu que volcó la silla. En la amplia oficina de planta abierta reinaba una actividad tan febril que sólo la FSO de al lado se dio cuenta.

—¿Estás bien, Ana?

Pero Anahita ya se encaminaba hacia la puerta, así que no la oyó.