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Nasrin Bujari vio que se acercaba el autobús 61, que enlazaba el aeropuerto con el centro de Fráncfort.

Ya tenía claro que la estaban siguiendo, pero no podía hacer nada: le parecía imposible quitarse de encima a su perseguidor. Su única esperanza era que los que la aguardaban supieran cómo actuar.

Ya estaba cerca. Contra todo pronóstico, había llegado hasta allí. Qué ganas de llamar a Amir y oír su voz... qué ganas de decirle que estaba sana y salva, y de escuchar que él también.

Cuando estuvo en su asiento se permitió echar un vistazo atrás y vio al joven que ya le resultaba familiar a pocas filas.

Estaba tan obcecada con él que no se fijó en el otro.

Anahita esperaba delante de los ascensores. Sólo uno tenía acceso directo a la séptima planta. Estaba forrado de caoba, como las propias oficinas a las que llevaba, y se requería una llave especial para entrar.

Era la única manera de llegar, y ella no tenía la llave, claro, ni permiso para subir.

Quien debía de tenerla, casi con seguridad, era la mujer que esperaba a su lado. Tecleaba a toda prisa en su teléfono con cara de estrés, la misma que tenía todo el mundo, desde los guardias de seguridad hasta los altos funcionarios.

Anahita le dio la vuelta a su identificación para que no se leyera su nombre, suspiró de impaciencia y murmuró algo.

Acto seguido se sacó el móvil y se quedó mirándolo atentamente con la cabeza gacha y cara de concentración.

—Perdona... —dijo la otra mujer. No cabía duda de que se estaba preguntando quién era y por qué quería ir a la séptima planta.

Anahita alzó la vista y levantó la mano como diciendo «un momento, por favor». Luego volvió a inclinarse sobre el teléfono y, para resultar más convincente, escribió: «¿Dónde estás? ¿Ya te has enterado?»

Llegó el ascensor. La mujer, de nuevo atenta a su propio móvil, subió, seguida por Anahita.

«Aquí andan todos como locos», siguió escribiendo mientras se cerraban las puertas del ascensor. «¿Alguna idea?»

En un abrir y cerrar de ojos estaban ya en la séptima planta.

Un mensaje entrante hizo vibrar el móvil de Gil Bahar.

Él cambió de postura en el asiento y lo leyó. Luego, irritado, guardó el teléfono sin contestar. No tenía tiempo para esas tonterías.

A los pocos minutos, cuando el autobús salía de la estación y ya no había peligro de perder de vista al objetivo, volvió a sacarlo y mandó una respuesta rápida:

«En Fráncfort, en el autobús. Ya te diré algo.»

Justo cuando Ellen llegaba a la reunión, Betsy le reenvió la respuesta sin ningún comentario.

Ella la leyó y, acto seguido, le entregó el móvil al agente del Servicio Secreto que estaba en la puerta. Fue a parar a una de varias taquillas, como los demás teléfonos.

En cuanto cruzó el umbral, varios compañeros del gabinete le dijeron, entre risas, «menuda guarra».

Sonrió en señal de que captaba la broma, muy consciente de que algunos se reían con ella y otros de ella.

La expresión se había vuelto viral: varios colectivos de mujeres se habían dado prisa en adoptar y hacer suyas las palabras «menuda guarra» como grito de guerra contra la masculinidad tóxica.

Echó una ojeada a la mesa y concluyó que no podía definir a ninguno de sus colegas como especialmente tóxico.

Eran, sin duda, algunas de las mentes más destacadas del país: expertos en economía, educación, sanidad... y seguridad nacional.

Ninguno se había visto salpicado por el despropósito de los últimos cuatro años, aunque, en contrapartida, tampoco tenían experiencia reciente en gestión pública del más alto nivel. Eran personas inteligentes —alguna incluso brillante—, comprometidas, bienintencionadas y trabajadoras, pero se echaban en falta más conocimientos de larga trayectoria, más memoria institucional. Aún no se habían establecido contactos y vínculos imprescindibles, no se habían forjado lazos de confianza entre el nuevo gobierno y el mundo fuera de esas paredes.

¡Si ni siquiera se habían forjado dentro!

El gobierno anterior se había deshecho de manera sistemática de quienes ponían en duda sus políticas. Era un gobierno que castigaba a los discrepantes y silenciaba a los críticos, daba igual que fueran senadores o diputados, secretarios de Estado o jefes de gabinete. No se salvaban ni los conserjes.

Se exigía una lealtad absoluta al presidente Dunn y a sus decisiones, aunque las impulsaran el ego y la desinformación y fueran lisa y llanamente peligrosas.

Lo decisivo para entrar a trabajar en una administración cada vez más demencial ya no era la aptitud, sino la lealtad ciega.

Desde su nombramiento como secretaria de Estado, Ellen Adams se había dado cuenta de que el «Estado profundo» era pura ficción: de profundo no tenía nada, ni tampoco de secreto. Los funcionarios de carrera y los enchufados políticos recorrían los mismos pasillos, participaban en las mismas reuniones, usaban los mismos baños y se sentaban en los mismos bares.

Los descolgados del gobierno Dunn tenían la mirada perdida del soldado que por fin se aleja del horror en que se ha visto inmerso; un horror que, en ese caso, habían perpetrado ellos mismos.

De eso hacía apenas un mes, y de pronto estallaba esa crisis.

—Ellen —dijo el presidente Williams volviéndose hacia su izquierda, donde estaba sentada su secretaria de Estado—, ¿qué puede decirnos?

Al ver la cara de satisfacción con que le había lanzado la granada, Ellen Adams se dio cuenta de que la malevolencia no era patrimonio de la oposición.

No todo el mundo quería curar viejas heridas.

Anahita dejó bajar primero a la otra mujer.

—Por favor —le dijo cediéndole el paso con un gesto de la mano e intentando parecer deferente y segura.

«Por favor. Por favor.»

Se paró justo a las puertas del ascensor, simulando leer otro mensaje trascendental para dar tiempo a la otra mujer de entrar en algún despacho.

Luego echó un vistazo al largo pasillo.

Tic, tic, tic...

Ante ella se extendía un ancho corredor forrado de caoba en el que se sucedían los retratos de antiguos secretarios. Parecía que hubiera entrado en algún club masculino de Nueva York o Londres. Casi le pareció que olía a puro.

En realidad, olía al perfume ligeramente empalagoso del exuberante ramo de lirios orientales que engalanaba una mesa reluciente adosada a la pared.

La séptima planta era imponente, y lo era a conciencia: estaba pensada para deslumbrar a las visitas, tanto extranjeras como nacionales. Irradiaba poder e inmutabilidad.

Hacia la mitad del pasillo había una alta puerta doble con un agente de Seguridad Diplomática a cada lado. Supuso que sería el despacho de la secretaria de Estado.

No era lo que buscaba, tenía que ir a la sala de reuniones, pero ¿qué puerta era? No podía abrirlas todas...

Los agentes empezaban a mirarla.

Tomó una decisión: no era el momento de ser hija de su madre ni de su padre, sino otra persona.

Decidió adoptar la identidad de Linda Matar, su gran inspiración.

Guardó el teléfono y caminó con paso decidido hacia los agentes.

—Soy de la sección paquistaní y me han ordenado que entregue personalmente un mensaje a mi supervisor. ¿Dónde está la sala de reuniones?

—¿Me permite ver su identificación, señora?

¿Señora?

Le dio la vuelta y se la enseñó.

—No debería estar en esta planta.

—Sí, ya lo sé, pero me han pedido que entregue un mensaje. Mire, si quiere me cachea, me acompaña o lo que quiera, pero tengo que entregar el mensaje ya mismo.

Tic, tic, tic...

Los dos agentes, hombre y mujer, se miraron. En respuesta a una señal del primero, la segunda cacheó rápidamente a Anahita y la acompañó hasta una puerta sin número ni placa.

Anahita llamó. Un golpe, dos golpes. Más fuerte, más firmemente.

«Linda Matar. Aspira. Linda Matar. Espira.»

La puerta se abrió de golpe.

—¿Sí? —preguntó un hombre joven y delgado con cara de hurón—. ¿Qué pasa?

—Tengo que hablar con Daniel Holden. Me llamo Anahita Dahir y trabajo en su oficina. Le traigo un mensaje.

—Estamos reunidos, no se le puede...

«Linda Matar.»

Anahita lo apartó.

—¡Eh! —exclamó él.

Todos los que estaban sentados a la mesa se volvieron hacia ella. Se detuvo y levantó los brazos en señal de que no albergaba malas intenciones. Buscó entre las caras la de...

—¿Se puede saber qué hace aquí?

Era Daniel Holden, que se había levantado y la fulminaba con la mirada.

—El mensaje.

Los agentes se dirigieron hacia ella.

—No pasa nada, la conozco —intervino su jefe—. Ya sé que su mensaje le parece importante; hoy todo es importante, especialmente esta reunión. Ahora tiene que irse. Después hablamos. —Lo dijo con calma, pero con firmeza.

Linda Matar no soportaba la condescendencia.

Sin embargo, Anahita Dahir no era ella en realidad. Asintió, con las mejillas ardiendo, y retrocedió.

—Lo siento, señor.

Pero enseguida se sacó de la cabeza las enseñanzas de sus padres y la necesidad de caer bien y avanzó hasta poner un papel arrugado en la mano de Holden.

—Léalo, por el amor de Dios. Habrá otro ataque.

Holden se quedó mirando cómo sacaban a Anahita de la sala. Estuvo tentado de hacerla volver, pero al mirar el papel comprobó que no había más que números y símbolos, sin referencias a ningún otro ataque. Sólo era otra funcionaria de tres al cuarto presa del pánico y con ganas de darse importancia. Él no tenía tiempo para eso.

Se guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta, resuelto a mirarlo más tarde, y se volvió a sentar, disculpándose por la interrupción.

Tic, tic, tic...

En el pasillo, los agentes acompañaron a Anahita hasta el ascensor y esperaron a que bajara.

Al volver a su mesa, varias plantas más abajo, Anahita tuvo que reconocer que había fracasado.

La expresión de su supervisor le había dejado claro que no leería el mensaje, o no a tiempo, en todo caso.

Bueno, al menos lo había intentado, lo había puesto todo de su parte.

Miró las pantallas con imágenes de París y Londres: heridos cubiertos de ceniza, polvo y sangre; transeúntes que trataban de contener hemorragias incontenibles; gente de rodillas que cogía a moribundos de la mano mientras alzaba la vista en busca de ayuda.

Se sucedían escenas de dolor y destrucción, grabaciones de cámaras de seguridad en bucles incesantes donde las mismas personas eran asesinadas una y otra vez, como Prometeo.

Si el mensaje, el aviso, era auténtico, faltaban apenas poco más de dos horas para la siguiente explosión.

Anahita era consciente de que le quedaba una cosa más que intentar y de que tenía que hacerlo, aunque le costase.

Entró en Facebook, buscó a un antiguo compañero de clase y a partir de su página encontró a otro, y otro.

Y al cabo de veinte preciosos minutos tenía delante la página que necesitaba: la de esa persona a la que aborrecía.

La secretaria Adams se marchó temprano de la reunión del gabinete y, al subir al coche para trasladarse a Foggy Bottom, tuvo la sensación de que había hecho el mismo recorrido cien veces desde que la habían despertado a las 2.35 h de la madrugada.

Cuando llegó al Departamento de Estado, fue directa a su sala privada de reuniones, donde se le unieron Charles Boynton, su jefe de gabinete, y otros ayudantes.

Hubo llamadas a contactos, homólogos y expertos en seguridad.

Frente al vacío de información, el gabinete, como mente colmena que era, había llegado a la conclusión de que no habría ningún otro ataque o, en todo caso, era improbable que se produjese en suelo estadounidense.

Por lo tanto, aunque fuera una tragedia, no se trataba de un problema de seguridad nacional. Prestarían toda la ayuda posible a sus aliados, pero lo que se imponía era trasladar a los estadounidenses la certeza de que no corrían peligro.

Ante la insistencia de Ellen, el jefe de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado había reconocido que no tenían pruebas de esto último, pero que, como ninguna organización había reivindicado los atentados, parecía razonable suponer que las dos explosiones eran obra de dos lobos solitarios que actuaban coordinadamente.

—¿Cómo es posible? —había preguntado Ellen—. Por definición, los lobos no actúan coordinadamente.

—Quizá haya sido una manada pequeña.

—Ah...

Había decidido no malgastar ni tiempo ni saliva en discutir.

Ya en su sala de reuniones privada, mientras escuchaba informes que no aportaban nada nuevo, se preguntó hasta qué punto había sido un error abandonar la reunión del gabinete.

Se estaba dando cuenta de que, en la política de ese nivel, quien no se sentaba a la mesa estaba en la carta.

En fin, allá ellos con su conciencia. La mesa donde tenía que estar sentada era la de su despacho.

—Pasadme con el director nacional de Inteligencia. Quiero hacerle unas preguntas —pidió.