Sólo habían pasado unas horas desde la primera bomba, pero Katherine Adams ya tenía a varios contables en su despacho: la estaban avisando de la crisis que se les echaba encima.
—No podemos transferir dinero a tontas y a locas a nuestras delegaciones en el extranjero —explicó el director de contabilidad de la Corporación Internacional de Medios (CIM)—. Hay que justificarlo. A este paso, a mediodía habremos enviado un millón de dólares.
—¿A tontas y a locas? —dijo el jefe de la división informativa—. ¿Ha dejado de mirarse un momento el ombligo para darse cuenta...? —Señaló las pantallas donde se proyectaban en silencio las macabras imágenes transmitidas tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo por las cadenas de la CIM—. ¿Le hace falta alguna otra justificación? Mis reporteros necesitan apoyo y eso se traduce en dinero. Ya.
—Si pudieran enviarnos las facturas... —empezó a decir uno de los contables.
—Sí, claro. ¡¿Firmadas con sangre le van bien?! —bramó el director.
Los dos miraron a Katherine, exasperados.
Hacía un par de meses que presidía el grupo, y era su primera gran prueba de fuego, pero había crecido en una familia dedicada a los medios de comunicación, viendo a su madre capear problemas periodísticos y políticos, dirimiendo disputas y haciendo equilibrios con dos elementos, el ego y la personalidad, muy acentuados tanto entre quienes se dedicaban al periodismo como entre los que hacían política hasta el punto de que a menudo eclipsaban todo lo demás, incluida la razón.
Eran temas de los que se hablaba en casa, con sus padres, a la hora de cenar desde que tenía memoria: toda su vida había sido un largo aprendizaje para el puesto.
A diferencia de su hermanastro, que había salido a su padre y era el periodista de la familia, Katherine había salido a su madre, y lo suyo era la gestión.
Desde luego, jamás se había imaginado en mitad de un problema de esa magnitud, pero dominaba el arte de aparentar seguridad aun cuando hubiera querido esconderse debajo de la mesa y dejar que otros tomaran las decisiones.
—Debemos ser razonables —imploró el jefe de contabilidad—. Como nos hagan una auditoría y no podamos demostrar en qué hemos gastado el dinero...
—¿Qué pasará? —inquirió el periodista—. ¿Se pondrá usted a llorar? Me parece que no lo entiende: los periodistas están en primera fila consiguiendo información sobre las bombas más rápido que las agencias de inteligencia. ¿Y cómo cree que lo hacen, preguntando de forma educada? ¿Diciendo «por favor» y «gracias»? ¿Ofreciendo leche y...?
—Lo comprendo, pero tiene que hacerles entender que el dinero no es suyo. Deben comportarse como adultos... —Se volvió hacia Katherine.
«Di algo», pensó ella. «Toma las riendas y di algo, por el amor de Dios.»
—¿Como adultos? ¿Sabe usted lo que se necesita para cubrir guerras e insurgencias? —replicó el director de informativos—. ¿Para pasarse años estableciendo contactos con organizaciones terroristas? Por no hablar de las agencias de inteligencia, que a veces dan mucho más miedo. Pues se necesitan dos cosas: valor y dinero. Como ustedes valor no pueden ofrecérselo, lo ponen ellos, pero al menos el dinero sí que pueden ponerlo, y ya están tardando.
Volvió a mirar a Katherine.
—Explícaselo tú, yo me voy.
El portazo hizo temblar la sala. Los contables se volvieron hacia Katherine esperando que se pronunciara...
—Enviadlo y punto —dijo.
—Está siendo una sangría, Katherine.
Ella miró las pantallas con las imágenes de Londres y París, y luego al jefe de contabilidad, amigo de la familia desde siempre.
—Enviadlo.
Esperó a que recogiera sus papeles y que se fuera de allí con su gente, y cuando estuvo sola miró el correo electrónico de su madre, que la había puesto en copia en un mensaje donde pedía al director de informativos que hiciera llegar al Departamento de Estado cualquier información útil obtenida por sus reporteros.
Antes de emitirla.
Katherine no le había preguntado al director de informativos si pensaba hacerlo, y él tampoco se lo había dicho por iniciativa propia.
Como presidenta, no le convenía dar la impresión de que intentaba influir en algo ni de que aceptaría dejarse influir.
Además, su fuerte no era el periodismo. Eso se lo dejaba a otros miembros de la familia.
Ella era una gestora, como su madre.
Estaba claro, en todo caso, que la secretaria Adams había decidido pescar en todas las aguas para conseguir la mayor cantidad de información posible. Hasta corría el rumor, hecho público en el canal de noticias del grupo, de que había acudido a sus predecesores inmediatos para conocer su punto de vista.
Los expertos lo interpretaban de dos maneras: o como una muestra de audacia por parte de alguien capaz de aparcar el orgullo y sumar esfuerzos por el bien del país, o como una manera estúpida de perder el tiempo por parte de una secretaria de Estado desesperada, incompetente y superada por los acontecimientos.
Llamaron a la puerta y entró su ayudante acompañado de un soplo de actividad frenética.
—Esto te puede interesar. Lo han mandado a tu antigua dirección de correo. —Le dio el teléfono—. Es de una mujer, se ve que os conocíais del colegio.
—No tengo tiempo de...
—Ahora trabaja en el Departamento de Estado.
—Ah, vale, gracias.
Dejó que saliera su ayudante y miró el mensaje. Era breve, incluso brusco.
«Fuimos juntas al instituto. Tengo que hablar contigo.» Lo firmaba «Anahita Dahir, FSO, Oficina para el Sur y el Centro de Asia, Departamento de Estado».
Katherine se reclinó en el sillón. Se acordaba de una Ana cuyo apellido empezaba por «Dab» o algo así: una niña tímida que se chivaba siempre que alguien se fumaba un cigarrillo o un porro, si intentaba entrar tarde a hurtadillas o copiaba en un examen.
Incluso los profes, a quienes hacía la pelota, la despreciaban.
En baloncesto, los demás alumnos se divertían lanzándole pelotazos disfrazados de pases, en fútbol pisándola y en hockey sobre hierba dándole golpes en las espinillas.
Para la Katherine Adams de entonces no era acoso, sino venganza; no era un castigo, sino una consecuencia. La tal Ana se lo tenía bien ganado.
Quince años después lo veía muy distinto: había sido una crueldad.
¿Qué podía querer de ella justo ese día?
Hizo clic en «responder» y le pidió su teléfono, que recibió enseguida. Marcó el número.
—¿Ana?
—¿Katie?
—Oye, Ana, hace tiempo que quería llamarte. Perdona que...
—Cállate y escucha —la interrumpió Anahita. Katherine abrió mucho los ojos: no la recordaba así—. Tengo que hablar con tu madre.
—¿Qué? ¿Dónde estás, en un váter?
La respuesta era sí.
Nada más recibir el mensaje de texto de Katherine, Anahita se había levantado de su mesa para ir a encerrarse al lavabo. Estaba en uno de los cubículos, tirando una y otra vez de la cadena para que nadie la oyera.
—Te lo suplico, ¿puedes llevarme a ver a tu madre?
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Tiene algo que ver con los atentados?
Ya se esperaba la pregunta, y también sabía que Katie Adams, o Katherine, como la llamaban ahora, había relevado a su madre al frente de un inmenso y poderoso conglomerado de comunicación.
Lo último que quería era que su información se filtrase en las noticias.
—No puedo decírtelo.
—Pues no te queda otra —dijo Katherine—: no sé si puedo entrar a verla ni yo misma, ¿por qué iba a colarte?
—Porque me lo debes.
—¿Qué? Lo que te debo es una disculpa, que es lo que he intentado ofrecerte hace un momento. Perdona, de verdad. Esto, en cambio...
—Por favor, por favor... necesito que vea algo.
—¿Que vea qué?
Se oyó la cadena del váter.
—¡No pienso decírtelo!
Otra vez la cadena del váter.
Y otra.
—Bueno, vale, quedemos delante del Departamento de Estado, en la entrada de la calle Veintiuno, esquina noreste, antes de que dejes el Potomac sin agua.
—Date prisa.
—Vale, pero ahora tengo que ir al lavabo.
Tic, tic, tic...
Anahita examinó su reloj. Había programado la alarma a las 12.48 h, las 18.48 h en Europa: cuando estallara la bomba.
Según su móvil eran las 12.01 h: un minuto después de mediodía. Les quedaban cuarenta y siete minutos.
—¿Ana?
Se volvió y vio a una mujer que le resultaba familiar cruzando la calle a toda prisa. Llevaba un abrigo de tweed a la moda y unas botas como de montar. Tenía el pelo largo y castaño, y los ojos de un marrón oscuro.
Era la versión adulta de la niña que el último día de colegio le había dado la espalda.
Katherine, por su parte, vio casi exactamente a la misma niña a la que había visto quince años antes, el último día de colegio, haciéndole la pelota al director sin motivo, porque sí.
Era más guapa de lo que la recordaba: pelo largo negro azabache, tez dorada y sin imperfecciones. Los ojos castaños, tan intensos como siempre, reflejaban una seguridad y una determinación de las que antes carecían.
—¿Katie? —preguntó Anahita—. Gracias por quedar conmigo.
—¿Qué tienes?
Vaciló.
—No puedo contártelo, tendrás que fiarte de mí.
—Pues yo no puedo meterte ahí como si nada. ¿Te imaginas a lo que se enfrenta mi madre? Interrumpirla...
—Sé perfectamente a lo que se enfrenta la secretaria Adams; lo sé mejor que ella, incluso. Mira, tengo información... —La expresión de Katie reflejaba no sólo escepticismo, sino miedo de tener delante a una loca o algo peor—. ¿Alguna vez me has visto no ir de frente? Yo nunca miento ni engaño a nadie, jamás infrinjo las normas. He intentado enseñarle esta información a mi supervisor, pero no la ha tomado en serio. Te lo estoy pidiendo por favor.
Katherine la miró. El miedo que traslucía su cara parecía sincero. Respiró hondo y luego vació los pulmones. A continuación cogió su móvil y envió un mensaje.
Poco después se oyó el timbre de la respuesta.
—Vamos. A la séptima planta podrás llegar, aunque no te garantizo que te reciba mi madre.
Ana tuvo que correr un poco para no quedarse rezagada porque, al tener las piernas más cortas, cada uno de sus pasos equivalía a la mitad de los de Katherine.
Tic, tic, tic...
En el vestíbulo salió a su encuentro una mujer mayor que se parecía a la señora Cleaver de Leave it to Beaver, una serie de los cincuenta que Anahita veía de madrugada cuando no podía dormir.
—Te presento a la mejor amiga, y ahora consejera, de mi madre —dijo Katherine—. Betsy Jameson, Ana Dab... mmm...
—Dahir.
—Tomad vuestros pases. —Betsy se los entregó—. ¡Vaya mierda de momento habéis elegido para venir de visita! ¿Se puede saber a qué viene todo esto?
Anahita arqueó las cejas. A la señora Cleaver debían de haberle cambiado el guión.
—Yo no lo sé —reconoció Katherine mientras seguían a Betsy hacia el ascensor forrado de madera que las esperaba en el vestíbulo—. No ha querido contármelo.
Anahita sólo se acordó de los dos agentes de seguridad cuando se cerraron las puertas y ya no hubo marcha atrás. Rezó porque los hubieran relevado.
Consultó la hora en el móvil.
Quedaban cuarenta y un minutos.
• • •
Gil hacía cola en la estación de autobuses. Ya no se molestaba en esconderse; de hecho, quería que aquella mujer lo viera y lo supiese, que sintiera el calor de su aliento.
Seguro que a esas alturas ya era consciente de que la estaba siguiendo, pero Gil sabía que ella no podía apartarse de su plan. Ni tampoco él.
Nasrin dejó pasar dos autobuses. Cuando llegó el tercero, subió abrazando con fuerza el gastado maletín de Amir, respirando su olor almizcleño.
Ya había asumido que aquel maletín de cuero era lo único que le quedaba de él: se lo había jugado todo por salir del país llevándolo consigo.
Y lo había perdido todo. Y él aún más.
Pensarlo la hizo sentir una calma y una libertad inesperadas: ya había ocurrido lo peor, no había nada más que temer.
Se sentó en un rincón, al fondo. Al menos esa vez era ella quien lo veía a él, y no al contrario.
Gil subió y se sentó en la fila de delante, al otro lado del pasillo.
Inmediatamente después, el segundo hombre se sentó justo delante de Nasrin.
Y el autobús número 119 arrancó.
—¡Alto!
Anahita se detuvo.
—¿Qué coño pasa? —exigió saber Betsy—. Viene conmigo, déjenla pasar.
—¿Conoce usted a esta mujer? —inquirió la agente con la mano en la pistola.
—Pues claro —mintió la señora Cleaver—. Y ustedes ¿conocen a ésta?
Betsy señaló a Katherine.
Los dos agentes asintieron.
—Pues entonces déjennos pasar.
El corazón de Anahita latía tan fuerte que temió que pudieran verlo palpitar a través del grueso abrigo de invierno.
La agente la miró con cara de pocos amigos y asintió con un gesto brusco.
—Gracias —dijo Anahita, aunque dio la impresión de que eso sólo hizo a la agente enfadarse aún más.
Entraron en el antedespacho, que no respondía para nada a las expectativas que se había creado Anahita: se esperaba más caoba en las paredes, grandes sillones de cuero y la clase de alfombras que impresionan a cualquiera, como mínimo si no se fija demasiado.
Casi todo era así en el gobierno: magnífico siempre que uno no lo observara muy de cerca.
Pero en la sala de espera de la secretaria Adams todo era inequívocamente un desastre.
Había andamios y lonas por todas partes, y el suelo de madera, de por sí viejo y lleno de parches, estaba cubierto por una capa de polvo de yeso. Todo indicaba que la secretaria Adams estaba reformando el despacho de la secretaría de Estado en todos los sentidos.
—Espera aquí —le indicó Betsy—, y tú, ven conmigo —añadió señalando a Katherine.
—Dense prisa, por favor —pidió Anahita.
Betsy se detuvo y dio media vuelta. Anahita se esperaba una réplica cortante, pero lo que vio en su cara fue cansancio, preocupación y simpatía.
—Vale. Tú relájate. Ya lo has conseguido: estás dentro. La secretaria Adams te recibirá en un momento.
Observó a Betsy y Katherine entrar entonces en la habitación contigua.
Sin embargo, no se relajó: la señora Cleaver lo había dicho con buena intención, pero no estaba al corriente de lo que ella sabía.
Consultó su móvil.
Quedaban treinta y ocho minutos.
El autobús cruzaba todo Fráncfort parando de tanto en tanto para que bajaran hombres, mujeres y niños.
Para que subieran hombres, mujeres y niños.