8

Ellen Adams apareció seguida de cerca por su jefe de gabinete.

Sin querer, Anahita abrió mucho los ojos: sólo la había visto de lejos, y en la televisión.

Era más alta de lo que se pensaba, pero sin duda tenía una fuerte personalidad.

La secretaria Adams caminó directamente hacia ella y le preguntó sin más:

—¿Tiene información?

—Sí, aquí. —Anahita le tendió el móvil.

La secretaria de Estado lo cogió y miró la pantalla.

—¿Qué es? —volvió a preguntar mientras le pasaba el aparato a Boynton.

—Una foto de un mensaje que llegó anoche a mi ordenador. Soy FSO de la...

—De la sección paquistaní, lo sé. ¿Qué significa?

—Perdemos el tiempo, señora secretaria —dijo Boynton con el móvil en la mano—: es una simple FSO, y estamos haciendo esperar a personal de inteligencia del más alto nivel. Ella... —Hizo un gesto señalando a Anahita—. Es imposible que sepa más que nuestro servicio de inteligencia.

La réplica de Ellen no pudo ser más contundente:

—Nuestro servicio de inteligencia no sabe nada. —Volvió a mirar a la FSO—. Explíquese.

Anahita cogió el teléfono de manos de Boynton y se puso al lado de la secretaria Adams, inclinándose hasta que sus hombros se tocaron.

—Mire los números, señora secretaria.

—Ya los...

No acabó la frase: los números se habían agrupado de pronto para formar algo aterrador.

Eso que solía esconderse en el armario, lo que se ocultaba debajo de la cama, la cosa que se te aparecía en el callejón oscuro y que no desaparecía por mucho que cantaras... todos los horrores imaginables se habían reunido en esos números.

—Son las líneas de autobús y las horas de las dos explosiones anteriores —dijo—, y parece señalar que habrá otra. —Lo dijo con un hilo de voz, como si con sólo hablar más alto pudiera provocar otra explosión—. ¿Se lo enviaron anoche?

—Sí.

—¿Qué pasa? —preguntó Boynton acercándose.

También se acercaron Betsy y Katherine.

Los tres empezaron a hablar al mismo tiempo, pero Ellen les hizo un gesto con las manos para que se callaran.

—¿Dónde será? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Quién lo ha enviado?

—No lo sé.

—Genial —dijo Boynton.

Se diría que nadie lo había escuchado, si bien la secretaria Adams tomó nota del sarcasmo del comentario y lo sumó a la larga lista de cosas que no le gustaban de su jefe de gabinete.

—Si tuviera que apostar por algo, yo diría que el próximo objetivo también está en Europa —aventuró Anahita.

Ellen asintió con decisión.

—Estoy de acuerdo, pero si es así... —Miró la hora y calculó—. Dios mío... —Miró a Betsy—. ¡Sólo faltan veinticuatro minutos!

Betsy se quedó sin palabras, blanca como el papel.

—Vengan conmigo —pidió Ellen.

La siguieron a su sala de reuniones privada. Todos los asientos estaban ocupados y todas las miradas confluyeron en ellas.

La secretaria Adams explicó de forma sucinta lo que sabían y lo que creían que estaba a punto de ocurrir.

—Quiero que todas las organizaciones de inteligencia aliadas reciban esta clave. También quiero una lista de ciudades europeas que tengan una línea de autobús con el número 119. Pueden omitir Londres y París. La quiero en cinco minutos.

El tiempo pareció detenerse un momento, pero enseguida se produjo un brusco estallido de actividad.

—Póngame con el director de Inteligencia para la Unión Europea —le dijo Ellen a Boynton, y volvió a toda prisa a su despacho privado.

Cuando ya estaba al otro lado de su mesa, a punto de sentarse, miró a su jefe de gabinete, que se había quedado en la puerta.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Boynton se volvió hacia el hervidero en que se había convertido la sala de reuniones. Luego entró en el despacho y cerró la puerta.

—No le ha preguntado por qué.

—¿Perdón?

—La joven FSO. No le ha preguntado por qué le llegó a ella el aviso.

Ellen estuvo a punto de decir que no tenía importancia, pero desistió al comprender que era probable que sí la tuviera.

—Primero póngame con el director de Inteligencia para la UE y luego averigüe todo lo que pueda sobre Anahita Dahir.

Una vez sentada, sacó su móvil y le mandó un mensaje a su hijo: «Ponte en contacto conmigo, por favor.»

Acercó el dedo al emoticono del corazón, pero desistió de hacerlo y pulsó «enviar».

Luego esperó.

Tic, tic, tic...

Sin recibir respuesta.

• • •

—Ya lo tenemos —anunció el analista jefe de inteligencia del Departamento de Estado al tiempo que irrumpía en el despacho de Ellen.

Ella acababa de hablar por teléfono con el director de Inteligencia para la UE, que la había puesto al corriente de lo que sabían.

El analista le dejó la lista delante. Los demás esperaban a su espalda, atentos a la secretaria, que no tardó en leerla. Era sorprendentemente breve.

Londres y París podían descartarse de antemano. Quedaban Roma, Madrid y Fráncfort.

—¿Alguna de esas ciudades parece más probable que las otras? —preguntó Ellen.

Quedaban seis minutos.

—No que sepamos, señora secretaria. Estamos llamando a las autoridades de transporte de las tres, pero ya son más de las seis de la tarde y las oficinas parecen estar cerradas.

Todos la observaban con los ojos muy abiertos. Ellen se dirigió a Boynton:

—Llame a la Interpol y pídales que avisen a la policía de esos lugares. ¡Katherine!

—¿Sí? —dijo su hija, que apareció en la puerta con el móvil al oído.

—Roma, Madrid y Fráncfort pueden ser el siguiente objetivo. Haz que corra la voz.

—Vale.

—¿Qué está pasando? —preguntó Anahita al ver que un grupo de analistas de alto rango corría hacia el despacho de la secretaria de Estado.

—Tienen una lista de tres ciudades con líneas 119 de autobús —respondió un ayudante.

—¿Cuáles son?

Roma, Madrid y Fráncfort.

Anahita puso cara de sorpresa.

—Madre mía... Fráncfort —murmuró, y se apresuró a sacar su móvil.

Quedaban cuatro minutos y medio.

Le temblaba tanto la mano que no consiguió abrir el mensaje que quería. Volvió a tocarla y esta vez apareció el que Gil le había enviado esa mañana.

«De camino a Fráncfort.»

Tecleó: «¿Estás en Fráncfort ahora mismo? ¿En un autobús?» y marcó el icono de urgente.

«Sí», contestó Gil relajándose en su asiento. Habían sido veintiséis horas muy largas, pero faltaba poco.

«¿Por qué?», escribió Anahita.

«Siguiendo una pista.»

«Qué oista.» Anahita, con los dedos temblorosos, le había dado a «enviar» antes de darse cuenta de que estaba mal escrito. La respuesta de Gil llegó antes que la corrección.

«No puedo contártelo.»

«¿En qué zona de F?»

Esperó sin apartar la vista de la pantalla. «Por favor, por favor.»

Tres minutos y veinte segundos.

«En un autobús.»

«¿Cuál?»

«¿Qué más da?»

«¡¡¡!!!»

«El 119.»

• • •

Gil se guardó el móvil en el bolsillo, se recostó en el asiento y se quedó mirando cómo los niños de delante se daban golpes y empujones. Al otro lado del pasillo, una mujer mayor también los observaba, sin duda agradecida porque no fueran sus hijos o nietos.

El autobús iba muy lleno. Gil se planteó ceder el sitio a alguien, pero tenía que vigilar a la doctora Bujari y ver dónde bajaba para saber si su informador estaba en lo cierto.

«¡Baja! ¡Bomba!», escribió Anahita.

Pero no hubo respuesta.

Pensó: «Vamos, vamos» sin apartar la vista de la pantalla.

Nada.

Intentó llamar.

Nada.

Se levantó y corrió al despacho de la secretaria de Estado. Los de seguridad intentaron detenerla, pero consiguió escabullirse.

—¡Un amigo está en el autobús 119 de Fráncfort! —exclamó—. Dice que está siguiendo una pista. He intentado decirle que hay una bomba, pero no me ha contestado.

—¿Una pista? —preguntó Betsy—. ¿Es periodista?

—Sí.

Se volvió y miró fijamente a Ellen.

Mientras la secretaria Adams sacaba su teléfono, Betsy se volvió hacia Anahita.

—¿Cómo se llama?

Ellen miró el último mensaje que había recibido. Era de su hijo.

«En Fráncfort, en el autobús. Ya te diré algo.»

—Gil —dijo Anahita—, Gil Bahar.

Vio la cara de shock de Betsy y luego la de Ellen, que había abierto mucho la boca y los ojos.

Temblando y sin apartar la vista de los ojos de Betsy, Ellen tocó el icono del teléfono.

—¿Qué pasa? —preguntó Anahita.

—Que Gil Bahar es su hijo —respondió Charles Boynton.

De golpe no quedó ni gota de aire en la sala.

Faltaban tres minutos y cinco segundos.

Todos miraban a Ellen.

Katherine entró y se detuvo en seco.

—¿Qué ha pasado?

Betsy se acercó a ella.

—Gil va en el autobús número 119 de Fráncfort. Tu madre lo está llamando.

—Dios mío —fue lo único que se le ocurrió decir.

El autobús frenó y los niños de delante se levantaron entre gritos y bajaron, igual que el hombre que iba sentado enfrente de Nasrin.

Aunque se dejó algo.

Subieron unas cuantas familias, algunos adolescentes y una pareja mayor.

Gil sintió vibrar su móvil: había una llamada entrante, pero la ignoró. No podía perder de vista a la doctora Bujari para asegurarse de que no bajaba en el último segundo.

El autobús arrancó y Gil miró su teléfono.

—Mierda.

Dijo, y pulsó el botón rojo de «rechazar».

—¡Ha rechazado la llamada! —exclamó Ellen.

—Usa el mío. —Katherine marcó el número y le pasó el móvil a su madre.

Quedaban un minuto y diez segundos.

El móvil de Gil volvió a vibrar.

Lo sacó esperando ver la foto de su madre.

Pero se encontró con la de Katherine, su hermanastra.

—Hola, Katie...

—Escúchame con atención —dijo su madre con tono muy serio y sosegado.

—Mierda... —Se dispuso a colgar.

—Hay una bomba —dijo Ellen alzando la voz.

—¿Qué?

—¡Que hay una bomba en tu autobús! —No quedaba ni rastro de sosiego en la voz de su madre: prácticamente gritaba—. Tienes poco más de un minuto. ¡Sal!

Gil tardó unas décimas de segundo en asimilar esas palabras y lo que significaban.

Se levantó y empezó a gritar:

—¡Pare el autobús! ¡Hay una bomba!

Los demás pasajeros lo miraron y se apartaron del americano loco.

Hizo ademán de agarrar a Nasrin por el brazo.

—¡Levántese, baje!

Ella lo empujó y empezó a darle golpes con el maletín de Amir mientras pedía ayuda.

«Conque así tenía planeado hacerme bajar», pensó Nasrin con la adrenalina a tope.

Gil la dejó y corrió hacia el conductor.

—¡Pare! ¡Que se baje todo el mundo!

Dio media vuelta y miró el interior del largo autobús lleno de gente que no le quitaba ojo: hombres, mujeres y niños, todos con miedo, pero no de una bomba, sino de él.

—Por favor —suplicó.

Tic, tic, tic...

Siguieron la cuenta atrás en la pared de relojes del suntuoso despacho mientras oían los gritos y ruegos en sordina de Gil.

Diecinueve.

Dieciocho.

—¡Gil! —gritó su madre—. ¡Baja ahora mismo!

El autobús se paró por fin. El conductor abrió la puerta y se levantó.

—Gra... —empezó a decir Gil antes de notar que lo agarraba por la chaqueta y lo arrojaba a la calle.

Diez.

Nueve.

Todos tenían los ojos muy abiertos, todos aguantaban la respiración.

—Ocho —susurró Anahita.

Después de un duro aterrizaje en el asfalto, Gil, magullado y sin aliento, alzó la cabeza y vio el autobús alejarse. Logró ponerse en pie y correr tras él, pero al final se resignó a no alcanzarlo y se volvió hacia los transeúntes.

Tres.

Dos.

—¡En ese autobús hay una...!

Tic, tic, tic...

Cuando sonó la alarma de Anahita, Ellen palideció.