El móvil se le resbaló de la mano a Ellen y cayó al suelo.
Ella, mareada, echó los brazos atrás buscando algo en lo que apoyarse para no perder el equilibro.
Tiró fotos enmarcadas, recuerdos, una lámpara...
Luego, presa del pánico, recogió el móvil y se puso a gritar:
—¡Gil! ¡Gil!
Pero al otro lado no se oía nada.
—¿Gil? —le susurró a aquel silencio monstruoso.
—¿Mamá? —le dijo Katherine mientras se acercaba.
—Ha estallado —murmuró Ellen mirando a su hija y luego a Betsy con los ojos muy abiertos.
El caos reinaba en el despacho, pues todos se habían puesto en movimiento a la vez entre gritos y órdenes.
—¡Basta! —gritó finalmente.
Todos se pararon de golpe y se quedaron mirándola.
Habían transcurrido diez segundos desde la explosión.
—¿Conocemos la localización exacta del autobús? —preguntó Ellen.
—Se puede rastrear con la conexión telefónica. —Boynton le cogió el teléfono, escribió algo y asintió—. Ya la tengo.
—Envíesela a los alemanes —le mandó ella—, y llame a los servicios de emergencia de Fráncfort, ¡deprisa!
—Sí, señora secretaria.
Dio órdenes de informar a todos los servicios de inteligencia de lo que acababa de ocurrir, ponerse en contacto con el consulado de Estados Unidos en Fráncfort y mandar efectivos.
—Y pedidles también que busquen a Gil Bahar —añadió Ellen cuando ya se iban—. B-a-h-a-r.
Se lo deletreó con tanta fuerza a sus subordinados que las letras los persiguieron por el pasillo.
Se volvió hacia Katherine, que estaba intentando llamar a Gil, y vio que negaba con la cabeza. Las dos buscaron con la mirada a Anahita, que también lo estaba intentando.
Tenía los ojos muy abiertos y el móvil pegado a la oreja. Nada.
—Estoy informando a nuestros corresponsales en Fráncfort, ellos pueden llegar rápido —dijo Katherine tecleando a toda prisa en su teléfono—. Tú sigue probando con mi hermano —añadió dirigiéndose a Anahita, que asintió con la cabeza.
Empezaron a sonar llamadas, notificaciones, alertas...
Betsy encendió las pantallas. En ese momento, el famoso doctor Phil, presentador del programa del mismo nombre, entrevistaba a una mujer que tenía pendiente decirle a su marido, en plena transición, que ella también iba a cambiar de sexo.
Clic.
En su programa, la juez Judy dirimía el caso de un vecino que siempre robaba el mismo trapo de cocina del mismo tendedero.
Clic, clic.
De momento nada. Había pasado poco más de un minuto.
Clic.
—Señora secretaria, he informado a la canciller alemana y enviado las coordenadas a sus servicios de inteligencia y emergencia —le comunicó Boynton—. ¿Informamos al presidente?
—¿Al presidente? —preguntó Ellen.
—Sí, al presidente de Estados Unidos.
—Ah, claro, claro... ya lo hago yo.
Ellen se desplomó en el sillón y dejó caer la cabeza entre las manos. Cuando levantó la vista, tenía los ojos enrojecidos pero, por lo demás, nada hacía pensar que acababa de oír cómo mataban a su hijo.
—Comunicadme con el presidente Williams, por favor.
Los ayudantes seguían pasándole informes con las novedades.
—Señor presidente, ha habido otro atentado.
—Un momento.
Doug Williams hizo señas a su jefa de gabinete para que pusiera fin a la reunión con los representantes de la Administración para la Pequeña Empresa y despejara el despacho oval.
Una vez a solas, se asomó a la ventana y contempló el jardín.
—¿Dónde?
—En Fráncfort. Otro autobús.
—Mierda.
«Al menos no ha sido aquí», pensó sin poder evitarlo.
Fue a su mesa, se sentó, encendió el altavoz y tecleó rápidamente en el buscador seguro de su portátil.
—No encuentro nada en internet.
Barb Stenhauser regresó y le preguntó con gestos qué sucedía. Como única respuesta obtuvo otro gesto que interpretó de forma acertada como que debía ir cambiando de canal por las pantallas.
—Otra explosión... —le dijo el presidente desde la otra punta del despacho oval— en Fráncfort.
—Mierda. —Se detuvo en la CNN y sacó el móvil.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó Williams por teléfono.
Ellen consultó la hora y se sorprendió al ver que apenas había transcurrido un minuto y medio.
—Hace noventa segundos.
Se le habían hecho eternos.
—Hemos informado al gobierno alemán y a la comunidad internacional de inteligencia —añadió—. Ya se han transmitido las alertas por los canales cifrados.
—Un momento. ¿Se lo ha dicho usted a los alemanes, no al revés? ¿Cómo se ha enterado tan deprisa?
Ellen guardó silencio, resistiéndose a decírselo, pero supo que no tenía más remedio.
—Mi hijo iba en el autobús.
Se produjo un silencio.
—Lo siento —dijo Williams, y casi pareció sincero.
—Quizá haya bajado a tiempo —dijo ella—. Parece posible... —Recuperó la compostura.
—¿Estaba hablando con él cuando ha ocurrido?
—¿Puedo ir a verlo, señor presidente? Para explicarle la secuencia de los hechos.
—Creo que sería lo mejor.
Para cuando Ellen llegó a la Casa Blanca y entró en el despacho oval —tras negarse a entregar el móvil al Servicio Secreto por si llamaba Gil—, ya habían llegado el director nacional de Inteligencia, el de la CIA y el general Whitehead, jefe del Estado Mayor Conjunto.
—Seguridad Nacional y Defensa estarán al caer —comentó el presidente Williams—, pero empecemos ya.
No mencionó a Gil, lo cual supuso un alivio, pese a que Ellen sospechaba que no había sido para ahorrarle sufrimiento, sino, más probablemente, por cobardía emocional o sencillamente porque lo había olvidado.
Ella expuso los hechos de manera rápida y concisa. Para entonces, la noticia ya se había difundido por todo el mundo: las imágenes salían en todos los informativos y los presentadores estaban al borde de la histeria, unos por angustia y otros por entusiasmo. En el lugar de los hechos había reporteros que se acercaban más de lo debido mientras la policía alemana, por norma tan eficiente, trataba de recuperar el control de la zona. Había ambulancias y camiones de bomberos que intentaban pasar.
—¿Cómo? ¿Que enviaron un aviso a una FSO? —Tim Beecham, el director nacional de Inteligencia, se extrañó—. Nuestra sofisticadísima red de inteligencia no se había enterado de nada ¿y a ella le llega un mensaje?
—Pues sí —repuso Ellen.
Se lo acababa de explicar punto por punto.
—Pero ¿de quién? —preguntó el presidente.
—No lo sabemos: borró el mensaje.
—¡¿Cómo que lo borró?!
—Por protocolo: pensó que era spam.
—¿Y quién lo firmaba, un príncipe nigeriano? —preguntó el director de Seguridad Nacional, que acababa de llegar. Nadie se rió.
—¿Por qué se lo enviaron a esa chica? —preguntó el presidente—. ¿A esa tal Ana...?
—Anahita Dahir. No lo sé.
—Anahita Dahir —masculló el jefe de la CIA mirando al director nacional de Inteligencia.
—No he tenido tiempo de preguntárselo —aceptó la secretaria Adams—. Pero menos mal que ha reaccionado.
—Demasiado tarde —dijo el secretario de Defensa—: han explotado todas las bombas.
Ellen se quedó callada. No dejaba de ser cierto.
El director nacional de Inteligencia se disculpó para ausentarse y regresó al cabo de un minuto.
El general Whitehead lo observó inclinando un poco la cabeza y le lanzó a la secretaria Adams una leve sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, aunque tuvo el efecto contrario.
Ambos se volvieron para mirar a Tim Beecham.
—¿Todo bien? —preguntó Doug Williams.
—Perfecto, señor presidente —dijo Beecham—. Sólo tenía que avisar a algunos de los míos.
Ellen Adams se preguntó por qué el jefe del Estado Mayor Conjunto se había inquietado por la ausencia de Beecham, y creyó adivinarlo.
Para esa llamada no hacía falta salir: la única explicación era que Tim Beecham no quería que lo oyeran.
¿Por qué?
Miró otra vez de reojo a Whitehead, pero éste estaba pendiente del presidente.
La secretaria Adams fue contestando a las preguntas mientras la madre de Gil daba la espalda a las pantallas sin atreverse a mirar, no fuera que...
Fue el general Whitehead quien por fin preguntó:
—¿Y su hijo?
—No sé nada. —Fue una respuesta tensa, crispada. En los ojos de la secretaria Adams se reflejaba la súplica de que no se le pidieran detalles.
Whitehead se limitó a asentir con aire sobrio.
—¿Y aún no lo han reivindicado? —preguntó el presidente.
—No, pero podemos descartar lo de los lobos solitarios —repuso el secretario de Defensa—: esto es una manada.
—Necesito respuestas, no tópicos. —El presidente Williams paseó la mirada por sus asesores, que se mantenían inexpresivos.
El paréntesis se prolongó.
—¿Nada? —preguntó—. ¿Nada? Joder, ¿me estáis tomando el pelo? ¿Somos los líderes del mundo libre, el país que tiene los mejores equipos de vigilancia y la mejor red de inteligencia y no me traéis una mierda?
—Con el debido respeto, señor presidente... —empezó a decir el director de la CIA.
—Menos chorradas y al grano. —Williams lo fulminó con la mirada.
El jefe de la CIA buscó apoyo en los demás hasta que sus ojos se detuvieron en la secretaria de Estado. Ellen suspiró.
Ya estaba de malas con el presidente, de modo que era quien menos tenía que perder. Además, ya le daba igual el politiqueo.
—Llevas cuatro años de desfase, Doug. —Lo tuteó sin querer.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—Lo sabe perfectamente. —Rectificó; después miró a Barb Stenhauser, la jefa de gabinete de Williams—. Y usted también. Seré breve, porque no tengo tiempo que perder. El gobierno anterior fastidiaba todo lo que tocaba. Emponzoñó el ambiente y todas nuestras relaciones. Lo de «líderes del mundo libre» no es más que palabrería, la red de inteligencia de la que tanto se enorgullece ha dejado de existir, nuestros aliados desconfían de nosotros. Los que quieren hacernos daño están al acecho y nosotros nos quedamos de brazos cruzados, si no les abrimos las puertas. Pienso en Rusia, en China, ese loco de Corea del Norte... Y aquí, en la administración, ¿podemos de verdad fiarnos de que se trabaja con lealtad desde los altos cargos hasta lo más bajo del escalafón?
—El Estado profundo —dijo el director nacional de Inteligencia.
—Lo que tiene que preocuparnos no es la profundidad, sino la amplitud: está por todas partes. Después de cuatro años contratando, ascendiendo y recompensando a gente dispuesta a decir o hacer lo que hiciera falta con tal de respaldar a un presidente trastornado, nos hemos vuelto vulnerables. —Consultó el móvil: nada—. No es que sólo haya incompetentes, ni que los que lo son tengan necesariamente malas intenciones o nos estén desgastando desde dentro, lo que pasa es que en el fondo pocos saben cómo hacer bien su trabajo. Miren, yo vengo del sector privado y sé reconocer si un trabajador está motivado y si tiene suficientes incentivos. Hemos heredado a miles de empleados que se han pasado cuatro años muertos de miedo y que sólo quieren pasar desapercibidos. Eso incluye mi departamento. De hecho, no se salva ni la Casa Blanca... —concluyó mirando a Barb Stenhauser.
—¿Y eso me incluye a mí también? —preguntó el general Whitehead—. Formé parte del gobierno anterior.
—Y, por lo que cuentan, dedicaba casi todo el tiempo a desactivar granadas —repuso Ellen—, a intentar frenar, o al menos paliar, los efectos de las decisiones militares y estratégicas más demenciales.
—Cosa que no conseguí del todo —reconoció el jefe del Estado Mayor Conjunto—. Les rogué al presidente y a sus ayudantes más cercanos que no alentasen el rearme nuclear, ¿y sabe qué me contestaron?
Ellen no dijo nada por miedo a la respuesta.
—Me contestaron: «¿De qué sirven los misiles nucleares si no puedes usarlos?» —Whitehead palideció al decirlo—. Si me hubiera puesto más firme...
—Al menos lo intentó —dijo Ellen.
Whitehead gruñó un poco.
—Ése será mi epitafio: «Al menos lo intentó»...
—Es importante —repuso Ellen—. La mayoría no lo hizo. Lo siento, señor presidente, pero tengo que volver al Departamento de Estado... y luego viajar a Alemania. ¿Necesita algo más de mí?
—No, Ellen. —El presidente Williams vaciló—. Lo de Alemania... ¿es un viaje personal?
Ellen se lo quedó mirando: no podía creerse lo que Williams acababa de decir, lo que había querido decir.
En ese momento intervino el general Whitehead.
—Puedo hacerle un hueco en uno de los transportes militares que tienen previsto salir dentro de una hora de la base Andrews.
—No, tranquila —dijo el presidente Williams—, puede usar el avión oficial, aunque el viaje no tenga ese carácter. Seguro que la canciller alemana entenderá que llegue así, sin previo aviso, y no lo verá como una ruptura del protocolo.
—Es humana. —Ellen le lanzó a Williams una mirada asesina—. Debería usted intentarlo.