«Plana» y «gorda». Esas eran las dos palabras que le venían a la cabeza a Sarah cuando se miraba en el espejo. Algo que hacía a menudo.
¿Cómo alguien con una barriga tan redonda podía ser plana como una tabla de planchar en el resto del cuerpo? Otras chicas podían describir su silueta como un reloj de arena o una pera. Sarah tenía la forma de una patata. Cuando se miraba la nariz bulbosa, las orejas prominentes y las extremidades, que parecían pegadas al azar por su cuerpo, siempre pensaba en los señor Potato que tenía de pequeña. Aquellos muñecos que tenían varios pares de ojos, orejas, narices, bocas y otras partes del cuerpo que podías encajar donde quisieras y con los que podías componer caras graciosas. Así que ese fue el mote que se puso a sí misma: la señora Potato.
Pero por lo menos la señora Potato tenía al señor Potato. A diferencia de las chicas del colegio a las que llamaba «las Guapas», Sarah no tenía novio ni visos de tenerlo. Por supuesto que había un chico al que miraba y con el que soñaba, pero sabía que él no la miraba ni soñaba con ella. Suponía que, igual que la señora Potato en su época de soltera, tendría que esperar a que llegara un tipo igual de poco agraciado que ella.
Pero, mientras tanto, debía terminar de arreglarse para ir a clase.
Mirando a su peor enemigo, el espejo, se echó máscara de pestañas y un poco de brillo de labios rosa. Por su cumpleaños, su madre le había dado permiso para maquillarse un poco. Por fin. Se cepilló con ahínco el pelo, castaño y soso. Suspiró. Eso era todo lo que podía conseguir. Y no estaba nada bien.
Las paredes de la habitación de Sarah estaban decoradas con fotos de modelos y estrellas del pop recortadas de revistas. Tenían los ojos maquillados, los labios gruesos y las piernas largas. Eran esbeltas, tenían curvas y se las veía seguras de sí mismas, jóvenes pero femeninas, y sobre sus cuerpos perfectos lucían prendas de ropa que Sarah ni siquiera soñaba poder permitirse. A veces, cuando se arreglaba por la mañana, sentía que aquellas diosas de la belleza la miraban decepcionadas. Parecían decir: «Uf, ¿en serio te vas a poner “eso”?», o «Ni sueñes con ser modelo, cariño». Aun así, le gustaba tener a las diosas allí. Si no iba a ver belleza cuando se mirase al espejo, al menos podía verla en las paredes.
En la cocina, su madre ya estaba arreglada para ir a trabajar, con un vestido largo de flores y el largo cabello negro con canas cayéndole por la espalda. Nunca se maquillaba ni se hacía nada especial en el pelo, y tenía cierta tendencia a engordar en la zona de las caderas. Aun así, Sarah tenía que admitir que su madre gozaba de una belleza natural de la que ella carecía. «A lo mejor es que se salta una generación», pensó Sarah.
—Hola, bizcochito —le dijo su madre—. He comprado bagels. De los que te gustan, con semillas. ¿Quieres que te tueste uno?
—No, me voy a tomar un yogur nada más —dijo Sarah, aunque se le hacía la boca agua al pensar en un bagel tostado con crema de queso—. No puedo comer tantos hidratos.
Su madre puso los ojos en blanco.
—Sarah, esos vasitos de yogur que comes solo tienen noventa calorías. No entiendo cómo no te desmayas de hambre en el colegio. —Le dio un bocado a su bagel. Lo había cerrado a modo de sándwich y la crema de queso se salía por los bordes cuando lo mordía—. Además —añadió su madre con la boca llena—, eres demasiado joven para preocuparte por los hidratos de carbono.
«Y tú eres demasiado vieja para no preocuparte por ellos», le entraron ganas de decir a Sarah. Pero, en lugar de eso, dijo:
—Con un yogur y una botella de agua aguanto perfectamente hasta la hora de la comida.
—Allá tú —repuso su madre—. Pero, en serio, este bagel está delicioso.
A diferencia de la mayoría de las mañanas, Sarah llegó puntual al autobús escolar, así que no tuvo que ir andando. Se sentó sola y se puso a ver tutoriales de maquillaje de YouTube en el móvil. Quizás en su siguiente cumpleaños su madre la dejara ponerse algo más que máscara de pestañas, una crema hidratante con color y brillo de labios. Podría comprarse lo necesario para hacer contouring, y así podría realzar los pómulos y disimular la nariz ancha. También estaría bien poder depilarse las cejas en un estudio profesional. Ahora mismo libraba una batalla diaria armada con unas pinzas contra su unicejo.
Antes de la primera clase del día, mientras sacaba el libro de ciencias de la taquilla, las vio. Se pavoneaban pasillo abajo como supermodelos desfilando por una pasarela, y todo el mundo —todo el mundo— dejó lo que estaba haciendo para mirarlas. Lydia, Jillian, Tabitha y Emma. Eran animadoras. Eran reinas. Eran estrellas. Todas las chicas del instituto querían ser como ellas y todos los chicos del instituto querían estar con ellas.
Eran las Guapas.
Cada una tenía su tipo de belleza particular. Lydia tenía el cabello rubio, los ojos azules y la piel sonrosada, mientras que Jillian tenía la melena roja fuego y unos ojos verdes y felinos. Tabitha era de piel oscura, con los ojos marrón chocolate y una lustrosa melena negra, y Emma era castaña y tenía unos ojos marrones enormes, como un cervatillo. Todas llevaban el cabello largo —para poder apartárselo suntuosamente— y eran esbeltas, pero con las curvas suficientes para llenar la ropa en la zona del pecho y las caderas.
¡Y qué ropa!
Su ropa era tan bonita como ellas, comprada en tiendas de lujo en las grandes ciudades a las que iban de vacaciones. Aquel día iban todas de blanco y negro: Lydia llevaba un vestido negro corto con el cuello y los puños blancos, Jillian lucía una camisa blanca con una minifalda de topos blanca y negra, Tabitha un pantalón de rayas blancas y negras…
—¿Qué son, pingüinos? —Una voz interrumpió los pensamientos de admiración de Sarah.
—¿Eh?
Sarah se giró y se encontró con Abby, su mejor amiga desde la guardería, de pie a su lado. Llevaba una especie de poncho horrendo y una falda larga y suelta de flores. Parecía una pitonisa de esas que te leen el futuro en la feria de fin de curso.
—He dicho que parecen pingüinos —repitió Abby—. Esperemos que no haya ninguna foca hambrienta por aquí.
Emitió una especie de ladrido y se echó a reír.
—Estás loca —dijo Sarah—. A mí me parece que van perfectas.
—Siempre te lo parece —puntualizó Abby. Tenía el libro de ciencias sociales apretado contra el pecho—. Y tengo una teoría del porqué.
—Tú tienes una teoría para todo —dijo Sarah.
Era verdad. Abby quería ser científica, y seguro que todas aquellas teorías le serían útiles cuando hiciera el doctorado.
—¿Te acuerdas de cuando jugábamos a las Barbies de pequeñas? —le preguntó Abby.
Cuando eran niñas, Sarah y Abby tenían sendas maletas rosas llenas de Barbies y de toda su ropa y accesorios. Se turnaban para llevar su maleta a casa de la otra y jugaban durante horas; solo paraban para tomar zumos y galletas saladas. Qué fácil era la vida entonces.
—Sí —afirmó Sarah.
Era curioso. Abby no había cambiado casi nada desde entonces. Seguía llevando trenzas y gafas de montura dorada. Las únicas diferencias eran la ortodoncia y unos cuantos centímetros de estatura. Aun así, cuando Sarah la miraba, atisbaba al menos la posibilidad de la belleza. Abby tenía la piel lisa y de color café con leche, y unos ojos color avellana que se veían impresionantes incluso detrás de sus gafas. Iba a clases de danza después del colegio y tenía un cuerpo grácil y esbelto, aunque lo escondiera bajo aquellos ponchos tan feos y prendas siempre anchas. Sarah no era guapa en absoluto, y eso la atormentaba. Abby era guapa, pero no le importaba lo suficiente como para fijarse en ello.
—Mi teoría —empezó a decir Abby, animándose como siempre que daba una clase magistral— es que te encantaba jugar con las Barbies, pero ahora, como eres demasiado mayor para las muñecas, necesitas un sustituto de las Barbies. Por eso quieres jugar con ellas.
¿Jugar? A veces parecía que Abby seguía siendo una niña.
—No quiero jugar con ellas —dijo Sarah, aunque no estaba segura de que aquello fuera totalmente cierto—. Soy muy mayor para querer jugar con nadie. Solo… las admiro, eso es todo.
Abby puso los ojos en blanco.
—Pero ¿qué tienen que sea digno de admiración? ¿La capacidad de pintarse los ojos a juego con la ropa? Si no te importa, yo prefiero admirar a Marie Curie y a Rosa Parks.
Sarah sonrió. Abby siempre había sido una friki. Una friki adorable, pero una friki al fin y al cabo.
—Bueno, a ti nunca te ha interesado mucho la moda. Me acuerdo perfectamente de cómo tratabas a tus Barbies.
Abby le devolvió la sonrisa.
—Bueno, a una la rapé. Y a otra le pinté el pelo de verde con un rotulador permanente y parecía una supervillana. —Enarcó las cejas—. Ah, si esas reinas adolescentes me dejaran jugar así con ellas, igual sí que me interesarían.
Sarah se echó a reír.
—Tú sí que eres una supervillana.
—No —repuso Abby—. Solo soy una resabidilla. Por eso soy mucho más divertida que esas animadoras.
Abby se despidió con la mano y corrió a clase.
A la hora de la comida, Sarah se sentó frente a Abby. Era viernes, y los viernes había pizza; Abby llevaba en su bandeja una porción rectangular, un vaso de zumo de frutas y un cartón de leche. La pizza del comedor no era la mejor del mundo, pero era pizza, así que no estaba mal. Pero era todo hidratos. Sarah había pedido una ensalada verde con vinagreta light. Le gustaba más con salsa rosa que con vinagreta, pero tenía demasiadas calorías.
Los demás chicos de la mesa eran todos frikis que comían a toda velocidad para poder jugar a las cartas hasta que sonara el timbre. Sarah sabía que las Guapas la llamaban la mesa de los pringados.
Sarah pinchó la lechuga con el tenedor de plástico.
—¿Qué harías si tuvieras un millón de dólares? —le preguntó a Abby.
Abby sonrió.
—Muy fácil. Lo primero…
—Espera —la interrumpió Sarah, porque sabía lo que iba a decir Abby—. No puedes decir que lo donarías a una ONG o a gente sin hogar o cosas así. Es dinero para gastar en ti misma.
Abby sonrió.
—Y, como es dinero imaginario, no tengo por qué sentirme culpable.
—Eso es —dijo Sarah masticando un trozo de zanahoria.
—Vale. —Abby le dio un bocado a su pizza y masticó concentrada—. En ese caso, lo usaría para viajar. Primero creo que a París, con mi madre, mi padre y mi hermano. Dormiríamos en un hotel de lujo, iríamos a la torre Eiffel y al Louvre, y comeríamos en los mejores restaurantes. Nos hincharíamos a cruasanes y beberíamos café en cafeterías monas y miraríamos a la gente. ¿Tú qué harías?
Sarah empujó la ensalada por el plato.
—Pues yo me blanquearía los dientes en una clínica dental, y también iría a una peluquería top a cortarme y teñirme. De rubio, pero que pareciera rubio de verdad. Me haría tratamientos faciales e iría a que me hicieran un cambio de look con maquillaje del bueno, no del barato de perfumería. Y me operaría la nariz. Hay otras cosas de cirugía estética que me gustaría hacerme, pero no creo que esté permitido a nuestra edad.
—¡Pues claro que no! —exclamó Abby. Parecía consternada, como si Sarah hubiera dicho algo terrible—. ¿En serio pasarías por todo ese dolor y sufrimiento solo para cambiar de aspecto físico? A mí me extirparon las amígdalas y fue horrible. No pienso volver a operarme de nada si puedo evitarlo. —Miró a Sarah fijamente—. ¿Y qué le pasa a tu nariz?
Sarah se llevó la mano a la nariz.
—¿No lo ves? Es enorme.
Abby se echó a reír.
—No. Es una nariz normal y corriente. Una nariz bonita. Y, además, si lo piensas, ¿quién tiene una nariz bonita? Las narices son una cosa extraña. A mí me gustan más los hocicos de los animales que las narices de los humanos. Mi perro tiene un hociquillo monísimo.
Sarah echó un vistazo a la mesa de las Guapas. Todas tenían narices diminutas y perfectas, como botoncitos adorables. No una nariz-patata.
Abby miró a la mesa adonde miraba Sarah.
—Oh, ¿las Pingüinas otra vez? El problema de los pingüinos es que son muy monos, pero son todos iguales. Tú eres una persona, y deberías parecer una persona única.
—Sí, una persona única y fea —dijo Sarah mientras seguía revolviendo la ensalada.
—No, una persona única y guapa que se preocupa demasiado por su apariencia. —Abby estiró la mano y le tocó el antebrazo a Sarah—. Has cambiado mucho estos últimos dos años, Sarah. Antes hablábamos de libros, de pelis y de música. Ahora solo quieres hablar de lo poco que te gustas y de la ropa, los peinados y el maquillaje que desearías poder tener. Y en vez de coleccionar fotos de cachorritos en la pared, como antes, ahora tienes pósteres de modelos esqueléticas. Me gustaban mucho más los cachorritos.
Sarah sintió que el cabreo le subía como bilis por el esófago. ¿Cómo se atrevía Abby a criticarla así? Las amigas no están para criticarte. Se puso de pie.
—Tienes razón, Abby —dijo lo suficientemente alto como para que el resto de la gente de la mesa se girase a mirarla—. He cambiado. He madurado, y tú no. ¡Yo pienso en cosas de adultos y tú sigues comprando pegatinas, viendo dibujos animados y dibujando caballos!
Sarah estaba tan enfadada que se marchó dejando su bandeja en la mesa para que la recogiera otra persona.
Cuando acabaron las clases, Sarah tenía un plan. No iba a sentarse más en la mesa de los pringados, porque ya no iba a ser una pringada. Iba a ser tan popular y tan guapa como pudiera.
Fue notable lo rápido que trazó su plan. En cuanto llegó a casa, abrió el cajón de la cómoda donde guardaba el dinero. Tenía veinte dólares que le había dado su abuela por su cumpleaños y otros diez que le habían sobrado de la paga. Suficiente.
La tienda de productos de belleza estaba a quince minutos andando de su casa. Podía ir y volver y hacer todo lo que tenía que hacer antes de que su madre llegara del trabajo, a eso de las seis.
La tienda estaba iluminada con fluorescentes y llena de pasillos atestados de productos de belleza: cepillos, planchas de pelo, secadores, esmalte de uñas y maquillaje. Se dirigió al pasillo donde ponía TINTES. No necesitaba un millón de dólares para ser rubia. Podía conseguirlo por diez dólares y que parecieran un millón. Eligió una caja donde ponía PURE PLATINUM y salía una modelo sonriente con el cabello largo, luminoso y casi blanco. Guapísima.
La mujer de la caja tenía el pelo rojo, obviamente teñido, y unas pestañas postizas que la hacían parecer una jirafa.
—Si quieres que el pelo te quede como en la foto, tienes que decolorártelo antes —dijo.
—¿Decolorármelo… cómo? —preguntó Sarah.
Su madre a veces decoloraba la ropa sin querer cuando usaba lejía. Seguro que no iban por ahí los tiros.
—Con agua oxigenada, la tienes en el pasillo número dos —dijo la cajera.
Cuando Sarah volvió con el bote de plástico, la mujer la miró entornando los ojos.
—¿Tu mamá sabe que te vas a teñir el pelo, chiqui?
—Claro —contestó Sarah evitando mirarla a los ojos—. No le importa.
No sabía si a su madre le importaba o no. Suponía que lo averiguaría pronto.
—Vale, pues muy bien —dijo mientras escaneaba los productos de Sarah—. Así a lo mejor puede ayudarte. Para que el color te quede bien y uniforme.
Una vez en casa, Sarah se encerró en el baño y leyó las instrucciones de la caja del tinte. Parecían sencillas. Se puso los guantes de plástico que venían con el kit, se echó una toalla por los hombros y se aplicó el agua oxigenada. No estaba segura de cuánto tiempo tenía que dejársela, así que se sentó en el borde de la bañera y jugó unas partidas en el móvil y vio varios tutoriales de maquillaje en YouTube.
Primero le empezó a picar el cuero cabelludo. Luego le empezó a quemar. Quemaba como si alguien le hubiese tirado un montón de cerillas encendidas en el pelo. Tecleó «cuánto tiempo hay que dejarse el agua oxigenada en el pelo» en el teléfono.
La respuesta que apareció era «no más de treinta minutos».
¿Cuánto tiempo llevaba? Se levantó de un salto, quitó la alcachofa de la ducha, abrió el agua fría, se puso de rodillas con la cabeza metida en la bañera y empezó a enjuagarse. El agua helada le calmó el cuello cabelludo en llamas.
Cuando se miró en el espejo del baño, tenía el pelo totalmente blanco, como si hubiera envejecido antes de tiempo. El baño apestaba a lejía; la nariz le moqueaba y los ojos le lloraban. Abrió la ventana y, acto seguido, el bote de tinte.
Había llegado la hora de completar su transformación.
Mezcló los ingredientes del tinte en el bote aplicador, lo agitó, se echó la mezcla por todo el cuero cabellud y se lo masajeó. Se puso una alarma en el móvil en veinticinco minutos y esperó. Cuando su madre llegara a casa, Sarah sería una persona nueva.
Jugó tan contenta al móvil hasta que vibró la alarma, y se enjuagó otra vez. No se echó el acondicionador que venía con el tinte porque estaba demasiado ansiosa por ver el resultado. Se quitó la toalla del pelo y dio un paso atrás para admirar en el espejo a la nueva Sarah.
Gritó.
Gritó tan fuerte que el perro del vecino empezó a ladrar. No tenía el pelo rubio platino, sino verde como el agua sucia de una piscina. Pensó en Abby cuando eran pequeñas, cuando le tiñó el pelo a su Barbie con un rotulador permanente de color verde. Ahora ella era aquella Barbie.
¿Cómo era posible? ¿Cómo podía hacer algo para ponerse guapa y acabar aún más fea que antes? ¿Por qué la vida era tan injusta? Corrió a su habitación, se tiró en la cama y lloró. Debió de llorar tanto que se quedó medio dormida, porque de repente su madre estaba sentada en el borde de la cama:
—¿Qué ha pasado?
Sarah levantó la vista. Podía ver la consternación en los ojos de su madre.
—Es…, estaba intentando teñirme el pelo —sollozó Sarah—. Quería tenerlo rubio, pero ahora lo…, lo tengo…
—Lo tienes verde. Ya veo, ya —dijo su madre—. Bueno, te iba a decir que teñirte el pelo sin permiso tendrá que tener consecuencias, pero creo que ya estás experimentándolas tú solita. Vas a limpiar el baño, eso sí. Pero ahora vamos a ver qué podemos hacer para que no parezcas… un marciano. —Le tocó el pelo a Sarah—. ¡Uf! Parece estropajo. Anda, cálzate. Seguramente la peluquería del centro comercial siga abierta. A lo mejor allí pueden arreglar este destrozo.
Sarah se puso los zapatos y se enfundó la cabeza de color musgo en una gorra de béisbol. Cuando llegaron a la peluquería y Sarah se quitó la gorra, la peluquera pegó un gritito.
—Bueno, menos mal que habéis venido. Esto es una emergencia capilar.
Una hora y media más tarde, Sarah volvía a tener el pelo castaño, solo que unos centímetros más corto, porque la peluquera había tenido que cortarle las puntas quemadas.
—Bueno —dijo su madre de vuelta en el coche, de camino a casa—, que sepas que esto me ha costado una pasta. Tendría que haberte dejado ir mañana a clase con el pelo verde. Te estaría bien empleado.
Sarah no fue al instituto al día siguiente de rubia platino deslumbrante, sino con el pelo castaño y aburrido de siempre. Aun así, a la hora de comer decidió que, aunque no tuviera el pelo rubio, no iba a sentarse en la mesa de los pringados. Se sirvió una ensalada y pasó junto a Abby sin mirarla. No necesitaba sus críticas.
Cuando se acercó a la mesa de las Guapas, se le hizo un nudo en el estómago. Debían de haber decidido que aquel era el Día de los Vaqueros, porque todas llevaban vaqueros ajustados con tops de colores vivos y zapatillas a juego.
Sarah se sentó en el extremo opuesto de la mesa, lo suficientemente lejos como para que no pensaran que las estaba invadiendo, pero lo bastante cerca como para que la incluyeran si querían.
Esperó unos minutos por si la echaban, pero ninguna lo hizo. Sintió alivio y esperanza, pero entonces se dio cuenta de que ninguna parecía haber reparado en su presencia. Seguían con su conversación como si Sarah fuera invisible.
—¡No me creo que haya dicho eso!
—¡Anda que no!
—¡No!
—¡Que sí!
—¿Y él qué dijo?
Sarah revolvió la ensalada con el tenedor en el plato e intentó seguir la conversación, pero no sabía de quién estaban hablando y no iba a preguntárselo. Probablemente ni siquiera la oyesen si decía algo. Si no la veían, seguramente tampoco la oirían. Se sentía como un fantasma.
Cogió su bandeja y se dirigió a la papelera, desesperada por salir de la cafetería… Desesperada por salir del instituto, en realidad. Pero aún quedaban dos clases por delante: Sociales (aburridísimo) y Matemáticas (una estupidez). Perdida en su sufrimiento, tropezó con un chico alto y le tiró los restos de su ensalada por encima de la camiseta blanca inmaculada.
Levantó la vista y se encontró con los ojos azules de Mason Blair, el chico más perfecto del instituto, el chico que siempre había deseado que se fijara en ella.
—Oye, mira por dónde vas —exclamó él mientras se quitaba una rodaja de pepino de su carísima camiseta de diseño.
La verdura aliñada le había dejado un círculo aceitoso perfecto en mitad del pecho.
—¡Lo siento! —dijo con un hilo de voz agudísimo.
Luego tiró el resto de la ensalada —la que no se había quedado en la ropa de Mason— a la basura y salió medio corriendo de la cafetería.
Qué pesadilla. Siempre había querido que Mason se fijara en ella, pero no así. No como la chica fea y torpe con el pelo castaño, quemado y encrespado que acababa de tirarle por encima una ensalada mixta. ¿Por qué tenía que salirle todo mal? Las Guapas nunca hacían nada estúpido ni torpe, jamás se humillaban delante de un chico guapo. Su belleza era como una armadura que las protegía del dolor y la vergüenza de la vida.
Cuando al fin terminó la jornada escolar, Sarah decidió regresar andando a casa en lugar de coger el autobús. Después del día que había tenido, no quería arriesgarse a volver a estar con un grupo grande de adolescentes. Solo podía invitar al desastre.
Caminó sola, y se dijo que más le valía acostumbrarse a la soledad. Siempre iba a estar sola. Pasó por delante de The Brown Cow, el puesto de helados donde iban las Guapas con sus novios después de clase a sentarse todos juntos en las mesas de pícnic a tomar batidos o helados. Por supuesto, las Guapas podían ponerse las botas a helado y no engordaban ni medio kilo. La vida es muy injusta.
Para llegar a su casa, Sarah tenía que pasar por el desguace. Era un feo solar de tierra repleto de restos de coches viejos. Había camionetas aplastadas, SUV destripados y vehículos reducidos a montones de chatarra. Sarah estaba segura de que ninguna de las Guapas tenía que pasar por un sitio tan feo de camino a su casa.
Aunque el desguace era un sitio horrible —o precisamente porque era horrible—, no podía evitar quedarse mirando siempre que pasaba. Era como un viandante de esos que se paran a mirar los accidentes en la carretera.
El coche que estaba más cerca de la valla entraba sin duda en la categoría de «montón de chatarra». Era una de esas berlinas grandes y viejas que solo conduce la gente mayor; la madre de Sarah los llamaba «yates de tierra». Aquel yate había vivido tiempos mejores. Parecía haber sido azul claro en algún momento, pero estaba tan oxidado que era más bien rojizo. En algunas zonas, el óxido se había comido el metal, y la carrocería estaba tan destrozada que parecía que lo hubiera atacado una banda armada con bates de béisbol.
Entonces vio el brazo.
Un brazo fino y delicado sobresalía del maletero del coche; la manita blanca tenía los dedos estirados como si saludara. O como si pidiera ayuda, como alguien que se estuviera ahogando.
A Sarah le picó la curiosidad. ¿Qué habría detrás de aquella mano?
La verja estaba abierta. No había nadie vigilando. Después de mirar bien para comprobar que no la viera nadie, Sarah entró en el desguace.
Se acercó al viejo sedán y tocó el brazo, y luego la mano. Era de metal, o eso parecía al tacto. Buscó la palanca del maletero y tiró de ella, pero no funcionaba. El coche estaba tan hecho polvo que el maletero no se podía abrir ni cerrar.
Sarah pensó en un cuento que una profesora les había leído en clase en primaria sobre el rey Arturo, de cómo consiguió sacar una espada de una roca cuando nadie más podía hacerlo. ¿Podría sacar ella la muñeca —o lo que fuese— de aquel vehículo desguazado? Buscó a su alrededor hasta que encontró una pieza metálica plana y dura que quizá podría hacer las veces de palanca.
Apoyó el pie en el guardabarros abollado del coche, deslizó la pieza en el maletero y tiró hacia arriba. Al primer intento no cedió, pero al segundo se abrió y ella perdió el equilibrio y se cayó de culo al suelo de tierra. Se levantó para inspeccionar a la dueña de la mano que sobresalía del maletero.
¿Era una muñeca vieja que habría tirado alguna niña a la basura y había acabado en el desguace? Aquello puso triste a Sarah.
Sacó la muñeca del camión y la puso de pie; una vez que la hubo mirado bien, no estaba tan segura de que «muñeca» fuera la palabra correcta para describirla. Medía unos centímetros más que la propia Sarah y era articulada, porque las extremidades y la cintura parecían ser móviles. ¿Sería algún tipo de marioneta? ¿Un robot?
Fuera lo que fuese, era preciosa. Tenía los ojos grandes y verdes, con las pestañas largas, una boquita de piñón y dos círculos rosas en las mejillas. Llevaba la cara pintada como un payaso, pero un payaso bonito. Tenía el pelo rojo recogido en dos coletas en la parte superior de la cabeza, y su cuerpo era delgado y plateado, con el cuello largo, la cintura estrecha y el pecho y las caderas redondeados. Los brazos y las piernas eran largos, esbeltos y elegantes. Parecía una versión robótica de las supermodelos cuyas fotos tenía Sarah en su habitación.
¿De dónde habría salido? Y ¿por qué querría nadie deshacerse de un objeto tan perfecto y bello?
Bueno, pues si quienquiera que hubiera tirado aquello a la basura no lo quería, Sarah sí. Cogió el robot con forma de chica y comprobó que era sorprendentemente ligero. Lo puso de lado para transportarlo, agarrándola por la delicada cintura y salió a la calle.
Ya en casa, en su habitación, Sarah dejó a la chica robot en el suelo. Estaba un poco manchada y tenía bastante polvo, como si llevara mucho tiempo en la basura. Sarah fue a la cocina y cogió un trapo y un producto apto para superficies metálicas. Roció el producto por la parte delantera de la robot y la limpió, centímetro a centímetro, de la cabeza a los pies. El nuevo brillo la hacía aún más bonita. Cuando Sarah se colocó detrás de la robot para limpiar el otro lado, se fijó en que tenía un interruptor de encendido y apagado en la espalda. Una vez que la hubo limpiado por detrás, lo accionó.
No pasó nada. Sarah se alejó, ligeramente decepcionada. Pero, bueno, molaba tener un robot aunque no hiciese nada.
Sin embargo, de pronto, un ruido hizo que Sarah se diese la vuelta. El robot estaba temblando, como si fuese a salir volando o a romperse. Luego se quedó quieto.
Sarah se resignó otra vez pensando que el robot no haría nada.
Hasta que lo hizo.
La cintura del robot giró, de forma que movió la parte superior del cuerpo. Levantó los brazos despacio y luego los bajó. Giró la cabeza hacia Sarah; parecía mirarla con sus grandes ojos verdes.
—Hola, amiga —dijo con una voz que parecía una versión ligeramente metálica de la de una niña—. Me llamo Eleanor.
Sarah sabía que no podía estar hablándole a ella, pero lo parecía.
—Hola —susurró, sintiéndose un poco tonta por entablar conversación con un objeto inanimado—. Yo soy Sarah.
—Encantada de conocerte, Sarah —dijo la chica robot.
Vaya. ¿Cómo podía repetir su nombre? «Debe de tener un sistema informático interno muy sofisticado», pensó Sarah. Seguro que su hermano sabía de aquello; estudiaba Ingeniería Informática en la universidad.
El robot dio unos cuantos pasos sorprendentemente ágiles en dirección a Sarah.
—Gracias por rescatarme y limpiarme, Sarah —dijo la robot Eleanor—. Me siento como nueva.
Hizo una pirueta grácil y femenina que hizo ondear su faldita.
Sarah la miró con la boca abierta. ¿De verdad podía hablar, incluso pensar?
—Eh… De nada… —contestó.
—Bueno —dijo Eleanor, poniéndole la manita dura y fría a Sarah en la mejilla—. Dime qué puedo hacer por ti, Sarah.
Sarah miró la cara preciosa pero inexpresiva de la robot.
—¿Qué quieres decir?
—Tú has hecho algo por mí. Ahora yo debo hacer algo por ti. —Eleanor inclinó la cabeza como un cachorrito adorable—. ¿Qué quieres, Sarah? Quiero hacer realidad tus deseos.
—Mmm, nada, la verdad —respondió Sarah.
No era cierto, pero es que, a ver, ¿cómo un robot iba a hacer realidad sus deseos?
—Todo el mundo quiere algo —dijo Eleanor mientras le apartaba el pelo de la cara a Sarah—. ¿Qué quieres tú, Sarah?
Sarah respiró hondo. Miró las fotos de las modelos, actrices y cantantes que colgaban de las paredes. Podía decirlo. Eleanor era un robot, no iba a juzgarla.
—Quiero… —susurró, avergonzada—. Quiero… ser guapa.
Eleanor dio palmas.
—¡Ser guapa! ¡Qué deseo tan maravilloso! Pero es un gran deseo, Sarah, y yo soy pequeña. Dame veinticuatro horas y trazaré un plan para empezar a hacer realidad tu deseo.
—Claro, vale —dijo Sarah.
No tenía ninguna fe en que aquella robot tuviera la capacidad de transformar su aspecto. Ni siquiera era capaz de creer que estuviera manteniendo una conversación con ella.
Cuando Sarah se despertó a la mañana siguiente, Eleanor estaba de pie en el rincón tan inmóvil e inerte como el resto de los objetos decorativos de la habitación, sin vida, igual que el Freddy Fazbear de peluche que Sarah tenía desde los seis años. Quizá la conversación con Eleanor hubiese sido un sueño especialmente realista.
Aquella tarde, cuando Sarah volvió de clase, Eleanor movió la cintura, subió y bajó los brazos y se acercó a ella con movimientos sutiles.
—Te he hecho una cosa, Sarah —dijo.
Eleanor escondió las manos detrás de la espalda y sacó un collar. Era una cadena de plata con un colgante grande con forma de corazón, también de plata. Era original. Muy bonito.
—¿Lo has hecho para mí? —preguntó Sarah.
—Sí —contestó Eleanor—. Quiero que me prometas una cosa. Quiero que te pongas este colgante y nunca jamás te lo quites. ¿Me prometes que lo llevarás siempre puesto?
—Te lo prometo —dijo Sarah—. Gracias por el regalo. Es muy hermoso.
—Y tú también serás hermosa —dijo Eleanor—. Como tu deseo es tan grande, Sarah, solo puedo hacer que se cumpla poco a poco. Pero si te pones este colgante y no te lo quitas, cada mañana cuando te levantes serás un poco más guapa que el día anterior.
Eleanor le tendió el colgante y Sarah lo cogió.
—Vale, gracias —dijo Sarah, aunque no creía una palabra de lo que le había dicho Eleanor.
No obstante, se puso el colgante porque era bonito.
—Te queda bien —dijo Eleanor—. Eso sí, para que el collar funcione, tienes que dejar que te cante una nana para dormir.
—¿Ahora? —preguntó Sarah.
Eleanor asintió.
—Pero es muy temprano. Mi madre ni siquiera ha llegado de trabajar…
—Para que el collar funcione, tienes que dejar que te cante una nana para dormir —repitió Eleanor.
—Bueno, supongo que puedo echarme una siestecita —dijo Sarah, aunque se preguntaba si no estaría ya dormida y aquello sería un sueño.
—Métete en la cama —dijo Eleanor, desplazándose con sus movimientos suaves hasta la cama de Sarah.
Aunque fuera un robot, Eleanor era muy femenina y adorable.
Sarah apartó las sábanas y se metió en la cama. La robot se sentó en el borde y le acarició el pelo con su manita fría mientras cantaba:
Duérmete, Sarah, duérmete ya, y así tus sueños se harán realidad.
Antes de que Eleanor llegara a la última nota, Sarah ya estaba dormida.
Solía despertarse somnolienta y de mal humor por las mañanas, pero aquel día se despertó sintiéndose estupendamente. Se fijó en que Eleanor estaba de pie, inmóvil, en el rincón del cuarto, en su habitual postura de objeto inanimado. No sabía por qué, pero la presencia de Eleanor la hacía sentirse segura, como si estuviera montando guardia.
Quizás Eleanor fuera solo un objeto inanimado, pensó Sarah mientras se incorporaba en la cama. Pero luego se llevó las manos al pecho y palpó el corazón de plata que le colgaba del cuello. Si el collar era de verdad, entonces la conversación con Eleanor también debía de haberlo sido. Al apartar la mano del colgante, notó algo más.
Su brazo. Los dos brazos, en realidad. Parecían más delgados y más tonificados, y la piel, que solía ser cetrina, tenía un aspecto saludable y radiante. La sequedad habitual a la que era propensa había desaparecido, y ambos brazos estaban suaves y lisos al tacto. Hasta los codos, que siempre solía tenerlos tirantes y cuarteados, estaban suaves como hocicos de gato.
Y los dedos… Al tocarse los brazos con los dedos, también los notó distintos. Estiró las manos para examinarlos. Sus dedos, antes rechonchos, ahora eran largos, elegantes y estrechos. Las uñas, sus uñas cortas y ásperas, ahora eran más largas y con forma de óvalos perfectos. Sorprendentemente, también estaban pintadas de un tono rosado claro precioso, como si fueran verdaderos pétalos de rosa.
Sarah corrió al espejo a mirarse. Tenía la misma cara de señora Potato, con su nariz de siempre, pero con un par de brazos y manos perfectos. Pensó en las palabras de Eleanor de la noche anterior: «Cada mañana, cuando te levantes, serás un poco más guapa que el día anterior».
Sin duda, Sarah era un poco más guapa. ¿Funcionaría así? ¿Cada día se transformaría una parte de su cuerpo?
Se precipitó al rincón donde estaba Eleanor.
—¡Me encantan mis brazos y mis manos nuevas! ¡Gracias! —le dijo al robot inmóvil—. ¿Cada mañana cuando me despierte se habrá transformado una parte de mi cuerpo?
Eleanor no se movió. Su rostro conservaba su expresión de máscara pintada.
—Bueno, habrá que esperar y ver qué pasa, ¿no? —dijo Sarah—. Gracias otra vez.
Se puso de puntillas, le dio un beso a la robot en su dura y fría mejilla, y se fue corriendo a la cocina para desayunar.
Su madre estaba sentada a la mesa con una taza de café y medio pomelo.
—Vaya, hoy no he tenido que gritar para que te levantes de la cama —le dijo—. ¿Qué te pasa?
Sarah se encogió de hombros.
—No sé. Me he despertado contenta. Supongo que he dormido bien.
Se echó cereales en un cuenco y los cubrió con leche.
—Bueno, estabas grogui cuando llegué. Pensé en despertarte para cenar, pero estabas dormidísima —dijo su madre. Observó cómo Sarah engullía los cereales—. Y estás comiendo comida de verdad. ¿Quieres la otra mitad del pomelo?
—Vale, gracias —contestó Sarah.
Cuando estiró el brazo para coger el pomelo, su madre le sujetó la mano.
—Oye, ¿desde cuándo llevas las uñas largas?
Sarah sabía que no podía contestar que desde la noche anterior, así que dijo:
—Desde hace un par de semanas, supongo.
—Pues están fenomenal —dijo su madre, apretándole la mano antes de soltarla—. Tienen un aspecto muy saludable. ¿Te estás tomando las vitaminas que te compré?
Sarah no se las estaba tomando, pero dijo que sí.
—Muy bien —dijo su madre, sonriente—. Está claro que funcionan.
Después de desayunar, eligió una camiseta rosa a juego con su esmalte de uñas y dedicó un rato extra a peinarse y maquillarse. En el instituto se sintió un poco menos invisible.
Mientras estaba lavándose las manos, Jillian, una de las Guapas, entró en el baño. Se miró el rostro y el pelo perfectos en el espejo y luego bajó la vista hacia las manos de Sarah.
—Ay, me encanta ese color de uñas —dijo.
Sarah se quedó tan sorprendida que apenas acertó a darle las gracias.
Jillian se fue del baño, sin duda para reunirse con sus populares amigas.
Pero había visto a Sarah. Se había fijado en ella y le había gustado una cosa de su físico.
Sarah sonrió para sí durante lo que quedaba de día.
Eleanor era más bien nocturna. Cuando las últimas luces del día invernal empezaban a apagarse, movía la cintura, levantaba y bajaba los brazos y cobraba vida.
—Hola, Sarah —le dijo con su peculiar vocecilla—. ¿Eres un poco más guapa hoy que ayer, tal y como te prometí?
—Sí —le contestó Sarah. No recordaba haberse sentido nunca tan agradecida—. Gracias.
Eleanor asintió con la cabeza.
—Bien. ¿Y eres un poco más feliz hoy que ayer?
—Lo soy —contestó Sarah.
Eleanor dio palmas con sus manitas.
—Bien. Eso es lo que quiero yo. Cumplir tus deseos y hacerte feliz.
Sarah seguía sin poder creerse que todo aquello estuviera sucediendo de verdad.
—Eres muy amable. Pero ¿por qué?
—Ya te lo dije. Tú me salvaste, Sarah. Me sacaste del desguace, me limpiaste y me devolviste a la vida. Así que ahora quiero cumplir tus deseos como si fuera tu hada madrina. ¿Te gustaría? —Su voz, pese al soniquete metálico, era amable.
—Sí —dijo Sarah.
¿Quién no quería tener un hada madrina?
—Bien —dijo Eleanor—. Entonces nunca jamás te quites ese collar, y deja que te cante una nana para dormir. Cuando te despiertes, serás un poco más guapa que hoy.
Sarah titubeó. Sabía que a su madre le había parecido raro llegar la noche anterior y encontrársela ya dormida. Si Sarah se dormía temprano todas las noches, su madre pensaría que estaba enferma o algo así. Además tenía que hacer los deberes. Si dejaba de hacer los deberes, levantaría sospechas, en casa y en el instituto.
—Dejaré que me cantes una nana —propuso Sarah—. Pero ¿puede ser dentro de unas horas? Tengo que cenar con mi madre y hacer los deberes.
—Si no queda otra… —dijo Eleanor, con un ligero rastro de decepción en la voz—. Pero es imprescindible que te duermas lo más temprano posible. Es importante que descanses las horas necesarias para que se obre la belleza.
Después de cenar espaguetis y estudiar matemáticas y lengua durante una hora y media, Sarah se dio una ducha rápida, se cepilló los dientes y se puso el camisón. Luego se acercó a Eleanor, que estaba quieta en su rincón.
—Estoy lista —anunció Sarah.
—Entonces métete en la cama como una niña buena —dijo Eleanor.
Sarah se metió entre las sábanas y Eleanor se acercó a la cama con su paso oscilante. Se sentó en el borde de la cama y estiró el brazo para tocar el colgante en forma de corazón de Sarah.
—Recuerda llevarlo siempre puesto y no quitártelo nunca jamás —dijo Eleanor.
—Me acordaré —dijo Sarah.
Duérmete, Sarah, duérmete ya, y así tus sueños se harán realidad.
Una vez más, Sarah se quedó dormida en un periquete.
Se despertó fresca como una lechuga; cuando se levantó, le pareció que estaba un poco más erguida, un poco más orgullosa, un poco más… ¡¿alta?!
Corrió hasta el espejo y se levantó el camisón para verse las piernas.
Eran magníficas. Ya no era la señora Potato, con sus tobillos gordos que casi parecían pegarle los pies al cuerpo. Ahora tenía unas piernas largas y bien proporcionadas, con las pantorrillas torneadas y los tobillos finos, como las piernas de una modelo. Cuando pasó las manos por ellas, notó la piel suave y tersa. Miró hacia abajo y se fijó en que las uñas de los dedos perfectos y adorables de sus pies estaban pintadas del mismo tono rosa claro que las de las manos.
Sarah siempre se ponía vaqueros para ir a clase, ya que eran la mejor opción para tapar sus rechonchas extremidades. Pero aquel día iba a ponerse un vestido. Corrió a su armario y sacó un precioso vestido de color lavanda que su madre le había regalado la primavera anterior. No le gustaba cómo le quedaba, pero ahora le permitía lucir sus bonitos brazos y sus esbeltas piernas. Se calzó unas bailarinas y admiró su figura en el espejo.
Todavía no tenía exactamente el aspecto que quería (la nariz de patata tenía que desaparecer, eso para empezar), pero estaba haciendo avances, sin duda. Se aplicó el poquito maquillaje que le dejaban llevar, se cepilló el pelo y bajó a desayunar.
Su madre estaba de pie en la cocina revolviendo unos huevos en la sartén.
—¡Pero mírate! ¡Estás impresionante! —La miró de arriba abajo sonriendo—. ¿Hoy os hacen la foto de clase o algo así?
—No —dijo Sarah mientras se sentaba a la mesa y se servía un vaso de zumo de naranja—. Es que me apetecía arreglarme un poco.
—¿Te arreglas para alguien en especial? —preguntó su madre con tono burlón.
Sarah pensó en Mason Blair un momento, pero enseguida recordó el incidente de la cafetería tirándole la ensalada por encima.
—No, solo para mí, creo.
Su madre sonrió.
—Pues me gusta mucho oír eso. ¿Quieres huevos?
Sarah sintió un hambre repentina y voraz.
—Sí —contestó.
Su madre sirvió huevos revueltos y una tostada para cada una y se sentó.
—No sé qué es —empezó a decir—, pero estos dos últimos días te veo mucho más madura y me resulta más fácil hablar contigo. —Le dio un sorbo a su café y se quedó pensativa—. Quizás estuvieras pasando por una etapa complicada este último año y estés empezando a dejarla atrás.
Sarah sonrió.
—Sí, puede ser.
«La etapa complicada ha sido mi vida entera antes de conocer a Eleanor», pensó Sarah.
En el instituto, vio a Abby en el pasillo y por un momento sintió que la echaba de menos. Llevaban toda la vida siendo amigas, desde que pintaban con los dedos y jugaban con plastilina. Pero Abby era muy cabezota. Si Sarah tenía que esperar a que su amiga se disculpara con ella, podía esperar sentada.
Se acercó hasta la taquilla de Abby.
—Hola —dijo Sarah.
—Hola. —Abby siguió rebuscando en su taquilla y no la miró.
—Oye —empezó Sarah—, siento haberte dicho esas cosas tan feas el otro día.
Abby la miró por fin.
—Bueno, tenías razón. Me siguen gustando los dibujos animados, las pegatinas y los caballos.
—Sí, y no pasa nada. Las pegatinas, los caballos y los dibujos son estupendos. Y tú eres estupenda. Y yo lo siento mucho. ¿Amigas?
Extendió la mano. Abby se rio y le dio un abrazo.
Cuando Abby se apartó, miró a Sarah de arriba abajo.
—Oye, ¿estás más alta?
No había modo de explicar aquello.
—No, es que estoy mejorando la postura.
—Vaya, pues lo estás consiguiendo.
Eleanor había dormido a Sarah con su dulce nana la noche anterior. Aquella mañana, aún en la cama, se miró el cuerpo a ver si averiguaba qué zonas habían cambiado. Para su sorpresa, las partes de su cuerpo que antes eran blandas y flácidas ahora estaban tersas y torneadas, y otras que eran planas e infantiles ahora lucían redondeadas y femeninas.
Sarah eligió una camiseta ajustada y una minifalda vaquera para ir a clase. Su triste sujetador sin aros ya no le servía, así que se puso el deportivo que usaba para Educación Física. Le quedaba pequeño.
Durante el desayuno, le preguntó a su madre:
—¿Podemos ir de compras este finde?
—Bueno, cobro el viernes, así que no estaría de más hacer alguna compra —contestó su madre mientras se servía más café—. ¿Buscas algo en particular?
Sarah se miró el pecho y esbozó una sonrisa tímida.
—¡Ay! —exclamó su madre, sorprendida—. Esto sí que no me lo esperaba. Claro, podemos comprarte unos sujetadores de tu talla. —Sonrió y sacudió la cabeza—. No puedo creer lo deprisa que estás creciendo.
—Ni yo.
Y era cierto.
—Es que parece que fuera de la noche a la mañana —dijo su madre.
«Porque así es», pensó Sarah.
En el instituto, Sarah notó que la miraban. Los chicos. Por primera vez, sintió que se fijaban en ella. Sintió que la veían. Era embriagador. Emocionante.
En el pasillo, de camino a clase de Lengua, tres chicos —chicos guapos— la miraron, se miraron entre sí y susurraron algo. Luego se rieron. Pero no era una risa malvada ni burlona.
Preguntándose qué habrían dicho, Sarah se giró para mirarlos y chocó con —¡no, no podía ser, otra vez no!— Mason Blair.
Notó que se ponía colorada y se preparó para escuchar que a ver si se fijaba por dónde iba… otra vez.
Pero, en lugar de eso, Mason sonrió. Tenía unos dientes preciosos, rectos y blancos.
—Tenemos que dejar de tropezarnos todo el rato —dijo.
—Bueno, creo que más bien soy yo la que choco contigo —se disculpó Sarah—. Por lo menos hoy no llevo una ensalada en la mano.
—Sí. —Su sonrisa era deslumbrante—. Fue muy gracioso.
—Sí —coincidió Sarah, aunque le resultó raro que ahora dijera que el incidente de la ensalada había sido gracioso. Cuando pasó, a ella le dio la sensación de que le había molestado.
—Bueno, si vas a seguir tropezando conmigo, por lo menos tendré que saber tu nombre. No puedo llamarte «la chica de la ensalada».
—Me llamo Sarah. Pero puedes llamarme «chica de la ensalada» si quieres.
—Encantado de conocerte de verdad, Sarah. Yo soy Mason.
—Lo sé.
Se habría abofeteado a sí misma. Y todo por querer aparentar que estaba tranquila.
—Bueno, pues ya nos veremos, Sarah de la ensalada.
Le dedicó una última sonrisa.
—Nos vemos —dijo Sarah.
Prosiguió su camino a clase de Lengua, pero no podía dejar de pensar en que acababa de tener una conversación —una conversación de verdad— con Mason Blair.
Sarah se sentó al lado de Abby en clase.
—Mason Blair acaba de hablar conmigo —susurró Sarah—. En plan hablar-hablar.
—No me sorprende —contestó Abby también en un susurro—. Algo pasa contigo últimamente.
—¿A qué te refieres?
Abby frunció el ceño como siempre que se ponía pensativa.
—No lo sé. No soy capaz de concretarlo. Es como si desprendieras una luz interior.
Sarah sonrió.
—Sí, así es.
Pero en realidad la luz interior tenía su razón de ser en los cambios que estaba experimentando en el exterior.
Por la noche, después de que Eleanor hiciera sus movimientos típicos para despertarse, Sarah la abrazó. Era extraño abrazar algo tan duro y frío; cuando Eleanor la rodeó con sus brazos, Sarah notó un ligero rastro de algo que podía ser miedo, pero enseguida ahuyentó la sensación. No debía tener miedo de Eleanor. Era su amiga.
—Eleanor —dijo Sarah, liberándose del abrazo—. Estoy contentísima con mi nuevo cuerpo. Es perfecto. ¡Muchas gracias!
—Me alegro —dijo Eleanor inclinando la cabeza hacia un lado—. Lo único que quiero es que seas feliz, Sarah.
—Bueno, pues soy muchísimo más feliz que antes de conocerte —respondió Sarah—. Hoy he sentido que la gente me miraba. Y que les gustaba lo que veían. El chico que me gusta desde hace meses hasta se ha fijado en mí y me ha hablado.
—Eso es magnífico —dijo Eleanor—. Me alegro de haber podido hacer realidad tus deseos.
Una nube negra enturbió el ánimo de Sarah.
—Bueno —dijo—, no todos.
Estiró la mano y se tocó la nariz de patata.
—¿En serio? —Eleanor parecía sorprendida—. ¿Qué más deseas, Sarah?
Sarah respiró hondo.
—Me encanta mi nuevo cuerpo —dijo—. De verdad. Pero soy lo que alguna gente define como guapa, pero guapa de lejos.
Eleanor volvió a inclinar la cabeza.
—¿Guapa de lejos? No te entiendo, Sarah.
—Bueno, ya sabes, lo chicos dicen eso a veces: «Es guapa de lejos, pero mejor si no la miras mucho a la cara».
—¡Ah! Guapa «desde» lejos! —exclamó Eleanor—. Ya lo entiendo. —Se echó a reír con su risa metálica—. Es muy gracioso.
—No lo es si lo dicen de ti —puntualizó Sarah.
—Ya, supongo que no —dijo Eleanor. Estiró la mano y le tocó la mejilla—. Sarah, ¿de verdad quieres que cambie todo esto? ¿Quieres una cara nueva?
—Sí —dijo Sarah—. Quiero tener la nariz pequeñita, los labios carnosos y los pómulos marcados. Quiero tener las pestañas largas y pobladas, y las cejas bonitas. No quiero parecerme a la señora Potato.
Eleanor volvió a reír con su risa tintineante.
—Puedo hacer eso por ti, Sarah, pero tienes que entender que es un gran cambio. Puedes mirarte en el espejo y verte las piernas más largas o una silueta con más curvas, y simplemente te parecerá que te haces mayor. Más rápido de lo normal, quizá, pero, bueno, hacerse mayor es lo normal para una niña. Es algo que sabes que va a pasar. Durante toda tu vida, te has mirado al espejo, has visto tu cara y has dicho: «Esa soy yo». Es verdad que el rostro cambia un poco cuando crecemos, pero sigue siendo reconocible. Ver un rostro completamente distinto cuando mires tu reflejo puede ser un impacto muy grande.
—Es un impacto que deseo. Odio mi cara tal y como es.
—Muy bien, Sarah —dijo Eleanor mirándola a los ojos—. Si tú estás segura...
Después de cenar con su madre y hacer los deberes, Sarah se duchó y se preparó para que Eleanor la durmiera con su nana. Sin embargo, mientras se acurrucaba bajo las sábanas, le asaltó un pensamiento perturbador.
—¿Eleanor?
—¿Sí, Sarah?
La robot ya estaba de pie junto a su cama.
—¿Qué pensará mi madre si me siento a desayunar por la mañana y tengo una cara completamente diferente?
Eleanor se sentó en la cama.
—Es una buena pregunta, Sarah, pero no se dará cuenta, en realidad. Puede que piense que se te ve especialmente descansada o bien, pero no notará que tu rostro de siempre ha sido sustituido por uno más hermoso. Las madres siempre piensan que sus hijos son guapos: cuando tu madre te mira, siempre ve belleza.
—Ah, vale —dijo Sarah, relajada. Ahora entendía que su madre no comprendiera sus problemas. Pensaba que su hija ya era guapa—. Pues ya estoy lista.
Eleanor tocó el colgante de corazón de Sarah.
—Y recuerda…
—Que siempre tengo que llevarlo puesto y nunca jamás quitármelo. Sí, lo recuerdo.
—Bien.
Eleanor le acarició el pelo a Sarah y volvió a cantar:
Duérmete, Sarah, duérmete ya, y así tus sueños se harán realidad.
Igual que las veces anteriores, Sarah notó los cambios antes de verlos. En cuanto se despertó, levantó las manos y se tocó la nariz. No palpó el bulbo con forma de tubérculo de siempre, sino un coqueto botoncito. Se pasó las manos por los lados de la cara y notó unos pómulos claramente definidos. Se tocó los labios y los sintió más llenos que antes. Salió de la cama de un salto y fue a mirarse.
Era increíble. La persona que Sarah vio en el espejo era totalmente diferente a la de siempre. Eleanor tenía razón: era impactante. Pero era un impacto bueno. Todo lo que odiaba de su aspecto había desaparecido y había sido sustituido por una perfección absoluta. Tenía los ojos grandes y de un azul más profundo, ribeteados de pestañas largas y oscuras. Sus cejas eran dos arcos delicados. La nariz era pequeña y perfectamente recta, y tenía una sonrosada boquita de piñón. El pelo, aunque seguía siendo castaño, se veía más denso y brillante, y caía en ondas suaves y armoniosas. Se miró de arriba abajo. Sonrió a su reflejo con unos dientes blancos y rectos. Perfecto. El pack completo.
Repasó la ropa de su armario. Nada parecía digno de su nueva belleza. A lo mejor, cuando su madre la llevase a comprar sujetadores, podían buscar algunos conjuntos. Tras una larga deliberación, por fin eligió un vestido rojo que se había comprado en un arrebato y que nunca se había atrevido a ponerse. Pero aquel día se merecía ser el centro de atención.
Ir al instituto fue una experiencia completamente nueva. Notaba que todos la miraban, los chicos y las chicas. Cuando miró a las Guapas, que resultaba que también iban de rojo aquel día, ellas le devolvieron la mirada, no con desdén, sino con interés.
A la hora de la comida, articuló un «hola» en silencio a Abby y se fue directa adonde estaban sentadas las Guapas. Aquella vez no se sentó directamente a su mesa, sino que fingió que pasaba de largo.
—Oye, tú, la nueva —la llamó Lydia—. ¿Quieres sentarte con nosotras?
No era nueva en el instituto, en absoluto, pero su aspecto sí que era nuevo.
—Vale, gracias —dijo.
Intentó sonar despreocupada, como si no le importara sentarse con ellas o con otra gente, pero por dentro estaba tan emocionada que habría dado volteretas de alegría.
—Bueno —dijo Lydia—, ¿cómo te llamas?
—Sarah. —Esperaba que Sarah fuese un nombre aceptable para ellas. No estaba mal. No se llamaba Hilda, ni Bertha, ni nada así.
—Yo soy Lydia. —Se apartó la melena rubia lustrosa. Era guapísima, tanto que podría ser modelo. Podría salir en cualquiera de las fotos de la pared de la habitación de Sarah—. Y estas son Jillian, Tabitha y Emma.
No les hacía falta presentarse, pero Sarah las saludó como si no las hubiese visto nunca.
—Oye —dijo Lydia—, ¿de quién es tu vestido?
Sarah había visto muchos programas de moda en la tele y sabía que Lydia le estaba preguntando quién era el diseñador.
—Es de Saks, de la Quinta Avenida —contestó.
Era verdad. En la etiqueta del vestido ponía SAKS FIFTH AVENUE. Pero Sarah y su madre lo habían comprado en una tienda de segunda mano en el pueblo. Su madre estaba emocionadísima cuando lo encontraron. Le encantaba comprar ropa de segunda mano.
—¿Vas mucho a Nueva York? —le preguntó Lydia.
—Un par de veces al año —mintió Sarah.
Solo había estado en Nueva York una vez, a los once años. Ella y su madre habían visto un espectáculo en Broadway, habían cogido el ferri a la Estatua de la Libertad y habían subido al Empire State. No habían entrado en ninguna tienda de lujo. La única prenda de ropa que se había comprado Sarah era una camiseta de I LOVE NEW YORK en una tienda de souvenirs. Después de unos pocos lavados, el tejido se había quedado en nada, pero a veces se la ponía para dormir.
—Oye, Sarah —dijo Emma, mirándola con sus ojos marrones de cervatillo—, ¿y a qué se dedican tu madre y tu padre?
Sarah intentó no sentir dolor al oír la palabra «padre».
—Mi madre es trabajadora social, y mi padre… —Antes de que su padre dejara a su madre, era camionero. Ahora ni siquiera sabía a qué se dedicaba ni dónde vivía. Se mudaba a menudo y cambiaba de novia con frecuencia. Llamaba a Sarah en Navidad y por su cumpleaños—. Es… Es abogado.
Las Guapas asintieron en señal de aprobación.
—Una última pregunta… —Era Jillian, la pelirroja de ojos verdes y felinos—. ¿Tienes novio?
Sarah notó que se le encendía el rostro.
—No, ahora mismo no.
—Bueno —prosiguió Jillian inclinándose hacia delante—. Pero ¿te gusta algún chico?
Sarah sabía que tenía que estar tan colorada como su vestido.
—Sí.
Jillian sonrió.
—¿Y cómo se llama…?
Sarah miró alrededor para asegurarse de que no anduviese cerca.
—Mason Blair —dijo casi en un susurro.
—Uhh, está bueno —exclamó Jillian.
—Muy bueno —coincidió Lydia.
—Está bueno —repitieron las otras dos a coro.
—A ver —dijo Lydia mirando a Sarah—, no vayas a andar detrás de nosotras como un perrito faldero, pero si quieres sentarte con nosotras en el comedor, siéntate. Los domingos por la tarde vamos al centro comercial y nos probamos ropa y maquillaje, y a veces nos comemos un yogur helado. Es un rollo, pero no hay mucho más que hacer. Este pueblo es superaburrido.
Bostezó exageradamente.
—Superaburrido —le dio la razón Sarah, pero por dentro estaba bullendo de la emoción.
Lydia asintió.
—Vamos a quedar un día y a ver qué tal. Si va todo bien, a lo mejor el año que viene puedes hacer las pruebas para entrar en el equipo de animadoras. Considera esto un periodo de prueba.
Sarah salió del comedor sonriendo para sí. Abby la alcanzó.
—Cualquiera diría que te estaban haciendo una entrevista de trabajo —exclamó Abby. Llevaba unos pantalones de chándal grises con un jersey ancho morado que no le marcaba la silueta en absoluto.
—Sí, más o menos. Pero me han invitado a quedar con ellas un día, así que creo que he pasado la prueba.
No podía dejar de sonreír.
Abby enarcó una ceja.
—¿Y esas son las amigas que quieres? ¿Unas que te hacen pasar una prueba?
—Son geniales, Abby. Saben de moda, maquillaje y chicos.
—Son superficiales. Son tan superficiales como un charco de lluvia. No, no: son tan superficiales que a su lado un charco parece el océano Atlántico.
Sarah sacudió la cabeza. Quería a Abby, la quería mucho, pero ¿por qué tenía que ser tan criticona?
—Pues son las que mandan en el instituto. Así es como funciona. La gente guapa es la que consigue lo que quiere. —Miró a Abby, su preciosa piel morena y sus ojazos de color avellana—. Tú también podrías ser guapa, Abby. Serías la chica más guapa del instituto si te quitaras las gafas, dejaras de hacerte trenzas y te compraras ropa menos ancha.
—Si no llevara las gafas, me daría contra las paredes —protestó Abby con un tono algo afilado—. Y me gustan mis trenzas y mi ropa ancha. Sobre todo este jersey. Es muy calentito. —Se encogió de hombros—. Supongo que me gusto como soy. Perdona si no soy lo bastante guay o moderna. No soy como las animadoras ni ninguna de esas modelos y cantantes con las que has empapelado tu habitación. Pero, ¿sabes qué?, soy buena persona, no juzgo a la gente por su aspecto ni por el dinero que tiene, ¡y no necesito hacerle un cuestionario a nadie para decidir si voy a dejarle quedar conmigo! —Abby miró a Sarah, escudriñándola—. Has cambiado, Sarah. Y no a mejor.
Le dio la espalda y se alejó por el pasillo.
Sarah sabía que Abby estaba un poco enfadada con ella. Pero también sabía que una disculpa y un abrazo arreglarían las cosas en cuanto se le pasara el cabreo inicial.
Después de que sonara el timbre, cuando iba camino al autobús, Sarah notó una presencia detrás de ella.
—Hola —dijo una voz masculina.
Se dio la vuelta y vio a Mason Blair, perfectamente ataviado con una camisa azul que resaltaba el color de sus ojos.
—Oh… Hola.
—Lydia me ha dicho que hoy habéis estado hablando de mí en el comedor.
—Bueno, yo… Eh…
Sarah quería salir corriendo.
—Oye, si no tienes planes, ¿quieres venir a The Brown Cow conmigo a tomar un helado?
Sarah sonrió. No podía creer la buena suerte que estaba teniendo aquel día.
—No tengo planes, no.
The Brown Cow no era más que una pequeña construcción de hormigón donde vendían helados y batidos. Estaba delante del instituto, pero Sarah solía resistir la tentación de pararse allí porque siempre andaba preocupada por su peso.
Se colocó al lado de Mason en el mostrador, donde una mujer de aspecto aburrido anotaba los pedidos.
—¿Tarrina o cucurucho? —le preguntó.
—Cucurucho —contestó ella, haciendo ademán de abrir el bolso.
—No —dijo Mason levantando la mano—. Yo te invito. Es una cita asequible. Me lo puedo permitir.
—Gracias.
Había dicho «cita». Era una cita de verdad. La primera de Sarah.
Se sentaron uno frente al otro en una mesa de pícnic. Mason atacó su helado con ganas, pero Sarah se limitó a dar pequeños lametazos. No quería comer como una cerda delante de Mason, y le daba miedo mancharse el vestido y parecer una guarra. Pero, aun con su vergüenza, tenía que admitir que el helado estaba delicioso.
—Hacía muchísimo que no tomaba un helado tan bueno —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Mason—. ¿Para mantener la línea?
Sarah asintió.
—No te preocupes por eso —dijo Mason—. Estás perfecta. Es curioso. Llevas mucho tiempo en este colegio, ¿no? No entiendo por qué no me había fijado en ti antes.
Sarah notó que se ruborizaba.
—Te fijaste en mí cuando choqué contigo con la ensalada, ¿verdad?
Mason la miró con sus ojos azul agua y sus pestañas oscuras.
—Aquel día no me fijé en ti como debía. Está claro que tengo que prestar más atención.
—Y yo —dijo Sarah—. A ver si dejo de tirarme encima de la gente con cosas que manchan.
Mason se echó a reír enseñando unos dientes blancos insuperables.
Sarah estaba asombrada de lo segura que se sentía gracias a su nuevo aspecto. Podía comer helado con un chico guapo y bromear con él. La antigua Sarah se habría muerto de vergüenza. Además, ningún chico guapo habría invitado a la antigua Sarah Potato a helado.
Una vez que se hubieron terminado los helados, Mason dijo:
—Oye, ¿vives cerca? Si quieres, te acompaño.
Sarah sintió una punzada de ansiedad. El padre de Mason era médico, y su madre era una agente inmobiliaria de éxito, de esas cuya cara ilustra los carteles de las casas en venta por toda la ciudad. Probablemente viviera en una mansión en el barrio rico. No estaba preparada para que la acompañara y pasar con él al lado del desguace para llegar a la sencilla casita de dos habitaciones que compartía con su madre, quien cobraba lo justo para vivir al día.
—Eh… Tengo que hacer un par de recados esta tarde. ¿Lo dejamos para otro día?
—Ah, vale. Claro. —¿Eran imaginaciones de Sarah o parecía un poco decepcionado? Se miró los pies y luego a Sarah—. Bueno, a lo mejor podríamos quedar más en serio un día. ¿Pizza y cine?
Sarah estaba segura de que el corazón le acababa de dar un vuelco.
—Me encantaría.
A él se le iluminó la cara.
—¿Qué tal el sábado? Si no tienes planes, claro.
Sarah resistió las ganas de reír. ¿Acaso había tenido planes algún sábado de su vida? En cualquier caso, no quería parecer demasiado emocionada.
—Creo que no, venga.
—Genial. Pues quedamos.
Sarah no podía esperar a que Eleanor se despertara para contarle cómo había ido el día. Por fin, después de lo que le pareció una eternidad, Eleanor giró la cintura, levantó los brazos y la saludó:
—Hola, Sarah.
Ella corrió hasta donde estaba Eleanor y la cogió de las manos.
—¡Ay, Eleanor, hoy ha sido el mejor día de mi vida!
Eleanor giró la cabeza.
—Cuéntame, Sarah.
Se dejó caer en la cama y se sentó sobre un cojín.
—No sé ni por dónde empezar. Las Guapas me han dejado sentarme con ellas en el comedor, y hemos quedado el domingo en el centro comercial.
Eleanor asintió.
—Qué buena noticia, Sarah.
Sarah se inclinó hacia delante y abrazó el viejo oso de peluche que estaba en la cama.
—¡Y luego Mason Blair me ha llevado a tomar un helado después de clase, y me ha invitado a cenar y al cine el sábado!
—Eso es muy emocionante. —Eleanor se acercó a Sarah, se dobló por la cintura y le tocó la mejilla—. ¿Es un chico guapo, Sarah?
Sarah asintió. No podía dejar de sonreír.
—Sí. Mucho.
—¿Estás contenta, Sarah?
Ella se rio y repitió:
—Sí. Mucho.
—¿Te he dado todo lo que deseabas?
Sarah no podía pensar en ningún otro deseo. Era hermosa y perfecta, y su vida era hermosa y perfecta, a juego.
—Sí.
—Entonces yo también tengo todo lo que deseaba —dijo Eleanor—. Pero recuerda, aunque todos tus deseos se hayan hecho realidad, tienes que seguir llevando el collar. No puedes…
—Quitármelo nunca jamás —terminó la frase Sarah.
Siempre sentía la tentación de preguntarle a Eleanor qué pasaría si se lo quitaba, pero una parte de ella tenía miedo a lo que pudiera contestarle.
—Hacerte feliz me hace feliz, Sarah —afirmó Eleanor.
Sintió que las lágrimas asomaban a sus nuevos ojos, azules y preciosos. Sabía que nunca tendría una amiga mejor que Eleanor.
El sábado, Sarah estaba hecha un manojo de nervios. Desde que se despertó, solo podía pensar en la cita. A la hora del desayuno, estaba demasiado nerviosa para comer, aunque su madre había hecho torrijas, que era su plato preferido.
—Me llevarás a la pizzería a las seis, ¿verdad? —preguntó.
—Claro —contestó su madre mientras hojeaba el periódico.
—Pero me dejas allí y te vas, ¿vale? No entres conmigo ni nada.
Su madre sonrió.
—Te prometo que no pondré en riesgo tu relación dejando que tu novio vea mi horripilante cara.
Sarah se echó a reír.
—No es eso, mamá. Si eres guapísima. Pero es que es muy infantil que tu madre te acompañe, ¿sabes?
—Lo sé —dijo su madre antes de darle un sorbo al café—. Yo también tuve catorce años una vez, lo creas o no.
—¿Ibas en dinosaurio a las citas con tus novios? —preguntó Sarah.
—A veces —dijo su madre—. Pero prefería invitar al chico a la caverna familiar. —Le alborotó el pelo a Sarah—. No te pongas chulita, no vaya a decidir que soy demasiado vieja y decrépita para llevarte esta noche. ¿Ya sabes qué te vas a poner?
Ante aquella pregunta, Sarah dejó escapar un quejido dramático.
—¡No sé! A ver, solo es ir a cenar pizza y al cine, así que tampoco quiero arreglarme como para una boda, ¡pero a la vez es muy importante que esté guapa!
—Pues entonces ponte unos vaqueros y una camiseta mona. Eres muy guapa, Sarah. Estarás preciosa te pongas lo que te pongas.
—Gracias, mamá.
Recordó lo que le había dicho Eleanor de que las madres siempre creían que sus hijos eran guapos. Sabía que su madre habría dicho lo mismo antes de que llegara la ayuda de Eleanor.
Cuando la madre de Sarah se detuvo en el aparcamiento de Pizza Palazzo, Sarah sentía tantas mariposas en el estómago que no creía que fuera a quedarle sitio para la comida. Pero sabía que estaba guapa, y eso al menos la tranquilizaba.
—Mándame un mensaje cuando acabe la película y vengo a recogerte —le dijo su madre. Apretó la mano de su hija—. Pásatelo bien.
—Lo intentaré —dijo Sarah.
Hasta hacía nada, la idea de salir con Mason Blair era tan inalcanzable como salir con un cantante famoso. Era una fantasía, algo con lo que había soñado, pero que no imaginaba que pudiera hacerse realidad. ¿Por qué estaba tan nerviosa si aquello era algo que deseaba desde hacía tanto? Quizás aquello fuera lo que la ponía nerviosa, lo mucho que lo deseaba.
Sin embargo, cuando cruzó la puerta del Pizza Palazzo y vio a Mason esperándola en la entrada se relajó enseguida. Él esbozó su bonita sonrisa nada más verla:
—Hola. Estás muy guapa —dijo.
—Gracias. —La verdad era que el top turquesa que había elegido le hacía juego con los ojos—. Tú también.
Iba vestido informal, con una sudadera de capucha y una camiseta de un videojuego, pero él estaba guapo con cualquier cosa.
Después de sentarse a la mesa con mantel de cuadros rojos, en sendos sillones de polipiel también rojos, Mason cogió la carta y dijo:
—¿Cómo te gusta la pizza? ¿Masa fina? ¿Masa gruesa? ¿Ingredientes preferidos?
—Soy flexible —dijo Sarah. A pesar de su nerviosismo inicial, empezaba a tener hambre—. Me gusta la pizza en general. Excepto una cosa. Nada de piña en la pizza, jamás.
—¡Por supuesto! —exclamó Mason entre risas—. La piña en la pizza es un delito. Debería ser ilegal.
—Me alegra que estemos de acuerdo —dijo Sarah—. Si no, tendría que levantarme ahora mismo y dejarte aquí plantado.
—Y lo tendría totalmente merecido —añadió Mason—. La gente que come pizza con piña se merece estar sola.
Decidieron pedir una pizza de masa fina con pepperoni y champiñones, y charlaron animadamente de sus respectivas familias y aficiones mientras cenaban. Mason tenía muchas aficiones, y Sarah se dio cuenta de que ella probablemente no tenía suficientes. Antes de Eleanor, se pasaba demasiado tiempo preocupada por su aspecto. Ahora que el problema estaba resuelto, tenía que diversificar un poco: escuchar más música, leer más, quizás hacer yoga o natación… De pequeña le encantaba nadar, pero desde que empezó el instituto le daba demasiada vergüenza que la vieran en bañador.
Para cuando terminaron y salieron de la pizzería para ir al cine de al lado, Sarah sentía que empezaban a conocerse. No era solo guapo. También era simpático y gracioso. Y, en la sala de cine a oscuras, cuando Mason le sujetó la mano, Sarah vivió el momento más perfecto de una noche perfecta.
Cuando llegó a casa y se estaba poniendo el camisón, Eleanor se le acercó por detrás sin hacer ruido y le puso una mano en el hombro.
Sarah se sobresaltó, pero se recompuso enseguida.
—Hola, Eleanor —la saludó.
—Hola, Sarah. ¿Cómo ha ido tu cita? —le preguntó.
Sarah notó que sonreía solo con recordarlo.
—Genial —dijo—. Es guapísimo, pero es que además me encanta su carácter, ¿sabes? Me ha preguntado si quería ir con él al partido de baloncesto la semana que viene. No me interesa nada el baloncesto, pero él sí, así que voy a ir.
Eleanor se rio con una carcajada metálica.
—Entonces, ¿la noche ha ido como esperabas?
Sarah sonrió a su amiga robótica.
—Aún mejor.
—Me hace feliz que seas feliz —dijo Eleanor, y luego volvió a su sitio en el rincón—. Buenas noches, Sarah.
Por la mañana, Sarah se encontró con su madre en el lavadero.
—¿Puedes llevarme al centro comercial a ver a mis amigas esta tarde? —le preguntó.
Su madre levantó la vista de la secadora y sonrió.
—Menuda vida social tienes este fin de semana. ¿A qué hora has quedado con ellas?
Dobló una toalla y la dejó en la cesta de la ropa.
—Solo me dijeron que por la tarde —dijo Sarah.
—Pero eso no es muy concreto, ¿no? —preguntó su madre mientras doblaba otra toalla.
—No sé. Por cómo me lo dijeron, parecía que tenía que saber yo la hora.
Le había resultado tan fuerte sentirse aceptada por las Guapas, aunque fuera en periodo de prueba, que le había dado reparo preguntar.
—¿Tus amigas nuevas esperan que seas adivina? —preguntó su madre.
—No te gustan mis amigas nuevas, ¿verdad? —dijo Sarah.
—No conozco a tus amigas nuevas, Sarah. Solo sé que son unas chicas que antes no te daban ni la hora, y ahora de repente te invitan a quedar con ellas. Es un poco raro. No sé, ¿qué ha cambiado?
«Yo he cambiado —pensó Sarah—. Mírame.» Pero en lugar de eso dijo:
—A lo mejor es que ahora se han dado cuenta de que merezco la pena.
—Sí, pero ¿por qué han tardado tanto? —dijo su madre—. ¿Sabes qué amiga tuya me gusta mucho? Abby. Es lista y amable, y es una persona clara. Siempre sabes a qué atenerte con alguien como Abby.
Sarah no quería decirle a su madre que Abby y ella no se hablaban, así que cambió de tema:
—A las cuatro. ¿Me llevas al centro comercial a las cuatro?
—Vale. —Su madre le lanzó una toalla—. Anda, ayúdame a doblar la ropa limpia.
Cuando su madre la dejó en el centro comercial, Sarah se dio cuenta de que Lydia tampoco le había dicho dónde habían quedado. El centro comercial no era tan grande, pero sí lo suficiente para que buscarlas fuera un poco como jugar al escondite. Podía mandarle un mensaje a Lydia, claro, pero, sin saber por qué, sentía que para que la aceptaran en el grupo tenía que adivinar cómo hacían las cosas sin parecer una pesada. Si estaba en período de prueba, no quería meter la pata. Un movimiento en falso y volvería a comer en la mesa de los pringados.
Después de pensarlo un rato, decidió ir a Diller’s, la tienda más cara del centro comercial. Las Guapas no iban a estar en un sitio barato.
Su intuición no la defraudó. Las encontró en la parte delantera de la tienda, en la sección de cosméticos, probándose pintalabios.
—¡Sarah, al final has conseguido venir! —exclamó Lydia esbozando una sonrisa pintada de carmesí.
Cuando Lydia le sonrió, las demás también sonrieron.
—Hola —dijo Sarah devolviéndoles la sonrisa.
Y es que sí, al final lo había conseguido, ¿no? Y no solo ir al centro comercial. Había conseguido ser guapa, tener un novio guapísimo y ser amiga de las chicas más guays del instituto. Nunca habría pensado que su vida fuera a ir así de bien.
—Ay, Sarah, deberías probarte este color —dijo Jillian tendiéndole una barra de labios con tapón dorado—. Es rosa con purpurina. Va genial con tu tono de piel.
Sarah cogió el pintalabios, se inclinó sobre el expositor del maquillaje para mirarse en el espejo y se lo aplicó. Le quedaba muy bien. Iba a juego con el esmalte de uñas rosa que nunca parecía estropeársele en los dedos de las manos y los pies.
—Parece un pintalabios de princesa —dijo mientras estudiaba su reflejo encantada.
—Totalmente —dijo Tabitha mientras abría otro lápiz de labios de un tono diferente—. Su alteza real, la princesa Sarah.
—Deberías comprártelo —dijo Lydia, mirándola con gesto de aprobación.
Sarah intentó mirar el precio disimuladamente en la barra. Cuarenta dólares. Esperó que no se le notara el susto. Era más de lo que había pagado por la ropa que llevaba puesta. Pero, claro, dudaba que vendieran pintalabios en las tiendas de segunda mano.
—Me lo voy a pensar —dijo.
—Ay, venga —dijo Emma—. Date un capricho.
—Quiero mirar un poco más primero —se excusó Sarah—. Acabo de llegar…
No quería reconocer que solo llevaba dinero suficiente para un yogur helado y un refresco. Las Guapas, sin embargo, se compraron pintalabios, sombras de ojos, coloretes y lápices de cejas, derrochando el dinero que llevaban o usando las tarjetas de crédito de sus padres.
Cuando terminaron de comprar en la perfumería, fueron a mirar vestidos de fiesta, porque, como dijo Lydia, «el baile de fin de curso estaba a la vuelta de la esquina».
—Pero ¿no es solo para los de los dos últimos cursos? —preguntó Sarah.
—Para los de los dos últimos cursos y sus parejas —puntualizó Lydia—. Si encuentras a alguien mayor con quien ir, entonces está a la vuelta de la esquina. —Le dio un codazo a Sarah—. Qué pena que Mason sea de nuestra edad.
—Ya —dijo Sarah.
Aunque no lo decía en serio. Le gustaba Mason con la edad que tenía. Además, no sabía si estaba preparada para salir con un chico mayor.
Los vestidos eran muy bonitos. Eran del color de las joyas: amatista, zafiro, rubí, esmeralda. Algunos tenían lentejuelas, otros eran de satén brillante, y otros, semitransparentes, con encaje y tul. Se probaron vestidos por turnos e hicieron pases de modelos ante el espejo, haciéndose fotos con el móvil unas a otras. Después de media hora mirándolas con mala cara, una dependienta se acercó y les dijo:
—Chicas, ¿os interesa comprar algo o estáis jugando a los disfraces?
Dejaron los vestidos y salieron del departamento de ropa de fiesta riéndose.
—Creo que a esa dependienta no le hemos caído muy bien —dijo Jillian cuando salían de la tienda.
—¿Qué más da? —dijo Lydia entre risas—. A mí que no me diga nada. Es una simple dependienta. Con suerte ganará el salario mínimo, como mucho. Apuesto a que no puede permitirse la ropa que vende.
Fueron a la zona de restaurantes, pidieron unos yogures helados y se divirtieron comentando lo malas que habían sido.
—«¿Os interesa comprar algo o estáis jugando a los disfraces?» —repetía Lydia una y otra vez, imitando a la dependienta.
Todas se reían, y Sarah reía siguiéndoles el juego, aunque pensaba que a lo mejor se estaban pasando un poco con la dependienta, que solo estaba haciendo su trabajo. Jillian y Emma habían dejado los vestidos que se habían probado tirados en un montón arrugado en el suelo del probador. Seguramente, la dependienta habría tenido que recogerlo todo.
Pero ¿quién era ella para criticar a las Guapas? Era un honor que la hubieran invitado a quedar con ellas. Era un plan emocionante y glamuroso; se sentía como la invitada de un programa de la tele. Le daba igual lo que hicieran o lo que dijeran, la hacía feliz sentirse incluida. El día anterior a su cita con Mason había sido perfecta, y aquel había quedado con las Guapas. ¿Cómo le iba a expresar su gratitud a Eleanor? Nada de lo que dijera sería suficiente.
Aquella noche, cuando Eleanor cobró vida, Sarah se puso a dar botes y se abrazó al cuerpecito duro de la robot.
—Gracias, Eleanor. Gracias por un fin de semana perfecto.
—De nada, Sarah. —Eleanor la abrazó también y, como le pasaba siempre, la asaltó una sensación incómoda. No había suavidad alguna en su abrazo—. Es lo mínimo que puedo hacer. Tú me has dado mucho.
Sarah se metió contenta en la cama, pero su descanso se vio interrumpido por un sueño extraño. Tenía una cita con Mason, habían ido al cine, pero cuando él fue a darle la mano, no era su mano la que notó, sino la de Eleanor: pequeña, blanca, metálica y fría, la misma mano que había cogido cuando sacó a la chica robot del maletero del coche. Cuando se giró para mirar a Mason en el sillón de al lado, vio que se había convertido en Eleanor. La robot sonrió, revelando una boca llena de dientes afilados.
En el sueño, Sarah gritó.
Abrió los ojos y se encontró a Eleanor de pie junto a su cama, con la cabeza inclinada hacia delante, mirándola fijamente con sus ojos verdes e inexpresivos.
Sarah ahogó un grito.
—¿He hecho algún ruido mientras dormía?
—No, Sarah.
Sarah miró a Eleanor, que estaba tan cerca de su cama que la rozaba.
—Entonces, ¿qué haces de pie junto a mi cama?
—¿No lo sabías, Sarah? —dijo Eleanor extendiendo una mano para apartarle el pelo de la cara—. Lo hago cada noche. Te vigilo. Me aseguro de que estés a salvo.
Quizá fuera por culpa del sueño, pero por alguna razón no le apetecía que Eleanor la tocase.
—¿A salvo de qué? —preguntó.
—A salvo del peligro. De cualquier peligro. Quiero protegerte, Sarah.
—Eh, vale. Gracias, supongo.
Agradecía que Eleanor se preocupase por ella. Agradecía todo lo que había hecho por ella, pero, aun así, le resultaba un poco chungo que alguien la vigilase sin que ella fuera consciente…, por mucho que lo hiciera con su mejor intención.
—Puedo quedarme junto a la puerta si te resulta más cómodo, Sarah —dijo Eleanor.
—Sí, creo que será mejor.
Sarah estaba segura de que no podría volver a dormirse con Eleanor de pie a su lado.
La robot se desplazó hasta la puerta y montó guardia allí.
—Buenas noches, Sarah. Que duermas bien.
—Buenas noches, Eleanor.
Sarah no durmió bien. No sabía qué era, pero algo iba mal.
En la cafetería, Sarah se puso a la cola con las demás Guapas para vaciar la bandeja. Lydia les había mandado un mensaje la noche anterior para que todas se pusieran vaqueros pitillo, así que Sarah también los llevaba. Se había comprado los vaqueros, unas cuantas camisetas y dos pares de zapatos cuando su madre la había llevado de compras la semana anterior. También se había comprado sujetadores que hacían justicia a su nueva silueta.
—¿Habéis visto cómo va? Se viste como una niña de preescolar —dijo Lydia.
—Como una niña de preescolar pobre —añadió Tabitha.
Horrorizada, Sarah se dio cuenta de que criticaban a Abby, que estaba tirando los restos de su bandeja delante de ellas. Era verdad que Abby llevaba un peto rosa, por lo que el comentario de preescolar no estaba fuera de lugar. Pero era mezquino reducir el valor de alguien a la ropa que llevaba puesta.
—Es Abby —se oyó decir a sí misma—. Es muy simpática. Es mi amiga desde la guardería.
Estuvo a punto de decir «mi mejor amiga», pero se frenó a tiempo.
—Ya —dijo Lydia riéndose—. Pero tú te has comprado ropa nueva desde la guardería, y ella no.
Las Guapas se echaron a reír. Sarah hizo el amago de sonreír, pero no fue capaz.
Cuando le llegó el turno de vaciar su bandeja, pisó algo que había en el suelo cerca de la papelera. Sus zapatos nuevos eran muy monos, pero la suela no tenía buen agarre. Le pareció que tardaba una eternidad en caerse, pero seguro que fue cuestión de segundos. Se quedó espatarrada en el suelo delante de todo el instituto.
—¡Sarah, eso ha sido muy gracioso! —exclamó Lydia—. ¡Qué torpe!
Estaba doblada de la risa.
Todas las Guapas se reían a coro y decían:
—¿Habéis visto cómo se ha caído?
—Ha caído como un saco de ladrillos.
—Qué trastazo.
En mitad de su confusión, Sarah no sabía quién estaba diciendo qué. Sus voces sonaban distantes y distorsionadas, como si las escuchara bajo el agua.
Intentó levantarse, pero algo raro estaba sucediéndole a su cuerpo. Había oído unos extraños ruidos metálicos y no sabía de dónde salían. No tenía ningún sentido, pero parecían provenir de su interior.
El cuerpo le temblaba entre sacudidas y no podía moverlo como de costumbre. No tenía el control de sí misma. Estaba asustada. ¿Se habría hecho mucho daño? ¿Debería llamar alguien a su madre? ¿O a una ambulancia?
¿Y por qué sus nuevas amigas no la ayudaban? Seguían riéndose y mofándose de lo ridículo y gracioso que era todo.
Entonces las risas de las Guapas se transformaron en gritos.
Como si lo oyera desde muy lejos, Sarah oyó que Lydia gritaba:
—¡¿Qué le está pasando?! ¡No entiendo nada!
—¡No lo sé! —chilló otra de las chicas—. ¡Que alguien haga algo!
—¡Buscad a un profesor, rápido! —exclamó otra más.
De pronto, Sarah se vio asaltada por un pensamiento horrible. Se llevó la mano al cuello. El collar que Eleanor le había dado —el que nunca jamás tenía que quitarse— no estaba. Debía de habérsele caído al resbalar. Giró la cabeza y lo vio en el suelo, lejos del alcance de su brazo. Tenía que recuperarlo.
Una mano se acercó para ayudarla. Sarah levantó la mirada y vio que era la mano de Abby. La sujetó y dejó que la levantara, aunque solo alcanzó a quedarse de pie en una postura extraña.
Cuando Sarah miró hacia abajo, descubrió la razón de los gritos de las chicas. Su cuerpo estaba cambiando. De cintura para abajo ya no era una niña de carne y hueso, sino un batiburrillo de engranajes, radios de bicicleta, tapacubos y trozos de metal oxidados. Piezas inútiles de vehículos, como salidas de un desguace.
Miró a Abby y vio el terror en el rostro de su amiga.
—Te… Tengo que irme —dijo Sarah.
Su voz sonaba distinta, metálica y áspera.
Abby le tendió el colgante.
—Se te ha caído esto —le dijo.
Tenía los ojos llorosos.
—Gracias, Abby. Eres una buena amiga —le dijo Sarah.
No les dijo nada a las Guapas, que se habían alejado y hablaban entre sí en voz baja.
Sarah cogió el colgante y corrió todo lo que le permitieron sus nuevas piernas metálicas y caóticas, fuera de la cafetería y del instituto. Tenía que llegar a casa. Eleanor sabría qué hacer, sabría cómo ayudarla.
Seguía transformándose. El torso se le puso duro; cuando corría, chirriaba como una puerta cuyas bisagras necesitaran engrasarse. Intentó ponerse el collar otra vez, pero sus dedos eran demasiado rígidos para acertar con el broche.
Mientras se apresuraba por la acera con paso estrepitoso y renqueante, la gente se paraba a mirarla. Los conductores bajaban la velocidad para observarla boquiabiertos. No parecían preocupados, ni siquiera confundidos. Parecían asustados. Sarah era un monstruo, parecía un ser creado por un científico loco en un laboratorio. Solo era cuestión de tiempo que sus conciudadanos empezaran a perseguirla con palos y antorchas. Tenía ganas de llorar, pero al parecer el engendro en la que se estaba convirtiendo era incapaz de generar lágrimas. Quizá las lágrimas la oxidarían aún más.
Notaba las articulaciones cada vez más rígidas, y se le hacía más y más difícil correr. Pero tenía que llegar a casa. Eleanor era la única que podía ayudarla.
Por fin, después de lo que le parecieron horas, llegó a su casa. Se las apañó para introducir la llave en la cerradura. Cruzó a duras penas el salón y recorrió el pasillo llamándola:
—¡Eleanor! ¡Eleanor!
Su voz sonaba terroríficamente metálica y afilada.
Eleanor no estaba en el rincón de siempre del cuarto de Sarah. Miró en el armario, debajo de la cama, abrió el baúl. Ni rastro.
Sarah recorrió la casa a trompicones, buscando en la habitación de su madre, en el baño, en la cocina, sin dejar de llamar a Eleanor con su nueva y horrenda voz.
El garaje era el único sitio donde no había mirado. Intentó salir por la puerta de la cocina, pero los pomos cada vez eran más complicados de manipular. Por fin, tras varios minutos de desesperado forcejeo, llegó al garaje en penumbra.
—¡Eleanor! —gritó otra vez.
Tenía la mandíbula rígida, y cada vez le resultaba más difícil articular las palabras. Sus «Eleanor» sonaban más bien como «Eh-noh».
A lo mejor la chica robot estaba escondiéndose de ella a propósito. Tal vez aquello era una especie de broma o de juego. Miró el armario del garaje, que llegaba hasta el techo, en la pared del fondo. Parecía un buen escondite. Con dificultad, agarró el pomo de la puerta y tiró.
Se produjo una avalancha. Un montón de bolsas de plástico transparente, que contenían objetos de distinto tamaño y peso, cayeron del armario al suelo con un golpe sordo y maloliente.
Sarah miró al suelo. Al principio su cerebro apenas consiguió procesar lo que estaba viendo. Dentro de una bolsa había una pierna; en otra, un brazo. Piernas y brazos humanos. No eran partes del cuerpo de un adulto, y no parecían el resultado de ningún accidente. La sangre se acumulaba al fondo de las bolsas, pero las extremidades habían sido seccionadas con cuidado, como si se tratara de una amputación quirúrgica. Otra bolsa, llena de vísceras entremezcladas y sangrientas, y con algo que parecía un hígado, se deslizó de un estante del armario y aterrizó en el suelo con un chapoteo.
¿Por qué había un cadáver descuartizado en su garaje? Sarah no entendía nada, hasta que de pronto vio una bolsa pequeña que contenía su famosa nariz con forma de patata. Pegó un grito, pero el sonido que salió de su garganta era como el chirrido de los frenos de un coche.
Detrás de ella sonó una risa metálica y tintineante.
Sarah apenas podía mover la parte inferior del cuerpo, pero se dio la vuelta como pudo para mirar a Eleanor.
—Yo hice realidad tu deseo, Sarah —dijo la hermosa robot con otra risita metálica—. Y a cambio…
Sarah se fijó en algo que no había visto hasta entonces: Eleanor tenía un botón con forma de corazón justo debajo del cuello que era una copia exacta de su colgante de corazón.
Eleanor se rio otra vez y pulsó el botón con forma de corazón. Empezó a sacudirse y a temblar, pero de pronto pareció calmarse y su acabado plateado adquirió el tono sonrosado de la piel caucásica. En cuestión de unos instantes, era una copia idéntica de Sarah. De la Sarah de antes. De la auténtica Sarah. Una Sarah que, al mirarla ahora, no le parecía tan fea, después de todo. Una Sarah que había pasado mucho tiempo, demasiado, preocupada por su aspecto.
Abby tenía razón. Tenía razón en muchas cosas.
Eleanor llevaba unos vaqueros viejos de Sarah, uno de sus jerséis y sus zapatillas de deporte.
—Tú has hecho realidad mis deseos —dijo Eleanor sonriendo con la antigua sonrisa de Sarah.
Pulsó el interruptor que abría la puerta del garaje. La luz del sol inundó la estancia, y Eleanor-Sarah se despidió con la mano, salió y se alejó por la acera.
Los oídos de Sarah se inundaron con un estruendo ensordecedor. No controlaba sus movimientos. Varias piezas metálicas oxidadas se soltaron de su cuerpo y cayeron al suelo con estrépito. Estaba desmontándose, reduciéndose a un puñado de piezas inservibles, una colección espantosa e inútil de desechos. Se vio en el espejo que había en la pared del garaje. Ya no era una chica guapa, ni siquiera era una chica. No parecía humana. Solo era un montón de chatarra sucia y oxidada.
Sintió tristeza y miedo. Y luego ya no sintió nada.