TERCERA PARTE
MONTSÉGUR
(1242-1260)
Cuando llegue el fin del mundo y no haya maldad ni injusticia, todos irán al paraíso, y una de las señales de la llegada de ese momento será que el ser humano dejará de comerse a sus hermanos, los animales con los que ha compartido la Tierra.
Zaratustra
“Durante varios años os he dirigido palabras de paz. Os he aconsejado; os he implorado con lágrimas […]. Ahora levantaremos a príncipes y prelados contra vosotros, y ellos, a su vez, reunirán naciones y pueblos enteros, y muchos moriréis por la espada. Caerán las torres, y la murallas serán reducidas a escombros, y todos vosotros seréis reducidos a la servidumbre. Así, prevalecerá la fuerza donde la amable persuasión ha fracasado.
Santo Domingo
48
TREINTA AÑOS DESPUÉS
Castillo de Montségur, en el año del Señor 1242
Todo era muy diferente treinta años después de la llegada de Sergio, fray Doménico y Braida a la fortaleza de Montségur. El obispo Guilhabert de Castres había fallecido dos años antes, siendo sucedido como obispo por su filius major Bertrand Marty y este, a su vez por el, hasta entonces filius minor, Doménico da Sola, que ya contaba con sesenta años.
Amiel Aicart, con treinta y siete años, se había convertido en un apuesto hombre de armas. Siempre había simpatizado con la doctrina de los bons homes a los que respetaba profundamente, pero su ardiente juventud le había hecho sucumbir ante los encantos de las mujeres y la emoción de las armas, llegando incluso a combatir valientemente en más de una ocasión para el joven conde Raimundo. Ahora ya hacía algunos años que Amiel se había asentado definitivamente entre los soldados del castrum y al lado de su buen amigo Hue Poitevin, quien toda su vida sí permaneció entre los muros de la fortaleza de Montségur.
Hue contaba con poco más de treinta años cuando le fue concedido el reconocimiento como diácono en el pequeño monasterio instalado sobre la montaña. A pesar de su corta edad, todos los obispos y perfectos reunidos para la elección y nombramiento se habían mostrado de acuerdo en reconocer los méritos de aquel hombre rubio que había dedicado toda su juventud a la organización de la vida en la fortaleza y el monasterio, así como a la clasificación, traducción y copias en su cada vez más amplia biblioteca, instalada en la cripta y ubicada en la sala baja del castillo. De fray Hue se contaba que había llegado a permanecer semanas enteras sin salir de aquella cripta, permitiendo solo la entrada de algún amigo y del ya fallecido fray Salvatore da Clemenza, el antiguo diácono.
Qué hacía aquel muchacho en un espacio tan reducido y sin más luz que la que proporcionaban las calelh (lámparas de cuatro picos y fabricadas en hierro, que eran rellenadas de aceite que reponía el mismo fray Salvatore), era algo que casi nadie sabía, a excepción del anciano diácono, el joven Amiel y un nuevo amigo, algo mayor que ellos, y llegado a la fortaleza hacía ya muchos años en compañía de un grueso monje y una bella joven. Se llamaba Sergio y desde su llegada le fue encargada la labor de instruir al pequeño Hue junto al diácono Salvatore, en la labor de los copistas, la enseñanza del Nuevo Testamento y lenguas como latín, hebreo, griego o copto. Su «misión», le habían dicho, era de suma importancia. Y no tardó en comprender, maravillado, el porqué.
El día en que Hue Poitevin cumplía treinta y tres años le fue conferida la responsabilidad sobre los manuscritos originales que estudiaba a diario en la cripta, y que contenían el Evangelio de San Marcos. Era, le habían dicho, el legado de su fallecido hermano Benoît y de muchos y casi anónimos antecesores, todos ellos, al igual que él, continuadores de la estirpe y la Sangre Real de Cristo. Aquel día, entre otros obispos, estaban presentes en una simbólica y humilde ceremonia de entrega el obispo Guilhabert, el diácono Salvatore, y sus amigos Sergio, fray Doménico y Amiel Aicart. En opinión del anciano Guilhabert de Castres no debía faltar ninguno de sus compañeros y buenos amigos a la ceremonia de entrega de los pergaminos, y de su anunciación como sucesor de Jesucristo.
Aquel importante día cambió por completo la vida de Hue quien, con la misma edad con que murió el hijo de Dios, ahora heredaba el conocimiento de sus orígenes.
Desde muchos años antes, fray Sergio y fray Hue se habían hecho inseparables amigos, y fue aquella amistad la que impidió a Sergio plantearse volver algún día a su pequeña abadía en Pavía. Aquella amistad y su secreto amor por la bella Braida, por quien seguía sintiendo un profundo aprecio y devoción, aun a pesar de la pasión que una sola vez, hace ya demasiados años, les llevó a unirse carnalmente.
Otra razón de peso hacía prevalecer el respeto por encima de su amor hacia la joven, y es que la bella dama, como la seguía llamando fray Doménico, llegó a ser reconocida como perfecta pocos años después de su llegada a la fortaleza, cuando hicieron entrada los tres viajeros acompañados por Penélope. La ternura, piedad y dedicación de Braida hacia otras mujeres creyentes, los moribundos que llegaban al castillo y hacia la doctrina de los buenos cristianos culminó con el oficio de un emotivo consolamentum, el mismo día en que la joven cumplía veintitrés años.
La mula Penélope había muerto algunos años después de llegar a Montségur, intentando llegar a la fortaleza después de que fuera robada de las cuadras del monasterio por unos bandidos que tampoco dudaron en llevarse algunas gallinas, cerdos y cabras. Una vez más, el fiel animal se había vuelto a escapar para volver junto a su propietario, aunque aquella vez se quedara solo a medio camino. La dura subida de Montségur pudo con su viejo y leal corazón.
La vida en el castillo durante aquellos treinta años estuvo marcada, en definitiva, por la oración, el estudio y el trabajo en faenas cotidianas. La rutina, los ayunos, el celibato, el secretismo, la existencia errante de los perfectos y perfectas, el llevar a cabo separadamente de los demás el aseo o la preparación de los alimentos, junto a la asimilación por parte de algunos de que con ellos convivía uno de los continuadores de la estirpe de Jesús, hizo de todos ellos hombres duros cuya aura proporcionaba, aún, un mayor peso a sus palabras. Y especialmente aquellos que estaban al corriente de la importancia de cuanto se ocultaba en la fortaleza.
Lo que Sergio, Salvatore da Clemenza y Hue Poitevin ignoraban es que había una persona más que conocía lo que se hacía en la cripta de la sala baja. Róbert Descorbeaux aún recordaba el aciago día en que, por su culpa, casi terminan ardiendo los preciados pergaminos originales en que se relata la historia de María Magdalena como el más digno apóstol de Jesucristo. Aquella infantil travesura le había valido la desconfianza del diácono Salvatore da Clemenza quien no dudó en confiarle, en lo sucesivo, tareas de escasa importancia y siempre lejos de aquella cripta prohibida. Hoy, con algo más de cuarenta años, aún seguía encargándose del aprovisionamiento de la fortaleza, haciendo el camino de ida y vuelta a las poblaciones más cercanas casi cada día, e incrementándose así su silencioso odio hacia aquellos niños ya hombres, y todo cuanto representaban los bons homes.
Por su parte, la población sobre la cima del pog se había incrementado considerablemente, albergando a más de cuatrocientos habitantes y, al menos, cien soldados. Esa guarnición, aún comandada por Pierre-Roger de Mirepoix, estaba ahora formada tanto por residentes como por mercenarios, todos ellos bien armados y provistos, incluso, de una catapulta. No fue necesario que el sargento de guardia Guilhem Garnier y su comandante Pierre-Roger insistieran demasiado para que el señor de Montségur, Raimond de Perelha consintiera a adquirirla, trasladarla y montarla en la plaza central de la fortaleza. Como le había advertido el sargento Guilhem, si queréis paz, preparaos para la guerra. El bélico proverbio romano crearía el efecto deseado solo unas semanas más tarde.
De hecho, sobre la cima de aquella montaña, antaño remanso solo de paz, armonía y recogimiento, ahora también se respiraban una notable tensión y desconfianza; un temor entre las gentes y una incertidumbre, producto de los aires de guerra que, de nuevo, volvían a soplar por todo el Languedoc. La cólera contra los inquisidores y sus crueles métodos de investigación habían ido incubando una ira que no podía tardar en levantar al país contra los ejércitos extranjeros y contra aquellos monjes con fama de sádicos, vestidos con manto negro y enviados por Roma hacia todos los rincones de Europa.
49
URDIENDO LA TRAICIÓN
—¿Señor? —se presentó el sargento Guilhem Garnier, entrando en la sala en que se hallaban reunidos el comandante Pierre-Roger de Mirepoix, el teniente de la guardia, Amiel Aicart, el perfecto fray Doménico, el diácono fray Hue Poitevin y su consejero fray Sergio. Todos ellos pensaron que debía tratarse de una noticia importante, a juzgar por la emoción y gravedad que denotaba el rostro del sargento, quien ya contaba con más de cincuenta años.
—Adelante, Guilhem —le invitó a pasar su comandante—. ¿Qué ocurre?
—Señor, acaba de llegar el senescal del conde Raimundo. Y creo que debe tener prisa por veros, puesto que ni él ni su caballo parecen haber descansado desde hace varios días.
—¡Mi buen amigo Raymond de Alfaro! —Con una rápida mirada al resto de presentes comprendió que contaba con su aprobación—. Hacedle pasar, sargento.
Raymond de Alfaro se había convertido hacía algunos años no solo en el mayordomo del conde Raimundo VII, sino también en uno de los más altos dignatarios del Languedoc. El habitual porte y la elegancia con que era conocido y admirado daban paso ahora a una excitación fuera de lo común. Una inquietud cercana a la furia que le hizo irrumpir en la sala sin esperar a que el sargento Guilhem le autorizara a pasar.
—Señor de Mirepoix, diácono Hue, fray Doménico… —se presentó el senescal hincando su rodilla derecha y agachando la cabeza a modo de educada sumisión.
—Señor Raymond de Alfaro —le saludó el comandante Pierre-Roger, invitándole a levantarse—. Estos otros amigos con los que nos hallamos son mi fiel teniente Amiel Aicart y fray Sergio, consejero de nuestro diácono Hue Poitevin.
—Señores. Deben disculpar mi precipitada llegada y que interrumpa de esta manera su reunión, pero traigo una importante noticia que no debe esperar…
—Por favor —le invitó el diácono Hue—, sentaos a nuestra mesa, senescal.
—… Deben saber que es mi señor, el conde Raimundo quien hace días me instó a que les comunicara sin demora la presencia, muy cerca de este lugar, de algunos de nuestros más acérrimos enemigos: los inquisidores Guilhem Arnaut y Étienne de Saint-Thybery han hecho un alto en su camino en la población de Avignonet, donde yo mismo les he dado alojamiento en el castillo propiedad del conde Raimundo. Han ido hasta allí para coordinar toda la estrategia de su lucha contra la herejía en esta región.
—¿Y bien? —le apremió el comandante—, que sepamos no debemos temer nada de ellos. No creo que osen subir hasta Montségur a sermonearnos.
—Mi señor, lo que quiero decirles es que se trata de una ocasión única para asestar un gran golpe a la Iglesia de Roma, un golpe ejemplar que les haga comprender que no queremos extranjeros en nuestro país. Veréis, esos perros de caza con manto negro se hallan en Avignonet sin escolta de ningún tipo, y es por ello por lo que debemos aprovechar su provocación y convertirla en un escarmiento.
—¿Y en qué consistiría ese escarmiento, senescal? —quiso saber fray Doménico.
—¿Qué mejor que acabar con su vida?
—¿Y qué beneficio hay en esa premeditada matanza? —Ahora era el diácono Hue quien interrogaba al senescal Raymond, haciéndolo con un significativo movimiento de negación con la cabeza.
—El conde, mi señor, y yo mismo pensamos que se trataría de un revés definitivo al injusto Tribunal de la Inquisición, eliminándose a dos de sus más sangrientos representantes y responsables de procesos, incluso, contra difuntos a los que han hecho desenterrar en Albi o Toulouse, para quemarlos por presuntos herejes.
—Pobres locos —exclamó, pensativo, Hue Poitevin—. Esos fanáticos no comprenden que, aunque los hombres quizás lleguen a cambiar el futuro, nunca, ¡nunca podrán cambiar el pasado! Esos cuerpos merecían su entierro y respeto a su descanso eterno, y no ser exhumados para calcinar sus restos.
—Mi señor, también debéis tener en cuenta que se trataría de sublevar con su apoyo a los residentes de los países ocupados, en una clara advertencia de que los habitantes del Languedoc no autorizan el paso de indeseables por sus tierras. Con ello, además, lograríais el reconocimiento y respeto de nuestro conde, que quedaría en deuda con vos y los vuestros. Y finalmente, daríamos a entender a los arrogantes franceses que el conde Raimundo sigue siendo el legítimo señor de todo cuanto ambiciona su rey.
—¿Y dirigir la ira del rey Luis hacia nosotros?
—Sí, diácono Hue. La ira del mismo cuyos funcionarios abusan de su poder enriqueciéndose en detrimento de la población, y llenando sus arcas con injustos impuestos. El mismo que le ha arrebatado ya demasiadas tierras a nuestro conde Raimundo.
—¿Y por qué acudís a nosotros, Raymond?
—Comandante Pierre-Roger, acudimos a vos implorándoos vuestra ayuda puesto que solo vuestra guarnición militar está a tiempo de sorprenderles en Avignonet, donde esperan sus potentes escoltas para celebrar una nueva inquisición y para seguir después moviéndose libremente por nuestras tierras. Además, a pesar del odio que nuestro conde siente por los inquisidores, comprenderéis que no puede cargar a sus propios caballeros con un claro acto de violencia en su nombre. En cambio, los caballeros que vos dirigís en Montségur no son súbditos del conde, sino rebeldes declarados.
El silencio se hizo ahora dueño de la sobria sala de reunión, y solo fue interrumpido cuando Pierre-Roger de Mirepoix se dirigió al diácono del castillo.
—Mi señor, creo que debemos considerar llevar a cabo lo que ha venido a comunicarnos el senescal Raymond de Alfaro. Sin duda se trata de una ocasión única y solo podemos hacerlo contando con vuestra autorización. Además, nuestro castillo se ha ganado de forma justa su fama de lugar inexpugnable.
—Hue —intervino Amiel quien, sentado junto a su amigo, pasó a explicarse casi susurrando—. Hue, esta sería una gran ocasión en la que podríamos vengar la muerte de nuestros hermanos. Recuerda que fallecieron a manos de lobos sin escrúpulos como esos dos inquisidores… Nosotros tenemos el derecho y ellos los pecados. Piénsalo. Necesito que me autorices a ejecutar nuestra venganza, por favor. Llevo casi treinta años conservando esta punta, como único recuerdo de mi hermano Anselmo.
La mirada del diácono Hue se centró, primero, en la punta metálica de espada que Amiel le mostraba en su palma extendida. Luego buscaría una respuesta en los ojos de su consejero Sergio, el mismo que la había recogido de entre dos losas, a las puertas de la iglesia de Saint Sernin. Pero en los ojos de Sergio solo pudo leer la tristeza que sentía ante una nueva e inútil matanza, sin duda poco recomendable. De hecho, Hue creyó intuir en el rostro de Sergio un atisbo de cansancio ante una injusta situación que no había dejado de exterminar inocentes amigos de Dios desde hacía ya demasiados años.
—Mi amigo Amiel. Mi fiel Pierre-Roger. No es mi deseo acabar con la vida de esas personas, y aún menos provocar la ira de la Santa Sede. No obstante, y sin ser yo quien os obligue a ello, creo que tampoco debo ser yo quien os lo impida. Espero no equivocarme, pero en esta ocasión no voy a interceder por la vida de esos crueles monjes. Sea Dios quien se apiade de ellos y perdone sus pecados.
50
MONTSÉGUR DELENDA EST
A decir verdad, aquella mañana no parecía distinta de las demás, pensó Róbert Descorbeaux, mientras deambulaba por el mercado de Foix. Seguían siendo los mismos puestos de fruta y verdura medio podridas y los mismos vociferantes vendedores a los que Róbert conocía desde hacía muchos años. La mayoría de ellos, apestando más que los productos que vendían a voces, eran los hijos de aquellos a los que empezó a comprar cuando era solo un crío y el diácono Salvatore le depositaba semanalmente unos solidi en sus menudas manos para que realizara la compra. Más de treinta años después seguía bajando la montaña para el abastecimiento de la comunidad que sobre ella se ubicaba.
Los mismos productos, las mismas tiendas, los mismos vendedores y casi los mismos clientes que se movían apretujados entre los puestos. Sin embargo, algo inquietaba a Róbert desde hacía un rato. Y fue plenamente consciente de ello cuando se sorprendió a sí mismo huyendo de los callejones poco concurridos, e imprimiendo una cierta velocidad a sus piernas y a la mula con que tiraba del carro aún vacío. Luego empezó a comprender: una mirada de un soldado que supuestamente descansaba a la sombra de una tienda. Otro soldado que se giraba sin disimular demasiado la falta de interés por la lechuga que manoseaba. Aquella pareja de soldados que, despistados, le habían perdido de vista entre la muchedumbre, y que no disimulaban su suspiro de tranquilidad al distinguirle por entre los cientos de personas que regateaban con los vendedores. O el caballero armado que le sigue desde cierta distancia montado en un robusto caballo con emblemas reales.
Róbert Descorbeaux contó, por lo menos, doce o trece soldados que parecían atentos a sus movimientos hasta que, por fin, y desde detrás de un puesto en el que un comerciante exponía diferentes tinajas de vino aguado, salieron a su paso la pareja de soldados que había visto señalarle de lejos. Róbert era un hombre fuerte y de poderosos brazos, formados a base de cargar grandes pesos y de tirar de mulas y carros durante toda su vida, pero enseguida comprendió que no podría zafarse sin armas de aquellos dos soldados, por lo que, de un fuerte tirón de la cuerda a modo de rienda, empezó a girar la mula para anteponer el carro a sus perseguidores, los dos soldados que ahora ya empezaban a empujar a la gente para darle alcance. Al percatarse de ello, Róbert soltó las cuerdas con que tiraba de la bestia y empezó a correr entre los puestos de frutas. Pero no tardó en comprender que era inútil seguir huyendo. Solo unos metros más allá le esperaban tres caballeros montados y varios soldados con lanzas y espadas.
Al detenerse, jadeando, le dieron alcance la pareja de soldados que le perseguía.
—Deja de correr o tendremos que golpearte las piernas hasta rompértelas para que no lo hagas.
—Pero, ¿qué ocurre? No…, no he hecho nada.
—¡Cállate y camina!
—¿Dónde me lleváis? Os confundís de truhán. Yo no he hecho nada malo. No he robado a nadie. ¡Mirad en mi carro, está vacío!
—Eso tendrás que explicárselo al monje. Y ahora camina.
No tardó en conocer al monje al que se referían los soldados cuando le introdujeron en un oscuro carro sin insignia en su única puerta. Al principio, Róbert no vio nada cuando los soldados cerraron el portón tras él, pero pronto la oscuridad fue dando paso a una sombra, y esta a la difusa figura de un hombre encapuchado.
—Si no me equivoco —empezó a hablarle desde la oscuridad—, vos sois Róbert, ¿no es cierto?
—¿Por qué estoy aquí? ¿Quién sois vos? Yo no he hecho nada.
—Sí, ese es vuestro nombre. Róbert Descorbeaux. Y sí, sí habéis hecho algo por lo que os encontráis ahora ante mí.
—No. Os equivocáis. Yo solo he venido a este mercado a comprar algunas frutas y verduras…
—Provisiones para abastecer a cuantos herejes se hallan en la fortaleza de Montségur, ¿no es así, Róbert?
La palabra «herejes» fue la que dio sentido a su estancia en aquel carro y ante aquel extraño, vestido con lo que parecía ser un hábito de monje, y a quien aún no había visto la cara, aunque dedujo que debía tratarse de una persona muy anciana, a juzgar por su diminuta y encorvada figura, además de su arenosa, lenta y desgastada voz.
—¿Quién sois vos? —preguntó Róbert en un susurro que denotaba el terror que empezaba a invadirle.
—Mi nombre es Cirile de Montnoir y soy obispo vaticano por la gracia de Dios —diciendo aquello, el obispo adelantó su rostro hacia un leve rayo de luz que entraba por una de las rendijas que ofrecía la puerta del carro, y al tiempo que se retiraba del rostro la capucha roja con que se cubría. Róbert pensó que debía tener cerca de cien años y que, desde luego, era la persona más anciana que había visto jamás.
—¿Por qué estamos solos en este carro? Podría partiros el cuello antes de que pensarais siquiera en pedir auxilio.
—Pero jamás saldríais vivo de aquí. Más de veinte caballeros están apuntando con sus lanzas y espadas hacia la puerta. Si vos salís del carro antes que yo acabarán con vuestra ruin vida en menos tiempo del que decís necesitar para matarme.
—¿Y qué queréis de mí, monseñor?
—¿Qué quiero de vos? Solo el hecho de que compréis con dinero del señor de Montségur para abastecer a los habitantes de la Caput et domicilium[70]es motivo para pretender de vos la confesión de una exhaustiva lista de nombres, y para hacer que oláis vuestra piel y vuestro propio pelo ardiendo en un merecido auto de fe. Sin embargo, os voy a dar una oportunidad para que os libréis de que os entregue al brazo secular.
—¡Monseñor, debéis creerme! Yo… Yo no soy hereje. Vivo rodeado de esos monjes negros de ideas maniqueas, pero es por pura necesidad. Desde niño fui llevado a su comunidad pero nunca he compartido con ellos sus rituales ni sus creencias.
—Sin embargo adquirís alimentos para ellos y sus creyentes y nunca habéis denunciado sus nombres ni sus prácticas al obispo de vuestra diócesis, ni a ningún noble señor del lugar.
El silencio por respuesta delató al asustado Róbert quien, agachando la cabeza entre sus manos, empezó a imaginarse gritando y atado a un poste sobre un montón de leña humeante.
—Monseñor, os ruego que tengáis piedad de mí. Jamás he dudado de la doctrina católica y si no he denunciado a esos malditos herejes barbados ha sido por miedo a quedarme sin techo ni comida.
—Eso explica vuestro comportamiento, pero no lo justifica. Róbert Descorbeaux, no hallaréis ninguna excusa para libraros de la hoguera, puesto que vos también sois hereje a los ojos de Dios.
Ahora Róbert arrancaba a llorar, arrastrándose de rodillas para besar las sandalias del obispo.
—Piedad, monseñor. Haré cuanto me exijáis. Confesaré mi culpa ante vuestro tribunal y aceptaré la verdadera fe de la Iglesia, pero no me condenéis por culpa de esos malditos albigenses.
—¿Malditos albigenses? ¿Acaso tenéis algún motivo para odiarlos?
—¡Sí! —afirmó esperanzado, comprendiendo que aquella era su única oportunidad para demostrar su inocencia—. Los odio, monseñor. Odio su desprecio hacia la verdad católica, hacia los padres de la Iglesia y hacia los santos sacramentos. Odio sus fingidos rituales y sus heréticas creencias. Odio sus…
—¿Y por qué debo creeros, Róbert? ¿Por qué odiáis a esos buenos hombres como se hacen llamar? Si habéis vivido entre ellos tantos años es porque os han dado cuanto necesitabais, ¿no es cierto?
—No, monseñor. Me han utilizado. Han reventado mis músculos y mi juventud exigiéndome el más duro trabajo en beneficio de su comunidad.
—Y ahora deseáis vengaros.
—¡Sí, monseñor!
—Y si yo os pidiera que una vez a la semana y coincidiendo con vuestras compras me relatarais cuanto necesito saber, ¿lo haríais?
—Monseñor, haré cuanto me ordenéis y os diré cuanto deseéis saber. Conozco perfectamente a sus líderes religiosos y sus comandantes militares. Lo que hacen, lo que piensan, lo que esconden…
Róbert dejó la frase por terminar al comprender que hace ya muchos años juró no revelar ninguna información acerca del «secreto espiritual» de los perfectos de Montségur, y que quizás no debía contárselo todo a aquel obispo vestido totalmente de rojo.
—¿Habéis dicho «lo que esconden»? —Ahora el obispo adelantó su severo y arrugado rostro. Su cara amarillenta parecía casi traslúcida, dejando ver infinidad de diminutas venas azules—. ¿Y qué esconden, Róbert?
***
Foix, el décimo sexto de mayo, en el año del Señor 1242
Venerabilis frater, arzobispo Pierre Amiel.
Para nos es muy grato comunicaros con la presente misiva el fin de la investigación que nos ha llevado a recorrer media Francia y parte de la península itálica.
Como se os comunicó desde Roma, y a la espera de que sea elegido el nuevo papa que ocupe la vacante en la Santa Sede, debemos dirigir a vos cuantas noticias averigüemos sobre cierto «tesoro espiritual». Como debéis saber, casi cuatro décadas llevamos inmersos en la oscuridad de una búsqueda, rota solo por breves rayos de luz y esperanza que, al final, han terminado dando su fruto.
Diversas informaciones nos han llevado hasta el condado de Foix, en el Lauragués, donde hemos encontrado no solo un apestoso nido de herejes, sino también el lugar donde se hallan escondidos los pergaminos que durante siglos ha perseguido la Santa Sede. Han sido muchos y lóbregos los años de nuestra vida que hemos dedicado a la búsqueda de tan preciado tesoro. Y, por fin, Dios ha iluminado nuestro camino con su gracia, dirigiendo su luz hacia la contaminada fortaleza de Montségur.
Propiedad de Raimond de Perelha, la fortaleza se ubica sobre un elevado pico que le proporciona su fama de inexpugnable. En esa sinagoga de Satanás conviven varios cientos de monjes negros de ideas maniqueas, bajo las decisiones del supuesto obispo Bertrand Marty, y una pequeña guarnición para salvaguardar su preciado «tesoro». Un tesoro que nos pertenece y que no debemos dudar en obtener, haciendo uso, si es necesario, de toda la fuerza de la que podamos disponer.
Toda la información con la que contamos y que paso a relataros nos ha sido facilitada por un hereje relapso quien, temeroso de la ira de Dios, nos sirve desde hace semanas como confidente, indagando sobre los movimientos de la tropa de soldados allí apostada, los nombres de cuantos perfectos y obispos herejes entran y salen y, sobre todo, acerca de cuanto sucede a nuestros preciados pergaminos, de los que parece ser que en esa comunidad, solo el diácono de nombre Hue Poitevin, su consejero Sergio y un amigo, de nombre Amiel Aicart, saben de su existencia y significado.
Sin duda, y por informaciones anteriores que os han facilitado desde Roma, conoceréis esos nombres y la procedencia de sus apellidos, así como también estaréis imaginando que con ellos se encuentra aquel otro lobo con piel de cordero, tantos años buscado y de nombre fray Doménico da Sola, hoy aspirante a obispo de su herética doctrina.
Es, pues, el momento oportuno de acabar con ese nido de víboras, con la plaga que extienden desde las pendientes de ese pico y de, en definitiva, obtener el tesoro que tantos años ha ansiado la Santa Sede.
Mientras tanto permaneceremos ocultos en Foix, a la espera de vuestras órdenes y de nuevas averiguaciones por parte de nuestro valioso confidente.
Humildemente vuestro, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cirile de Montnoir, obispo.
***
Venerabilis frater, Cirile de Montnoir.
Debéis saber que nos habéis proporcionado la mayor alegría de cuantas pueda esperar todo fiel seguidor de la Santa Iglesia católica.
Efectivamente, en cierto momento fuimos citados en Roma, donde se nos informó que esos pergaminos han sido vuestra razón de existencia y el motivo por el que ha muerto ya demasiada gente. La información que ellos esconden justifica todo cuanto se haga por conseguirlos, por lo que respondemos a vuestra fraternidad diciéndoos «DELENDA EST MONTSÉGUR»[71], palabras que, seguro, sabréis interpretar.
Ha llegado el momento de decapitar a la hidra y, por fin, vos habéis dado con sus raíces. Os felicitamos por ello y os animamos a que no desfallezcáis en vuestra misión, cuyo objetivo deberá centrarse en seguir obteniendo información sobre todo cuanto acontezca en la cima de ese infectado monte. Os ruego sigáis comunicándome cuanto averigüéis hasta que llegue el ansiado momento en que un nuevo papado ocupe la vacante en la Santa Sede como sucesor del apóstol Pedro.
Pierre Amiel, arzobispo de Narbona.
51
AVIGNONET
Situado en pleno Lauragués, en los confines del dominio del conde de Toulouse, Avignonet siempre fue considerado un nido de herejes. De hecho, todas las poblaciones de su alrededor eran de vieja tradición herética y seguidores de la doctrina de los amigos de Dios. La presencia de los dos inquisidores no podía pasar inadvertida ante los centenares de campesinos que vieron llegar sus grandes carros de madera con fuertes remaches de hierro a modo de blindaje. Estaba claro que habían venido a celebrar una nueva inquisición.
Pero esta vez erraron en el objetivo y, sin saberlo, se habían metido en la boca del lobo.
Cerca de sesenta soldados bajaron desde la montaña de Montségur y cabalgaron sobre sus destrers durante toda la tarde y la noche para salvar la escasa distancia que les separaba de Avignonet. En el camino se les fue sumando otra veintena de caballeros, además de una quincena de habitantes de la población donde se hallaban hospedados los osados inquisidores, y que también habían querido sumarse al complot. Así, eran casi cien personas las que rodearon el pequeño castillo de Avignonet para impedir que alguien pudiera escapar a la planeada matanza. De ellos, doce resultaron los escogidos para abrir el paso. Armados con hachas y mazas fueron guiados a la luz de las antorchas por el propio Raymond de Alfaro, a través de los pasadizos del castillo y hasta la misma puerta tras la que descansaban los inquisidores.
El dominico Guilhem Arnaut se encontraba de rodillas rezando ante un pequeño crucifijo, acompañado por el franciscano Etienne de Saint-Thybery. Este había sido nombrado su ayudante por Pierre Amiel, arzobispo de Narbona, y también había sabido ganarse pronto una merecida fama como espada de herejes, sádico y cruel inquisidor. Junto a ellos se hallaban otros dos dominicos, un franciscano, un asesor del tribunal y representante de la autoridad episcopal, un arcediano y cuatro criados. A pesar de encontrarse en tierra de herejes, ninguno de ellos había considerado necesario llevar escolta.
Faltaba poco para el amanecer y, a través de la sólida puerta de maderos, solo se oía un leve murmullo de rezos y réplicas, de forma que el primer hachazo en la puerta sonó con un sorprendente y ensordecedor golpe seco. Tras él, un largo silencio durante el cual los once orantes se miraron unos a otros, tras interrumpir sus rezos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó visiblemente alarmado el franciscano Etienne de Saint-Thybery. La cara del inquisidor Guilhem Arnaut permanecía sería, pero un rayo de alarma cruzó sus ojos cuando creyó ver un resplandor a través del pequeño ventanuco en la pared de piedra. De un salto, se dirigió hacia él y, agarrándose a sus tres únicos barrotes, gritó una de las últimas palabras que diría hasta el momento de su muerte:
—¡Malditos!
El resplandor que había visto reflejado en el ventanuco provenía de las decenas de antorchas que había encendidas por todas partes, dentro y fuera del castillo. Con cada antorcha, un brazo. Tras todos aquellos brazos, más de un centenar de ojos expulsando su silencioso odio hacia quienes oraban tras los barrotes de la ventana.
Luego empezaron a sonar más golpes secos en la puerta. Los hachazos se repetían uno tras otro casi rítmicamente, haciendo que el robusto portón de madera fuera cediendo a medida que saltaban grandes astillas.
Los monjes y sus sirvientes, estupefactos, siguieron de rodillas mientras dirigían sus asustadas miradas desde la, cada vez más frágil puerta de madera, hasta el duro semblante del dominico que seguía agarrado al ventanuco. Por fin, Guilhem Arnaut se arrodilló de espaldas al vano y con la vacía mirada hacia el pequeño crucifijo al que estaba rezando solo unos instantes antes. Su compañero franciscano comprendió la situación y, dirigiendo también su mirada hacia el crucifijo, empezó a entonar la Salve Regina. Mientras el portón caía derribado a hachazos, el resto de monjes, resignados, se sumaban a los dos inquisidores en su oración.
Pero no tuvieron tiempo de acabarla.
El primero en atravesar el astillado portón fue Raymond de Alfaro, precipitándose hacia el asustado grupo de orantes.
—Está bien, está bien. Ya habéis orado demasiado y vuestro Dios sigue sin escucharos.
Después, doce caballeros entraron en tromba en la oscura estancia, lanzándose contra los monjes a los que no dudaron en golpear hasta abrir los cráneos con sus mazas y traspasar sus cuerpos una y otra vez con las hachas. El último en sucumbir a aquella ciega ira fue el dominico Guilhem Arnaut quien, mientras seguía entonando la Salve Regina, fue deslizándose por detrás de los otros monjes posponiendo así su final, hasta que un fuerte puño le agarró por la negra capucha del manto.
—¿Dónde crees que vas, maldita rata cobarde? —La voz de Amiel sonó tranquila y serena, mientras le hundía una fina daga en el estómago. La venganza sabía como un delicioso plato al que hay que dedicarle mucha calma. Y Amiel no tenía prisa.
—¡Arderéis en el infierno! —susurró el dominico con los ojos desorbitados, denotando sorpresa por el agudo y repentino dolor, y al tiempo que volvía a arrodillarse, esta vez ante su ejecutor.
—Os he clavado mi daga más fina con la única intención de daros una lenta muerte. No os libraréis de que estos hombres os abran la cabeza, pero quiero que sepáis que antes de que eso suceda, yo os habré cortado la lengua con la que habéis ajusticiado y condenado a cientos de inocentes.
La carnicería se prolongó durante casi una hora. La mentalidad de aquellos hombres no admitía dudas sobre quién estaba a uno u otro lado de la línea delimitada por Dios. Después se encendió una hoguera en lo más alto del castillo para anunciar a la localidad el éxito de la empresa.
Algunos días después de aquel 29 de mayo, en el año del Señor 1242, los caballeros, aún con sangre en sus armaduras, recibían el aplauso de la gente en el camino de regreso.
Los más de cincuenta soldados que habían salido de Montségur días antes regresaban ahora moviéndose rítmicamente sobre sus caballos de batalla bien enjaezados. Se trataba de una atenta compaña de triunfantes caballeros que honraban y escoltaban a su teniente a la entrada de la fortaleza, desde donde salió a recibirles el comandante en jefe de la guarnición.
—¿Dónde está el cráneo de Guilhem Arnaut, caballero Amiel? —gritó el comandante con evidente sorna—. ¿Por qué no me habéis traído los fragmentos de su cráneo si está hecho pedazos? Los hubiese reunido en un círculo de oro para hacerme una copa con la que beber vino todos los días hasta mi muerte.
—Mi señor, Pierre-Roger —respondió arrogante Amiel Aicart desde lo alto de su poderoso destrer de guerra, y vestido con su habitual cota de malla y su casco de acero de Pavía—. No os he traído el cráneo del inquisidor porque en él están bebiendo ahora los cuervos y los buitres. También ellos merecen brindar con esa copa.
Las risas y el júbilo con que se recibieron aquellas palabras impidieron a los presentes (casi todos los habitantes de Montségur, a excepción de fray Doménico, Sergio, Hue Poitevin y pocos más) percatarse de la sombra de un hombre que, silenciosamente, corría camino abajo como alma que huye del diablo.
52
REUNIÓN EN LA CRIPTA
Habitualmente, cuando el diácono Hue Poitevin bajaba los escalones que conducían a la cripta que hacía las veces de biblioteca, lo hacía con el único ánimo de volver a acariciar aquellos preciosos y ajados pergaminos, escritos en una lengua que ya no suponía un secreto para él. Los había estudiado una y otra vez. Conocía todas sus palabras y significados después de transcribirlos en varias ocasiones y en diferentes lenguas. Esa había sido su principal ocupación desde poco después de llegar a la fortaleza, una labor para la que contó con la inestimable ayuda de su amigo y consejero Sergio, a quien debía además el aprendizaje de algunas lenguas como el copto o el griego.
Pero en aquella ocasión era la tristeza la que embargaba su corazón. Tras oír los rumores de cómo se había desarrollado el suceso de Avignonet solo pudo cerrar los ojos y dirigirse cabizbajo y pensativo a su santuario personal. Pensó que, como siempre, con la pluma de ganso en su mano y la débil luz de la calelh iluminando uno de aquellos pergaminos, se sumiría en la concentración que necesitaba para olvidar aquel lamentable episodio. Sin embargo, tras encender la lámpara de aceite, permaneció largo rato observando la pequeña llama, sopesando las causas y, sobre todo, las posibles consecuencias de una carnicería que, quizás, debería haber detenido o, cuando menos, consultado con su obispo Bertrand Marty.
—Hue, ¿nos permites pasar? —La voz de su consejero Sergio hizo que el joven diácono dejara de estudiar la brillante llama de la lámpara para girar su cabeza esbozando una sincera sonrisa.
—Mis amigos fray Sergio y fray Doménico. Siempre oportunos y siempre bienvenidos. Adelante, por favor.
—Diácono Hue, acaba de llegar el séquito que marchó hace días hacia Avignonet.
—Lo sé, fray Doménico. Lo sé.
—Ha sido una masacre.
—También lo sé, Sergio. Pero ahora ya no podemos hacer nada más que esperar las consecuencias
—Consecuencias que sin duda serán nefastas —apuntó fray Doménico, que aún permanecía en pie—. A estas alturas ya debe haber partido algún mensajero hacia Roma para informar sobre la identidad de los causantes de la traición y el lugar donde se esconden.
—Conseguiremos que se aúnen la ira del papa con la del rey Luis.
Sergio permanecía sentado junto al diácono y con la palma de la mano sobre el pergamino que supuestamente leía Hue. Estaba claro que sus dos amigos habían bajado a la cripta con la intención de decirle algo más de lo que ya sabía.
—Amigos fray Sergio y fray Doménico. No sé si obré erróneamente al permitir a Pierre-Roger enviar sus tropas contra esos dos inquisidores. Lo más probable es que nos acarree serios problemas, pero se trataba de una difícil y comprometida decisión… ¿Tenéis idea de lo complicado que resulta tomar decisiones como esa? ¿Acaso sabéis el peso de mi carga como sucesor del linaje responsable de que haya sido elegido diácono?
—Lo sabemos, y por ello confiamos en ti —respondió Sergio—. Solo tú, Hue, puedes guiarnos con tu luz y sabiduría. Las decisiones que tomes serán las acertadas y es por eso por lo que acudimos a ti.
—Por esto estamos delante del trono de Dios, y le servimos día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre nosotros. Ya no tendremos hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre nosotros, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono nos pastoreará, y nos guiará a fuentes de aguas de vida[72].
—Fray Doménico, no es el momento para citas del Apocalipsis.
—Lo que queremos decirte, Hue, es que debemos preparar la fortaleza ante un posible ataque. Quizás contar con el favor del conde Raimundo sea contar con poco, y mucho el peligro que puede acechar desde Roma y Francia.
—Esta fortaleza es inexpugnable. Lo sabéis bien, amigos míos.
—¡Y también lo saben nuestros enemigos! —Ahora fray Doménico había dejado caer ruidosamente uno de sus grandes puños sobre la robusta mesa a la que estaban sentados Hue y Sergio—. Diácono Hue, si deciden venir, lo harán con todo el potencial militar del que dispongan.
—Sí —se lamentó Hue, mientras afirmaba agachando la cabeza—. Y no olvido que poseemos un tesoro mucho más importante que nuestra propia existencia.
—Y que con nosotros se encuentra el único descendiente en vida de nuestro Señor Jesucristo.
Sergio había pronunciado aquellas palabras mientras miraba fijamente a los ojos de fray Doménico. La mirada que ambos se dirigieron no daba lugar a dudas: aquellos dos hombres estaban dispuestos a dar hasta la última gota de su sangre por preservar la del linaje de Jesús. La Sangre Real.
—Amigos míos —dijo al fin el diácono Hue, poniéndose en pie y echando los brazos sobre los hombros de sus compañeros—, esperemos que esa ira de la que habláis no se dirija hacia Montségur. Sin embargo, una vez más estáis en lo cierto: no vamos a esperar a que eso suceda. Hoy mismo ordenaré a nuestro comandante, Pierre-Roger de Mirepoix, que inicie las reformas que necesitamos en nuestras murallas para que su defensa sea firme y fiable. Vos, fray Doménico, os encargaréis del aprovisionamiento de víveres y agua para la fortaleza, por lo que quedan a vuestra disposición los fuertes brazos de Róbert Descorbeaux.
—Ese hombre es oscuro, diácono Hue. Siempre tengo la sensación de que está tramando algo. No me fío de él.
—Sí, ciertamente es oscuro, fray Doménico, pero también el que mejor conoce los caminos hacia los mercados de las proximidades y a qué proveedores comprarles al mejor precio y con la mejor calidad. Hace ya muchos años que desempeña a la perfección su labor y nunca ha dado motivos para que dudemos de ello.
—Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos[73].
—Y tú, mi fiel Sergio —continuó Hue, sonriendo por el apunte de fray Doménico—, te necesitaré a mi lado en todo momento, aunque creo que antes debes ayudar al comandante en jefe de la guarnición a coordinar la defensa del castillo, contratando más mercenarios, levantando nuevas barbacanas y estableciendo rígidos turnos de guardia. Ya sabes que el sargento Guilhem Garnier sigue siendo el soldado más experimentado y fiable de toda la guarnición, a pesar de su avanzada edad. No dudes en contar con él.
—Lo sé y así lo haré.
—Aunque sea el propio rey Luis quien capitanee sus ejércitos, y venga acompañado del papa Inocencio o del mismísimo Satanás nos encontrarán preparados para defendernos. Una defensa lo suficientemente férrea como para lograr la victoria.
—Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio habrá llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas[74].
Ahora sí fueron bien recibidas las palabras de fray Doménico, proporcionando renovadas fuerzas y esperanzas a aquellos tres asustados hombres.
53
OSCURO PANORAMA
Foix, el sexto de junio, en el año del Señor 1242
Venerabilis frater, arzobispo Pierre Amiel.
Hemos creído conveniente informaros, ya no tanto sobre los tristes acontecimientos sucedidos en la inmunda población de Avignonet, nefasto foco de plagas herejes, y sobre la traición que se ha dado en ella, de la que ya estaréis debidamente informado, sino más bien de todo cuanto nos ha relatado el confidente del que os hemos hablado en misivas anteriores.
Parece ser que días después de la matanza de nuestros hermanos dominicos y franciscanos, arribaron a la fortaleza de Montségur (en el condado de Foix y que ya nos os mencionamos como el lugar en que se siguen custodiando los valiosos pergaminos que buscamos desde hace décadas) más de cincuenta caballeros armados, vanagloriándose de su infame victoria sobre vuestros indefensos hermanos inquisidores. Se confirma con ello la identidad y el escondite de sus cobardes ejecutores. Alguno de ellos, incluso llegó a alardear de haberle cortado la lengua a nuestro preciado hermano Guilhem Arnaut, mientras todos los presentes a la celebración vitoreaban a los causantes de tan sanguinaria acción. Al parecer, el momento de mayor alegría se dio cuando estos explicaban de qué forma habían quedado despedazados, tumbados y esparcidos en el suelo los sanguinolentos cuerpos de los valientes dominicos.
Según nos ha aclarado nuestro confidente, quien había partido inmediatamente hacia donde nos hallamos para relatarnos detalladamente cuanto acababa de oír en la fortaleza, al parecer la matanza fue auspiciada por el baile y senescal del conde Raimundo, Raymond de Alfaro, apoyado por el comandante militar de Montségur, Pierre-Roger de Mirepoix y, sin duda, autorizados todos por ese falso obispo de nombre Bertrand Marty y el supuesto diácono de la fortaleza, Hue Poitevin. La ira de Dios caiga sobre todos ellos.
Así pues, es deseo de nos, suplicaros con todo ello que no condenéis al olvido tan insultante afrenta y ordenéis la debida partida de castigo. La Iglesia debe recordar a sus muertos y, aunque nunca podríamos encontrar a todas las víboras responsables de tan crueles asesinatos, debemos asegurarnos de que tan infame crimen jamás volverá a repetirse y de que los inquisidores podrán seguir llevando a cabo su cometido sin temer por su vida.
Por último, deseamos añadir que, según las averiguaciones del citado confidente, nuestros ansiados pergaminos han sido copiados y traducidos a lengua occitana. Lamentables noticias, como vos comprenderéis, puesto que no beneficia a la Santa Iglesia católica que existan más copias, susceptibles de caer en manos impropias. Aunque debe consolarnos saber que todas las copias realizadas se guardan en la misma cripta en que se custodian los originales. Lugar, por otro lado, bien salvaguardado y de imposible acceso para nuestro confidente, a menos que tomen el sitio los ejércitos que, seguro, vos os encargaréis de reunir.
Siempre al servicio de la Santa Iglesia católica,
Cirile de Montnoir, obispo.
***
Tras la traición y matanza en Avignonet daba la sensación de que el plan del conde Raimundo VII había cubierto con éxito sus objetivos. Parecía haber dado comienzo la liberación del país ocupado. Pero la revuelta popular y la victoria militar resultarían breves. El ejército francés, mejor armado y con mejores capacidades militares no tardaría en acabar con la falta de unidad de los languedocianos, esperanzados estos con la ayuda del recién desembarcado ejército inglés del rey Enrique III, y con el apoyo del rey de Aragón, Jaime I. Pero el rey Luis IX reaccionó con gran celeridad expulsando de tierra francesa a los ejércitos ingleses el vigésimo segundo día del mes de julio, en el año del Señor 1242. Consecuentemente, la derrota sobre el ejército inglés animó a rey Jaime (horrorizado como estaba, por lo sucedido en Avignonet), a retirar su apoyo al conde de Toulouse, convencido de su autoría. Hasta el mismo Roger IV, conde de Foix, lo traicionó pactando a sus espaldas con el rey de Francia.
De esa manera, Raimundo VII se quedaba solo. Había subestimado la energía y el talento militar de los jefes franceses y sobreestimado las fuerzas y fidelidad de sus aliados.
Como punto culminante, se celebró en la ciudad de Lorris una reunión en el mes de octubre del año del Señor 1242, en la que se firmó la paz y sumisión del conde de Toulouse al rey francés, Luis IX, quien le exigirá que purgue definitivamente de sus tierras la herejía. Con tal exigencia, el rey de Francia expresaba abiertamente el deseo de aniquilar, de una vez por todas, la herejía en tierras del Languedoc, heterodoxia que encontraba uno de sus últimos refugios en la fortaleza de Montségur, de la que se sabía había partido la expedición de soldados responsables de los hechos de Avignonet.
Otro motivo se sumaba a la matanza de aquellos dos inquisidores, como pretexto para dirigir la mirada y la ira de la Santa Sede hacia el castillo de Montségur. Y esa nueva razón respondía a la secreta voluntad papal de hacerse con cuanto allí escondían los herejes.
Así, con los franceses dominando todo el país y sin oposiciones de ningún tipo por parte de Inglaterra ni Aragón; con los personales intereses del papa centrados en Montségur; con los inquisidores como perros de caza tras perfectos y creyentes; y con el conde de Toulouse rindiendo pleitesía a Luis IX y entregado a la católica voluntad de Roma, el final de la herejía aparecía ya sujeta solo a una simple cuestión de tiempo. Tanto como tardara en capitular la fortaleza de Montségur, el indómito pog hacia el que convergían ahora todas las nubes grises del mundo.
54
CINCO AMIGOS
—¿Fray Doménico?
—¡Braida! Bella dama, ¡cuánto tiempo sin veros! ¿Dónde os habíais metido?
—Benedicite, parcite nobis —le saludó Braida, realizando la consabida genuflexión y las acostumbradas inclinaciones de cabeza.
—Que Dios os bendiga —le respondió un sonriente fray Doménico, feliz de ver a su antigua amiga, hoy convertida en una mujer de edad madura, aunque sin haber perdido por ello un solo ápice de su jovial belleza. Su porte y sus elegantes maneras seguían haciendo de ella la misma joven muchacha con que atravesaron los Alpes, hacía ya muchos años. Y hoy, pensó el monje, estaba especialmente bella al vestir de blanco, cuando habitualmente lo hacía de negro, tal y como acostumbraban a hacer tanto perfectos como perfectas.
—Boni homine, con la bendición de Dios y la vuestra…
Tras el habitual intercambio de frases y gestos y el ritual que conocían como Melhioramentum, fray Doménico cogió de las manos a la bella mujer, levantándoselas para observar el cambio de imagen que ofrecían sus claras ropas.
—Braida, estáis… estáis…
—¿Hermosa, quizás? ¡filius major fray Doménico da Sola, debería daros vergüenza pecar de pensamiento a vuestra edad! —le recriminó en broma la buena dama.
—Bella dama, no olvidéis que yo soy de los que no se contaminaron con las mujeres, pues soy virgen. Soy el que sigue al Cordero por donde quiera que va…[75]
—No sé cómo lo hacéis, pero siempre halláis un versículo del Apocalipsis con el que justificar vuestros actos —le interrumpió Braida con los brazos en jarras, para pasar luego a inclinar la cabeza a modo de cortés agradecimiento.
—Y en mi boca no fue hallada mentira, pues es sin mancha delante del trono de Dios[76] —citó de nuevo el orondo fraile con su dedo índice en alto, y al tiempo que animaba a la perfecta a caminar a su lado y dirigirse hacia el exterior de la fortaleza, donde comprobaron que el hormigueante movimiento de gente era asombroso.
—No cambiaréis nunca, fray Doménico… Decidme, ¿qué es todo este movimiento de gente? Jamás en treinta años he visto entrar y salir tanta gente junta de nuestro castillo.
—Si os fijáis, bella dama, no solo entra y sale constantemente gente de la fortaleza, sino que además nuestro amigo Sergio está dirigiendo las defensas y ayudando a nuestro comandante militar a coordinar las, cada vez más numerosas, tropas de soldados.
—¿Qué está ocurriendo, fray Doménico? Todos los habitantes extramuros hemos visto instalar en pocos meses una catapulta en nuestra plaza, abastecernos de cientos de piedras de todas las dimensiones, contratar nuevos soldados o arreglar viejas murallas y levantar otras nuevas.
—Braida, es importante que actuéis en consecuencia respecto a lo que os voy a revelar, pero más importante es que no lo compartáis con nadie más.
—Sabéis que soy una tumba.
—Lo sé —respondió el fraile, recordando que, efectivamente, Braida jamás había relatado a nadie cuanto sabía sobre los pergaminos y la continuación del linaje de Jesús en la sangre del actual diácono, su amigo Hue Poitevin—. Por eso os lo voy a contar. Hace solo unos días hemos sabido que se va a reunir un fuerte contingente bélico para dirigirlo hacia nuestra fortaleza. En esta ocasión, el rey de Francia Luis IX y quien sea el responsable ante la vacante en la Santa Sede, pretenden aunar esfuerzos para acabar con el que parece ser el último foco de resistencia a la Iglesia de los lobos. Si la información es cierta, no hay motivos para dudar de que el ejército que reúnan será uno de los más numerosos y mejor equipados de todos cuantos han batallado en el Languedoc de las últimas décadas.
—¿Y pensáis hacerles frente con poco más de cien soldados y una catapulta?
—Sí, y serán suficientes, bella dama, siempre y cuando nuestra fortaleza haga honor a su fama de inconquistable. La ubicación de nuestro castillo hace que el asedio sea la única manera de reducirlo.
—Y eso explica que almacenemos alimentos por todos lados y que ese hombre suba y baje con su carro todos los días a los pueblos de los alrededores. —El hombre al que se refería Braida era Róbert Descorbeaux que, en ese preciso instante, entraba por los altos portones del castillo con su viejo carro lleno de sacos con legumbres. El mismo que, consciente de que estaban hablando de él, y antes de perderse en la concurrida plaza de armas, echara la vista atrás cruzando su mirada con las de fray Doménico y Braida, dedicándoles una misteriosa y casi sarcástica sonrisa—. No me fío de ese hombre, fray Doménico. Hay algo en él que me pone nerviosa.
—Pensáis lo mismo que yo, bella dama, pero nuestro amado diácono Hue, y antes que él, nuestro fallecido hermano Salvatore da Clemenza, han decidido confiarle la misión de abastecer a nuestra comunidad, labor que ciertamente ha realizado a la perfección durante muchos años. Así que no tenemos motivos para desconfiar de él. Y sí, el abastecimiento de víveres y agua es nuestra mejor arma de defensa. Tened en cuenta que la rendición no puede ser nunca una alternativa a la que podamos recurrir, habida cuenta el «tesoro» que obra en nuestro poder, y la persona por cuyas venas corre la sangre de la que habla ese «tesoro». Si nos rindiéramos pondríamos al alcance de la la Iglesia de los lobos todo cuanto da sentido a nuestra existencia.
—Pero ese triste final nunca sucederá, ¿verdad, amigos? —La voz que se sumaba al diálogo entre fray Doménico y Braida era la del diácono Hue Poitevin.
—¡Hue!, qué alegría volver a veros. Debe hacer, por lo menos…
—Por lo menos medio año que no tengo el placer de veros, bella Braida.
—Vos también tenéis muy buen aspecto, diácono Hue. Os ha crecido mucho vuestra barba y vuestro hermoso pelo rubio.
—Gracias, Braida. Por cierto, ¿por qué hoy vestís de blanco? Estáis verdaderamente radiante.
—Os voy a reconocer que hoy he decidido hacer una excepción a mi habitual hábito negro, puesto que sabía que os terminaría viendo, y necesitaba los halagos de los dos hombres barbados más apuestos de la fortaleza.
—Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rica, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez…[77]
—¿Por qué siempre que veo a Braida hablamos de desnudez? —esta vez era Sergio quien, acompañado de Amiel Aicart se unían al alegre grupo, mientras Braida dirigía una cómplice mirada al recién llegado consejero del diácono. Luego abrazó emocionada a su otro amigo, Amiel.
—Qué agradable sorpresa, Amiel… Si llego a saber que hoy iba a terminar viendo a los más gallardos hombres de la fortaleza, no hubiera osado a venir sola y, desde luego, me hubiera arreglado para la ocasión.
—Bella Braida, vos siempre estáis maravillosa. Vuestra soberbia hermosura eclipsa a cuantas mujeres osan acompañaros.
—Teniente Amiel Aicart, si no fuera por vuestra merecida fama de zalamero, sin duda yo también sería una más de las mil víctimas conquistadas por vuestras halagadoras palabras.
—¿Cuál de ellas os ha hablado tan mal sobre mí? Sin duda os mienten, puesto que aún no he sobrepasado las novecientas…
Ahora el grupo estallaba en risas, a pesar de las cuales al diácono Hue no se le escapó la verdadera seriedad que escondía la sonrisa de su fiel consejero.
—Mi fiel Sergio, creo que has venido a decirnos algo, ¿verdad?
—Diácono Hue, tenemos que hablar. Nuestro teniente Amiel debe contaros algo muy importante.
—Sergio, Amiel, sabéis que estamos entre amigos. Hablad sin miedo, por favor.
—Hue —empezó a hablar Sergio, tras intercambiar una grave mirada con Amiel Aicart— acaba de llegar un mensajero mandado por el senescal Raymond de Alfaro. Ha venido a informarnos de que ya se está reuniendo a miles de soldados no muy lejos de este pico. Su intención es llegar a Montségur en pocos días.
Ahora, quienes cruzaron sus miradas, fueron fray Doménico y Braida, pues las palabras de Sergio habían terminado de explicar las dudas que albergaban en la mente de la perfecta.
Después de que Sergio se retirara para relatarle a Hue con detalle y junto a Amiel, para cuándo y de qué forma se esperaba la llegada de aquel ejército, Braida y fray Doménico se quedaron solos, paseando en silencio bajo los agradables rayos de sol de una tarde de mayo.
—Braida —dijo al fin fray Doménico—. Antes os he dicho que era de suma importancia que no revelarais nada de cuanto os iba a contar.
—¿Uhum? Y creo recordar que os dije que estabais ante una tumba.
—Cierto, cierto. Y por eso comencé a contaros cuanto sabéis sobre ese inminente ataque del ejército cruzado. Sin embargo, hay algo que no os pude contar, puesto que nos sorprendió nuestro amigo el diácono Hue, justo cuando pensaba revelaros lo más importante. Veréis, bella dama, se trata de un asunto del que, de momento, solo os puedo hablar a vos.
55
SE REÚNE UN EJÉRCITO
Hugo de Arcis, nuevo senescal de Carcasona, junto al arzobispo de Narbona, Pierre Amiel, habían tomado la decisión de reunir un ejército lo bastante poderoso como para poner sitio, de una vez por todas, a aquella famosa fortaleza a la que los rumores públicos designaban como el cuartel general de la herejía, el mismo cisma heterodoxo de los bons hommes que a punto había estado de devorar a la Iglesia católica.
El décimo tercer día del mes de mayo, en el año del Señor 1243, Hugo de Arcis, nombrado comandante en jefe de los cruzados, llegaba con sus tropas al pie de la montaña de Montségur. Sin duda, el hecho de que fuera el propio senescal de Carcasona quien dirigiera personalmente la contienda indicaba claramente que en la acción militar había toda una disposición política, además de la iniciativa religiosa, representada por el arzobispo de Narbona, Pierre Amiel, y un oscuro obispo al que nadie conocía, pero que ya se había dejado ver en algunas ocasiones y medio oculto dentro de su carromato.
En pocos días, el recién llegado ejército de caballeros y soldados franceses plantó sus tiendas al pie del inmenso peñasco.
—¿Comandante en jefe Hugo de Arcis? —preguntó una voz arenosa, cuyo anciano y encorvado propietario ya se había plantado prácticamente en el centro de la tienda. Desde que terminara la pregunta hasta verse rodeado de espadas, lanzas y dagas, apuntando todas hacia su cuello, y empuñadas por cuantos caballeros rodeaban para defender a su señor, apenas había transcurrido un suspiro. Luego un plomizo silencio se adueñó bajo la lona.
—¿Quién sois vos, anciano? ¿Y cómo osáis entrar en mi tienda sin ser invitado?
—¿Es así como tratáis a las visitas? —preguntó sarcástico el jorobado anciano. Sus ojos, pensaría el comandante Hugo de Arcis, parecían poseer una rabia y una sabiduría milenarias—. ¿O acaso debo informar al representante de nuestro arzobispado de que recibís a uno de sus más preciados obispos a punta de espada?
—¿Uno de sus más preciados obispos? —replicó incrédulo el jefe militar sin dejar de lavarse las manos en una jofaina, y sin poder evitar esbozar una insultante sonrisa.
—No os dejéis engañar por mi estatura y mi edad —continuó diciendo aquella frágil figura, que había aparecido vestida impecablemente de rojo, y al tiempo que, lentamente, iba apartando puntas de lanzas y espadas en su camino hacia el comandante—, pues poseo poder suficiente para hacer que mañana cuelgue sin vida vuestro cuerpo desde una de las picas que sostienen los estandartes del rey Luis. Aunque también podría ordenar, si así lo preferís, que os cortaran las manos para que no volvierais a precisar esa jofaina.
»Mi nombre es Cirile de Montnoir, obispo y prelado enviado a esta región desde hace muchos años por la Santa Sede. Y he venido hasta vuestra tienda para haceros un favor. Pero señor de Arcis, para ser sincero con vos, os diré que me incomoda la presencia de tanta chusma y chatarra a nuestro alrededor.
Tras presentarse, el obispo había procedido a girarse hacia todos los demás caballeros presentes en la tienda, a los que miró con el mismo desprecio que a sus espadas y armaduras. El comandante juzgó suficientes aquel gesto y aquellas palabras.
—Está bien, caballeros, podéis retiraros. Y no olvidéis que os espero mañana a primera hora para discutir los posibles planes de ataque a ese pico.
—¿Planes de ataque, decís? —intervino el purpurado monje, una vez que había comprobado que se encontraba a solas ante el comandante en jefe.
—Obispo de Montnoir. No sé qué es lo que os traerá hasta mi tienda, pero os aseguro que no tengo ninguna intención de compartir con un anciano representante de la Iglesia las tácticas y planes que llevemos a cabo para conquistar esa fortaleza. Dudo que podáis aportarme algo que mis generales y yo no sepamos, por lo que os ruego que seáis lo más breve posible y acabemos esta reunión cuanto antes. Tengo asuntos muy…
—Probablemente vuestra juventud explique vuestra necedad —le interrumpió el obispo, mientras cerraba los ojos—. Así que intentaré olvidar la estupidez y la arrogancia con que os dirigís hacia la persona que ha de desvelaros cuanto necesitáis saber para tomar ese nido de águilas.
—Humm…, interesante, siempre y cuando tengáis la fórmula del «fuego griego»[78]. Si no es así, creo que de poco podréis ayudarme.
—Os aseguro, comandante, que pagaríais una suma mayor por cuanto os voy a revelar que la que ofreceríais por esa endiablada fórmula.
—¿Y decís que esa «información» me la vais a ofrecer gratuitamente?
—En efecto, señor Hugo de Arcis. No obstante, os pediré que hagáis algo por mí.
—Está bien, monseñor. Sentaos, por favor, y decidme: ¿En qué creéis que podéis ayudarnos para conquistar esa fortaleza?
—Decidme antes vos: ¿Qué habíais pensado hacer desde que os encomendaron tomarla?
—Pues aún no sé cómo, pero tras estudiar sus puntos débiles pretendo enviar a un gran número de soldados al mismo tiempo. Tengo previsto recibir mayores refuerzos, puesto que el cerco a una montaña de esas dimensiones nos exigirá importantes efectivos. Así que, cuando hayan llegado esos hombres que necesito, el ataque se realizaría masivamente y en una sola oleada de varios miles de soldados.
—Varios miles de soldados de los que fallecerían otros tantos miles en el intento de tomar esa montaña. ¿Acaso aún no os habéis percatado de lo escarpado de tres de sus cuatro caras? Esa circunstancia solo os dejaría como opción intentar acceder con vuestro contingente por la cara este del pog. Y si os fijáis, es precisamente la única que cuenta con defensas y barbacanas y en la que, con toda probabilidad, situarán todas sus fuerzas, con las que les resultaría sumamente fácil rechazar cuantos soldados enviéis a la muerte.
—Parece que sabéis mucho sobre tácticas militares de ataque y defensa. Decidme, monseñor, ¿acaso os habéis instruido en el arte de la guerra?
—La guerra, joven comandante, no es un arte. Es una lamentable necesidad a la que acuden los débiles de espíritu, tan ciegos como ambiciosos, y tan brutos como estúpidos.
—Pero ¿habréis leído al menos a Vegecio?[79]
—Si fuerais más atento, comandante, ya os hubierais percatado de que no es ese, precisamente, el tipo de lectura que se recomienda a un clérigo.
—Ya... ¿Y cómo podemos, según vos, evitar esos varios miles de muertos?
—Gracias a la información que puntualmente me proporciona un confidente. Gracias a él, puedo revelaros el número exacto de soldados que hay en la fortaleza y dónde se les piensa situar en el momento de la batalla, así como los turnos con que va a ir rotando su guardia. Os informaré del número de habitantes sobre ese pico. Cuáles son sus oficios y cuáles de ellos son susceptibles de ser útiles para su defensa.
»Y ahora viene lo más importante, incrédulo Hugo de Arcis. Si prestáis atención también os revelaré con qué artilugios y armamentos preparan y basan su defensa, cuáles son los puntos débiles de sus murallas y, sobre todo, de cuántos víveres disponen, dónde los almacenan y dónde han colocado sus cisternas de agua.
—¿Y es fiable vuestro confidente?
La sarcástica y oscura sonrisa del anciano dejó ver una negra boca, apenas sin dientes, que contrastaba enormemente con la palidez de su rostro.
—¿Responde a vuestra pregunta si os digo que odia enormemente a cuantas pestíferas ratas se esconden en ese castillo? Gracias a su odio conoceremos mejor los secretos de la caput draconis[80] que sus propios soldados.
—Entonces, según vos, y con toda esa valiosa información, debemos lanzar igualmente ese ataque del que os hablaba…
—No, comandante de Arcis. Con toda esa información lo que debéis hacer es agotar sus resistencias. Toda revelación que os proporcione no os será de gran valor con un ataque masivo como el que planeabais. Debéis desistir de tomarlo por la fuerza, puesto que solo el asedio es la única manera de haceros con ese castillo. Y para ello es de capital importancia que sitiéis férreamente la montaña. Si consiguen abrir vuestro cerco, de nada os servirán mis informaciones. Esa plaza encaramada en lo más alto del pog solo puede ser tomada con la táctica del sitio y tras reducirla por el hambre y la sed.
—Probablemente estén bien abastecidos, monseñor.
—Si no acertáis con vuestras catapultas a la situación de las cisternas de agua que os señalaré en su debido momento, será el sol del inminente verano quien se encargue de vaciarlas. Así, en vuestro favor tenéis el elemento que se halla en su contra: el calor de los cercanos meses de julio y agosto. Y en cuanto a que posiblemente estén bien abastecidos, mi joven y poco observador comandante, no debéis olvidar que en esa comunidad sobre la montaña se alberga a más de medio millar de personas, entre falsos clérigos, nobles, campesinos y guarnición militar. Y todos ellos necesitarán beber y comer.
—Ahora entiendo por qué insistís en que es de capital importancia impedir que el castillo se comunique con el exterior, puesto que de ello dependerá la fácil victoria de nuestro ejército. Obispo Cirile de Montnoir, antes me dijisteis que, a cambio de tan valiosa y confidencial documentación, debía hacer algo por su eminencia. Decidme, ¿en qué os puedo ayudar yo?
—Mi querido comandante en jefe, el favor que os pediré a cambio no os costará nada en absoluto. Ni sacrificios, ni dineros. Pero también debo advertiros de que si no conseguís satisfacerme, os prometo que me cobraré la deuda ofreciendo vuestro cuerpo despedazado a los cuervos.
Una vez más, los ojos del obispo anunciaron a Hugo de Arcis que el odio que contenían no le hacía bromear con aquellas palabras. Sin embargo, su oferta era absolutamente irrechazable.
»¿Creéis que puedo confiar en vos, comandante?
—Sí. —La certeza en las palabras de amenaza del nervudo obispo hizo que la afirmación del militar sonara tan lejana y débil que el propio Hugo pensó que debía repetirla—. Sí, podéis confiar en que no os defraudaré.
—Bien, mi querido Hugo de Arcis. Bien. Entonces debéis saber que en una cripta, en lo más profundo de esa fortaleza, se halla una pequeña biblioteca. El propio santo padre, Inocencio IV y yo mismo estamos sumamente interesados en conseguir cuanto encontréis en ese scriptorium. Códice tras códice. Todos y cuantos pergaminos halléis, puesto que solo vos debéis entrar en dicha cripta cuando se os rinda el castillo.
—Bien, eminencia. Está bien.
—Y, mi buen Hugo de Arcis, hay algo más que debo pediros —añadió el encorvado monje, al tiempo que se ponía en pie, dispuesto ya a abandonar la tienda del comandante—. Deberéis hallar al diácono de la fortaleza, un joven rubio y barbado, de nombre Hue Poitevin. Quiero que lo traiga ante mí atado y amordazado. Pero, sobre todo, vivo. Si fallece, vos responderéis por él con vuestra propia vida. El resto de monjes que hallaréis deben morir sin contemplaciones, y especialmente todos cuantos Depositarii haereticarum[81] encontréis en vuestro camino hacia el scriptorium.
Una vez establecidas sus exigencias, el obispo salió de la tienda tan sigilosamente como había entrado, y solo cuando atravesaba la salida se detuvo una vez más para girar levemente su encapuchada cabeza.
—Pronto vendré a veros para revelaros cuanto necesitáis saber, comandante, así que procurad no olvidar todo cuanto me deberéis desde ese preciso instante.
56
SE PREPARA LA DEFENSA
Desde las murallas de la fortaleza, el espectáculo era sobrecogedor. Durante varios días no pararon de llegar soldados y caballeros que, en un principio, formaron desordenados destacamentos. A medida que transcurrían los días, el flujo de combatientes seguía siendo constante hasta el punto de que los destacamentos pronto dieron lugar a batallones y, finalmente, estos a un ejército de proporciones difíciles de abarcar con la vista, aún desde la amplia panorámica que ofrecía la altura del pog. Lo que sí podía apreciarse desde las murallas era la increíble cantidad de humo que generaban las fogatas al aire libre y en las que tenía que cocinarse la comida para aquellos miles de soldados, y lo caótico de la vida en un campamento de guerra, donde los sirvientes de los nobles competían por situar las tiendas de sus señores en los lugares más prestigiosos, lo que provocaba discusiones constantes que se extendían por todo el campamento.
Al atardecer de aquel primero de junio, en el año del Señor 1243, los moribundos rayos de sol aún permitían ver con claridad cuanto sucedía a los pies de la montaña. Y la visión no era nada alentadora.
—Comandante en jefe, Pierre-Roger —propuso Sergio, sin dejar de mirar el continuo moviendo de soldados, que a más de mil metros de altura semejaban diminutas y laboriosas hormigas—, voy a necesitar un amplio informe acerca de lo que pensáis vos sobre ese ejército de ahí abajo, y también sobre las vituallas de alimentos, el estado de nuestras cisternas de agua y el armamento con el que contamos. Lo voy a necesitar cuanto antes para comunicárselo a nuestro obispo Bertrand Marty y nuestro diácono Hue Poitevin.
—Señor Sergio, dispondréis de esa información para mañana mismo, pero os puedo asegurar que ese ejército cuenta a día de hoy con más de diez mil soldados y caballeros. Y no ha parado de recibir efectivos, día tras día, desde hace casi dos semanas. La ost[82]que lleguen a reunir puede superar las veinte mil personas.
—¿Y eso os atemoriza?
—¡Señor Sergio! —tronó con su inmenso vozarrón el comandante—. ¡Aún está por crearse el ejército cuyo número de efectivos haga temblar las piernas de un veterano soldado tan templado como el que tenéis ante vos! Me insultáis con vuestra…
—Calmaos, comandante Pierre-Roger. No es mi intención insultaros ni jamás pondré en duda vuestro demostrado valor. Lo que quiero preguntaros es si habéis llegado a la misma conclusión que yo. Es decir, el comandante del ejército que veis ahí abajo sabe que una fortaleza como la nuestra solo puede caer si hay sitiadores en número suficiente y con el armamento y conocimientos de ingeniería equivalentes al de los sitiados, salvo, claro está, que la defensa pudiera recibir ayuda externa.
—No, no os sigo señor —respondió más calmado el dubitativo comandante—. ¿Qué queréis decir?
—Pierre-Roger, quiero decir que, a pesar de ese ingente número de soldados, poseemos una clara ventaja ante ellos, y es precisamente su elevado número de efectivos. Estaréis de acuerdo conmigo en que el mérito de las fortificaciones es que se gana tiempo con ellas, y que son pocos los nobles señores que pueden tener bien disciplinadas a sus tropas para retenerlas tanto tiempo como lleva la monótona e ingrata tarea del sitio y bloqueo de un castillo.
—Eso…, eso es cierto, e incluso cuando se cuenta con recursos suficientes para que las fuerzas estén continuamente en pie de guerra, lo que, por otro lado, les crea un devastador desgaste de fuerzas. Ahora os entiendo. Lo que queréis decir es que cuantos más soldados reciba el ejército invasor, más difícil resulta su mantenimiento y disciplina.
—No olvidéis que disponemos de una defensa natural con base en unas características extraordinariamente abruptas: un difícil acceso que solo puede efectuarse a través de esa gran pendiente y que, sin duda, será la que mejor defenderemos desde el interior del castillo. Y el resto, a base de precipicios y rocas que no será necesario defender, puesto que todos sabemos que el acceso a través de ellos es del todo imposible. Finalmente, a nuestro favor, contamos con una fortaleza bien abastecida, lo que deberéis confirmarme puntualmente mañana. Por lo que creo que podemos llegar a esperar que nuestros sitiadores sufran de hambre y sed mucho antes que nosotros. Además, o mucho me equivoco o con frecuencia los ejércitos que se concentran para una expedición o durante los asedios, se suelen ver devastados por epidemias y deserciones. Los soldados y sus caballos deben producir inmensas montañas de residuos que deben causar brotes de enfermedades, al permanecer estacionados en un mismo punto durante demasiado tiempo.
—Señor Sergio. Sin duda nuestro diácono Hue Poitevin está en buenas manos al contar con un consejero como vos… Mañana, antes de tercia[83], podré ofreceros la detallada información que precisáis, pero ya puedo confirmaros que nuestra comunidad cuenta con abundantes vituallas y que todas nuestras cisternas de agua se encuentran al límite de su capacidad.
—Bien, bien. —Sergio seguía mirando hacia abajo y pensativo—. Decidme una cosa, Pierre-Roger, sé que en este castillo de Dios, entre nuestros soldados, se encuentra un importante número de mercenarios. ¿Podemos confiar en su lealtad y su pericia con las armas?
—Señor, si me permitís os explicaré algo: el término «mercenario» tal vez sea mejor reservarlo para los grupos armados que reciben la soldada a través de su capitán. Por lo general son foráneos a la región donde guerrean y suelen ser antiguos soldados o capitanes desertores de otros ejércitos. Son los llamados ribalds o también routiers, nombre que hace referencia a su facilidad para rotar, para moverse. Incluso se les conoce como écorcheurs[84], a causa del brutal modo que tienen de matar tanto a soldados como a civiles. Su señor o capitán firma por lo general un contrato con el noble que le solicita, y en él se especifica cuántos hombres debe proporcionar, durante cuántos días y qué soldada deberá recibir cada uno de ellos y si tiene o no derecho a saqueo. Ese tipo de soldados son hombres duros que ofrecen su fuerza física al mejor postor. Los que puede ver ahí abajo no dudarán en matar, violar y saquear por el simple hecho de ver suprimidas o reducidas sus pagas. Las iglesias y los monasterios suelen ser su objetivo preferido por la facilidad de su asalto. Por ello, es posible ver a sus prostitutas ataviadas con vestimentas sacerdotales, robadas de las mismas iglesias de las que han sustraído los copones con los que ellos se emborrachan. Son despreciables, pero se utilizan en la mayoría de las guerras, puesto que se le hace muy difícil a un general llevar a cabo una campaña prolongada con su personal séquito feudal, dado el sistema de cuarentena.
»Y mi señor, nosotros no hemos contado nunca entre nosotros con ese tipo de mercenarios ni ese tipo de bandas errantes. Los soldados que hemos recibido en los últimos meses son, efectivamente, soldados desertores de ejércitos, pero cuyas pagas nunca llegaron o cuyos generales destacaban por su dureza y falta de humanidad. Son gente de fiar, señor Sergio. Son fieles, buenos guerreros y llegaron a nuestro castillo sin exigir ningún pago. Solo alimentos y un buen motivo por el que prestar su espada a quien la merece.
—Entonces, según vos, los que vemos ahí abajo, y a diferencia de nuestros soldados, son gente que vive en la marginación, y a los que les tienen sin cuidado las reglas del combate, las normas del noble señor, o las trabas morales impuestas por la Iglesia...
—Así es.
—Eso es cuanto necesitaba oír, señor de Mirepoix, puesto que puede llegar el momento en que convirtamos a nuestro favor la falta de moral y escrúpulos de esos animales.
»Y una última pregunta, comandante. ¿Dónde pensáis ubicar la única catapulta con la que contamos? Si los trebuquetes del ejército invasor no van a ser capaces de alcanzarnos, ¿cómo pretendéis hacerlo vos? Quiero decir, sé que el peso del proyectil lanzado hacia arriba hace que su distancia que se va a recorrer sea menor que si es lanzado hacia abajo, cuya trayectoria y ángulo siempre será superior. ¿Pero dónde pensáis instalarla sin que esté al alcance del enemigo y que, sin embargo, pueda dar con un blanco escogido?
—Mi señor, esa misma pregunta se la hice yo mismo al ingeniero Bertrand de Capdenac. Ese hombre no solo es un genio diseñando esas condenadas máquinas, sino que, además, conoce perfectamente el lugar desde el que su rendimiento puede ser el óptimo. ¿Veis aquella barbacana en el lado este? Pues ahí la situaremos llegado el momento de responder golpe por golpe a disparos de las catapultas enemigas.
—Y ese ingeniero, Bertrand de Capdenac, ¿podemos confiar en él? ¿Es fiel a nuestra causa como para no delatarnos?
—Bueno, señor Sergio, más le vale hacerlo, porque desde que instaló la máquina se ha quedado a vivir entre nosotros para acompañar a su hija Philippa, una de las creyentes a cargo de vuestra amiga, la perfecta Braida.
57
MONTSÉGUR
Tres semanas después de la llegada de las primeras tropas de soldados a los pies de Montségur ya se había concluido la reunificación de todo el ejército invasor. Con todos ellos, el color en el valle lo ponían los estandartes católicos y aquellos con la flor de lis, en representación del rey de Francia. A medida que se alzaban, todos los estandartes se fueron desenrollando al viento, buscando ellos mismos las corrientes, mientras los caballeros acompañados de sus auxiliares eran armados y dispuestos en escalones ordenados, preparándose siguiendo las estrictas órdenes de los maestres de campo. Las bridas de los caballos eran ajustadas por los escuderos y las armaduras brillaban con el esplendor del sol, pareciendo que se había duplicado la luz del día. Se trataba de un ejército imponente y un delicioso espectáculo para los ojos al que, sin embargo, asistían con mirada triste los asediados tras las almenas de Montségur.
La región sobre la que se ubicaba la fortaleza tenía fama de misteriosa y oscura. Contaba con espesos bosques de robles y encinas, donde abundaban los jabalís, los venados, linces, lobos, zorros e, incluso, osos en invierno. También profundos aunque cortos valles, a menudo engalanados de cascadas que se perdían en cursos subterráneos y grutas refugio que hacían frecuentes las espesas nieblas. De hecho, la cuenca del Ariège estaba salpicada de profundas y legendarias grutas naturales, cuevas abiertas por los caudalosos saltos de agua y arroyos formados por el río pirenaico. Durante los años más cruentos de la cruzada albigense, un gran número de bons hommes se había refugiado en aquellas cuevas próximas a Foix, siendo la cueva para ellos, algo así como la materialización del regresus ad uterum.
Montségur estaba construido inteligentemente sobre una estrecha arista rocosa y prácticamente rodeada de brutales barrancos de paredes verticales, formadas por viejas rocas calcáreas, de dureza y calidades diferentes. Aquellos bloques calcáreos terminaban en la cima con una roca viva que se desplomaba casi en vertical hasta el valle. Todo ello daba como resultado un paraje fantástico sobre el que se ubicaba una fantasmagórica fortaleza, que a la vista resultaba del todo inaccesible.
Mirasen donde mirasen, los sitiadores solo veían muros verticales de piedra, pareciéndoles que, acceder a aquellas cabañas adosadas a los muros del castillo desde el que un puñado de herejes osaban enfrentarse a su poderoso ejército, pareciera un objetivo tan inalcanzable como frustrante. Estaba claro que las técnicas de guerra utilizadas hasta entonces no servirían para rendir una plaza fuerte como aquella: sobre la roca de Montségur imperaba un castillo que apenas sí superaba los setecientos metros cuadrados y que destacaba por sus enormes portones de entrada de solo dos metros de anchura, pero casi diez de alto. Pero lo que lo hacía verdaderamente inexpugnable era su estratégica ubicación.
El cerco a la ciudadela comenzó el mes de junio en el año del Señor 1243, pero ya fuera por las abruptas características del terreno o bien por la falta de un control riguroso, la red que debía dejar absolutamente aislados a los sitiados fue constantemente perforada y transgredida tanto por ellos como por sus amigos, residentes en zonas cercanas. Hubo frecuentes intercambios de mensajes entre los ocupantes de la fortaleza y sus amigos vecinos. También se introdujeron toda clase de alimentos por los mismos caminos que habían usado los mensajeros. E incluso, establecida la vía de acceso, llegaron a entrar en el castillo reducidas tropas de repuesto.
Así transcurrieron casi seis meses sin que, siguiendo las recomendaciones del obispo Cirile de Montnoir, lanzase el comandante Hugo de Arcis ningún ataque serio. De hecho, las escasas escaramuzas habían resultado clarificadoras: los pocos intentos de subir a Montségur habían sido fácilmente rechazados por la guarnición de la fortaleza, a los que les había bastado arrojar unas cuantas piedras para anular toda tentativa de combate.
Además, los proyectiles lanzados por los trebuquetes del ejército invasor no llegaban ni de lejos a lo alto del pog, mientras que sí tenía un mayor éxito la catapulta instalada por los sitiados, minando la moral de las huestes francesas.
—Monseñor, obispo Cirile de Montnoir, ¿es este el rápido éxito que me prometisteis hace ya casi seis meses? —protestó elevando la voz el senescal de Carcasona, al tiempo que, de un manotazo tiraba cuantos mapas había desplegados sobre la mesa de su espaciosa tienda redonda.
—Comandante en jefe, Hugo de Arcis. Me sorprende que recordéis mi promesa y el éxito que os auguraba y que, sin embargo, no hagáis lo propio con la única instrucción que os sugerí. Así que, volveré a recordaros que vuestra única misión consiste en que aisléis y bloqueéis toda vía de acceso y salida de esa sinagoga de Satanás. Estaréis de acuerdo conmigo en que es en eso en lo que consiste un sitio y que, sin embargo, no lo habéis conseguido. Resulta obvio que siguen saliendo mensajeros de la fortaleza y entrando víveres y nuevos soldados de refresco. La comunicación con el exterior jamás ha llegado a cortarse, logrando burlar el bloqueo de vuestro ejército. En definitiva, vuestra prioridad debe seguir siendo encontrar cuáles son esas vías de entrada y salida ocultas entre la maleza, para acorralar a nuestro enemigo y neutralizar cuantas galerías subterráneas y senderos escondidos halléis.
—No resulta tan fácil como vos decís, monseñor. Las dimensiones de esta maldita montaña son casi inabarcables. Es larga, amplia, escarpada, y resulta muy difícil rodearla por completo, así como controlar día y noche todos los caminos y pasos de montaña a través de los que salen y regresan. De hecho, incluso vuestro confidente sigue subiendo y bajando con cierta frecuencia, ¿no es cierto?
—Ya hace semanas que le prohibí bajar de la fortaleza si no era para comunicarme alguna información de verdadero interés. Necesito que no sospechen de él o no nos serviría de nada su ayuda. No obstante, una de sus últimas informaciones fue para relatarme que algunos partidarios de los herejes, procedentes del exterior, habían logrado subir hasta la cima de la roca con importantes cantidades de trigo, además de la ayuda que constantemente recibe la guarnición. En definitiva, siguen superando con facilidad vuestro cerco aquellos hombres entregados a la causa hereje, cruzando por la noche las líneas enemigas para trepar hasta el castillo y unirse a los defensores.
—Sigo sin entender cómo lo logran tan fácilmente.
—Quizás porque habéis confiado en la persona equivocada. Nuestro arzobispo de Narbona ha obrado erróneamente al creer que el numeroso ejército que os ha ayudado a reclutar era el más adecuado. Así, primando la cantidad ante la calidad, además de los caballeros del rey, contáis entre vuestras filas con soldados de a pie, reclutados por la fuerza por nuestro arzobispo. Y sin ser soldados de profesión, han sido armados y enviados a una guerra contra sus propios compatriotas. Obviamente, la mayoría no tiene grandes ganas de luchar. De ahí las numerosas deserciones y, naturalmente, la complicidad pasiva con los asediados que vos, sin embargo, no os explicáis.
—Así pues, ya veo que tendré que depositar mis esperanzas en la acción natural, porque desde luego no puedo permitirme el lujo de prescindir de varios miles de los soldados que han sido reclutados a la fuerza. Tendremos que confiar en que el frío de este maldito invierno congele a esos adoradores del diablo, y que el calor del próximo verano reduzca el agua de sus cisternas. Al menos la falta de lluvias juega a nuestro favor.
—No contéis con la falta de agua puesto que, mucho o poco, lo que llueve y nieva es suficiente para abastecer sus bien administradas cisternas. Y no olvidéis que el invierno también hace harto desagradable el sitio para vuestras tropas. O mucho me equivoco o su moral se encuentra verdaderamente baja. Y una posible lluvia ocasional no les ayudaría a animarse puesto que supondría que los herejes sitiados vuelvan a llenar las reservas de sus cisternas.
—¿Y qué proponéis, señor obispo? —quiso saber un derrotado Hugo de Arcis—. ¿Acaso que traiga títeres y comediantes para levantar su moral?
—Hace medio año pensaba de vos que erais un joven necio y arrogante. Mi opinión no ha variado demasiado, salvo para añadir que sois insultantemente descortés… Lo que debéis hacer para levantar la moral de vuestro ejército es darle una clara victoria. No hay soldado que no compare vuestro sitio al realizado en Carcasona. Quince días fueron necesarios para tomar la ciudad. Montgalhard capituló en seis semanas. Lavaur fue conquistada en solo dos meses. Minerva y Termes cayeron en cuatro meses. Y todas esas plazas eran mucho más fuertes, desde el punto de vista militar, que ese castillo de Montségur que no habéis logrado cercar. Incluso Termes y Minerva poseían unas defensas naturales que también las convertían en inexpugnables. Pero el señor Simón de Montfort supo reducirlas por la sed. A diferencia de vos.
—¿Comandante? —les interrumpió un soldado joven, solicitando entrar en la tienda en que parlamentaban Hugo de Arcis y el obispo Cirile de Montnoir.
—Adelante, señor de Villeroi. Monseñor obispo Cirile de Montnoir, quisiera presentaros al teniente Roger de Villeroi, una de las personas en quien más confío.
—Eminencia —se presentó el joven, mientras se arrodillaba para besar el enorme anillo que le extendía el encorvado anciano, siempre vestido de rojo—. Comandante de Arcis, tal como ordenasteis, vengo con la intención de informaros acerca de las operaciones que se han emprendido desde primera hora de esta mañana.
—Podéis hablar libremente, teniente. Su eminencia el obispo Cirile está al corriente de nuestras acciones militares.
—Podéis dejar los eufemismos para vuestros generales, comandante Hugo de Arcis —le interrumpió con tono ácido el obispo—. Más que acciones podríais decir fracasos militares, ¿no creéis?
El silencio por respuesta fue la autorización que esperaba el teniente Roger de Villeroi por parte de su comandante para continuar.
—Señor, lamento informaros de que nuestros hombres han sido derrotados al intentar acercar las catapultas montaña arriba. Como sabéis, el único modo de acercar esas máquinas de guerra hasta la fortificación es desmontándolas para volver a montarlas cientos de metros más arriba. Pero como sospechábamos, no ha sido posible, puesto que no hay espacio para ello y el ataque con piedras desde la fortaleza ha sido constante. La mitad del destacamento enviado ya había perecido aplastado por las piedras de los sitiados, mucho antes de haber alcanzado la mitad del repecho. Además nuestros zapadores ya nos han confirmado que tampoco es posible minar los muros, suponiendo que volviéramos a llegar hasta ellos, puesto que están asentados sobre rocas duras como el hierro. Dicen que son piedras de color pardo como si de huesos descoloridos se tratara, y que hacen del todo inútil su trabajo.
—¿Y qué ha sido de las escalas?
—También ha sido un intento frustrado. Ha resultado imposible mantenernos cerca el tiempo suficiente como para asaltar sus defensas usando escalas de asedio. Para alcanzar nuestro objetivo, nuestros soldados deben pasar por encima de esos muros, pero muy pocos han podido acercarse lo suficiente, y solo ha servido para ser rechazados con piedras. De hecho, señor…
—¿Sí, teniente?
—Señor de Arcis, tenemos muchas bajas. Demasiadas si las sumamos a cuantos han caído tras el intento con el ariete.
—¡Vaya, comandante de Arcis! —exclamó el obispo Cirile, simulando estar sorprendido—. Veo que no os habéis aburrido intentando llevar a cabo todo cuanto no os recomendé. ¿Qué es eso del ariete, teniente Villeroi?
—A última hora de esta mañana —intervino el comandante en jefe, centrándose en la enjuta figura del obispo y sin dejar que fuera su teniente quien diera la explicación— hemos llegado a acercarnos lo suficiente a las puertas de esa endiablada fortaleza como para intentar derribarlas con un ariete, una especie de larga viga de madera con una cabeza metálica rematada en punta. Nos ha costado mucho trabajo subirla montaña arriba y montarla suspendida de un armazón de madera. Las flechas que nos lanzaban llegaron a crear una nube capaz de cubrir el sol, lo que ha hecho que caigan muchos de mis más valientes soldados. Así que decidimos cubrir el armazón con una especie de cobertizo o tejado acorazado con planchas de hierro para poder proteger a esos hombres, a los que igualmente ordené que se equiparan con armaduras y yelmos, y que dotaran de ruedas la estructura para acercarla rápidamente hasta los muros. Durante unos instantes pareció que podrían manejar el ingenio y derribar esos altos portones, llegando a balancear en varias ocasiones el ariete contra las defensas. Pero la guarnición del castillo ha resistido valientemente; con una simple pero ingeniosa estratagema han logrado enlazar nuestro ariete con un nudo corredizo, con el que han llegado a impedir que retrocediera para tomar impulso y poder asestar un nuevo golpe.
—Mientras tanto —continuó el teniente—, otros sitiados se dedicaron a alejar de las murallas a nuestros zapadores, derramando sobre ellos aceite hirviendo, contenido en grandes vasijas desde las que también arrojaron bolas de fuego, compuestas por cadenas y estopa empapada en azufre ardiendo. En una sola mañana han muerto muchos hombres. Algunos aplastados, otros asaetados y muchos abrasados. Pero mayor aún será el número de soldados que fallezca en los siguientes días por sus incurables heridas y quemaduras
—Comandante Hugo de Arcis —comenzó a exponer el anciano obispo, tras un largo silencio que no osaron interrumpir ninguno de los dos militares presentes—. Después de tan terrible relato espero que hayáis aprendido vuestra lección de lo que se debe y no se debe hacer. Yo por mi parte he sacado mis propias conclusiones, y ya que habéis demostrado ser del todo incapaz de asediar de forma efectiva ese nido de víboras, os voy a decir de qué manera os podéis hacer con ella sin perder muchos más hombres.
»En breve espero una nueva visita de mi confidente, quien debe bajar de la fortaleza para traerme nuevas noticias. Voy a haceros un nuevo favor y será exigirle que averigüe para vos el lugar exacto en el que debemos instalar una de vuestras endemoniadas máquinas lanza-piedras. La ubicación de esa máquina de guerra deberá estar definida tanto por su proximidad a los muros del castillo, como por ser un lugar inesperado por sus defensores y, por lo tanto, desprotegido. No os quepa duda, senescal de Arcis, que ese punto estratégico estará ubicado en algún lugar de esos escarpados barrancos.
—¡Pero desde los precipicios no hay manera de subir, si no es escalando! Se trata de angostas crestas que están protegidas por fortificaciones de madera, desde las que los defensores pueden rechazar fácilmente hacia el abismo a cuantos asaltantes mandemos.
—Ese es vuestro problema, comandante. Pero también vuestra ventaja, puesto que, insisto, son los lugares menos vigilados.
—Teniente Roger de Villeroi, ¿creéis que de hacernos con esa información estaríamos en disposición de lograr un avance hacia la victoria?
—Es… posible, señor.
—¿Y creéis poder encontrar al personal más cualificado para realizar esa acción?
—Mi señor, a vuestro servicio se encuentran varios miles de mercenarios dispuestos a realizar lo que ordenéis. Pero he sabido que entre ellos hay un grupo de oscuros ribalds, cuya especialidad son las escaladas más difíciles. En cuanto dispongamos de la información necesaria, os aseguro que podemos contar con un buen grupo de escaladores para instalar un trebuquete capaz de lanzar los primeros proyectiles en solo unos días.
—Entonces, eminencia —terció el senescal de Carcasona—, parece ser que la derrota de esos malditos herejes dependerá de la información que os proporcione vuestro confidente y de la celeridad con que vos la compartáis con nosotros.
—Comandante en jefe, Hugo de Arcis —sentenció el octogenario obispo en un sibilante susurro—. Puedo aseguraros que mi interés por la victoria supera con creces a cuanta ambición pueda mover vuestro empeño. Ese alto lugar hace mucho que está condenado por la Iglesia católica a las llamas del infierno, y ya nos habéis hecho perder demasiado tiempo al santo padre y a mí.
58
REUNIÓN EN EL DONJON
El violentísimo y fallido asalto del que se había hablado en la tienda del comandante Hugo de Arcis había tenido lugar en una madrugada de intenso frío, ya en el mes de diciembre en el año del Señor 1243. Aquella mañana, y aún prácticamente sin los primeros y débiles rayos de sol, los aldeanos de la fortaleza habían descubierto, con el miedo claramente dibujado en sus helados rostros, como comenzaban a subir casi a tientas varios miles de hombres por la ladera este del monte. Iban provistos de enormes maderos que, a las claras, terminarían conformando fatales máquinas de guerra.
Las órdenes eran claras. Debían defender el castillo lanzando cuanto habían almacenado durante meses. Piedras de todos los tamaños y grandes tinajas de hierro con aceite debían ser suficientes, junto a cuantas flechas tuvieran tiempo de lanzar contra el enemigo, con el objetivo de rechazar toda ofensiva que pudiera poner en peligro la ciudadela.
Aquella mañana perecerían más de quinientos soldados del ejército invasor, pero la noticia que realmente alegró a los sitiados en Montségur fue la que consiguió introducir en el castillo un mensajero enviado por el conde Raimundo, llegado por entre las filas de unos franceses más concentrados en el asalto, que en vigilar las posibles vías de acceso.
—Y bien, amigos, ¿qué opináis? —quiso saber el obispo y buen cristiano, Bertrand Marty.
La pregunta fue lanzada en general a todos los clérigos y soldados con cuantos se hallaba reunido en el donjon[85] de la fortaleza asediada. La situación había alcanzado un punto de urgente gravedad, por el que se reunieron en la sala los principales hombres del castillo: el diácono de la ciudadela, Hue Poitevin; su fiel consejero, fray Sergio; el perfecto y filius major del obispo, fray Doménico da Sola; el comandante de la guarnición, Pierre-Roger de Mirepoix; su teniente y mano derecha, Amiel Aicart; y el sargento de la guardia, Guilhem Garnier.
De todos, fue el veterano comandante en jefe Pierre-Roger quien rompió el concentrado silencio que imperaba en la fría estancia.
—Mi señor obispo, el correo que nos ha llegado hace escasos momentos es, sin duda, un mensaje alentador. En él, el conde Raimundo nos aconseja coraje, pues nos promete que acudirá en nuestra ayuda. Así, en mi opinión, si conseguimos aguantar hasta que lleguen esos refuerzos, podríamos salvar el castillo de esos ejércitos negros de Lucifer.
—Esos «ejércitos negros de Lucifer», como vos los denomináis, no son más que tropas de soldados y mercenarios franceses. Sería aconsejable, estimado comandante, que no nos equivocáramos ensalzando las virtudes de nuestro enemigo.
El apunte que había realizado el perfecto fray Doménico puso de manifiesto su desacuerdo con el comandante Pierre-Roger, quien no tardó en tronar una respuesta con su grueso vozarrón.
—¡Fray Doménico da Sola, si vos supierais de guerra tanto como presumís de cultura, sin duda no os atreveríais a corregirme. Y si en lugar de engullir todo lo que con seguridad llegáis a comer, y os dedicarais a reconocer mi más que suficiente sabiduría, no osaríais interrumpirme de esa manera!
—Comandante de Mirepoix, siempre me ha resultado sorprendente el extraordinario aprecio que siente el hombre por sus pequeños defectos, llegando no solo a tolerarlos, sino también a mostrarlos sin ningún pudor. ¡Pero es que vos, incluso, presumís de ellos!
—¡Mantecoso fraile! —gritó el capitán de la guardia, al tiempo que se ponía en pie y golpeaba con los puños sobre la larga mesa de madera.
—Porque tú dices: yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre y desnudo ciego[86] —fue la tranquila respuesta del orondo fraile.
—Está bien, amigos —intercedió ahora Sergio, también poniéndose en pie—. Por favor, calmaos señor de Mirepoix. Sin duda los últimos meses han servido para que, entre muchas cosas, perdamos los nervios. Y ese es un lujo que no podemos permitirnos. Si me lo permitís, comandante Pierre-Roger, lo que creo que fray Doménico quería decirnos es que, sin subestimar al enemigo, tampoco debemos dejarnos llevar por el miedo. Y eso es precisamente lo último que necesitan los soldados de quienes depende nuestra defensa.
—Señores, los ánimos entre nuestra guarnición están por los suelos. —Ahora era el sargento Guilhem Garnier quien apoyaba la exposición de Sergio—. Llevamos ya demasiados meses de asedio y los víveres, aunque nos siguen llegando de vez en cuando, escasean desde hace demasiado tiempo. Somos demasiadas personas en esta ciudadela para que puedan abastecernos a todos, y una tropa mal alimentada no puede resultar eficaz. Mis hombres casi no pueden moverse por el cansancio, y hasta les cuesta respirar. Llevamos meses sometidos a la escasez, el frío, el dolor y la muerte.
—Pero no vamos a prescindir de nadie —puntualizó el diácono Hue Poitevin, dirigiendo su mirada a su consejero Sergio.
—No, diácono Hue. No pretendemos decir eso. Es solo que debemos ser conscientes de que aquellos hombres, antes valientes soldados que, junto a nosotros, se atrevían a desafiar tanto al Vaticano como a la Flor de Lis de su majestad, el rey Luis, ahora no tienen fuerzas ya ni para hablar. El silencio se ha ido adueñando del interior de nuestro fuerte, y donde antes sonaban las canciones de algún trovador y los dulces rezos de Esclarmonde de Foix y Fornèira de Perelha junto a sus mujeres perfectas, ahora señorea una mudez espectral, interrumpida solo por el cada vez más cercano impacto de las grandes piedras que nos siguen lanzando, día tras día, las catapultas enemigas.
—Mi señor, Sergio —respondió más calmado el comandante de la guarnición—. Puedo aseguraros que ninguno de mis hombres ha subido hasta aquí para llevar una vida regalada, ni para orar junto a los bons hommes, a pesar de que muchos prediquemos con la doctrina de los amigos de Dios. Puedo garantizaros que todos ellos han venido a esta fortaleza a sufrir, a luchar y a morir por todo aquello que consideramos justo.
—Y eso os honra a vos y todos vuestros soldados —insistió con tono conciliador fray Doménico—. Indudablemente vuestros hombres ven su suerte irremediablemente unida a la de este castillo, por el que lucharán hasta la muerte, pero si me permitís la comparación, para ellos y para todos nosotros, esta fortaleza es un navío de piedra a punto de hundirse, una majestuosa catedral sin cruces, erigida sobre una roca en pleno cielo, con sus pilares y contrafuertes a punto de derrumbarse a consecuencia del odio contenido en el corazón de la Iglesia católica desde hace ya demasiados años.
»Comandante de Mirepoix, la firmeza del espíritu de vuestros hombres solo puede explicarse por el hecho de que defienden algo más que vidas humanas. Defienden su templo, la imagen terrenal de su fe. Su orgullo, su libertad. ¡Nuestra libertad! Pero comandante Pierre-Roger, esos hombres también tienen frío y no poseemos ropas para todos ellos. A pesar del trigo que a veces nos pueda hacer llegar algún amigo de las poblaciones vecinas, todos pasamos hambre, y sabemos que algunos de nuestros soldados, incluso han llegado a reblandecer el cuero viejo de sus petos en agua caliente para comérselo. Aunque los puros comemos normalmente de manera muy frugal, desde hace semanas tenemos que compartir con los soldados cualquier mendrugo que encontramos puesto que, debido a sus mayores esfuerzos, deben comer mucho más que la gente normal.
—Entonces, ¿a qué conclusión llegáis, mi querido filius major? —quiso saber el obispo Bertrand Marty.
—Mi señor obispo —respondió Sergio, mientras le indicaba a fray Doménico que se sentara—. Lo que queremos deciros es que a estas alturas del asedio, no podemos confiar en que venga en nuestro auxilio el conde Raimundo. Su política, como la de su padre, ha consistido siempre en proteger sus territorios, aunque a menudo fuera en perjuicio de sus habitantes. Puede ser que en esta ocasión sí venga en nuestra ayuda, pero humildemente, señor obispo, algunos de nosotros creemos que no debemos esperar que así sea.
En aquel preciso instante, y aún permaneciendo Sergio en pie, abría discretamente las puertas de la sala un soldado, tras contar con el permiso del sargento Guilhem Garnier. Luego este se dirigió hacia el soldado para escuchar una breve y susurrante explicación.
—Mi teniente Amiel Aicart, señor Pierre-Roger de Mirepoix —dijo al fin el sargento de la guardia—, creo que deben acompañarnos urgentemente hasta las murallas. Este soldado acaba de anunciarme que el ejército invasor ha llegado a acercarse a nuestros muros con un ariete.
—Teniente Aicart —propuso el comandante de Mirepoix—. Yo acompañaré a nuestro sargento y dirigiré la defensa. No creo que nos resulte muy difícil rechazarlos, por lo que opino que vos seréis más útil si seguís acompañando a nuestros amigos en esta decisiva reunión.
—Como ordenéis, mi comandante.
—Está bien, Sergio —continuó diciendo el obispo Bertrand Marty, y una vez que se cerraron las puertas de la sala tras la marcha de los militares—. Suponiendo que estéis en lo cierto, y no nos llega la esperada ayuda de tropas, incumpliendo el conde Raimundo con su promesa de auxilio, ¿qué proponéis que hagamos? La situación, como sabemos todos, es muy difícil, y parece ser que no podremos aguantar mucho tiempo más en este callejón sin salida. Conozco perfectamente la situación y sé que los más ancianos, las mujeres, los niños y los cada vez más numerosos heridos se van hacinando en espacios exiguos. La comida ya no es suficiente para hombres y mujeres perfectos; para todos los caballeros y nobles con sus respectivos escuderos y parientes, así como para los sirvientes, los campesinos y trabajadores creyentes. En definitiva, todos cuantos conforman nuestro baluarte de resistencia
—Señor obispo —concluyó Sergio, tras buscar la aprobación en las miradas de Amiel, fray Doménico y, sobre todo, el diácono Hue—, ante todo, creo que no debemos demorar más la evacuación de todo aquello por lo que verdaderamente estamos luchando. Fray Doménico está en lo cierto cuando dice que nuestros hombres luchan por su fe y su libertad, pero no debemos olvidar que nosotros cinco conocemos la importancia de lo que verdaderamente estamos defendiendo. No podemos ignorar que es mucho más importante que nuestras propias vidas, salvaguardar los pergaminos que ocultamos en la cripta y, sobre todo, ocultar de las garras de la Iglesia de los lobos, al portador y continuador de la sangre de Cristo.
—Estimado Sergio —intervino Hue notablemente irritado—. Durante tres décadas has estado enseñándome cuanto sabes, apoyándome en todo momento y aconsejándome siempre sabiamente. Y es una labor y una amistad que te agradeceré toda mi vida. Pero no dudaré en decirte que te equivocas si crees que voy a abandonar este castillo, mi templo, mis gentes, mis amigos y mi vida, solo porque se estén poniendo las cosas feas.
—Diácono Hue —sugirió fray Doménico—. Vos sois quien se equivoca al decir que las cosas se ponen feas. Permitidme que os recuerde que la situación es verdaderamente desesperada, y que no hay nada ni nadie en esta ciudadela que merezca la pena anteponer a vuestra vida y cuanto representáis.
—Amigos, amigos —terció Amiel Aicart—. La situación, como bien decís, es muy complicada para cuantos nos hallamos sitiados tras estos muros, y muy probablemente no podamos aguantar más que unas semanas más o, con suerte, unos meses. No obstante, también es cierto que todos conocemos a nuestro diácono y amigo Hue Poitevin, y que nunca estará dispuesto a abandonarnos en ningún momento.
»En mi opinión, creo que deberíamos intentar aguantar un poco más. Al fin y al cabo, y salvo el duro bloqueo de alimentos, nuestros enemigos no han llegado nunca a presentar un serio problema tras seis meses de asedio, y no tiene por qué suceder ahora. El invierno también les afecta a ellos y sabemos que no les debe resultar fácil mantener tan alto contingente con este frío y con tan pocos alimentos disponibles. Por otro lado, tampoco deberíamos dar por hecho que nuestro conde Raimundo vaya a abandonarnos a nuestra suerte. No podemos negar la posibilidad de que intente rebelarse de nuevo a las decisiones pontificias. De hecho, ha sido hoy mismo cuando ha llegado su mensajero personal, así que ¿por qué no aguardar el milagro? En definitiva, creo que deberíamos seguir manteniendo nuestra defensa, y aferrarnos a la ilusión de la ayuda condal. Y siempre estaríamos a tiempo de rendir la fortaleza, tras lo que todos nos alimentaríamos debidamente, aunque no sin antes hacer huir a Hue, en compañía de alguien que le ayudara a portar los valiosos códices de pergaminos, ¿no os parece?
La pregunta que lanzó el teniente Amiel fue respondida con la silenciosa aprobación de los hombres presentes. Esperar y seguir soportando el asedio parecía seguir siendo la opción más prudente.
Mientras tanto, a no demasiados metros de donde estaban reunidos, se oían los lamentos del derrotado destacamento invasor que, una vez más, era rechazado en un ataque masivo junto a un inútil ariete.
59
LA TRAICIÓN DE RÓBERT
—Lo siento, eminencia, pero sortear la estrecha vigilancia de los asediados y esquivar el férreo bloqueo del ejército invasor no me ha facilitado venir a veros con la frecuencia que os prometí.
—Podéis dejar las excusas para los rufianes, las rameras y los herejes con los que convivís ahí arriba. Y reservaos también algunas explicaciones para los soldados de su majestad el rey Luis que a punto estuvieron hace días de tomar ese maldito castillo. De haber concluido con éxito su incursión, sería a ellos a quienes deberíais darle esas inútiles explicaciones.
—Lo siento, obispo Cirile de Montnoir —se excusó una vez más el ahora postrado Róbert Descorbeaux.
—Dejaos ya de lamentos y decidme de una vez lo que habéis averiguado sobre cuanto os encomendé la última vez.
—Mi señor obispo, he conseguido saber el lugar exacto en el que vuestro ejército debe establecer la cabeza de puente en terreno enemigo para realizar el ataque definitivo. Se trata de una estrecha plataforma situada en la cresta oriental, a solo ochenta metros por debajo del castillo. La zona se encuentra débilmente vigilada por unos pocos centinelas que, además, no esperan un ataque por esa cara de la montaña. Unos hábiles escaladores podrían situar allí una de esas máquinas de guerra que lanzan grandes piedras y, desde ese momento, y con ayuda de alguien que conozca bien las rutas escondidas, las tropas reales pueden ocupar fácilmente la torre este del castillo. Tras su toma, la rendición sería solo cuestión de días.
—Bien, mi buen Róbert. Buen trabajo. Efectivamente, esa plataforma de la que habláis podría ser nuestro caballo de Troya. Por su parte, los hábiles escaladores que decís requerir ya están localizados y a la espera de conocer el punto estratégico que comentáis. Y en cuanto a ese «alguien» que conozca bien las rutas ocultas entre la maleza, para dirigir las tropas reales hacia la torre este del castillo, ¿quién mejor que vos, mi buen Róbert?
—¿Yo, monseñor? ¡Eso es del todo imposible! Si me sorprenden los sitiados acompañando a las tropas del rey me colgarán de la torre del homenaje para que me devoren los cuervos.
—Mi querido Róbert, no pretenderéis seguir en esta guerra sin tomar parte. Demasiado tiempo ha transcurrido ya demostrándonos a todos vuestra ira, oculta tras una vergonzosa cobardía que, por otro lado, os coloca en un cómodo y privilegiado lugar desde el que observar cómo se matan unos a otros. No, eso no sería justo. Así que he pensado que vos sois la persona ideal para guiar hacia la victoria a nuestros soldados de Dios.
—Pero… ¿Por qué yo, eminencia? No soy más que un humilde carretero que dirige su pobre mula y su carro hacia los pueblos para comprar fruta y verdura.
—¿Humilde? —le escupió por respuesta el anciano obispo Cirile de Montnoir—. ¿No creéis que deberíais añadir a esa palabra los adjetivos de «cobarde» y «traidor»? Vos, Róbert Descorbeaux, habéis demostrado ser un despreciable cobarde al callar durante cuarenta años todo el odio que habéis ido almacenando en vuestro oscuro corazón, contra esos monjes negros de largas barbas que, según decís, solo os han maltratado. Y vos, Róbert Descorbeaux, también habéis demostrado ser un ruin traidor al no dudar en vender a esos herejes y en desvelar cuanta información precisamos para la toma del castillo en que habéis vivido toda vuestra vida. Traición que también habéis dirigido hacia nosotros, al no desvelarnos las secretas vías de entrada y salida para que, hace ya meses, pudieran acceder a la fortaleza nuestros ejércitos del Señor.
»En esta guerra, los burgueses luchan por sus privilegios, los caballeros por su honor y por sus tierras, los mercenarios por la rapiña, el pueblo por su libertad y su vida, y los clérigos lo hacemos por nuestra fe. En definitiva, todos combatimos, en un bando o en el otro, por una causa que creemos diferente y que, sin embargo, protagoniza el mismo Dios. El mismo Jesucristo que las dos partes dicen tener de su lado. Pero, ¿y vos, Róbert, por quién lucháis?
—Monseñor —empezó a responder, encogido como un perro al que acaban de reprender—, todo cuanto he hecho en mi vida ha sido en espera de ayudar a la verdadera Iglesia de Dios. Y es ahora cuando hago todo cuanto requerís de mí. Os he demostrado que os puedo proporcionar cuanto me solicitáis, y hasta ahora no me habíais preguntado por los senderos ocultos hacia el castillo, puesto que vuestra primera intención era tomarlo por el efecto del hambre y la sed, y no por su toma a la fuerza.
—Bien, Róbert. Pues ahora os estoy solicitando una última misión, y esta vez sí será que acompañéis por vuestros ocultos senderos a las tropas del rey Luis, algo que deberéis hacer una vez que se inicie el lanzamiento de piedras desde el punto que nos habéis indicado.
Es posible que el sitio a Montségur se hubiera podido alargar bastante tiempo más, de no haber sido por la traición y el odio contenidos en el corazón de Róbert Descobeaux.
Una gélida y húmeda noche de enero, en el año del Señor 1244, un atemorizado y desleal Róbert condujo a través de un secreto sendero a un grupo de valientes escaladores hasta una barbacana. Aquellos ribalds eran siete gascones[87] a los que no asustaba el relieve de Montségur y que, ligeramente armados, treparon a lo largo del despeñadero, escalando las rocas al amparo de la oscuridad de la noche, y pasando a cuchillo a los pocos centinelas que encontraron en su camino. Dueños de esa posición, los gascones recibieron la ayuda de otros cruzados que también consiguieron instalarse a menos de cien metros del castillo, por lo que rápidamente trasladaron maderos y vigas suficientes como para montar en la estrecha cornisa un trebuquete que no debía tardar en lanzar grandes piedras capaces de demoler los muros de la fortaleza asediada. Para ello, también se trasladaron hasta la nueva posición varios canteros para preparar una considerable munición de bolas de piedra. Una vez montada la máquina, el ejército invasor no dudó en bombardear la única barbacana de madera que protegía los accesos del castillo.
Aun así, la situación de los asediados no era aún desesperada y, hacia mediados de enero, cuando comenzaron a caer las primeras piedras a solo unos metros de las murallas de la ciudadela, los soldados que la defendían trasladaron hasta la barbacana del lado este su propia catapulta, bajo la dirección de su ingeniero, Bertrand de Capdenac. Pronto aquella catapulta empezó a devolver cuantas piedras eran lanzadas por el trebuquete de los asaltantes. De hecho, se diría que estaban en igualdad de condiciones invasores y asediados, con una sola catapulta cada uno y ubicados en estrechas cornisas suspendidas sobre el vacío. En todo caso, la diferencia parecía inclinarse hacia los sitiados, puesto que tenían más fácil ser sustituidos desde el castillo para cobijarse y descansar, mientras que los franceses, acampados en la cresta alrededor de su máquina, debían aguantar el frío, la nieve, la lluvia y nieblas glaciares sin contar con reemplazo alguno.
El viento soplaba con fuerza, desplazando veloces nubes que surcaban el cielo, haciendo aparecer y desaparecer un tímido sol invernal. Allí arriba, aquel frío viento no cesaba de aullar entre los vanos de las barbacanas. El destacamento de cruzados instalado junto a la máquina de guerra solamente podía oír, entre ráfaga y ráfaga, los continuos rezos de los religiosos instalados intramuros, como también podían distinguir de vez en cuando la breve oración con que alguna pareja de puros impartía el consolamentum a alguna de las moribundas víctimas de su catapulta.
Fue, aprovechando uno de aquellos rituales, cuando Róbert Descorbeaux dirigió sigilosamente a un pequeño grupo de ribalds hacia la barbacana este, donde se había instalado la catapulta de los sitiados. Utilizando una de las múltiples y secretas sendas que solo unos pocos conocían, los mercenarios llegaron a la torre este en pocas horas. Habían tenido que avanzar con sumo cuidado, pues las congeladas manos les impedían agarrarse bien a los salientes de las rocas y cualquier caída podría alertar a los defensores. Pero la suerte les acompañó y tras llegar a la cima comprobaron que los pocos y agotados hombres que defendían el baluarte estaban durmiendo o atentos al ritual que realizaban dos hombres puros.
La sangrienta matanza de los dos perfectos y el resto de soldados se llevó a cabo en solo unos segundos y en el más estricto silencio, logrando apoderarse de una estratégica barbacana que ya situaba a los cruzados a pocos metros del castillo, y hacia el que podrían dirigir ahora las efectivas bolas de piedra. Las caras meridional y oriental de la fortaleza estaban por fin expuestas a los impactos de su propia catapulta.
A la mañana siguiente, los defensores de la fortaleza comprendieron que los asaltantes controlaban ya toda la montaña. Estaban demasiado cerca de la plaza fuerte y, en cualquier momento, las dos cercanas máquinas de guerra podían abatir sus muros lanzando proyectiles sin tregua ni respiro.
60
EL SONIDO DEL CUERNO
La madrugada llegó triste y gris. Como tantas otras. Con la salida de los primeros rayos de sol, un lacayo fue enviado para despertar al diácono Hue y para comunicarle que una mala noticia le esperaba junto a las murallas. Cuando se dirigió a toda prisa hacia la zona este de la fortaleza, pudo ver antes de llegar que allí ya le esperaban el teniente Amiel Aicart, el comandante Pierre-Roger Mirepoix, el perfecto fray Doménico y Sergio, su fiel consejero. Todos ellos parecían ajenos al cortante frío con el que se encontró el diácono al salir a la plaza de la fortaleza. El olor metálico de la lluvia en el aire anunciaba nuevas tormentas, mientras el fuerte viento helado sacudía los sucios y oscuros mantos de aquellos hombres con rostros más graves de lo habitual.
—Diácono Hue —empezó a explicar el comandante de la guarnición militar—, durante esta noche esos diablos han matado a dos hombres puros y la guardia que teníamos apostada junto a nuestra catapulta. Hemos perdido a quince hombres, nuestra única catapulta y, lo que es peor, la seguridad de nuestros muros.
—¿Y qué están esperando? —preguntó el joven diácono, visiblemente alterado y confundido—. ¿Por qué no han empezado aún a bombardearnos, comandante Pierre-Roger?
—Mi señor, su estrategia es absolutamente lógica, puesto que están esperando a recibir mayores refuerzos. Ahora ya pueden hacer subir nuevas tropas por la cresta sin temor a verse rechazados. Y cuando lleguen, desde aquí mismo podremos contar varios cientos de soldados. Y será en ese momento cuando empiecen a lanzarnos todas las piedras que encuentren.
—¿Entonces ahora no hay más que unas docenas de soldados? —quiso saber fray Doménico.
—Puede que más. Probablemente haya apostados muy cerca de nuestros muros algunos de ellos, a la espera de que cometamos el error de abrir nuestras puertas con algunos caballeros con la intención de acabar con ellos y retomar nuestra máquina de guerra y nuestra barbacana. Si lo hiciéramos, conoceríamos rápidamente cuántos soldados hay ahí fuera, pero sería una equivocación que podríamos terminar pagando muy caro.
—Hue, —continuó diciendo su amigo el teniente Amiel—, debemos plantearnos que ya nos encontramos ante una situación crítica. A primera hora ordené que se desalojaran todas las habitaciones y viviendas extramuros. De ahí que hayas visto a todas las personas que han tenido que refugiarse en el interior de nuestras murallas. Son más de doscientos y no hay espacio suficiente para alojarlos.
Fue entonces cuando Hue Poitevin reparó en el inmenso grupo de personas que había atravesado, sin verlos, en su carrera hacia las murallas. Varios cientos de mudos rostros que, desde el patio de armas, ahora les observaban con un inquietante silencio que solo se podía explicar por su respeto hacia los dirigentes de la fortaleza. Los mismos, pensaban, que sin duda les volverían a salvar una vez más.
—Comandante Pierre-Roger —intervino Sergio, aprovechando el pensativo silencio de su amigo y diácono, Hue—. ¿Cómo es posible que los cruzados hayan alcanzado por la noche la barbacana del este? Tenía entendido que está separada de todo acceso por un camino difícil y bien defendido.
—Señor Sergio. No me cabe ninguna duda de que alguien de dentro de la fortaleza ha guiado a esos demonios, puesto que solo han podido tomar un camino secreto que hasta ahora no habían encontrado los montañeses que instalaron la primera catapulta. Además, no se trata de un sendero natural, sino de peldaños excavados en la roca que ascienden por encima de los precipicios para escalar una muralla de roca casi vertical. Un camino, en definitiva, secreto e imposible de practicar sin conocerlo, y menos aún con la oscuridad de la noche.
—¿Y creéis que nuestros soldados les hubieran dejado acercarse sin desconfiar de ellos? Quiero decir, ¿no tiene la guardia ninguna contraseña con aquellos que salen algunas noches para abastecer de alimentos la ciudadela?
—Sí, señor, una serie de contraseñas que cambian todas las noches.
—Además, la voz que se les acercara debía ser una voz amiga. Una voz habitual. La de alguien que realiza salidas de forma frecuente, y por la que nuestros soldados y perfectos fueron fácilmente engañados, creyendo que se trataba de una nueva salida o llegada a la fortaleza.
—Cierto, señor Sergio. Por eso pienso yo también que hemos sido traicionados por alguno de los pocos que conocen esos caminos.
—Lo que nos facilita mucho el trabajo —intervino fray Doménico—, puesto que es un número de personas bastante reducido las que pertenecen a la aldea de Montségur y conocen esos pasos, tras atravesarlos para abastecernos y mantenernos comunicados con el exterior.
—Fray Doménico, pensáis en la misma persona que yo, ¿verdad? —sugirió Sergio.
—Sí, el mismo al que hace solo unos días autoricé para salir del castillo y comprar un saco de trigo. ¡Maldito Róbert!
—¿Róbert? —propuso el teniente Amiel Aicart—. ¿Róbert Descorbeax? ¡Ese traidor! Espero que no se le ocurra aparecer por la fortaleza o le despellejaré como a un pollo.
—En estos momentos —añadió Sergio— de poco sirve conocer quién ha sido el traidor. Sabemos que no debemos confiar en nadie más aparte de nosotros, y que no debe entrar ni salir nadie más de la fortaleza. Y eso, Hue, nos deja muy pocas posibilidades de aguantar el asedio por mucho tiempo más. Sin provisiones desde el exterior, ni comunicaciones para conocer las intenciones de nuestro conde Raimundo, no tenemos esperanza de poder aguantar más que algunos días.
—¿Comandante Pierre-Roger? —nombró el diácono Hue, esperando su opinión.
—El señor Sergio está en lo cierto, diácono Hue. A lo sumo podríamos aguantar unas semanas más con las pocas reservas que nos quedan, y siempre y cuando no comiencen con el bombardeo de piedras.
—Diácono Hue —sentenció fray Doménico—. Ahora sí es el momento en que debemos planear vuestra huída y la evacuación de nuestro tesoro espiritual.
El silencio con que respondió Hue Poitevin, con la mirada perdida hacia los varios cientos de personas que les observaban desde la plaza de armas del castillo, indicó a sus amigos que él también juzgaba llegado el momento de salvaguardar aquello por cuanto habían luchado y muerto miles de custodios desde hacía casi doce siglos.
Dos semanas después de la toma de la torre este por el ejército de cruzados se interrumpió la monótona tranquilidad sobre la cima de la montaña. El silencio de las catapultas que apuntaban hacia la fortaleza se prolongó hasta mediados del mes de febrero, en el año del Señor 1244. Durante todo ese tiempo, los sitiados veían impotentes desde sus almenas cómo se reagrupaba un batallón de varios cientos de soldados que, insultantes, les amenazaban a solo unos metros de distancia, la suficiente para no ser alcanzados por una flecha.
Pero el décimo sexto día de aquel gélido mes de febrero cayó la primera piedra. Se trataba de una intentona por probar potencia y puntería. El muro de la fortaleza sobre el que impactó la inmensa piedra escogida era el oriental, una muralla reducida y excepcionalmente gruesa, que demostraría a los invasores que proyectiles como aquel difícilmente podían mermarla, y mucho menos derribarla.
Luego llegarían bolas de piedras más pequeñas, con el consecuente poder de destrucción más reducido, pero con un arco de alcance bastante mayor, lo que satisfizo a los asaltantes que decidieron decantarse por ese tipo de pesos. Desde entonces los lanzamientos fueron constantes, no dando reposo a los que estaban dentro del castillo ni de día ni de noche, ni permitiendo la construcción de obras defensivas sobre los principales muros bombardeados.
Por otro lado, la falta de espacio en el interior del castillo hacía insostenible la vida de varios centenares de personas, hacinadas unas encima de otras y con el constante temor de recibir sobre sus cabezas una bola de piedra en cualquier momento, aún a pesar de estar ocupando las caras septentrional y occidental de la fortaleza, en principio inaccesibles a los disparos de las piedras.
Y así transcurrió el resto de aquel fatídico mes de febrero, en el que los defensores y habitantes de Montségur compartían el hacinamiento, el frío y el hambre con el incesante estrépito formado por cada bola de piedra que golpeaba contra las murallas.
El obispo Bertrand Marty, el diácono Hue Poitevin y cuantos perfectos quedaban con vida, no daban abasto en ir de un moribundo a otro, en medio del tumulto y los lamentos de los heridos para administrarles el último sacramento, el del consolamentum.
No tardaron en percatarse de que las cuantiosas bajas que causaban aquellas piedras arrojadas por los franceses ya no tenían repuesto como antes. Los caminos estaban cortados y no acudía nadie de la comarca desde hacía meses. Además, al tiempo que mermaba el número de defensores sitiados, crecía el ejército invasor.
De nada les sirvió a los defensores de Montségur el último mensaje sobre el conde Raimundo, donde se les notificaba que debían tener paciencia y resistir hasta la llegada de Pascua, que sería cuando el conde de Toulouse podría llegar con un gran refuerzo que aunaría sus tropas a las del emperador Federico II. Los víveres estaban prácticamente agotados y las máquinas de guerra francesas martilleaban constantemente sus muros, llegando incluso a ser cada vez más certeras y aplastando algunos de los frágiles tejados de las casas intramuros, mientras los heridos y muertos se multiplicaban día a día.
Finalmente, después de repeler a duras penas varios asaltos con escalas, de observar que los propios perfectos debían montar guardia, e incluso que hasta las mujeres de la ciudadela debían participar en la defensa, cayendo sin vida igual que los hombres, los dirigentes del castillo reconocieron la cruda realidad. Había llegado el fin.
Con el alba del primero de marzo, en el año del señor 1244, un cuerno resonó por encima de los muros de Montségur. Aquel inconfundible sonido, repetido una y otra vez, llegó a oírse con claridad hasta el campamento de cruzados, instalado a más de mil metros por debajo de la fortaleza.
Cuando empezó a sonar se cruzaron las miradas del obispo Cirile de Montnoir y el comandante en jefe, Hugo de Arcis, en cuyos rostros se dibujó la misma sonrisa maliciosa.
Los destacamentos establecidos en las barbacanas y ocupados en no parar de lanzar proyectiles desde las dos catapultas, detuvieron su macabra ocupación para pasar a abrazarse y vitorear su victoria.
Róbert Descorbeaux, quien desde hacía semanas solo se ocupaba de conducir tropas desde el campamento base hasta las barbacanas ocupadas a pocos metros de las murallas, detuvo su marcha hacia la cima y dirigió su mirada hacia los lejanos muros de la fortaleza. Sabía perfectamente lo que significaba el sonido de aquel cuerno y, sin embargo, se extrañó de no alegrarse.
«¿A qué habrá quedado reducido el castillo y sus gentes para rendir la orgullosa fortaleza?», pensó resoplando, y mientras cerraba los ojos. Sin querer admitirlo, en su fuero interno empezó a quemarle el peso de la culpabilidad, impidiéndole digerir el amargo sabor de la traición.
Efectivamente, el sonido de viento que levantaba sobre las murallas aquel cuerno solo podía significar que Raimond de Perelha, el señor de las tierras sobre las que se ubicaba la ciudadela de Montségur, su comandante de la guarnición, Pierre-Roger de Mirepoix y el obispo Bertrand Marty solicitaban negociar.
Después de más de nueve meses de asedio, Montségur capitulaba.
61
LA CAPITULACIÓN
La reunión entre Ramón de Perelha, Pierre-Roger de Mirepoix y Hugo de Arcis, senescal de Carcasona, se celebró el segundo día de marzo, en el año del Señor 1244 en la explanada del castillo de Montségur, a escasos metros de sus medio derruidos muros y a la sombra de sus imponentes portones.
Cuando asistieron a la cita los dos representantes de la vencida fortaleza, salieron silenciosamente por las altas puertas observando con frente alta que allí ya les esperaba el máximo dirigente del ejército invasor. Se encontraba flanqueado por un nutrido grupo de generales y capitanes, armados todos para la ocasión con sus más brillantes armaduras.
A pesar de asistir con las cabezas altas y con seguridad en sus rostros, el obispo Bertrand Marty, fray Doménico, Sergio y el diácono Hue Poitevin, que observaban la escena tras las murallas, sabían perfectamente cuanto pasaba por la mente de Pierre Roger de Mirepoix y Raimond de Perelha. Aquellos dos hombres eran plenamente conscientes de lo que suponía la negociación con los hombres que les esperaban a los pies de la fortaleza.
La caída de Montségur suponía la derrota de la última resistencia militar del Languedoc, marcando un viraje decisivo en la evolución de la represión contra los herejes. Políticamente supondría el fin de la independencia de la Francia meridional y el inicio de la incorporación del Languedoc al reinado del monarca Luis IX.
Pero, sobre todo, la caída de la ciudadela iba a suponer en lo sucesivo la eliminación de toda la jerarquía, infraestructura y lo mejor de las fuerzas vivas de las Iglesias cátaras de Toulouse y del Razès. Se aniquilaba la cabeza y sede de la Iglesia prohibida. Era la pérdida de la esperanza de la Iglesia de los bons hommes y la instalación de un vacío. Se eliminaban así las creencias del pueblo occitano que, durante cuarenta años, había vivido al margen del mundo y, al mismo tiempo, en el centro de las preocupaciones y los odios de reyes y papas. En lo sucesivo se instalaría el terror por toda Francia.
Cuando llegaron ante el comandante cruzado los dos representantes de los vencidos, los desplegados estandartes reales mantenían una ruidosa pelea contra el viento, siendo ese el único sonido que rompía el silencio imperante en la explanada ante el castillo.
—Senescal de Carcasona, señor Hugo de Arcis —empezó a hablar el comandante de los sitiados—. Mi nombre es Pierre-Roger de Mirepoix. Soy comandante en jefe de la guarnición de esta fortaleza, y tengo el placer de asistir ante vos acompañado del poseedor de estas tierras y señor del castillo de Montségur, el señor Raimond de Perelha.
—Señores, es un honor parlamentar con ustedes. Sé que se trata de un momento muy duro y que, tanto vos, comandante, como vos, señor de Perelha, tienen mucho trabajo tras esos muros, atendiendo heridos y procurando alimentos a cuantos hombres y mujeres dependen de vos. Así que hemos querido facilitarles el trabajo y ahorrarles todo el tiempo posible, elaborando una lista de condiciones, eso sí, todas ellas innegociables.
—Señor Hugo de Arcis —intervino con voz marcial Raimond de Perelha—, proceded vos a la lectura, por favor.
Tras tomar aire y aclararse la voz, el senescal de Carcasona comenzó a leer las numerosas líneas escritas en el pergamino.
—En primer lugar, y para garantizar los restantes puntos de la tregua, deben entregarnos una serie de rehenes. No importa quienes escojan, pero deben formar parte de sus respectivas familias. Esa entrega de rehenes debe realizarse hoy mismo, y con ella comenzará una tregua de quince días que les otorgaremos para organizarse, y durante la que seguirán custodiando la plaza. Transcurrido ese plazo, deben abandonar la fortaleza sin llevar nada más que sus ropas. Todas sus posesiones pasarán a pertenecer a su majestad el Rey Luis, después de ser debidamente catalogadas por nuestros inquisidores comandados por fray Ferrer.
»De cumplirse ordenadamente esas primeras condiciones, obtendrán el perdón por todas sus faltas pasadas, incluido el asunto de Avignonet.
En ese momento el comandante Pierre-Roger y el señor Raimond intercambiaron una fugaz mirada de incredulidad y alivio.
»Cuantos hombres de armas se retiren de la fortaleza —continuó el senescal de Carcasona— obtendrán el perdón de su vida, aunque harán entrega de sus armamentos y bagajes, debiendo comparecer, no obstante, ante los inquisidores. Estos solo les podrán condenar a penitencias leves, pues su presencia ante el Santo Tribunal será requerida con vistas a una confesión de sus faltas.
»Las otras personas que se encuentran en el castillo pasarán a ser libres y solo serán sometidas a penitencias leves, siempre y cuando abjuren de la herejía y confiesen ante los inquisidores. Los que así no lo hagan serán entregados al brazo secular, pereciendo sin contemplaciones en la hoguera.
»Finalmente, el castillo y la ciudadela de Montségur serán restituidos a su majestad el Rey Luis IX y a la Santa Iglesia católica.
Las indulgentes condiciones impuestas por los vencedores eran verdaderamente benévolas. Mejor aún de lo que hubieran soñado jamás los representantes de los sitiados. Los autores de la matanza de Avignonet verían garantizada no solo su vida, sino también su libertad. La Iglesia había consentido en absolver tan enorme crimen, sin duda movida por el único interés de eliminar la herejía. Sin duda, se conformaban con acabar de una vez por todas con la heterodoxia, demostrando además que empezaban a comprender el sentimiento de los habitantes de aquellas tierras del sur, sometidos ya a demasiados años de guerra.
No obstante, cuando el senescal hubo terminado de leer cuanto aparecía escrito en el desenrollado pergamino, el comandante Pierre-Roger pudo distinguir la negra nube que cruzaba por la mirada de Raimond de Perelha. Sabía que aquella gris mirada de su señor se debía al hecho de que en breve perdería su castillo y posesiones. Raimond de Perelha consentía a rendir la plaza sabiendo que su entrega sería uno de los términos del acuerdo, pero oírlo en boca de su enemigo fue como recibir un martillazo en cada sien.
—Vuestras condiciones, señor Hugo de Arcis —dijo al fin Raimond de Perelha, y hablando muy lentamente—, son aceptables, lo que os presenta una vez más, y como ya sabía de vos, como un hombre valiente, piadoso y de un criterio muy distinto del de Simón de Montfort. Os lo agradezco enormemente y también en nombre de cuantos hermanos os observan tras mis murallas. Esos muros serán vuestros, transcurrida la tregua que nos otorgáis.
—Mi señor, Raimond de Perelha. Me es muy grato oír cuanto pensáis sobre mi persona, pero debo deciros que han sido los méritos personales de vuestros leales defensores y la necesidad de poner término a un asedio que ha resultado devastador para ambas partes, lo que nos ha animado a ofreceros unas condiciones tan ventajosas. También debéis saber que por vos ha intercedido favorablemente el conde de Toulouse, enviando constantes misivas a su santidad el nuevo papa Inocencio IV, al inquisidor mayor, fray Ferrer y a su majestad, el rey Luis. Ante todos ellos ha insistido en recordar que vos y vuestros soldados no sois más que unos valerosos hombres que han combatido valientemente y que tenéis derecho a ser respetados por el adversario.
Finalizadas las conversaciones, la negociación se cerró con un solemne saludo por ambas partes y con el que se daba inicio a una tregua que otorgaba a los sitiados solo quince días de cese de hostilidades. Transcurrida la tregua, Montségur sería entregada al ejército vencedor.
***
Montségur, en el Condado de Foix, el segundo de marzo, en año del Señor 1244
Sanctissimus Pater, Inocencio IV.
Amantísimo padre, nos dirigimos a vos con la anunciada buena nueva sobre la caída de la fortaleza de Montségur. La caput draconis por fin podrá ser cortada por nuestros hermanos dominicos y el Santo Tribunal de la Inquisición. Tras más de nueve meses de asedio, en el día de ayer primero de marzo, capitulaba el último bastión de la peste herética, que con tanto esfuerzo nos hemos empeñado en erradicar de las tierras de la lengua de Oc.
En su interior se hallan por lo menos cien de esos mal llamados «hombres puros», otros tantos soldados y, al menos, doscientos creyentes y seguidores de los «monjes negros».
A todos ellos se les ha otorgado una tregua de dos semanas, transcurrida la cual deben abandonar los muros tras los que se esconden, sin más posesiones que las ropas con las que ocultar sus impúdicos cuerpos. Será en ese momento cuando podamos acceder al scriptorium donde tan tenazmente han custodiado nuestros ansiados pergaminos y cuantas copias hayan realizado. Sabemos que ya habéis sido debidamente informado sobre su existencia y significado. Así pues, solo entre los muros del castillo pueden esconder esos escritos que solo a la Iglesia de Cristo pertenecen.
En cuanto al supuesto continuador del linaje de Jesús, sobre cuya existencia también habéis sido advertidos, deciros, santidad, que contamos con una detallada descripción y con la mirada de un entregado delator que sin duda nos ayudará a dar con ese farsante. Una vez identificado deberá comparecer ante el Santo Tribunal para terminar confesando su vil engaño.
Entre las condiciones del acuerdo ofrecido por el senescal de Carcasona, el comandante Hugo de Arcis, aparece especificado que todos los «monjes negros» y cuantos «creyentes» les secunden deben abjurar de su herética condición. Aquellos que no renuncien de sus creencias e insistan en no abrazar la fe cristiana, serán entregados a las llamas sin contemplaciones.
Confiamos con ello poder acabar definitivamente con una plaga peor que la peste y con unos infieles más peligrosos que los sarracenos.
Volveré a enviaros una nueva misiva, santidad, en cuanto tenga en mis viejas manos esos pergaminos, y haya renunciado a su inútil teatro ese farsante de Hue Poitevin.
Humildemente vuestro, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cirile de Montnoir, obispo.
***
Venerabilis frater, obispo Cirile de Montnoir.
Como bien decís, al poco de ascender al solio pontificio fui debidamente informado sobre la existencia de todo cuanto perseguís desde hace muchos años, por lo que también nos os damos nuestras más sinceras felicitaciones y ánimos en vuestra investigación.
Acabamos de recibir vuestra misiva y cuantas felices letras reflejáis en ella. Han transcurrido ya casi dos semanas desde que la escribisteis, por lo que muy cerca está el momento en que se entregue la fortaleza y, con ella, cuantos herejes se ocultan.
Cuando vos recibáis nuestra carta ya deberéis haber visto desfilar hacia las llamas a cuantos no consientan en abjurar de su errónea doctrina. Con ello, es deseo de nos recordaros que no se disiente con el hereje. Si se convierte, se le debe volver a aceptar en la fe católica. Pero si se niega a convertirse, se le condenará al suplicio de las llamas y solo así se librará a cuantos le rodeen de la influencia del demonio. La comunidad de devotos cristianos comprenden, como vos y como nos, que tolerar el mal puede atraer la ira de Dios sobre la localidad. Es por ello por lo que excomulgamos a todos los herejes que rechacen convertirse, sean cátaros, paterinos, pobres de Lyon, pasaginos, josefinos, arnaldistas o esperonistas, o lleven el nombre que lleven, pues tienen caras diversas, pero las colas atadas unas con otras, pues por su vanidad todos convienen en lo mismo y todos se alejan por igual de los preceptos oficiales.
Por otro lado, la alegre noticia sobre la capitulación de ese último nido de víboras solo se ve superada por la cercanía de acceder, al fin, a nuestros ansiados y perseguidos pergaminos. Cuidad de ellos, fiel obispo, hasta que nos los podáis entregar en mano. Y en cuanto a ese farsante de nombre Hue Poitevin, una vez haya sido interrogado por fray Ferrer y sus hermanos dominicos, deberá dejar de ser un problema de forma definitiva.
Sabemos que sabréis interpretar sabiamente cuanto os proponemos y ordenamos.
Vuestro hermano en Cristo. Inocencio IV, papa.
62
EL CONSOLAMENTUM
Solo los débiles rayos del sol, en el atardecer de aquel triste dos de marzo, en el año del Señor 1244, fueron los testigos de la silenciosa entrega de rehenes por parte de los vencidos defensores de Montségur.
El viejo caballero Arnaut Roger de Mirepoix, pariente del comandante de la guarnición, tres de los hijos de Raimond de Perelha: sus dos hijas casadas y Jordà de Perelha, además de Raimon Marty, hermano del obispo Bertrand, fueron los familiares que se entregaron voluntariamente a sus vencedores, lo que respondía a la condición sine qua non para obtener la tregua de quince días sin hostilidades por parte del ejército que, por completo, ahora rodeaba los muros de la ciudadela.
Serían dos semanas que los ocupantes del castillo dedicarían al recogimiento y a su preparación espiritual, ahora que reinaba un propicio silencio.
Tanto el obispo de los bons homes, Bertrand Marty, como todos los perfectos en Montségur, sabedores de su liberador destino, distribuían ahora generosa y alegremente sus pocas pertenencias a los laicos que les habían defendido y que más lo necesitaban, recibiendo mantas, cabos de velas, túnicas y jubones elaborados por las perfectas. Todo tipo de ropas, jofainas y otros utensilios, además de pequeñas cantidades de monedas. Quizás los representantes de la Inquisición se apiadaran de ellos y les dejaran marchar con aquellos inofensivos regalos.
Pero, sobre todo, aquellos quince días iban a servir para preparar mentalmente a aquellos hombres y mujeres. Su fatal e inminente separación supondría un duro golpe para todos. Durante muchos años habían compartido todo tipo de gratificantes experiencias, pero había sido particularmente durante el último año cuando compartieron una estrecha convivencia de grandes penas y muy pocas alegrías.
Los laicos sentían un profundo respeto por aquellos barbados e inofensivos hombres, cuyo testimonio terminaría como pasto para las llamas. La fidelidad de aquellos hombres puros a su fe no solo les impedía abjurar de ella, sino que además les haría entregarse a las hogueras con una felicidad increíble. Aquella férrea forma de agarrarse a sus creencias hizo que, poco a poco, durante aquellos quince días, algunos soldados se convirtieran en simpatizantes. Luego en creyentes y, finalmente, les haría solicitar el consolamentum. Solo podía ser así. La convivencia con los buenos hombres les había traspasado.
Durante aquellos últimos días casi veinte personas solicitaron ser consolados para poder seguir a los perfectos hasta su postrer sacrificio. Eran personas que habrían podido abandonar el castillo conservando su vida y su libertad, al tener asegurado su perdón. Pero preferían dejarse atrapar y ser incluidos en la lista de nombres que serían exterminados en las llamas en pocos días. Necesitaban ser iguales a sus maestros de fe en su dolor, como también lo fueron en la amistad. Simplemente se habían convertido. Entre ellos se encontraba el sargento Guilhem Garnier, el señor Raimond de Perelha y Esclarmonde, una de sus hijas que, entre muchos más, ahora también deseaban bajar el camino de Montségur y acompañar a sus hermanos hasta el fin liberador de las llamas.
Y también Sergio. Tras treinta años simpatizando con la doctrina de los buenos cristianos, pero sin querer abandonar la fe católica en la que fue criado, ahora sabía que estaba preparado para su nuevo bautismo. Estaba listo para la imposición de manos de los buenos hombres, el consolamentum que le convertiría también a él en un boni homine. Al fin Sergio había aprendido que este era el bautismo que salvaba las almas, y que había sido Jesucristo quien lo había transmitido a sus apóstoles para librar del mal al pueblo de Dios. Ese bautismo era el cumplimiento al que debía encaminarse toda vida humana, y ahora él también lo iba a recibir, junto a la certeza de un cercano fin entre las llamas.
Aquel glacial domingo trece de marzo, en el año del Señor 1244, antevíspera del fin de la tregua, el obispo Bertrand Marty ofició como maestro de ceremonias la consolación de varias decenas de personas. Antes habían orado por sus verdugos y por ellos mismos, rezando el Pater[88]. Luego, en un acto de desesperanza, pero también de valor y de fe, aquella veintena de hombres y mujeres iniciaron el ritual por el que preparaban su alma al tránsito a través del cual dejarían la materia al partir de un mundo también material. Se sumaban así a los casi doscientos hombres puros que debían fallecer inmolados por creer en una religión derrotada. Hombres y mujeres cuyos nombres jamás volverían a ser nombrados y que jamás serían canonizados como mártires.
El mobiliario escogido para oficiar la ceremonia era muy simple, compuesto de algunos bancos, grandes cirios y una mesa cubierta con un mantel de una inmaculada blancura. Sobre él sería depositado el Libro, el Evangelio. Y, junto a él, unas telas, un aguamanil y una jofaina con agua para el lavado de manos, obligado para tocar el texto sagrado.
El consolamentum, el último de los sacramentos, se inició con la voz clara y solemne del obispo reverberando entre los muros de la fortaleza. Para los ciudadanos que habían defendido con uñas y dientes la plaza eran momentos de gran dolor, entendiendo que todos aquellos perfectos se negarían a abjurar de su fe, prefiriendo morir en las brasas de Dios. El silencio de aquellas casi cuatrocientas personas, escuchando a su obispo confiriendo las últimas ordenaciones, imponía un sublime mutismo y un respeto que también secundaron cuantos soldados cruzados montaban guardia al otro lado de los muros.
El primero de todos cuantos recibieron la imposición de las manos fue Sergio.
—El que deba recibir el consolamentum —empezó a recitar el filius major, fray Doménico— que tome el Libro de las manos del Anciano.
—Sergio —continuó el obispo Bertrand Marty—, como sabes, bautismo significa «lavado», pero Cristo no vino a lavar la suciedad de la carne, sino a limpiar la suciedad de las almas de Dios, manchadas por el contacto con el Maligno. Los discípulos de Jesucristo hemos recibido de Él la autoridad de bautizar y perdonar los pecados. Así hacemos hoy los verdaderos cristianos, instruídos por la Iglesia primitiva y llevando a cabo este ministerio de la imposición de manos, sin el cual nadie puede ser salvado.
»Por ello, Sergio, debo preguntarte, ¿quieres recibir voluntariamente el bautismo espiritual del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios, con la imposición de las manos de los bons hommes?
—Sí. Así lo quiero —respondió con viva voz Sergio, quien se hallaba postrado ante los dos perfectos.
—Si quieres recibir este poder y fortaleza es necesario que guardes todos los mandamientos de Cristo y del Nuevo Testamento, que ha ordenado que el hombre no incurra en adulterio, ni en homicidio, ni en mentira. Que no jure y que perdone a quien le cause mal.
—Esta es mi voluntad. Rogad a Dios que me de fuerza. Venerable Anciano, Parcite nobis. Por todos los pecados, pido perdón a la Iglesia y a todos vosotros.
—¿Tenéis la voluntad de recibir la santa oración y conservarla toda vuestra vida con castidad, veracidad y humildad?
—Sí, tengo voluntad.
—¿Prometéis no comer desde este momento ni carne, ni huevos ni ningún alimento de origen animal, así como absteneros para siempre de todo comercio carnal, no mentir nunca más, ni pronunciar juramentos?
—Sí, lo prometo.
—¿Prometéis también no renunciar a la fe por temor a cualquier tipo de muerte?
—Sí, lo prometo.
Cuando Sergio hubo recitado esas últimas palabras, el obispo Bertrand tomó el Libro y lo depositó sobre su cabeza, tras lo que los bons hommes presentes, con la mano derecha extendida, rezaron con voz alta y clara: Pater sancte, suspice servum tuum in tua justitia, et mitte gratiam team et spiritum sanctus tuum super eum. Después recitaron el Parcias y tres Adoremus, tras lo que se dieron la paz entre ellos dándose el abrazo de hermandad y bienvenida ante el Libro, rogando a Dios con peticiones de gracia.
—Vengo a Dios, a vosotros, a la Iglesia y a vuestra sagrada orden para recibir el perdón y la misericordia por todas mis faltas.
—Pater et Filius et Spiritus sanctus dimittat nobis et parcat omnia peccata nostra[89] —concluyó el anciano obispo en respuesta a la petición del nuevo consolado.
La ceremonia hacia Sergio como único rito de salvación finalizó con el nuevo perfecto besando tres veces el Libro y con el resto de perfectos arrodillándose ante él, como señal de respeto hacia su persona. En lo sucesivo quedaba ordenado como un nuevo buen hombre. Ahora sí era amigo de Dios.
—A partir de ahora vos también tendréis que vestir de negro —le comentó con sorna fray Doménico una vez concluidas todas las ordenaciones, y mientras le guiñaba el ojo izquierdo—. Si sois tan afortunado como yo, quizás a vos también os haga más delgado…
—¿También? Espero tener mayor éxito que vos, fray Doménico, aunque yo sí me conformaré con mantenerlo limpio…
Ahora era Sergio quien guiñaba el ojo.
—Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas de la ciudad [90].
Una vez más era una cita bíblica la que hacía estallar en risas a Sergio, tal como venía sucediendo desde hacía treinta años. Pero esta vez Sergio reía de pura felicidad. Le colmaba de dicha su ordenación como buen hombre, y poder compartirlo con sus mejores amigos. Sus hermanos.
—Oye, Sergio —le tuteó, susurrándole ahora al oído el fraile sexagenario y mientras lo conducía a parte—, debes entender que ha sido necesario que recibas esta santa consagración de Cristo como suplemento a aquello que era insuficiente para tu salvación. Sin embargo, querido hermano, no permitas nunca que nadie concluya que mediante este bautismo que acabas de recibir queda entendido que desdeñas el otro bautismo, o la observancia cristiana, o cualquier cosa buena que hayas hecho o dicho hasta el momento presente.
—Por supuesto, hermano Doménico. Pero, ¿por qué…, por qué me dices que no lo permita «nunca»? Dentro de dos días nos ofreceremos a las llamas y nadie va a dirigirse a nosotros antes de ese momento.
—Sergio, eso es justo de lo que deseo hablarte. Tú no te vas a entregar. No irás con nosotros hasta la hoguera, puesto que has sido elegido para realizar otra misión. Debes hacer un nuevo viaje y acompañarles muy lejos de Montségur.
63
LOS ELEGIDOS
De repente, toda la dicha de Sergio se derrumbó. Instantes después de que fray Doménico le comunicara su «nueva misión», Sergio seguía sin creerse que su final no estaba ligado al de sus nuevos hermanos, aquellos con los que ansiaba compartir los últimos momentos de su vida. Se había preparado y deseaba acompañarles en su dolor, en su último suspiro y sufrimiento sobre el humo y las brasas.
En lugar de todo eso para lo que se había estado mentalizando, en realidad durante muchos años, ahora debía hacer un nuevo viaje y «acompañarles» muy lejos de Montségur.
—Fray Doménico, ¿de qué viaje me estás hablando? Y… ¿Acompañarles?, ¿a quién o quiénes? ¡Y lejos de aquí! ¿Dónde? ¿Para qué?
—Cálmate, Sergio, pues ya hace tiempo que sabemos que solo tú puedes ayudarles a realizar ese viaje.
—Me dices que me calme y aún no me has explicado nada sobre ese viaje. ¿A quién debo acompañar?
—La respuesta es obvia, Sergio. Debes viajar junto al heredero del linaje de Jesús y ayudarle a transportar los valiosos pergaminos que durante tantos años hemos custodiado los bons hommes y otros muchos hombres honestos antes que nosotros. En ese viaje os acompañarán el teniente Amiel Aicart y la perfecta Braida, nuestra bella dama.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué yo? Es decir, tengo cincuenta años y…
—¡Quince menos que yo! —tronó en tono sarcástico fray Doménico—. Y antes de que lo digas tú, prefiero anticiparme: tienes quince años menos que yo y también ochenta kilos menos. Además, la edad no es lo más importante en esta misión. Verás, Sergio, realmente ya hace nueve meses que sabemos quiénes sois los que debéis hacer este viaje. Cuando comenzó el asedio realizamos una reunión de emergencia los veinte máximos responsables de la Iglesia de Dios, con el obispo Bertrand Marty presidiéndola. Todos los hombres puros que nos reunimos estuvimos de acuerdo en evacuar tanto al único heredero de la Sangre de Cristo, como también los escritos donde se explica su linaje y la verdadera historia de Jesús y María Magdalena. También se decidió quiénes y porqué debíais acompañar al diácono Hue en su huída. Donde no hubo acuerdo fue en lo relativo al cuándo, puesto que algunos eran partidarios de realizar la evasión antes de que se complicara el asedio, y otros pensábamos que jamás podrían llegar a estar en peligro dentro de la ciudadela. ¡Qué ingenuos fuimos! Confiamos en extremo en la fama que poseía Montségur de inexpugnable. Al final se decidió que lo más prudente sería seguir custodiando nuestros «tesoros» dentro de la fortaleza, ya que siempre estaríamos a tiempo de hacer huir a tan selecto grupo por las numerosas sendas secretas de esta montaña.
—De acuerdo, pero sigues sin explicarme por qué yo exactamente. ¿No sería más adecuado uno de nuestros más aguerridos soldados?
—No. Ya te he dicho que la edad y el estado físico no son lo más importante en este tipo de travesía. El único momento de riesgo será el descenso de la montaña y atravesar las filas de soldados, pero para evitarlo hemos escogido la media noche de mañana, aprovechando la oscuridad y el descanso de los soldados cruzados que nos custodian. Y en cuanto a por qué tú, la respuesta es sencillamente porque así lo ha exigido el propio Hue, y así lo han propuesto también nuestra bella dama Braida y el teniente Amiel, solicitudes que por su parte ya había aprobado el consejo de buenos hombres, mucho antes de que llegara el momento de pedirles su opinión. Además tú ya has realizado antes ese tipo de largas y peligrosas travesías.
—¿Y por qué decidisteis exponer a Braida en una huída tan arriesgada? Es una mujer muy valiente, pero…
—¡Y aunque me cueste reconocerlo, es mucho más inteligente que tú y yo juntos! Aunque el verdadero motivo es porque ella es la única mujer en la que podemos confiar plenamente, y vais a necesitar una mujer perfecta en vuestra travesía. Su misión consistirá en ayudar al único continuador en vida de la sangre de Jesús a encontrar a la mujer adecuada con la que seguir perpetuando su real estirpe, el linaje real. Y esa es una labor para la que nosotros los perfectos no estamos preparados. Sin embargo, el motivo por el que se decidió en un primer momento que ella debía formar parte de la expedición es porque conoce el «secreto» que aquí custodiamos y eso la convierte en un claro y fácil objetivo para los inquisidores del Santo Tribunal.
—¿Crees realmente que conocen la importancia y la ubicación de los pergaminos y la existencia de Hue tras estos muros?
—Ya hace varias semanas que nos traicionó ese ser despreciable de Róbert Descorbeaux, y desgraciadamente sabe sobre nuestros «tesoros» tanto como tú o como yo. Seguro que a estas alturas debe estar frotándose las manos esa serpiente vestida de rojo y a la que llaman obispo.
—¡El obispo Cirile de Montnoir!
—Sí, y el sumo pontífice de la Iglesia de los lobos, y solo Dios sabe cuántos más. ¿Entiendes ahora por qué debemos evacuaros a Amiel, a Braida y a ti? Sois los únicos que conocéis toda la verdad.
—¿Y qué sucederá si os interrogan a ti o a nuestro obispo Bertrand? También vosotros conocéis el secreto.
—Cierto, pero nosotros dos somos ya ancianos, con muchos años como buenos hombres, y es totalmente imposible que nos consigan hacer confesar mediante tortura. Romperíamos el juramento que hoy mismo acabas de realizar sobre abjurar de la fe por temor a cualquier tipo de muerte. Y, por otro lado, no podemos hacer ese viaje con vosotros. Seríamos una carga demasiado peligrosa para la misión y esta vez no tenemos a Penélope para ayudarnos en la travesía.
El recuerdo de la vieja y fiel mula hizo sonreír a un pensativo Sergio y relajarse un poco más.
—Fray Doménico, acabas de decir que yo ya había realizado antes ese tipo de peligrosos y largos viajes. ¿Dónde tenemos que ir? ¿Crees realmente que conseguiremos estar a salvo en algún sitio?
—Larga y oscura es la sombra de ese terrible Tribunal de la Inquisición que, por cierto, de «Santo» no tiene nada. No, creo que será muy difícil que logréis estar totalmente a salvo, pero no debemos dejar de intentarlo, ¿verdad? Mañana a media noche saldréis los cuatro de la fortaleza para dirigiros hacia el sur. Vuestro primer destino será el castillo de Lordat, donde deberéis permanecer solo unos días. Cuando lo creáis oportuno, deberéis reemprender el camino hacia el sur, y concretamente hasta el castillo de Usson. Allí ya podréis permanecer algunas semanas, pero no demasiado tiempo, porque antes de dos meses os esperan en el castillo de Quéribus, donde ya podréis descansar el tiempo que queráis y, realmente, hasta que veáis necesario huir de él, si es que llegan a averiguar dónde os ocultáis. De ser así, vuestro último destino estará en el condado de Castellbó, en Catalonia. Todos los contactos están hechos y asegurados desde hace meses y se trata de plazas de reconocida devoción hacia la doctrina de los buenos hombres. Son grandes amigos y así os tratarán.
—¿Cómo vamos a transportar todos los pergaminos? A Montségur llegaron en un carro tirado por una mula. Nosotros no podremos disponer de eso.
—Así es, y es por eso por lo que se ha trabajado muy duro en nuestro scriptorium. Recuerda que se han recopilado adecuadamente en códices, facilitándose su transporte y haciéndolos más discretos a la vista. Cada uno de vosotros portará varios códices en sacos que os colgaréis a la espalda, llevando Braida aquellos que menos pesen.
—Sin embargo, no podemos llevar todo cuanto se ha copiado y trabajado en la cripta.
—No creas que nos ha sido fácil tomar la decisión de quemar todos esos códices. Aunque al que más le ha dolido ha sido al diácono Hue, el único copista encargado durante treinta años de estudiarlos y hacer tan preciosas copias. Es una lástima, porque cada uno de esos códices ya supone en sí mismo un tesoro, pero solo podréis llevar los originales. Los demás serán simplemente destruidos.
—¿Ya saben ellos el viaje que deberemos emprender mañana?
—Sí, desde hace unas horas lo saben Hue y Amiel. Solo quedaba por anunciártelo a ti.
—¿Y Braida, cuánto hace que lo sabe?
—Desde que nos reunimos para decidir cuándo y quiénes debían evacuar nuestro secreto. De eso hace ya muchos meses.
64
EL ESPINAZO DEL DIABLO
Nevada y fría. Así amaneció la mañana del martes, décimo quinto día del mes de marzo, en el año del Señor 1244, y penúltimo de la tregua concedida a los defensores de Montségur. Durante la noche un extenso manto blanco había ido cubriendo todos los rincones de la montaña y el amplio valle que se abría a sus pies. La belleza de la vista sobre las murallas del castillo era verdaderamente sublime y, sin embargo, no era aquella vista lo que observaban los vencidos habitantes de la ciudadela.
Desde sus medio derruidos muros, la vista de todos cuantos fueron asomándose se centraba en la explanada ubicada a varios cientos de metros por debajo. Entre los vahos que provocaban sus alientos por la baja temperatura se distinguía un macabro espectáculo: en la cara occidental del pog, a los pies de la montaña, varias decenas de soldados cruzados estaban levantando sobre la nieve una inmensa y terrorífica plataforma de madera. Llevaban varios días construyéndola, pero aquella mañana fue cuando la remataron con una estudiada hilera de largas estacas que contaban con algo más de dos metros de alto cada una. Dispuestos en fila, aquellos cien troncos semejaban un espeluznante espinazo. La escalofriante espina dorsal del mismísimo diablo.
A lo largo de todo el día, los soldados trabajaron duramente rodeando cada uno de aquellos postes, apilando montones de leña y paja seca que después impregnaban debidamente con brea y resina para evitar que se humedeciera la paja y que pudiera arder una hoguera lo suficientemente grande como para consumir los cuerpos de doscientos condenados, a los que atarían de dos en dos en cada estaca.
Por la tarde, ya finalizada la plataforma erizada con sus macabras púas, un grupo de soldados y carpinteros procedieron a levantar una empalizada que rodearía la plataforma encerrándola. Su finalidad consistiría tanto en impedir que ninguno de los condenados se escapara en una desesperada huída, en el improbable caso de que sus ataduras cedieran antes que su vida, como en impedir que ninguno de los presentes se lanzara a las llamas en una alocada carrera por salvar a algún reo familiar o amigo.
Todas aquellas maderas con las que construyeron la empalizada, la plataforma y las amenazadoras estacas fueron extraídas del bosque que tantas veces habían recorrido los perfectos en parejas en sus numerosas idas y venidas a las poblaciones más cercanas. Nueve meses de asedio y asentamiento de miles de soldados sirvieron para que aquel frondoso bosque de robles y encinas fuera brutalmente arrasado y sirviera, en un sacrificio final, para abrasar a más de doscientas personas.
—Míralos —exclamó fray Doménico, observando la tétrica escena desde lo alto del donjón, acompañado del diácono Hue y el obispo Bertrand Marty—. Creen tener poder sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra con toda plaga, cuantas veces quieran. Pero cuando hayan acabado su testimonio, la bestia que sube del abismo hará la guerra contra ellos, y los vencerá y los matará. Y entonces serán sus cadáveres los que estarán expuestos en la plaza de la gran ciudad[91].
—Seguro que la ira de la bestia caerá sobre ellos —añadió Hue—. Que Dios se apiade de sus almas.
—Es posible que caiga sobre ellos —apuntó el obispo Bertrand—, pero antes caerá sobre todos nosotros.
—¡Ay de los moradores de la tierra y del mar!, porque el diablo ha descendido con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo[92]. Pero el poco tiempo que nos resta sabremos aprovecharlo, obispo Bertrand.
—¿Entonces está todo preparado, fray Doménico?
Ahora el voluminoso monje dirigió una interrogativa mirada hacia Hue, quien le respondió en silencio afirmativamente.
—Todos los detalles están preparados y las rutas debidamente estudiadas. Nada puede salir mal.
—¿Y vos, diácono Hue, estáis preparado para vuestro viaje?
—Sí —respondió tras tomarse un momento para respirar profundamente el limpio aire de la montaña—. He hablado esta mañana con aquellos con quienes voy a viajar, y estamos todos esperando ansiosamente el momento.
—Sin embargo —insistió el obispo—, veo la duda en vuestros ojos. Querido Hue, es muy importante que hagáis ese viaje y pongáis a buen recaudo cuanto ha dado significado a tantos años de dolor y sacrificio.
—Lo sé, obispo Bertrand. Es solo que… En fin, estaba pensando en otra cosa. No puedo obviar que el frescor y la pureza de este aire, mañana se habrá transformado en negro humo y hedor a carne quemada. No entiendo por qué los hijos de Dios tienden a guerrear entre sí.
—Somos todos de la misma materia, moldeada como Jesucristo, a imagen y semejanza de Él, el mismo que no puede evitar la eterna lucha entre el bien y el mal.
—Sí, pero sigo sin comprender cómo puede habitar el bien y el mal entre los mismos hijos de Dios.
—Tú lo has dicho, Hue —le explicó el obispo—. Todos somos hijos de Dios, y aunque realicemos pecados diferentes, todos poseemos las mismas almas buenas e iguales entre ellas, aunque encerradas en la materia del cuerpo que nos hace cometer pecados o, si prefieres, ese tipo de acciones que nos diferencian y que no entiendes. Pero, al final, todas las almas serán salvadas. Incluso las almas de los inquisidores acabarán salvándose como las demás mediante la consolación. Y el día en que la última alma consolada abandone el último cuerpo para alcanzar el paraíso perdido, el mundo, como manifestación del mal, alcanzará su fin. Será el fin del mundo, como también lo anuncia la Iglesia de los lobos, solo que nosotros creemos que ese último día llegará sin juicio final, ni infiernos ardientes ni condenaciones eternas, pues las almas no pueden pertenecer al mal eternamente.
—No penséis más en ello, Hue —terció fray Doménico—, porque será Dios quien enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque todas las cosas habrán pasado[93]. Ahora tenéis algo mucho más importante por lo que preocuparos.
En aquel preciso instante sonaba la campana sobre la cima de la montaña, anunciando a toda la ciudadela la llegada de vísperas[94].
—Llaman a vísperas. Con la llamada a nocturnas[95] saldréis de esta fortaleza con una importante misión. Así que, diácono Hue Poitevin, debéis preparar vuestra partida.
Las palabras del obispo Bertrand Marty coincidieron con el brotar de lágrimas de dolor en los ojos de Hue, las mismas a las que acababa de referirse fray Doménico.
Tras una emotiva despedida, Hue Poitevin dedicó un último adiós con silenciosas lágrimas en los ojos a sus amigos y hermanos Bertrand Marty, Doménico da Sola, Pierre-Roger de Mirepoix, Raimond de Perelha y, en definitiva, a todos con cuantos había compartido prácticamente toda su vida. Y muy especialmente a quienes en solo unas horas perecerían pasto de las llamas por defender su fe y su libertad.
Al mismo tiempo, el teniente Amiel Aicart y los perfectos Braida y Sergio, hacían lo propio con prácticamente todos los habitantes de la fortaleza. Fue un momento tan emotivo como difícil pero, como bien había dicho el obispo Bertrand Marty, debían realizar una importante misión, y solo ellos podían llevarla a cabo.
65
LA HUÍDA
Faltaban pocos instantes para la llamada a oración de nocturnas, en la noche del décimo quinto día de marzo, en el año del Señor 1244, la víspera de la gran quema. La noche en que tres perfectos y un soldado debían abandonar la fortaleza de Montségur, desafiando el férreo cerco que mantenían los cruzados y portando el más preciado «tesoro», no solo del catarismo, sino también del catolicismo. La noche en que se violarían los acuerdos pactados con el ejército vencedor, por los que nadie debía abandonar la ciudadela bajo ningún concepto. Pero si todo salía bien, los franceses no se percatarían hasta después de la ocupación del castillo, un día después, lo que proporcionaría a los fugados la ventaja suficiente para alejarse de Montségur y poner a buen recaudo cuanto custodiaban.
Solo estaban el comandante Pierre-Roger de Mirepoix y fray Doménico junto a las cuatro personas que abandonarían el castillo para ayudarles en su fuga, descendiendo por medio de resistentes y largas cuerdas suspendidas por encima del acantilado occidental y hasta el fondo de la garganta de Lasset. Debían descolgarse por la cara más vertical, escarpada e intransitable de la montaña rocosa sobre la que se asentaba la fortaleza, y precisamente era el peligro que entrañaba descenderla, el que hacía que fuera también la menos vigilada.
—Bueno, este es el momento —empezó a despedirse el comandante Pierre-Roger. Su potente voz era la que les indicaba quién era el que hablaba, puesto que la oscuridad era total y apenas sí se podían distinguir unos de otros, al no poder hacer uso de ninguna lámpara que pudiera delatarles—. Acabo de desplegaros las cuatro cuerdas a fin de que podáis descender al mismo tiempo y de que no ceda ninguna por aguantar un peso excesivo. Sergio, es importante que recordéis las últimas instrucciones que se os han dado: una vez que lleguéis al llano que hay al final de los cabos debéis dar un fuerte tirón de cada uno de ellos, lo que me indicará que habéis finalizado los cuatro descensos y que ya podemos recoger las cuerdas para que no os delaten. Luego deberéis seguir en dirección oeste, puesto que es el único punto donde no hay vigilancia de soldados cruzados. Así saldréis del cerco libremente y os podréis dirigir a la gruta del Sabarthez, donde pasaréis esta noche para reemprender el camino el día de mañana. Envuelta en pequeños sacos encontraréis en la cueva algo de comida para que reemprendáis el camino con fuerza. Y aseguraos también de tomar todos los pequeños sacos de monedas que allí os aguardan, puesto que podéis necesitarlo en lo sucesivo. Veréis que hay más que suficiente.
—Aureum et argentum et peccuniam infinitam —aclaró fray Doménico en la oscuridad. Tampoco se le veía claramente, pero para Sergio fue fácil imaginarle con uno de sus inmensos dedos índices en alto y arqueando su frondosa y ya cana ceja derecha.
—¿Y cómo sabréis que hemos logrado flanquear las líneas hasta estar a salvo? —quiso saber Braida.
—Mi señora Braida, a lo largo del día de mañana os deberéis dirigir juntos a la cima del monte Bidorta donde mañana por la noche encenderéis la hoguera que os hemos preparado. Allí encontraréis la leña y la paja seca necesaria para hacer un fuego lo suficientemente brillante como para que lo veamos desde nuestra fortaleza de Montségur. Eso nos indicará que hasta ahí todo ha salido correctamente.
—Y en definitva —añadió fray Doménico a lo expuesto por el comandante—, que habréis realizado con éxito la parte más difícil y peligrosa de vuestro viaje. La bruma y la oscuridad por la práctica ausencia de luna en decreciente, os ayudará a pasar desapercibidos en la noche de hoy. Mañana ya no habrá luna ninguna y la oscuridad será total. Así podremos ver vuestra hoguera.
—Fray Doménico, pesan demasiado estas sacas —se quejó Amiel—. ¿Solo llevan los códices?
—No, Amiel, os hemos plegado también unas mantas de lana para que os las liéis cuando alcancéis el llano, pero no antes, puesto que os molestarían en el descenso.
En ese preciso instante empezó a sonar la campana del castillo anunciando nocturnas. Nunca jamás su sonido había hecho que se erizaran los cabellos de aquellas seis personas al mismo tiempo, haciendo además que al unísono cerraran todos ellos sus ojos. Había llegado el momento.
Un silencioso pero muy fuerte abrazo hizo que se despidieran los cuatro fugitivos de aquellos con quienes compartieron sus últimos instantes en la fortaleza. No hubo lágrimas ni lamentos, y solo Sergio pudo romper el seco nudo que obstruía su garganta.
—Fray Doménico… No te olvidaré nunca.
—Ni yo a ti, Sergio.
Ahora Braida abrazaba al voluminoso monje intentando que no se notara el ligero temblor de sus menudos hombros.
—Debéis ser fuerte, bella dama, puesto que tendréis que cuidar de esos tres truhanes.
Braida no respondió, demasiado ocupada en apretar fuertemente sus labios, y evitar así que se escapara de ellos un inoportuno pero sentido llanto.
—¡Debéis marchar ya! —susurró el comandante Pierre-Roger.
—Gratia Domini nostri Ihesu Christi sit cum omnibus vobis[96] —sentenció fray Doménico, guiñándole su ojo izquierdo a Sergio, como ya era habitual en aquel rollizo monje—. ¿Creíais acaso que os iríais sin oír una última cita del Apocalipsis?
La aclaración de fray Doménico hizo que los cuatro fugitivos iniciaran el descenso por las anudadas cuerdas con una sonrisa en los labios. Pero solo Sergio se percató de que aquella cita, la última que oiría en boca de su fiel amigo, era precisamente la que cerraba el Apocalipsis de San Juan.
En ese mismo instante, varios cientos de metros más abajo y al otro lado de la montaña, unos carpinteros pagados por el obispo Cirile de Montnoir finalizaban la empalizada que habían comenzado por la mañana. Ahora un cerco de maderos rodeaba la terrible plataforma provista de cien estacas apuntando hacia el cielo.
66
¡YO SOY HUE POITEVIN!
A media tarde del miércoles dieciséis de marzo, en la explanada ubicada a varios cientos de metros de la ciudadela de Montségur, el senescal de Carcasona, Hugo de Arcis, y el arzobispo de Narbona, Pierre Amiel, daban las últimas órdenes destinadas a la evacuación del castillo, según los términos acordados. Instantes después llegaba a caballo la orden que haría irrumpir a los soldados en la fortaleza, tras cuyas abiertas puertas se encontraban casi cuatrocientas personas.
La sorpresa fue mayúscula. La plaza de armas de Montségur estaba abarrotada de personas que guardaban un increíble silencio, mientras esperaban a que vinieran los soldados cruzados a desalojarles. Cuando estos traspasaron las murallas y vieron aquel ordenado y respetuoso mutismo se quedaron perplejos. Habían irrumpido esperando, para empezar, que las altas puertas estuvieran cerradas a cal y canto. Sabían que, además, verían llantos, resistencia y una violencia que debería obligarles a emplear las armas.
Y, sin embargo, no sucedió nada de aquello. Ante el grupo de sorprendidos y boquiabiertos soldados fueron desfilando, primero, las mujeres, ancianos y niños que no eran considerados como herejes practicantes y cuyo destino, por lo tanto, sería solo un leve interrogatorio por parte de fray Ferrer y su pequeño séquito de inquisidores dominicos. Cuando salieron todos ya había avanzado aquella tarde fría y brumosa.
Luego, y también muy lentamente, desfilaron los caballeros y soldados, comandados y encabezados por Pierre-Roger de Mirepoix. De todos ellos, solo unos pocos habían decidido convertirse a la doctrina de los buenos hombres, entre los que se encontraba su comandante. Estos se pusieron a la cabeza del destacamento, para facilitar la distinción entre los que debían ser solo interrogados, y los que deberían acompañar a los bons hommes hacia la hoguera.
Por último, salieron los perfectos. Aquella procesión de mártires iba encabezada por el venerable obispo Bertrand Marty. A paso extremadamente lento, ciento noventa religiosos que se negaron a abjurar de su fe salieron del castillo cogidos de las manos, para empezar a cantar dulces himnos en cuanto comenzaron a salir por los portones de Montségur. Poco a poco, caminando despacio por la ladera del monte, iniciaron el descenso de la montaña hacia la explanada donde les esperaban tanto amigos como enemigos. Soldados y clérigos. Santos e inquisidores. Tan lento resultaba el descenso que algunos de los soldados, los más nerviosos, impacientes e irascibles comenzaron a insultarles, a golpearles y a empujarles, consiguiendo que los más ancianos tropezaran y terminaran rodando cuesta abajo, golpeándose contra las pequeñas rocas del camino.
A medida que fue llegando a la explanada aquel río de personas que se dirigían hacia su libertad, mucho después de su salida y ya anocheciendo, todos los que allí les aguardaban los miraban con asombro esperando ver lágrimas en sus ojos, desesperación al ver la empalizada, pánico al subir a la plataforma, o gritos de terror y arrepentimiento en cuanto los empezaran a atar a los postes.
Cualquiera habría visto en aquel desfile algo tétrico y desconsolador, pero aquellos hombres y mujeres bajaban hacia el holocausto con el espíritu en paz y con gran alivio, ya que se dirigían hacia la luz. Pronto se liberarían del cuerpo sucio y mortal que encerraba su alma. De hecho, fue su relajada calma y la felicidad en sus caras lo que asombró a los cientos de personas reunidas alrededor de la empalizada. Parecía mentira que su destino fuera el fuego. Tanto nobles, como clérigos, soldados y pueblo llano notaron erizarse sus cabellos ante el rotundo júbilo con que iban desfilando aquellos monjes de hábito negro sobre la pasarela hacia la plataforma. Seguían entonando sus cánticos mientras voluntariamente se ponían de dos en dos y de espaldas hacia cada una de las estacas. Aquel sobrecogedor espectáculo de flacos cuerpos y caras demacradas en las que solo se distinguía dicha y bienaventuranza hizo que entre los muchos asistentes a la inminente hoguera se empezaran a levantar voces implorando clemencia. Luego aquellas voces fueron seguidas de gritos, llantos y chillidos clamando el perdón de aquellos inocentes. Finalmente, aquella algarabía derivó en ocasionales trifulcas con algunos soldados ante la empalizada y pequeños focos de rebelión que, no obstante, fueron fácilmente aplacados.
Luego llegó la calma, precedida de un súbito silencio por parte de los buenos hombres que, al unísono, terminaron sus cánticos. Ya era noche cerrada cuando una calma intranquila se apoderó de la explanada, iluminada solo por unas cuantas antorchas.
Junto a los diecisiete soldados que se habían convertido en el último instante, sumaban en total doscientas siete las personas que fueron atadas a los postes sobre la plataforma y en cuyos pies se apiñaron los haces de leña y paja atadas y debidamente untadas. La pira funeraria primero empezaría a arder lentamente cuando le aplicaran el fuego, pero no debería tardar demasiado en convertirse en una enorme masa ardiente.
Pero antes debía leerse a los reos la sentencia tras intentar hacerles abjurar. Esa lectura debía hacerla el inquisidor fray Ferrer, un dominico procedente de Catalonia y especialmente impopular entre los occitanos. Su fama de inquisidor cruel e incapaz de sentir compasión alguna ante un reo, le hizo llegar a ser tomado por un descendiente del mismísimo Satanás.
Pero justo cuando el inquisidor dominico, ataviado con su hábito blanco y capa negra, iba a proceder a la lectura de cargos fue interrumpido por la repentina subida a la plataforma de un clérigo impecablemente vestido de rojo. Se trataba de aquel oscuro obispo que todos habían visto merodeando el campamento cruzado durante meses. Ahora iba acompañado de un hombre que reconocieron con facilidad todos cuantos aguardaban atados en silencio.
—¡Es Róbert Descorbeaux! —se oyó decir entre los reos.
—¡Traidor! —le gritó alguien desde fuera de la empalizada.
—¡Que quemen al traidor! —exclamó una voz de mujer, pero esta vez desde la primera fila alrededor de la empalizada. Su voz llegó tan vivamente a Róbert, que este no pudo evitar girarse hacia la mujer.
—Yo… Yo no soy ningún traidor —intentó explicarle—. Yo solo…
Pero sus palabras jamás pudieron ser oídas por nadie. Fue tal el vocerío que se levantó en protesta por la insultante presencia de aquel hombre sobre la plataforma, que los soldados cruzados debieron hacer un gran esfuerzo por calmar los ánimos y contener a cuantos intentaban abalanzarse hacia la empalizada.
—¡Comandante de Arcis! —gritó el obispo Cirile, viendo peligrar su propia integridad—. ¿Acaso no vais a ser capaz de contener a todos estos idiotae et illiterati?[97]
El resultado de la protesta, instantes después, fue de varios cadáveres, incluido el de dos soldados. Muertes necesarias para aplacar la excitación y con las que se saldaba un altercado que podría haber acabado en tragedia, e impidiendo la inminente hoguera.
—Y ahora, Róbert, deja de dar inútiles explicaciones y dime quién de todos estos condenados herejes es el tal Hue Poitevin.
La batalla que empezaba a librarse en el interior de Róbert Descorbeaux quedó patente en ese mismo instante en que el obispo Cirile le instó a que reconociera al diácono Hue entre los reos. Ambos sabían que la tarea podría hacerse larga, puesto que el delator debía buscar al fugado diácono entre más de doscientos rostros, y Róbert inició la desagradable labor de identificación casi sin atreverse a mirar a todos aquellos buenos hombres a la cara. Sabía que ninguno de ellos le había causado jamás ningún mal. Es más, nadie le había hecho nunca daño alguno. Y ahora debía mirarles a los ojos y delatarse a sí mismo como un traidor.
—Lo siento —dijo de repente, cuando entre los reos reconoció a Esclarmonde Perelha, una de las hijas del señor Raimond. Su voz había sonado como un leve y avergonzado susurro que sorprendería, incluso, al propio Róbert. La joven Esclarmonde le miró con piedad. En sus ojos había perdón y eso le hizo avergonzarse aún más.
—Lo siento —volvió a susurrar, al reconocer esta vez al obispo Bertrand. Y de nuevo aquella mirada de gracia y perdón.
—Lo siento —repitió ante el comandante Pierre-Roger de Mirepoix. Y ante cada uno de sus hijos y de su mujer. Y ante el sargento Guilhem Garnier y, finalmente, hasta casi el último de los perfectos que no quisieron renegar de su fe.
La desesperación del obispo Cirile de Montnoir iba en aumento, a medida que disminuía el número de postes en cada uno de los cuales se había atado a dos reos.
—¿Queréis dejar de disculparos y decirme, de una vez, quién es ese farsante de Hue Poitevin? —La pregunta la realizó el encorvado monje lo suficientemente alto como para que lo oyeran todos cuantos estaban atados sobre la plataforma, con la clara intención de que se autodelatara el citado Hue. Pero nadie contestó.
—Lo siento —volvió a repetir Róbert, esta vez ante el serio rostro de fray Doménico. Probablemente nunca había sentido una gran amistad por aquel voluminoso monje, pero no podía dejar de reconocer en su fuero interno que aquel hombre tampoco le había causado daño alguno, ni le había perjudicado en ningún momento. Aquel hombre era inocente de su ira infantil.
Y todos cuantos estaban sobre aquella vergonzosa e inmensa plataforma de madera.
—¡Lo siento muchísimo, fray Doménico! —se lamentó, esta vez gritando al tiempo que se arrodillaba ante el fraile y rompía a llorar como hizo en la plaza de armas de la fortaleza cuando tuvo que oír la reprimenda del diácono Salvatorie da Clemenza. De aquello hacía ya treinta años, y ahora por fin comprendía que solo él no se lo había perdonado a sí mismo.
—Yo te perdono, Róbert —le respondió fray Doménico. Ahora su rostro serio y frío se había transformado en un semblante cálido y caritativo—. Que la paz del Señor sea contigo.
—¡Vaya! ¡Así que aquí está el famoso fray Doménico! Tantos años buscándoos, tantas distancias recorridas y estáis aquí. Ante mí y ante el Santo Tribunal de la Inquisición…
De nuevo volvió la seriedad y la entereza a los ojos y el rostro del voluminoso monje.
—Sí, vos sois el perseguido fray Doménico y, sin duda, vos conocéis exactamente el lugar en ese castillo donde habéis ocultado nuestro «tesoro», ¿verdad? Seguro que es así. Seguro… Bien. ¡Soldados! Desatad a este hombre del poste. Después encadenadlo y encerradlo en un carromato.
Enseguida un grupo de robustos soldados saltaron hacia la plataforma para desatar a aquel inmenso hombre. Su anchura y altura era tal que, aun sin presentar resistencia alguna, no dudaron en golpearle las piernas fuertemente para hacerle arrodillarse ante el anciano obispo, y poder encadenarle así los brazos a la espalda y contra su inmensa garganta.
—Mi querido fray Doménico. Mañana por la mañana, cuando todas estas ratas herejes solo sean manchas negras de piel y huesos calcinados, subiré hasta esa fortaleza para dirigir la búsqueda de nuestro «tesoro». Rezad para que demos con ellos o, de lo contrario, os esperará el peor de los suplicios que pueda soportar un hombre. Y será entonces cuando deseéis haber estado atado a ese poste del que os acabo de liberar.
—Obispo Cirile de Montnoir. Vos sois como aquella voz: Y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: «sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas»[98]. Y, sin embargo, sois incapaz de arrepentiros de las obras de vuestras manos, ni de dejar de adorar a los demonios, y a las imágenes de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, las cuales no pueden ver, ni oír, ni andar. Jamás os arrepentiréis de vuestros homicidios, ni de vuestras hechicerías, ni de los hurtos[99]. Yo lloraré mucho, porque aún no se ha hallado a nadie digno de abrir el Libro, ni leerlo, ni de mirarlo[100].
Las citas pronunciadas por fray Doménico hicieron que el obispo estallara en una macabra carcajada.
—Fray Doménico, sois realmente patético y mucho más ingenuo de lo que os suponía, si pretendéis con esas citas hacer tambalearse la decisión de la persona que os ha perseguido desde hace casi cuarenta años… ¡Lleváoslo al carro! Y rezad, falso fraile. Rezad por que demos con esos escritos, o vuestro viaje al Château Narbonais será lo último que hagáis en vida.
Mientras seis hombres arrastraban a fray Doménico por la plataforma, como si de los restos de un buey se tratara, el obispo Cirile volvió a dirigirse hacia Róbert Descorbeaux, que aún seguía de rodillas.
—Levantaos, estúpido Róbert, porque aún no habéis finalizado vuestra útil labor. Decidme, ¿quién de estos cinco reos que nos restan es Hue Poitevin?
El silencio por respuesta vino acompañado de una sonrisa burlesca. Róbert acababa apreciar que entre los últimos condenados no se encontraba ni el diácono Hue, ni su amigo, el teniente Amiel, ni la buena dama, Braida. No sabía cómo, pero habían logrado huir.
—Mi señor obispo —empezó a hablar Róbert, sin abandonar la insultante y ofensiva sonrisa hacia el purpurado monje—. No logro entender de qué forma lo ha hecho, pero el diácono Hue Poitevin no está sobre esta plataforma.
—¡Mentís! —le escupió por respuesta.
—Sé que no me creeréis, pero es la verdad. Entre los reos no está el diácono Hue.
—¡Yo soy Hue Poitevin! —respondió de repente uno de los cinco condenados que quedaban por identificar. La voz hizo que el obispo se girara súbitamente, pasando a sonreír con malicia.
«Por fin», pensó triunfante el obispo.
—¡Yo soy Hue Poitevin! —repitió otra voz diferente, esta vez entre los primeros perfectos, al principio de la plataforma.
—¡Yo soy Hue Poitevin! ¡Yo soy Hue Poitevin! ¡Yo soy Hue Poitevin! —repitieron todos los reos, uno tras otro.
—¡Callad de una vez!
—¡Yo soy Hue Poitevin! ¡Yo soy Hue Poitevin!
—¡Callad u os arrepentiréis! —les amenazó irritado, el obispo, y sin percatarse de que su inútil amenaza iba dirigida a personas que estaban ante las puertas de la misma muerte y condenadas a una inminente hoguera.
—¡Yo soy Hue Poitevin! ¡Yo soy Hue Poitevin! ¡Yo soy...!
—Está bien. Está bien. No tardaréis en callar. Primero dejaréis de burlaros. Después pediréis clemencia. ¡Leed la sentencia, inquisidor fray Ferrer! ¡Soldados, preparaos para encender la hoguera de una vez!
67
LA HOGUERA
El encapuchado dominico fray Ferrer subió lentamente la improvisada escalerilla que conducía a la plataforma donde se hallaban atados los más de doscientos reos. Mientras accedía por los pequeños peldaños pasaba su mirada por los ojos de algunos de ellos, buscando, sin duda, un resquicio de pánico, de terror o, cuando menos, de arrepentimiento. Pero todo lo que veía era dicha y felicidad, en unos rostros radiantes y plenos de amor y perdón.
Con una rápida mirada al obispo el inquisidor buscó la confirmación definitiva con la que proceder a la lectura de la sentencia.
No tardó en encontrar la mirada autorizadora, acompañada de una leve y sádica sonrisa.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Nos, fray Ferrer, de la orden de los frailes dominicos por autorización divina, con licencia especial del obispo Cirile de Montnoir, aquí presente, y de su santidad el papa Inocencio IV por la gracia de Dios, sustituyéndole en este lugar, hora y día como inquisidor de la depravación herética en el reino de Francia, y diputado de la autoridad apostólica residente en el condado de Foix, para la investigación relativa a todos los infectados y sospechosos de veneno herético, procedo a la lectura de condena…
En aquel mismo momento en que fray Ferrer comenzaba su macabra lectura comenzó a levantarse un murmullo entre los perfectos que se encontraban atados y preparados para la muerte. Aquel murmullo empezó siendo leve, pero no tardó en convertirse en una clara y animada conversación que conseguiría hacer levantar la mirada que el inquisidor mantenía sobre los escritos, interrumpiendo brevemente su lectura.
Los reos estaban despidiéndose de sus amigos con voces graves pero tranquilizadoras, haciendo caso omiso de una lectura que consideraban no merecedora de su atención. Irritado y consciente de ello, fray Ferrer continuó con su obligado recital, levantando aún más su voz.
—… hemos hallado y se nos ha demostrado que todos cuantos se encuentran ante nos no han querido abjurar voluntariamente de toda creencia, recelo y participación de la herejía por la que se les infligirá las penas reservadas a los relapsos…
—Padre Santo —se oyó claramente la voz del obispo Bertrand Marty por encima de la del inquisidor y animando a sus compañeros—, acoge a tus sirvientes en tu justicia y pon tu gracia y tu Espíritu Santo sobre él…
De nuevo fray Ferrer detuvo su lectura, buscando ahora la mirada del obispo Cirile de Montnoir quien, inquieto, no paraba de pasar la suya constantemente de un orador a otro.
—¡Seguid! —le apremió.
—… no… no habiendo querido jurar pronunciando sobre los Santos Evangelios de renunciar a la heterodoxia y perseguir a otros herejes, creyentes, fautores, encubridores y defensores de estos…
—… hemos venido ante Dios y ante la orden de la Sancta Gleisa de Dio, para recibir servicio, perdón y penitencia de todos nuestros pecados…
Todos los reos se hallaban ahora respetuosamente callados, escuchando, eso sí, solo las palabras de su obispo buen cristiano, palabras dulces de paz y amor que claramente contrastaban con aquellas de acusación y odio, pronunciadas por el inquisidor dominico. Incluso los más ancianos y enfermos que se hallaban tendidos y atados en el suelo sobre la leña seca, incapaces de sostenerse en pie y, desde luego, de salir huyendo, prestaban toda su atención al obispo cátaro, buscando un consuelo en su voz que seguía sonando por encima de los lamentos y de la oración de fray Ferrer.
—… de revelar sus fechorías, de apresarlos o hacer que los apresaran por todos los medios a vuestro alcance y, por encima de todo, de conservar y guardar la fe católica…
—… perdonarnos los pobres pecados que hemos hecho, los que hemos dicho, los que hemos pensado u operado desde nuestro nacimiento hasta el día de hoy…
—… habéis recaído en la depravación herética, como perros que vuelven a vomitar tras haberse saciado de carne podrida. También habéis seguido y escuchado a otros falsos profetas y también herejes, condenados por culpa de su depravación herética, habiendo realizado en múltiples ocasiones elogio de su supuesta bondad, su supuesta santidad, su falsa vida ejemplar, de su fe y de su creencia…
—… pues muchos son nuestros pecados por los que ofendemos cada día y cada noche, voluntaria e involuntariamente, y más por aquella voluntad nuestra que los espíritus malignos despiertan en nosotros, dentro de la carne con la que estamos ataviados. Así, recemos para renunciar todo deseo e impureza de la carne, nacida de la corrupción. ¡Oh, Señor!, juzga y condena las imperfecciones de la carne, mas sé misericordioso con el espíritu, que se encuentra por ella prisionero…
—…habiendo dicho que la secta de los antedichos era saludable y que todo ser humano podría salvarse por su espíritu, haciendo observar que nuestro Padre Santo, el papa y los prelados de la Santa Iglesia católica eran unos infieles, reprobando nuestra fe católica y a quienesquiera que la conservan…
—… has dirigido para nosotros los días, las horas, las obediencias, los ayunos, las plegarias y las predicaciones, como ha sido costumbre de los buenos cristianos, para que no seamos juzgados o condenados como felones el Día del Juicio…
—… deseando prestar ayuda a la secta herética y protegiéndola con toda clase de medios. Así, considerando que cuanto antecede ha sido atestado por numerosos testigos requeridos a juicio, y que habéis sido advertidos, rogados, suplicados y exhortados para vuestra abjuración con dos semanas de intervalo, y que os habéis negado a prestar dicho juramento, y que os seguís negando a prestarlo, con porfía impenitente y herética…
—… para la salvación de todos los justos, gloriosos y buenos cristianos aquí presentes, recemos la oración que nuestro Señor Jesús enseñó a todos sus discípulos.
Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino…
—… Por todo ello, nosotros, el obispo y el Inquisidor antedichos, versados tanto en derecho religioso como en derecho secular, y teniendo solo a Dios ante nuestros ojos, dictamos y os declaramos a todos los aquí presentes, relapsos en crimen y protección de la herejía, como herejes impenitentes…
—… Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
El pan nuestro supersubstancial dánoslo hoy.
Y perdona nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…
—… y puesto que la Santa Iglesia Católica no tiene nada por hacer con herejes como vosotros, tras negaros a confesar plenamente los hechos de herejía que se os reprochan, y puesto que el arrepentimiento no conmueve vuestro podrido corazón, persistiendo en negar el sacramento de la penitencia y la eucaristía…
—… y no nos dejes caer en la tentación,
mas líbranos del mal,
ya que a ti pertenecen el reino del poder y la gloria,
por los siglos de los siglos.
Amén.
—… os abandonamos al tribunal secular, condenándoos a morir en la hoguera purificadora de todo mal, in nomine Domine Ihesu Christi Dei eterni.
Cuando hubo finalizado de leer su sentencia el inquisidor fray Ferrer, y puesto que en ese preciso instante también había concluido el obispo Bertrand de rezar por las almas de los bons hommes, fue el silencio quien se adueñó de la plataforma de madera, así como del claro en el bosque donde se hallaba y de todo el valle, dominado ahora por un oscuro castillo que permanecía casi invisible al ser ya noche cerrada y sin luna.
Solo se oía el chisporrotear de las antorchas al viento cuando, disimuladamente, levantó su mirada el obispo de los amigos de Dios, dirigiéndola hacia el pico del vecino monte Bidorta. Allí acababa de encenderse lo que parecía ser una pequeña hoguera. El esperado fuego que les anunciaba a los cientos de personas atadas a su trágico destino, que el tesoro espiritual de los buenos hombres estaba a salvo.
En ese mismo momento, varios soldados prendían fuego a las grandes piras embadurnadas en brea, los mismos soldados que en breve se quedarían sobrecogidos, al ver que hombres, niños, mujeres y ancianos, en lugar de abjurar de su fe y arrodillarse ante los cruzados, anteponiendo a la fe el instinto de supervivencia, lo que hicieron fue entonar en voz baja el Te Deum de la victoria. El cántico provocaría tanto el espanto como la admiración de sus verdugos, ante la entereza de aquellos condenados a una inminente y agonizante muerte.
Todos los perfectos y perfectas rezaban ahora el Te Deum con la alegría de ser conscientes de que, gracias a las fauces de la hoguera que poco a poco ganaba fuerza, iban a poder desprenderse y liberarse definitivamente de la carne que les había estado oprimiendo y del principio del mal que había albergado esa carne. Por fin ahora volverían al espíritu de Dios.
Pero lo que realmente llenaba de gozo y dicha a aquellos hombres y mujeres fue el ver aquel intermitente y destellante punto de luz sobre el pico Bidorta. Sus cuatro hermanos de fe se habían salvado, y con ellos cuanto daba significado y razón de ser a su existencia.
Para entonces fray Doménico ya se hallaba preso en un carromato y alejado de la pira que no tardaría en convertirse en una inmensa bola de fuego. A pesar de encontrarse encadenado de manos y pies, y tumbado en el suelo de madera con húmeda paja de intenso olor a orines, desde su posición podía ver, a través de los cuatro barrotes que cerraban un pequeño ventanuco, la esperada fogata prendida por los cuatro supervivientes de Montségur: sus grandes amigos Amiel, Braida, Hue y Sergio.
Una intensa sensación de alivio y paz inundó el grande y viejo corazón del fraile. Luego empezó a llorar.
Mientras tanto, el fuego ya crepitaba bajo los pies de aquellos doscientos reos, lamiendo primero las largas camisas para pasar después a ser mordidas vorazmente por llamas danzantes. Aquellas ropas no tardarían en prender, envolviendo sus cuerpos y semejando inmensas antorchas. Cuando esto sucedió, aún se podían apreciar sus caras soportando los tormentos admirablemente, y no solo con paciencia, sino incluso con alegría. Después ya no se pudo divisar rostro alguno. Cuando las llamas hubieron prendido bien, los soldados tuvieron que retirarse a una cierta distancia para evitar el intenso calor y el denso humo que despedía aquella gran hoguera alimentada de carne humana.
En apenas una hora, las algo más de doscientas antorchas humanas no fueron más que un montón de cuerpos carbonizados, retorcidos y sangrantes. Algunos, antes de morir, habían logrado romper las cuerdas con las que habían sido atados. Pero lejos de pretender huir, habían decidido encontrar su muerte abrazándose unos con otros. Envueltos en llamas, y caminando sobre gavillas ardientes habían podido agruparse algunos de ellos, abrazándose Corba, la mujer de Raimond de Perelha y señora de Montségur, para morir junto a su anciana madre y a su hija enferma, así como la esposa del sargento Guilhem Garnier junto a su marido, o Pierre Roger de Mirepoix junto a su mujer Philippa. El obispo Bertrand, liberado casi casualmente de sus ataduras había podido dirigir a sus fieles algunas exhortaciones postreras, en medio de los gemidos, del fragor de las llamas, del griterío de los verdugos que avivaban el fuego por los cuatro costados de la empalizada y de los últimos cánticos entonados por los clérigos.
Luego llegó el silencio de la muerte.
Horas después se permitió a algunos soldados azuzar los rescoldos de aquella hoguera casi extinguida, a fin de avivar un poco más las brasas y evitar así que pudiera quedar algún resto humano, susceptible de ser tomado como reliquia para su veneración. Algunos de aquellos soldados no podrían evitar los vómitos y la náuseas que les provocaría el atroz hedor, el nauseabundo olor a carne y pelo quemado que les enviaba al rostro el inclemente viento de marzo.
68
¡HABÉIS VUELTO A FRACASAR!
Durante toda aquella fría y nevada noche del decimosexto día de marzo, en el año del Señor 1244, cuatro personas observaron en silencio la inmensa pira en la que eran sacrificados más de doscientos buenos hombres y buenas mujeres, todos ellos inocentes de la ira papal y las ambiciones políticas y económicas de algunos dirigentes. Las horas fueron transcurriendo sin que ni Braida, Sergio, Amiel, ni Hue articularan palabra alguna. Desde que llegaron al punto concertado y ubicado sobre el monte Bidorta, solo se habían limitado a encender la hoguera ya preparada anteriormente con leños, paja y ramitas secas, como símbolo de haber alcanzado con éxito la primera etapa de su huída. Después pasaron a sentarse envueltos en sus toscas pero calientes mantas de lana a observar tan triste espectáculo.
Las lágrimas les brotaban lentamente para discurrir de forma silenciosa por sus mejillas.
Al día siguiente, con la salida de los primeros y tímidos rayos de sol, ya se podía apreciar el macabro resultado del holocausto cometido horas antes. Sobre la explanada, y custodiada por algunos somnolientos soldados, ahora solo quedaba un oscuro montón de restos humeantes, desprendiendo un olor atroz y nauseabundo que llenaba todo el valle e invadía los muros del castillo que lo dominaba, y llegando incluso hasta donde se hallaban los cuatro fugados.
Pasadas unas horas más el viento ya se había llevado la densa y asfixiante nube negra, dispersando a la deriva sus partículas de humo, y para terminar desapareciendo.
—Tenemos que irnos. ¡En marcha! —ordenó escuetamente Hue Poitevin a sus compañeros quienes, con los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y de no haber dormido en toda la noche, sin pensárselo volvieron a cargar sus respectivos fardos.
Solo unas horas después llegaban a la indicada gruta del Sabarthez, donde les esperaban alimentos como frutos, verduras, raíces crudas y otras cocidas con agua, o algunos trozos de pescado, y también hinchadas flaciatas[101]con diferentes monedas de oro de origen árabe, algunos marabotins que hacía tiempo ya no se acuñaban y que debían conservarse, piezas de plata llamadas toulzas o toulousaines y provenientes de la vecina ciudad de Toulouse, algunas remondines de la ciudad de Albi, y escasas melgoriennes, además de numerosos solidi. Aquellas pequeñas sacas de dinero deberían ayudarles en el transcurso de su huída y garantizar la salvaguarda de los tesoros que viajaban con ellos.
También aquella mañana hacía entrada en el abandonado castillo de Montségur el comandante Hugo de Arcis en solitario, quien no tardó en encontrar la cripta de la sala baja donde, según el obispo Cirile, debería hallarse un scriptorium abarrotado de códices y pergaminos sueltos y enrollados. Las órdenes eran claras: debía recogerlos él personalmente y entregárselos todos y cada uno al obispo, quien se los remitiría a su vez al santo padre.
A su disposición, Hugo de Arcis había escogido un pequeño séquito de hombres que, desde los altos portones de entrada a la fortaleza, aguardaban una señal de su comandante en jefe para poder entrar y cargar el carro preparado. Pero en lugar de aquella señal solo lograron oírle decir todo tipo de improperios hacia los cátaros, indudablemente más rápidos, listos y previsores que él. Después llegaron los amargos sollozos con que el comandante se lamentaba de un incierto futuro ante la ira del obispo Cirile de Montnoir y la de su santidad el papa en persona.
***
A dieciocho de marzo, en el año del Señor 1244
Sanctissimus pater, es deseo de nos relataros cuanto ha acontecido en las últimas fechas y a los pies de esa caput draconis, de nombre Montségur.
Como ya se comunicó a su santidad, tras ofrecer una tregua de dos semanas a cuantas ratas herejes se hallaban escondidas en su madriguera, con el atardecer del decimosexto día de este mes de marzo fueron conducidos a la hoguera todos aquellos que no quisieron abjurar de su herética condición.
Sabed, santo padre, que ninguno de aquellos malditos herejes renegó de sus erróneas creencias, prefiriendo condenarse a las llamas que abjurar de su fe. Es más, ni siquiera nuestros soldados se vieron obligados a empujarlos a la hoguera; tan gozosamente abrazaban la muerte en su demoníaca herejía, que ellos mismos se arrojaban a las llamas… ¿Cómo es posible que esos hijos del diablo puedan hallar en su herejía un coraje semejante a la fuerza que la fe en Cristo nos inspira a los verdaderos cristianos?
Su suicidio en masa ha llegado a servir, incluso, para que muchos de nuestros soldados hayan abandonado sus servicios y puestos de guardia, admirados por la supuesta entereza de los condenados, y no percatándose de que realmente eran, más bien, víctimas de un conjuro o una locura colectiva.
Por otro lado, debemos informar a su santidad que hemos vuelto a fracasar en la búsqueda de esos malditos pergaminos, capaces de comprometer a la Iglesia católica, apostólica y romana con sus envenenadas mentiras, así como tampoco hemos podido dar con ese impostor de Hue Poitevin, el depositarius haereticarum que se dice continuador de la sangre de Cristo y que, supuestamente, debía conducirnos a tan preciados escritos. Sin duda lograría escapar durante la errónea tregua de catorce días concedidos a los defensores de la fortaleza, cargando con los escritos que solo a la Iglesia católica pertenecen, y en compañía de otras pecadoras serpientes.
Sabed también que, aunque nos responsabilizamos completamente de nuestro fracaso, ya hemos realizado las gestiones pertinentes ante el comandante Hugo de Arcis, a quien se encomendó en su momento que se hiciera con cuanto ansiamos y buscamos, así como procederemos en breve a la inquisitio pertinente para averiguar hacia dónde pueden haberse dirigido los fugados herejes. Para ello contaremos con la inestimable ayuda de uno de los máximos representantes de la herejía en Occitania, el fraile Doménico da Sola, a quien sí hemos podido apresar
Os mantendremos debidamente informado.
Humildemente vuestro, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cirile de Montnoir, obispo.
***
Venerabilis frater, obispo Cirile de Montnoir.
Agradecemos vuestras puntuales misivas y la sinceridad contenida en ellas.
Sabed que nos hemos condenado enérgicamente aquel suicidio del que nos escribisteis en vuestra última carta, un suicidio celebrado de la forma más cobarde por los mencionados apóstatas de Dios y de la Iglesia quienes, llevados por un claro instinto diabólico, han cometido el más grave pecado que el ser humano pueda realizar contra la vida creada por Dios, rehusando del don divino de la vida a la que solo el Creador puede dar fin. Sin duda, su mala muerte ha actuado contra natura y contra la caridad, dañándose intencionadamente sus cuerpos y receptáculos de la vida, y condenando al infierno sus pecadoras almas. Ninguno de ellos merecerá el derecho a la salvación eterna ni la entrada en la Gloria Celestial.
Muchas vidas han sido necesarias segar en esa montaña, pero no olvidéis que el fin siempre justifica los medios, ni que vuestro verdadero fin es haceros con esos endiablados pergaminos y con cuantos los custodian, Dios los confunda.
Venerable hermano Cirile, como vos mismo decís, habéis vuelto a fracasar en vuestro cometido y volvéis a encontraros sin rastro de ese supuesto sucesor de Jesucristo nuestro Señor, ni de los pergaminos que con él viajan. No podemos por menos que recordaros vuestra obligación de dar con todos los herejes que escaparon cobardemente de la fortaleza, aunque ello suponga emplear los más brutales métodos que se os ocurran, en los interrogatorios que ya dirige nuestro hermano Inquisidor, fray Ferrer.
Sabemos que esta vez no nos fallaréis, obispo Cirile de Montnoir.
Vuestro hermano en Cristo. Inocencio IV, papa.
69
EL PROCESO DE FRAY DOMÉNICO
Mientras el carromato donde se hallaba preso fray Doménico abandonaba la explanada en la que días antes habían sido sacrificados sus hermanos amigos de Dios, el grueso fraile seguía aferrado a los barrotes del pequeño ventanuco. Desde él pudo distinguir la masa informe de madera, carne y huesos calcinados y humeantes de la que él mismo debería formar parte. También pudo apreciar el camino que conducía hacia la silenciosa y medio derruida fortaleza de Montségur y, algo más tarde, las grebeleures[102] del campamento cruzado, ya a medio desmontar y prácticamente abandonado por los miles de soldados y caballeros que le habían dado vida durante casi un año. Restos de comida, viejos estandartes, apagadas foganhas y montones de excrementos de animales y de humanos habían sido abandonados por doquier, brindándole una silenciosa despedida al aún orondo fraile, a pesar de llevar tres días sin beber nada ni comer alimento alguno.
Solo aquel desolado paisaje y las apagadas conversaciones que mantenían los soldados que le custodiaban suponían su único contacto con la realidad. Después de varios intentos por permanecer despierto y atento a cuanto sucedía y se hablaba a su alrededor, fray Doménico terminó por caer rendido por la falta de sueño, de higiene y de alimentos, sumergiéndose amodorrado en un incómodo sueño, al ritmo que marcaban los bueyes que tiraban de su carro en forma de inmensa caja de madera remachada.
Varias semanas permaneció encadenado en aquel carro, en su camino al Château Narbonais. Recibía cada dos días una frugal alimentación a base de duro y maloliente pan negro, y un cuenco con agua y los esputos de sus guardianes. Al principio apenas sí probó bocado alguno. Luego ya no le quedaría más opción ni sentido del asco, pasando a devorar todo cuanto le pasaban por el pequeño ventanuco.
La mala postura a la que le obligaban a permanecer las cadenas mantenía entumecidos sus brazos y piernas, siendo imprescindible controlar mentalmente el inmenso dolor que le producía aquel inhumano cautiverio. Pronto descubriría que la forma más eficaz de lograrlo era durmiendo. De vez en cuando despertaba de una mala pesadilla, para decirse que era mejor permanecer dormido a vivir consciente, con aquellos intensos dolores y esperando la muerte que le aguardaba.
«No me importa morir, se dijo, puesto que ello supondrá abandonar la esclavitud a la que me somete la carne. Solo espero ser lo suficientemente fuerte como para no traicionarme ni delatar a los custodios de nuestro tesoro espiritual. Cuando sea acusado no trataré de defenderme, ni de debatir con los inquisidores. Me limitaré a esperar en silencio el momento en que me conduzcan hasta la pira que seguro ya me aguarda en algún lugar. Entonces abrazaré gustoso las llamas».
Lo que ignoraba fray Doménico es que no iba a tener juicio alguno, ni inquisidores con los que poder debatir en caso de desearlo.
El paso lento de los caballos que tiraban del carro, y el ruido ahora metálico de sus cascos, junto al de las ruedas al pisar el patio empedrado del castillo indicaron a fray Doménico que el viaje tocaba a su fin. Cuando por fin se detuvo el carromato tras veinte días de marcha, cinco soldados abrieron el cerrojo del portón con un chirriante sonido de metal oxidado. Estaban provistos de largas espadas, cotas de malla y trapos en la cara para huir del hedor que se escapaba por el portón al abrirse.
Un inmenso y cegador caudal de luz blanca despertó al frágil monje que se hallaba en el interior. Se encontraba mucho más delgado que cuando entró en su cárcel tirada por bueyes y, desde luego, mucho más sucio. Estaba envuelto ahora por una gruesa y pestilente capa compuesta por heces, orina y vómitos. Todo el carro en sí apestaba y ese era el motivo por el que sus fastidiados guardianes le habían tratado de una forma tan humillante, llegando incluso a orinar en su agua y defecar en su comida.
—¡Sal de una vez, cerdo! —le gritó uno de ellos.
—Dadme unos minutos, por favor. No puedo ver… Me… me duelen los ojos.
—Demonios… ¡Tirad de él! —ordenó el sargento de los soldados—. No podemos estar aquí toda la mañana. Aún tenemos que lavarlo con estos cubos de agua y quiero perderlo de vista de una vez por todas.
Cinco hombres fueron necesarios para arrastrar hasta el exterior al extenuado fraile. Tiraron de sus cadenas sin ningún tipo de contemplación, hasta ver cómo aquella débil masa de carne rodaba por los pequeños peldaños del carro.
La mala suerte hizo que, al caer al suelo, una de sus sienes diera un seco golpe contra la esquina de un cubo de madera. Luego se hizo la oscuridad de nuevo para el fraile, sin que llegara a recuperar el sentido, a pesar del agua con que estaba siendo bañado y las risotadas e insultantes burlas de sus guardianes.
—Sed bienvenido al Château Narbonais, fray Doménico da Sola.
La voz que le daba la bienvenida le llegaba al fraile entre sueños. Apenas sí había abierto sus pequeños ojos, y aún no distinguía con claridad entre los grises sueños en que se había sumergido y la negra realidad en que se encontraba. Pero de lo que no le cabía duda alguna era de que aquella arenosa y apagada voz pertenecía al obispo Cirile de Montnoir.
—Imagino —empezó a responder fray Doménico, tras comprobar que se encontraba tumbado en una fría y húmeda, aunque limpia celda de castillo— que es a vos, obispo Cirile, a quien debo la hospitalidad demostrada en mi traslado hasta tan distinguido y paradisíaco enclave.
La celda donde se encontraba atado solo de manos era totalmente de piedra y estaba suficientemente iluminada por un único vano con varios barrotes de hierro. Junto al purpurado obispo, que se hallaba sentado en un simple asiento de madera y cuero, se encontraba un hercúleo soldado de recia estatura, desprovisto de ropas de cintura hacia arriba, y armado solo con una gruesa espada que tenía ceñida en su flanco derecho, lo que denotaba su condición de zurdo.
Fray Doménico se encontraba algo más limpio que antes de perder el conocimiento al caer del carro y, además de un intenso dolor de cabeza, tenía ropas nuevas y limpias.
—¿Os gustan vuestros ropajes, fraile? —susurró el anciano obispo—. No os hemos podido procurar un hábito negro, como los que siempre habéis vestido los albigenses, pero siempre es mejor que aquello con lo que llegasteis a este lugar, ¿no creéis? Esperamos que, en lo sucesivo, controléis algo mejor vuestros esfínteres, puesto que no disponemos de demasiadas ropas para vuestro tamaño… ¿Habéis tenido, pues, un buen viaje?
—Sí, gracias. Muy confortable.
—Sí, sabía que sería exactamente de vuestro agrado. De hecho hemos puesto todo nuestro… empeño en que no os faltase nada de lo que, sin duda, os merecéis…
—Decidme, monseñor obispo, ¿a qué se debe que me hayáis procurado tan cómodo y bonito viaje, así como esta hermosa estancia?
—Bueno, hemos pensado que si nos mostramos amables con vos quizás queráis compartir la información que precisamos y que, con toda seguridad, vos conocéis.
—¿Tanta amabilidad por una receta de caldo de pescado?
—Sí, siempre y cuando conozcáis como caldo de pescado el paradero de vuestro amigo Hue Poitevin y los pergaminos que con él viajan.
—Sabéis que nunca os lo diré, por muchos tormentos a los que expongáis mi cuerpo.
—Sí, lo sé, aunque también sé que vos ignoráis en qué tormentos puede llegar a pensar este soldado. Por cierto, será vuestro verdugo. Pero no anticipemos acontecimientos, y permitidme que siga siendo amable con vos. Por cierto, ¿tenéis hambre?
—Pues sí, llevo un año sin comer lo que acostumbraba, y los últimos días he seguido una estricta dieta de esputos, excrementos y orinas…
—Entonces, permitidme mi querido fraile, que os ofrezca un poco de comida. No quisiera que tuvierais queja de nuestra hospitalidad.
Dicho aquello, el soldado que seguía en pie ante fray Doménico le acercó una escudilla con huevos duros, carne asada, un generoso trozo de queso y un cuenco con leche tibia, que extrajo de debajo de sus ropas depositadas en el suelo.
—Muchas gracias, obispo Cirile, pero debo rechazaros tan amable ofrecimiento, puesto que ya no tengo hambre.
—¿Seguro que no, fray Doménico? ¿No será más bien que vuestra doctrina y vuestros rituales, así como vuestra condición de perfecto, no os permiten comer alimentos procedentes de animales? ¿Creéis realmente que merece la pena privarse de comer por una absurda creencia?, ¿que vais a traicionar a alguien por darle unos bocados a esa humeante carne? Vamos, fraile, no esperaréis a que se enfríe vuestra comida, ¿verdad?
—Y vos no esperaréis que me traicione a mí mismo por un precio tan bajo. ¡Como si bastara un pedazo de carne para cambiar de Dios y de doctrina!
—¿Habéis dicho de Dios? ¿Acaso vuestro Dios no es el mismo que aquel al que oramos los cristianos?
—Lamento informaros de que no. No es el mismo Dios, puesto que el nuestro solo ha podido crear el bien, mientras que el vuestro también ha creado el mal.
—Claro, claro, esa es vuestra visión dualista. ¿Sabéis, fray Doménico? Voy a reconoceros que en una cosa estoy totalmente de acuerdo con la doctrina de los bons hommes, y es en esa división dualista del bien y del mal. Efectivamente, yo también creo que el mundo se divide en dos partes totalmente irreconciliables: el bien y el mal. Los buenos y los malos. Los que están con Dios y los que están contra Dios. Solo que difiero con vos en quiénes somos los buenos y quiénes los malos. Nosotros distinguimos entre la Ecclesia Sactorum, que es la de los verdaderos cristianos, y la Ecclesia Malignantium, que es la que integráis los herejes. ¿Quién creéis que tiene razón?
Fray Doménico respondió con un calmado silencio.
—… Fray Doménico, ¿os parece bien, como monje que decís ser, que sea Dios quien decida? Pues bien, si así ha de ser, estaréis de acuerdo conmigo en que el tribunal de Cristo siempre ha condenado a los pecadores con la ira de Dios, quien solo da su apoyo a los que son dignos. Y, fray Doménico, llevo ya muchos años observando cómo Dios os ha dado la espalda a los que os hacéis llamar los buenos cristianos.
—Y vos, ¿sois digno? —respondió el fraile entrecerrando los ojos—. Para serlo estaréis ahora vos de acuerdo conmigo en que es necesaria la preparación previa del alma, limpiándola de mancha y pecado. ¿Habéis confesado ya todos vuestros pecados, obispo Cirile?
El silencio por respuesta mostraba a un obispo reflexionando ante la decidida pregunta del preso, lo que le dio aún más confianza a este para arremeter con una nueva cuestión.
—¡No puedo creer que el tristemente famoso obispo Cirile de Montnoir permanezca en silencio cavilando una respuesta teológica! Os lo preguntaré de otra manera, ¿sois digno, pues, del apoyo de Dios, o más bien creéis que lo sois de la venganza divina? Si seguís dudando la respuesta quizás deberíais plantearos que estéis empezando también vos a ser hereje…
—Mi querido fray Doménico da Sola, si he permanecido en silencio ha sido porque acabo de caer en la cuenta de qué es exactamente lo que os proponéis con absurdas preguntas como esas. El gran placer del diablo siempre ha sido el de plantear al sabio cuestiones embarazosas y preguntas insidiosas.
—¿Tal vez porque sé que no son fáciles de responder, sabio obispo? —le interrumpió el fraile entrecerrando su pequeño ojo izquierdo.
—No, ciertamente, no. Simplemente porque sois el diablo en persona y, con preguntas de ese tipo, os manifestáis ante el sabio.
—Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la Tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él…[103] Resulta curioso, obispo, que seáis precisamente vos quien me acuse de ser el diablo.
—Oh, vaya. No recordaba vuestra fama de docto en el Apocalipsis de San Juan. Bien, bien. Vos que conocéis tan bien la Revelación de San Juan el Teólogo, seguro que no ignoráis los versículos en los que se habla de herejes como vos y vuestros amigos, como el que dice: Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea[104]. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos[105]. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos[106].
—Sí —respondió sonriente fray Doménico, sin poder creerse aún que aquel ingenuo obispo hubiera decidido, de motu propio, competir con él en conocimientos sobre el Apocalipsis de Juan—. Por supuesto que reconozco esos versículos.
—Pues habréis reconocido también el fuego al que fueron lanzados los herejes, después de ser atravesados con una espada —continuó diciendo amenazante el obispo Cirile.
—No, más bien no. Es más, creo que erráis al calificar vuestros ejércitos como los celestiales que acompañan al caballero Fiel. Para hablar de vos y vuestros ejércitos de Satanás, yo más bien recordaría las palabras: Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras y todo aquel que hace mentira[107]. Claro que si lo que queremos es hablar de vuestra Iglesia de lobos, yo citaría las palabras: Ven y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas y con la que han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación[108], ¿no os parece, obispo?
—Es suficiente.
—… Y, desde luego, si lo que pretendemos es definiros a vos concretamente, podríamos citar…
—He dicho que ya es suficiente…
—…Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche, por los siglos de los siglos[109].
—¡Basta, bestia inmunda! —gritó el encolerizado y derrotado obispo—. ¡Vos sois el hereje, vos apoyáis a otros herejes como vos, protegiéndolos y resistiéndoos una vez más a la Santa Iglesia romana, esposa de Cristo, negando tanto su salvación eterna como la vuestra, de la misma manera que negáis la identidad de nuestro Señor Jesucristo!
—Nosotros no vemos a Jesús como el Hijo de Dios. Le vemos como el mejor de los hombres, aunque negamos su corporeidad. Realmente le vemos como el primero de los ángeles.
—¿Negáis entonces su sufrimiento, su muerte y, por supuesto, su resurrección?
—En efecto, creemos que Jesús, lejos de redimir con su muerte, nos mostró un ejemplo que seguir por el resto de los hombres. Es por eso por lo que no tememos a la muerte, suponiendo para nosotros la verdadera liberación del mal material, que es nuestro cuerpo.
—¿Deseáis morir, entonces? Tened la bondad de responder —le instó con sorna el obispo.
—No, no lo deseamos, ni buscamos la muerte. Pero somos conscientes de que no podemos huir de ella… ¿Y vos?, ¿deseáis morir?
—¡Qué estupidez, pues claro que no!
—Era de esperar que ansiarais aferraros a vuestra pecadora existencia.
—Imprudente fray Doménico, no deberíais insultarnos, puesto que conocemos los métodos necesarios para hacer que os arrepintáis de cada una de las venenosas palabras que salen de vuestra boca pestilente.
—Y vos no deberíais juzgar a nadie. ¿Cómo puede un representante eclesiástico juzgar a alguien, si Cristo dijo: No juzgues y no serás juzgado. No condenes y no serás condenado. Suelta y te soltarán.
—¡Maldita rata infecta! —le escupió por respuesta el iracundo anciano, al tiempo que, amenazante, se ponía en pie—. ¿Cómo osáis pronunciar con vuestra hedionda boca las palabras de Cristo nuestro Señor? ¡Yo, obispo Cirile de Montnoir, como instrumento de la venganza de Dios...!
—Obispo Cirile —le interrumpió fray Doménico, poniéndose ahora él también en pie—. Os oigo gritar proclamándoos instrumento de la venganza de Dios, pero nosotros creemos que la venganza no puede nacer de lo bueno, puesto que pertenece al mundo del mal, creado por Satanás. Así, más que ser la nuestra la que sirve al demonio es la Iglesia de Roma, la que acumula tanto poder y riquezas como pecados, la que sirve a Satán enarbolando estandartes como la venganza a la que apeláis.
Ahora, por propia iniciativa, se decidió a actuar el soldado, separando a fray Doménico del obispo con un duro golpe en el pecho con su puño izquierdo, y que haría con su magullado cuerpo contra el frío suelo de piedra. Sin amedrentarse, desde allí siguió el fraile con sus acusaciones.
—¿Qué creéis que pensará Dios de hombres como vos que habéis utilizado, utilizáis y, tristemente seguiréis utilizando su nombre para matar? Sin duda, el Todopoderoso no perdonará que utilicéis su nombre en vano y menos que reguéis con sangre y asesinéis In Nomine Dei, con la excusa de imponer a la fuerza una fe creada a imagen de vuestras ambiciones… Decidme, obispo, ¿cuántos robos y asesinatos ha cometido la Iglesia de Roma enarbolando la cruz? ¿Cuántos suplicios ha ordenado, supuestamente en nombre de un Dios de bondad? Y de todos esos crímenes, ¿cuántos habéis encabezado vos, comenzando por los asesinatos de los hermanos Anselmo Aicart, Bérnard de Mourois, Paulo Bartoldi y mi mentor, Benoît Poitevin?
—Sí, recuerdo aquellos necesarios sacrificios…
—Yo más bien diría crueles homicidios en nombre de Dios y de la Iglesia.
—Fue preciso arrancar de raíz la cizaña. Aquellos pérfidos herejes tenían que morir de forma ejemplar.
—Y por eso os encargasteis vos personalmente de que fueran asesinados fuera de sus respectivas iglesias, como ejemplar lección a vuestros incultos fieles católicos.
—En efecto, siempre fuera y a los pies de la Iglesia. Debían postrarse sin vida a nuestros pies.
—¿Y por qué representar en sus muertes los cuatro elementos del Arché? ¿Por qué aire, fuego, tierra y agua?
—Mi querido fray Doménico. Debo reconocer que sois sorprendentemente sagaz, y que disponéis de muy buena memoria. Nunca hubiera creído que alguien sería capaz de apreciar mi ingenio. Bien, pues como habéis averiguado, el hermano Anselmo Aicart fue atravesado por el hierro de unos soldados, a los pies de la iglesia de Saint Sernin de Toulouse. Ese hierro se extrae de la tierra, por lo que representa el primero de los elementos del Arché.
»Por su parte, vuestro filius major Benoît Poitevin voló por los aires hasta aterrizar a los pies de la catedral de Saint-Nazaire. Él representó con su sacrificio el elemento del aire.
»El hermano Bérnard de Mourois debía entregarse a las llamas en representación del tercer elemento, por lo que no fue nada difícil que falleciera al calor del fuego purificador, y a los pies de la basílica de San Pablo.
»Y, finalmente, el hermano Paulo Bartoldi, a quien hallamos en una pequeña abadía al norte de Italia que, casualmente, es bañada a sus pies por el río Ticino. Sus aguas eran el elemento perfecto en el que debía aparecer su cuerpo flotando, lo que tampoco nos costó un excesivo esfuerzo. Pero, ¿sabéis, fray Doménico? Me resulta extraño que no hayáis averiguado el motivo de tan estudiados sacrificios. Estoy convencido de que no os resultará desconocido el nombre del matemático y filósofo griego Anaximandro. Como seguro sabréis, se dedicó a la descripción de la naturaleza, concibiendo un esquema cosmológico en términos espaciales, por el que la Tierra equidista de todas las cosas y permanece por ello en el centro del universo. Y sí, su arché eran esos cuatro elementos con los que procedió a explicar el equilibrio como la más absoluta perfección. Según Anaximandro, nada puede contener los cuatro elementos ya que supondría la destrucción. Sin embargo, tierra, aire, fuego y agua son necesarios por separado y en equilibrio, como principios engendradores.
—Ahora lo entiendo. Entendisteis aquellas cuatro muertes como obligados principios del equilibrio.
—Veo que empezáis a comprender —apuntó el obispo con evidente regocijo.
—Sin embargo, vos nunca habéis entendido la filosofía del sucesor de Tales.
Ahora el obispo entrecerraba sus ojos, atentamente dirigidos a la perdida mirada hacia el suelo de fray Doménico.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que Anaximandro expuso los cuatro elementos para proceder a explicar la democracia como equilibrio de la perfección. Y no es precisamente democracia o el poder en manos del pueblo lo que vos y vuestra Iglesia habéis buscado con esas y otras muertes. Además, como bien habéis dicho, nada puede contener los cuatro elementos, porque supondría su destrucción. Y, sin embargo, lo que el filósofo griego exponía con ello era su rechazo y oposición a la monarquía o la Iglesia, cuyo total dominio siempre ha pretendido abarcarlo todo bajo su influencia.
»¡Vuestra errónea interpretación de la filosofía de Anaximandro ha hecho que fulminéis la vida de muchos e inocentes hombres! De hecho, según el que fuera director de la Escuela de Mileto, el hombre era por voluntad divina el fin de la creación. El hombre resume en sí mismo toda la creación, compartiendo su existencia con las piedras, la vida con las plantas, la sensibilidad con los animales y la inteligencia con los ángeles. ¡Hombre y universo se explican mutuamente y vos aún no lo habéis entendido!
—Esa es vuestra interpretación.
—¡No, es la interpretación del propio Anaximandro![110] La nuestra, la interpretación que hacemos los buenos hombres de la teoría de los cuatro elementos es bien distinta y se podría decir que, sin daros cuenta, nos habéis hecho un merecido homenaje con vuestro lamentable error: los amigos de Dios decimos que en cuanto la última alma haya abandonado la Tierra, que es creación del demonio, y haya regresado al paraíso celestial, el mal desaparecerá, uniéndose entonces los cuatro elementos, como está escrito en los libros sagrados, y no quedando nada tras su fusión. Así, el Maligno, Dios de la tinieblas, es incapaz de crear algo eterno, por lo que quedará encerrado en su propia eliminación, demostrando que nada puede perdurar eternamente. De no ser porque habéis cometido con ellos muchos y terribles asesinatos, os daría las gracias por vuestra deferencia hacia nuestra interpretación de los cuatro elementos. Pero, sin duda, será Dios quien os lo agradezca a vos y a vuestra Iglesia en el día del Juicio Final.
—Fray Doménico —empezó a responder el obispo, notablemente enfurecido por el giro de la conversación, y mientras empezaba a pasear alrededor del acusado, al tiempo que le dirigía una mirada de soslayo y casi se diría que de asco—, todo cuanto hacemos en defensa de nuestra Iglesia, lo hacemos por mantener las leyes de Dios y la única Verdad. Una verdad a la que nunca podréis llegar, puesto que no la merecéis los herejes.
—Antes de que surgiera la Iglesia católica, e incluso antes de que naciera nuestro Señor Jesucristo, ya existían multitud de religiones… ¿Por qué, entonces, debe poseer la Iglesia católica el monopolio de la única verdad?
—Porque la única verdad es la que nos ha revelado Dios.
—¿Una única verdad revelada por Dios? ¿A quién pretendéis engañar con tamaña mentira? Quizás podáis conseguirlo con esta mula descerebrada que me acaba de golpear, y sin duda a otros incautos e iletrados, ciegos todos al engaño, pero no a mí, obispo. ¿Acaso no se han celebrado infinidad de concilios católicos en busca de esa única verdad, una verdad que ponga de acuerdo a sus seguidores en lo que deben creer? Jamás, jamás habéis logrado llegar a un acuerdo, porque no os interesa ni a vos, ni al santo padre. De hecho, él es el verdadero responsable de todos los males a los que se somete hoy la Iglesia católica. ¿Cómo podéis compartir su ambición? ¿Cómo podéis estar tan ciego de no ver los miles de cadáveres a los que ha llevado su codicia, avaricia y sed de riquezas y títulos?
—Todo clérigo debe obediencia al papa, incluso si ordena el mal; porque nadie es susceptible de juzgar al papa, y menos vos, un asqueroso e inmundo hereje.
—La pasión del sumo pontífice de Roma ha sido siempre hacer supremos el papado y la Iglesia y levantar la sede de Pedro a la máxima altura de poder que jamás haya ostentado un líder religioso. Sin embargo, es curioso llegar a la conclusión de que vuestro descarado invento del papado no fue fundado ni instituido por Cristo, sino por la Iglesia cristiana a la muerte del Señor. Es por ello por lo que los bons hommes decimos que la curia y el papado no son en modo alguno los sucesores de los apóstoles, sino más bien continuadores de los césares del Imperio romano.
—¿Qué sabréis vos, ponzoñoso hereje, sobre San Pedro, la curia o su santidad el papa?
—Lo suficiente como para saber que no fue precisamente Pedro el más digno sucesor de las enseñanzas reveladas por Jesús.
—Ya, y esa ridícula idea la habéis extraído de esos absurdos pergaminos…
—¿Absurdos, decís? ¡Dudo que realmente penséis que sean absurdos, dado el interés que habéis mostrado por encontrarlos durante más de treinta años!
—Búsqueda que finalizará hoy, precisamente, cuando me reveléis dónde se encuentran.
—¡Jamás! —sentenció el orondo fraile, con una sonrisa en sus también gruesos labios.
—Fray Doménico da Sola, ¿sabéis lo que es el Tribunal de la Inquisición? Pues debéis saber que es un tribunal no creado para el perdón, para eso ya está la confesión, que penaliza con unos cuantos Paternóster, sino que ha sido creado específicamente para castigar, tras una pertinente investigación. Es lo que llamamos Inquisitio heretice pravitatis[111], un tribunal que no duda en ningún instante en hacer uso de cuantos instrumentos de tortura sean necesarios para extraer la verdad. Sin embargo, amigo fray Doménico, os voy a ahorrar las arduas y duras sesiones de interrogación con nuestro hábil fray Ferrer, puesto que yo, obispo Cirile de Montnoir digo y pronuncio, por sentencia definitiva, que vos sois un monje ario y hereje al que ha seducido el mismísimo diablo, y como reo del crimen de lesa majestad divina os condeno a que sufráis el peor de los tormentos a que se pueda exponer la fuerza y la resistencia de un hombre. No dudéis que antes de que acabemos con vuestro corrupto cuerpo y vuestra enferma mente, nos habréis revelado dónde se esconde nuestro tesoro.
—Lamento anunciaros, obispo, que vuestro esfuerzo será del todo inútil. Podéis ser conmigo cuan severo creáis conveniente para satisfacer vuestro sadismo, pero no olvidéis que algún día deberéis comparecer frente al tribunal de Dios a dar cuenta, tanto de la crueldad como de la ligereza con que hayáis actuado en el ejercicio de vuestra función.
—No, fraile, no. No voy a ser severo con vos. Seré algo más. Ordenaré que todos cuantos soldados os torturen sean tan inclementes como inhumanos. Tan brutales como despiadados. Tan insensibles a vuestras súplicas, como excesivos con su trabajo. Oídme bien, fraile impostor, todos vuestros amigos de Dios han pasado directamente de las llamas del fuego a las llamas del infierno. ¡Doménico da Sola, creedme si os digo que desearéis haber sufrido con ellos una muerte tan benévola!
—Me dais pena, obispo Cirile. Habéis contribuido a extender de modo intolerable la pestilencia de la carne chamuscada y, aun así, sois tan ciego de creer que escaparéis a la ira de Dios.
—Fray Doménico —empezó a decir lentamente, y casi sin abrir sus finísimos labios, lívidos por la furia—, recordadlas bien, puesto que esas van a ser las últimas palabras con las que os habréis dirigido a mi persona. ¡Que comience ya su merecido suplicio, y que no se le indulte por mucho que renuncie Ad nauseam![112] No obstante, sabed que si recordáis dónde se esconden mis manuscritos y ese farsante de Hue Poitevin, yo estaré dispuesto a daros una muerte rápida y definitiva. Tenedlo presente en vuestros momentos de mayor agonía.
—Yo os perdono como hijo de Dios —fue la respuesta del grueso fraile, quien ahora se ponía lentamente en pie, para imponer las manos, extendiendo sus palmas en señal de perdón—. Ego te absolvo peccatis tuis.
—¡Yo os condeno como traidor a Dios! —sentenció contundentemente el obispo—. In nomine Patris, et Filii, et Spiritu Sancti. Amen.
Después de explicarle con evidente regocijo en qué consistirían los diferentes pasos que seguiría para su tormento, el verdugo de torso desnudo pasó a enseñarle los instrumentos con que los iba a ejecutar. Durante intervalos de media hora, y a lo largo de dos interminables días, todos los tipos de tortura fueron aplicados sobre el lastimero cuerpo de Doménico da Sola: la flagelación con un látigo cuyas tiras de cuero habían sido bañadas en agua y sal, para producir un dolor añadido cada vez que le arrancaban un trozo de piel; el potro, por el que el fraile fue literalmente alargado por la fuerza hasta dislocarle algunas de las articulaciones de brazos y piernas, así como el desgarro de músculos de las extremidades, el tórax y el abdomen; el brasero, en el que se introducían selectivamente sexo, manos y pies del condenado; los atornilladores de las piernas y las prensas de espinillas, por las que con cada vuelta de tornillo, más aguda se hacía la presión sobre sus extremidades; o la estrapada, por la que las manos del acusado se ataban a la espalda y a una cuerda que se colgaría de una viga en el techo. El procedimiento que se servía de cuerdas y poleas consiguió dislocarle los omóplatos, una vez izado hasta lo más alto de la cuerda y dejado caer rápidamente, para detener su caída de forma brusca y a solo unos palmos del suelo.
Al amanecer del tercer día, y tras otras muchas torturas, por fin, fray Doménico, exhaló un último suspiro, con que abandonaba la cárcel corpórea en la que se hallaba preso. A pesar de haber sido sistemáticamente descoyuntado, flagelado o quemado, en ningún momento había vuelto a hablar tras haber perdonado a su ejecutor imponiéndole las manos.
70
RÓBERT DE MOUROIS
El anuncio había sido claro: Quien quiera que se presente espontáneamente ante el Santísimo Tribunal de la Inquisición de la depravación herética para confesar, salvará la vida, cualesquiera que hayan sido sus crímenes de herejía, y será tratado con la mayor clemencia y misericordia.
El reclamo era perfecto y, junto al terror que anidaba en el corazón de aquellas pobres gentes tras la quema de Montségur, consiguió que durante los días siguientes a la quema de herejes, a los pies de la montaña donde se hallaba silenciosa la fortaleza, multitud de católicos acudieran ante el inquisidor fray Ferrer a dar testimonio de la verdad, a arrepentirse de sus antiguos pecados o a rehabilitarse, denunciando a todo aquel que consideraran sospecho de herejía. Además, los nombres de los testigos siempre eran mantenidos en secreto, lo que no hacía sino animar aún más a la delación del prójimo.
Durante el tempus gratiae[113] muchos abjuraron de sus antiguas creencias, otros confesaron haber recaído en la herejía antes de volver a la unidad de la Iglesia, y otros, finalmente, añadían a las denuncias de sus vecinos la firme promesa de seguir haciéndolo cuantas veces fuera necesario.
La mayoría de los denunciados acudían prestamente ante el dominico para abjurar sin pensárselo dos veces. Renegaban para sobrevivir, de aquello, incluso, gracias a lo cual había vivido, de lo que había dado sentido a todos sus caminos a través de bosques, bajo la lluvia y el granizo, bajo el ardor del sol y el frío del hielo, en las granjas y los pajares, a la luz de improvisadas hogueras y entre la amistad de rostros conocidos. En la huida permanente y el secreto cotidiano.
Un veredicto de culpabilidad por accusatio tenía siempre profundas consecuencias para la vida y las posesiones de los individuos, así como para sus familias, trayendo consigo penas de muerte, prisión, confiscación de bienes, descrédito público y onerosas multas o peregrinaciones en los casos más leves.
El acusado era sospechoso desde el primer momento ya que, de lo contrario, no se hubiese requerido su comparecencia, por lo que la obligación de demostrar que la sospecha era infundada o de que estaba basada en la malicia, un malentendido o la declaración de un enemigo recaía sobre el acusado, dependiendo en todo momento de la conciencia y el buen juicio del inquisidor que actuaba en ese momento. Y fray Ferrer no se caracterizaba precisamente por su clemencia ante el acusado. Así, todos terminaban escrutando su memoria para terminar hablando. Abjuraban. Denunciaban. Salvaban su miserable vida.
El inquisidor dominico comenzó los interrogatorios en las tiendas montadas a los pies del cerro, pero no tardaría en ir de un lado a otro de la región, buscando herejes y aceptando las evidencias más frágiles para dictar una condena contra la pestilentia destestabilis, la detestable pestilencia de la herejía. El brazo secular estaba a su disposición. Aquellos a los que condenaba eran quemados. A los que abjuraban se les afeitaba la cabeza o se les cosían las cruces amarillas en sus ropas, señales de herejía visibles en lo sucesivo para todos. Los acusados apenas sí tenían dónde elegir: podían optar entre confesar, incluso las prácticas o creencias más improbables, salvando así la vida o negar su complicidad y enfrentarse a las llamas.
En las semanas siguientes a aquel mes de marzo, en el año del Señor 1244, siguió habiendo muchas víctimas: auténticos herejes, herejes relapsos, e incluso de algunos condenados por maliciosos vecinos que obraban impulsados por la venganza de algún suceso lejano, o por el deseo de hacerse con las pertenencias de un desdichado adinerado, que sería arrastrado a la perdición, a pesar de su inocencia. Una parte de los bienes confiscados al denunciado terminaban engrosando el patrimonio del delator. Las viejas cuentas pendientes entre familias encontraban así soluciones fáciles y definitivas, aunque también fueron frecuentes los casos en que el sospechoso, para justificarse, para evitar la prisión de por vida, o la hoguera por relapso, denunciaba a su vez a quien le había delatado con anterioridad.
Dos meses después de la masiva quema de herejes a los pies de Montségur comenzó el interrogatorio a un hombre extremadamente delgado, de unos cuarenta y cinco años y de sucio aspecto, como consecuencia de su encarcelamiento tras la toma del castillo. Fray Ferrer se hallaba sentado en su tienda, ante una gran mesa de madera robusta y acompañado de otros dos dominicos «sanos de espíritu», quienes tenían como función la de tomar las debidas notas de todo cuanto se hablara durante la inquisitio, reuniendo las confesiones de los pobres desgraciados que debían declarar ante ellos.
—Vuestro nombre es Róbert, ¿verdad? Róbert Descorbeaux.
El silencio con que aquel hombre respondía a la pregunta del monje vestido con limpios ropajes negros y blancos, denotaba el agotamiento de su cuerpo, sometido a anteriores torturas y a la vejación de un estricto encarcelamiento, conocido como murus estrictus[114]. Un silencio que también le valió un mazazo en la espalda, como gentileza del soldado que le había acompañado a la tienda.
—¿Os llamáis Róbert Descorbeaux? —insistió el dominico.
—Sí, eminencia —logró responder, tras una casi interminable tos seca. Su aspecto era el de un mendigo a punto de fallecer por inanición—. Ese es mi nombre.
—¿Sabéis por qué habéis sido convocado ante este tribunal?
—Imagino que se me acusa de herejía.
—En efecto, se os acusa de herejía puesto que vuestras creencias se desvían de las enseñanzas de la Iglesia católica.
—Eminencia, no soy ningún hereje.
—¿Habéis visto alguna vez a herejes, a perfectos albigenses?
—Sí, eminencia.
—¿Cuándo?
—Todos los días, desde que era niño.
—¿Dónde?
—Desde que fui trasladado hasta ese maldito castillo de Montségur no he parado de vivir entre ellos.
—¿Ellos? ¿Podríais facilitarnos acaso sus nombres?
—Sí, eminencia, aunque no os servirá de mucho, puesto que ya han perecido todos en la hoguera.
—Eso no debe importaros ahora. Decidnos algunos de esos nombres.
—Salvatore da Clemenza, diácono en la fortaleza, Guilhabert de Castres, obispo ya desaparecido y sucedido por un nuevo obispo de nombre Bertrand Marty, Doménico da Sola, Hue Poitevin… ¡Qué sé yo, había infinidad de ellos!
Cuando hubo pronunciado aquellos dos últimos nombres, el inquisidor fray Ferrer dirigió lentamente su mirada hacia unos pesados cortinajes que colgaban desde la cubierta de la tienda, justo detrás del acusado. Aquella ojeada fugaz no escapó a la cansada mirada del acusado, quien también echó un vistazo de reojo. Instantes después el dominico volvía a estudiar de nuevo a Róbert, retomando el proceso de investigación.
—¿Comisteis con ellos pan bendito?
—No.
—¿Sabéis de qué forma bendecían el pan?
—No.
—¿Venerasteis a los herejes con tres genuflexiones y les pedisteis su bendición?
—No.
—¿Lo visteis hacer a otros?
—Sí, a diario. Todos los habitantes del castillo se saludaban y concedían la bendición de esa manera.
—¿Vos y otros los adorasteis?
—Eminencia —empezó a responder con evidente cansancio, pero sin reflejar el terror que comúnmente invadía a los acusados cuando oían esa pregunta—, jamás he abrazado la doctrina de los amigos de Dios. Aunque debo reconoceros que tampoco he adorado nunca la doctrina y la fe católica.
La altanera respuesta hizo enarcar una ceja de admiración y desprecio al inquisidor, quien se tomaría unos instantes antes de pronunciar la siguiente pregunta.
—¿Acaso proclamáis renunciar a la fe en Cristo nuestro Señor?
—No, eminencia, no renuncio a la fe cristiana…
—¿Entonces por qué…?
—… No renuncio a la fe cristiana, porque nunca la he estrechado. La vida me ha hecho vivir al margen de creencias, ritos, dioses y religiones.
—¿Creéis en Jesucristo, nacido de la Virgen María, que sufrió, resucitó y subió a los cielos?
—No. Es un Dios en el que ya no creo, pero al que he rezado toda mi vida, varias veces al día, tantas como insultos y reproches le he hecho por la injusta realidad que he sufrido desde mi infancia, cuando fui arrancado de los brazos de mis padres.
—Hablando de ritos, ¿habéis presenciado alguna vez el del consolamentum?
—Sí, en alguna ocasión, pero solo como simple observador, nunca he formado parte del ritual.
—¿Creíais que eran buenos hombres que decían la verdad, aunque sabíais que la Iglesia los perseguía?
—Nunca me importó quién estaba en posesión de la verdad, como a la verdad tampoco le he importado yo.
—¿Habéis escuchado sus mentiras sobre la creación de las cosas visibles?
—Es posible que las haya oído, pero nunca las he escuchado.
—¿Y sobre la sagrada hostia?
—Tampoco.
—¿Sobre el bautismo?
—Tampoco, eminencia.
—¿Sobre el matrimonio, la resurrección de los cuerpos, la prohibición del juramento…?
—¡No, no, no! Eminencia, ahorraos vuestro tiempo y proceded a la lectura de mi condena, puesto que ya no deseo vivir más este tormento.
—Vos no sabéis qué es el tormento.
—Y vos ignoráis a qué tormento me refiero. Os hablo del tormento de la traición, el dolor que invade un corazón cuando por fin comprendéis que todo cuanto habéis hecho en la vida ha sido un error, un terrible error que culminó con la delación de mis compañeros y la traición de cuantos luchaban por sobrevivir al asedio de Montségur.
—¿Y qué os hizo conspirar contra ellos?
—El miedo y las mentiras envenenadas del vuestro obispo, Cirile de Montnoir.
De nuevo una rápida mirada del inquisidor hacia las cortinas, y la certeza para Róbert de que allí se ocultaba el octogenario obispo, escuchando su declaración.
—Róbert Descorbeaux, ¿habéis estado en alguna ocasión en la cripta de esa fortaleza, conocida como «sala baja»?
Esta vez, sí dudó Róbert. Acababa de comprender cuál era exactamente el motivo por el que se encontraba encadenado ante aquel inquisidor y con el obispo Cirile de Montnoir escuchando el interrogatorio. Pero también comprendió que de nada serviría mentir al respecto.
—Sí, eminencia.
—¿Habéis llegado a ver y ojear alguno de los códices que, parece ser, guardaban en ella?
—Sí… —La afirmación salió de su boca de forma casi inaudible, mientras recordaba el amanecer en que casi arden los preciosos manuscritos por su irresponsable ansiedad por conocerlos.
—Róbert Descorbeaux, ¿qué había exactamente en aquella cripta?
—Pergaminos. Vitelas de todos los tamaños. Muchos escritos enrollados, otros extendidos y otros muchos recogidos en grandes códices.
—¿Recordáis haber leído algo sobre la vida de Jesús y María Magdalena?
—Sí, eminencia.
—Si ordeno desencadenaros, ¿podríais indicarnos el tamaño de esos pergaminos en relación con el volumen de esta mesa, por ejemplo?
—Sí.
Instantes después, ya libre de sus grilletes, Róbert indicó al inquisidor cuál era la forma y el contenido de cuanto pudo leer la mañana en que cambió radicalmente su vida. Pero lo que verdaderamente llamó la atención de fray Ferrer fueron las machacadas y temblorosas manos de aquel hombre. Luego le obligaron a permanecer de nuevo a varios metros del dominico.
—Róbert Descorbeaux, ¿por qué tenéis las manos tan magulladas? ¿Acaso habéis sufrido en ellas algún tipo de tortura?
—Eminencia —comenzó a explicar en tono jocoso Róbert—, veo que no conocéis la suerte que he vivido en mis dos meses de cautiverio. No hace más de dos semanas ya fui interrogado por esa bestia sin escrúpulos de vuestro obispo, Cirile de Montnoir. Mientras él también me interrogaba sobre esos malditos pergaminos me ataron las manos con correas por detrás de la espalda, tan fuertemente que la sangre brotaba de mis uñas. Después las perforaron y acuchillaron hasta que, finalmente, fui arrojado a una fosa sin ser desatado hasta hoy.
En ese momento Róbert volvió a enseñar sus manos al dominico quien ahora sí pudo apreciar que estaban descarnadas, desolladas y agujereadas por todo tipo de instrumentos de tortura. Aunque lo más sorprendente era su pulgar derecho, prácticamente en huesos y casi sin carne alguna, un dedo que había permanecido oculto bajo la palma, sin poder moverlo mientras satisfacía la curiosidad del inquisidor en lo relativo al tamaño y forma de los pergaminos.
—Eminencia, si ese inhumano obispo vuelve a hacerme sufrir semejantes torturas, volveré a negar todo lo que negué y volveré a decir todo cuanto quiere que diga, pero nunca podré reconocer dónde han escondido los pergaminos y dónde se oculta el diácono Hue Poitevin, puesto que lo ignoro.
—¡Mentís, rata infecta! —le amenazó tras los cortinajes un iracundo Cirile de Montnoir, que ahora se desvelaba caminando hacia el condenado—. Y siempre habéis mentido sobre el lugar donde los herejes custodiaban los pergaminos en la fortaleza.
—No, eminencia. Yo nunca os he mentido.
—¡Basta ya de mentiras, adorador de Satán imbuido de las doctrinas herejes! Veo que los tormentos que ordené infligiros no han servido para haceros recapacitar. Pues bien, creo que aún os podemos infligir un daño mayor, cuando os diga quién sois y de dónde procedéis.
Ahora, el encorvado obispo se aproximó a solo unos palmos de Róbert, echándose hacia atrás la roja capucha de su hábito y descubriendo su rapada y blanca cabeza.
—Miradme bien, Róbert Descorbeaux, porque tenéis ante vos a la persona que ordenó ejecutar hace treinta y cinco años a una ramera, de nombre Susanne. Sí, vuestra pecadora madre fue la primera hereje de la ciudad de Narbona arrojada a las llamas del fuego purificador, después de haber sido tomada y torturada por varios soldados ebrios.
—Basta, por favor…
—No, aún debéis conocer cuál fue la suerte de vuestro padre. Su nombre era Bérnard de Mourois y, varios años después del divertido espectáculo que nos brindó vuestra madre, tuve la ocasión de interrogarle, como ya he hecho con vos, sobre el paradero de los pergaminos y los herejes que le custodiaban. Entonces vuestro padre ya no era un asqueroso batanero como cuando os perdió de vista…
—Os lo suplico, ¡no sigáis, por favor!
—… sino un arrogante boni homine, al que tampoco dudé de enviar a la hoguera, después de brindarnos un maravilloso espectáculo sobre unos hierros al rojo vivo. Vuestro padre no pudo demostrar su presunta inocencia mediante ordalía. Sin embargo, vos también vais a tener la ocasión de demostrar si sois hereje o si, por el contrario, sois inocente de toda culpa, Róbert Descorbeaux, ¿o deberíamos decir Róbert de Mourois?
En el mismo instante en que Róbert escuchó por primera vez en su vida su verdadero nombre fue cuando extendió sus brazos aún desatados para agarrar fuertemente del delgado cuello al obispo Cirile.
—¿No… no le habíais vuelto a… encadenar? —preguntó entre gorgoteos, y con la práctica totalidad de la lengua fuera de la boca, mientras hacía verdaderos esfuerzos por mantener una mirada de condenación al sorprendido inquisidor.
—Sí, Róbert de Mourois, ese es mi nombre, y ahora entiendo por qué el diácono Salvatore da Clemenza lo cambió. Fue para ocultarme de un ser tan vil y despreciable como vos…
Un tremendo golpe en la espalda con la maza de hierro del soldado hizo que Róbert casi perdiera el sentido, pero su odio hacia el obispo le impidió desfallecer, apretando aún con más fuerza su estrecha y frágil garganta.
—¡Cirile de Montnoir, inmisericorde martillo de inocentes, acompañadme en mi viaje al infierno!
Lo primero que Róbert pudo oír antes de soltar la garganta del obispo fue un seco crujir de huesos. Con sus descarnadas manos le había partido el cuello a su víctima que ahora caía sin vida a sus pies, aún con la mirada clavada en el aterrorizado inquisidor dominico.
Lo siguiente que pudo oír Róbert fue cómo la espada de su guardián le atravesaba desde la espalda y a través del pecho, sobresaliendo de él, más de un palmo de mortal hierro teñido de rojo.
71
LA PORTADORA DE LA LUZ
Apenas unas horas fue el tiempo que los cuatro amigos habían permanecido el la gruta indicada del Sabarthez. El obvio peligro que implicaba permanecer cerca de la tomada fortaleza de Montségur, y sentirse aún rodeados por numerosas tropas de cruzados, que marchaban cansinamente en su camino de retorno a sus diferentes países de origen, les animó a poner rumbo inmediatamente hacia el castillo de Lordat, tal y como les había indicado fray Doménico antes de despedirse. Allí les esperaba una reducida comunidad de creyentes, con los que compartieron tristes noticias y varios días de dolor y desasosiego.
Hacia finales del mes de marzo, en el año del Señor 1244, y sintiéndose perseguidos salieron de Lordat de nuevo hacia el sur, encaminándose hacia el castrum de Usson, donde permanecieron ocultos unas semanas más, para volver a partir hacia el este, tal y como habían planeado los dirigentes de Montségur, en dirección al castillo de Quéribus, donde llegaron hacia fines del mes de mayo, cargados con sus fardos repletos de monedas, códices y pergaminos.
Antigua propiedad de la Corona de Aragón, junto a todo el territorio de Peyrepertuse donde se hallaba situado, el castillo de Quéribus, junto al de Montségur, suponía ser la última fortaleza occitana que había resistido a las fuerzas francesas y resultaba tan inaccesible e inconquistable como aquel otro nido de águilas. También ubicado sobre una alta roca calcárea, dominaba una escarpada cresta del macizo de las Corbières meridionales. El castillo era tan alto como ancho, con elevadas paredes lisas y prácticamente desprovistas de vanos. Curiosamente, el ejército de cruzados aún no había depositado su mirada hacia la resistencia militar de aquel castillo, también atestado de firmes creyentes y perfectos amigos de Dios, y comandado por Chatbert de Barbaira, antiguo ingeniero militar del rey de Aragón.
Fue precisamente el señor Chatbert, un convencido de las doctrinas cátaras, quien les dio personalmente la bienvenida, instalándoles para la que sería una larga estancia.
Una tarde, tres meses después de su llegada a Quéribus, se encontraba Sergio en la estancia superior del donjon o torre principal de la fortaleza. Era su lugar preferido para dedicarse en paz a la lectura de los códices que habían traído consigo desde Montségur, para lo que se sentaba de espaldas a la única abertura que existía en la estancia, iluminándola suficientemente.
—¿Qué hacéis aquí, Sergio? Por fin os encuentro. ¡Llevo casi toda la tarde buscándoos!
—Hola, Braida. Lo siento, no sabía que me estuvierais buscando. Sí, me gusta la tranquilidad que ofrece esta salle du pilier, como la llaman las gentes de este castillo.
—La sala del pilar…[115]
—Sí, y aunque vengo prácticamente todos los días a observar esta columna, sigo sin averiguar el enigma que encierra.
—¿Enigma?
—Veréis, Braida, si os fijáis bien veréis que, lo que parece ser un pilar central, en realidad no lo es. En efecto, de él parten esas ocho nervaduras ojivales que reparten el peso del techo sobre la columna, pero esta no está precisamente en el centro geométrico de la sala. Y, por mucho que lo intento, sigo sin entender por qué.
—¿Un error arquitectónico, quizás? —propuso la bella dama sentándose frente a Sergio, aunque al otro lado de la sala.
—Lo dudo… Y bien, ¿para qué me buscabais?
—En realidad… —empezó a explicar Braida, dejando viajar su mirada por los campos que se veían desde el vano que tenía justo en frente. El cálido y agradable sol de los últimos días de agosto ya estaba cayendo, a punto de acariciar el horizonte— … yo solo quería hablar un momento con vos. Desde que llegamos a Montségur, hace ya treinta años, prácticamente no he vuelto a tener ocasión de conversar con el muchacho del que me enamoré mientras atravesaba los Alpes.
—No me recordéis aquellas montañas… ¡Aún me duele de vez en cuando la herida que me hicieron aquellos truhanes! Sin contar el cálido abrazo de vuestro tío, el cabrero…
Ahora reían los dos recordando una aventura que no solo les proporcionó malos momentos.
—Sergio, ¿os dijo exactamente fray Doménico por qué debía yo huir con vosotros tres?
—¡Claro! Me dijo que os habían elegido porque sois la persona más inteligente del grupo… También me contó que debíais salvaros, puesto que vos también conocíais el secreto que custodiamos, y que erais la única mujer perfecta en la que podían confiar plenamente. Además, el diácono Hue os necesitaría para que ayudarais al sucesor de Jesús a encontrar a la mujer adecuada con la que pueda perpetuar la estirpe real.
—Así es —confirmó Braida.
—¿Puedo pediros que me lo digáis, cuando hayáis encontrado a esa afortunada mujer?
Ahora Braida empezaba a llorar levemente, mientras afirmaba con la cabeza y su rostro era iluminado, como por arte de magia, por un anaranjado rayo de luz. El sol acababa de entrar débilmente en la estancia, atravesando la sala anexa.
—Sergio, Hue ya ha encontrado a la mujer que cree digna del honor de recibir su semilla.
Fue entonces cuando Sergio comprendió lo que Braida quería decirle. En su interior empezaron a competir dos sensaciones tan opuestas como lógicas. Tan dolorosas y contradictorias como maravillosas.
—Braida, yo…
—No digáis nada, por favor…
—… Yo quiero deciros que, aunque os he seguido amando secretamente desde el día en que os conocí, me llena de gozo saber que vais a ser portadora de un nuevo sucesor de Jesús, y que no conozco ni conoceré jamás a mujer alguna que sea más digna que vos de ese privilegio.
Braida arrancó entonces a llorar, feliz ante la bendición del único hombre al que había amado en toda su vida. Luego se levantó para abandonar la sala del pilar, no sin antes girarse al llegar a la puerta de entrada.
—Os agradezco vuestra comprensión, Sergio. Y… yo también deseo deciros que solo os he amado a vos, y que aunque pueda llegar a amar a Hue, vos seréis siempre alguien muy especial para mí.
—Siempre os seguiré amando, Braida —murmuró Sergio con un duro nudo en la garganta. Pero sus últimas palabras ya no las pudo oír la mujer que acababa de abandonar la sala, el único amor verdadero que había conocido.
Luego Sergio también empezó a llorar. Lloró por los treinta años de respetuoso amor en silencio, un amor místico, etéreo y secreto, mantenido en lo más hondo de su corazón. Lloró por todo lo sufrido junto a aquella maravillosa mujer. Y también lloró por la felicidad que le embargaba, al comprender que la sangre real de Jesucristo seguiría viva una generación más.
Cuando levantó el rostro de entre sus manos, lo hizo esperando ver que allí siguiera sentada su amada, pero lo único que vio frente a él, fue el rayo de sol que, rozando la columna, iluminaba la pared que tenía delante y el medallón de oro que sobre ella había dejado Braida. Era el mismo medallón y la misma cadena que muchos años atrás le había regalado el comerciante Berto. Ahora, movido con un ritmo cada vez más lento, el precioso metal brillaba con cegadores y preciosos destellos. Entonces comprendió por qué el pilar estaba desplazado: si estuviese ubicado en el mismo centro geométrico de la sala, sería el pilar el que recibiría de lleno el haz de luz que entraba desde la sala contigua, y evitaría con ello que el trazo luminoso fuese a dar en el muro de enfrente, y más concretamente en el regalo con que la bella dama quería que la recordara Sergio.
En efecto, Braida era la portadora de la luz.
***
Algunas semanas más tarde, Hue Poitevin y Braida se marchaban del castillo de Quéribus en compañía de un séquito de soldados, a los que el señor Chatbert de Barbaira había ordenado les acompañaran hasta la Lombardía. Debían hacer una peligrosa travesía en carros hasta la costa de Narbona, donde embarcarían hasta llegar al puerto de Génova. Allí serían escoltados por más soldados hasta llegar al norte de Italia.
El peligro, sabían los soldados, venía dado más por proteger a aquellos dos importantes señores a los que escoltaban y por la valiosa carga que portaban envuelta en grandes fardos que por el viaje en sí.
72
LIBER DE DUOBUS PRINCIPIIS
Condado de Castellbó, Catalonia, en el año del Señor 1260
Ya han pasado más de quince años desde que los vi marcharse montados en aquel carro y acompañados por varios soldados bien armados. Fue la última vez que pude ver a la única mujer a la que he amado y uno de los hombres a los que más he apreciado en mi vida, junto a mi buen amigo fray Doménico, mi antiguo abad Celestino da Clemenza o mi fiel compañero, Amiel Aicart.
Por cierto, este último es el único al que he vuelto a ver de vez en cuando, cuando ha marchado en alguna misión militar hacia el norte de la Península Ibérica, donde me hallo. Algunos años después de que llegaran Braida y Hue a Lombardía yo decidí viajar hacia el condado de Castellbó, en Catalonia, donde permanezco junto a algunos pocos bons hommes, formando lo que probablemente sea el último reducto del catarismo en tierras ya católicas.
En uno de sus viajes me contó Amiel que fue de aquí, precisamente, de donde partió, hace ya cincuenta años, el moribundo anciano llegado a Montségur a lomos de un caballo sin herradura, y cuyo fallecimiento sirviera para que, los que entonces eran aún unos niños, descubrieran un maravilloso scriptorium plagado de hermosos pergaminos.
También ha sido gracias a Amiel por quien he sabido de la suerte que ha sufrido nuestra amada fortaleza de Montségur, y que parece ser fue donada por Luis IX, rey de Francia, al mariscal de Lévis, Guy II. Hoy, quince años después de su asedio y toma, nada queda ya de aquel poblado en forma de enjambre y compuesto de minúsculas viviendas, casas y cabañas desplegadas antaño por toda la plataforma de la montaña. La destrucción fue total, después de casi un año de asedio y constantes lanzamientos de piedras desde letales e inmisericordes catapultas. Por fin, reyes, papas y obispos descansaron tras la conquista del último bastión de resistencia a la ortodoxia cristiana, junto a la representada por nuestro otro castillo fiel a los bons hommes: Nuestro fiel Chatbert de Barbaira, comandante de la fortaleza de Quéribus, terminó rindiendo la plaza en el año del Señor 1255, tras lograr un indulto para todos los habitantes del castillo, cátaros y no cátaros, que pudieron abandonarlo sin ser molestados.
La caída de esos dos islotes de la resistencia occitana, junto con la muerte, algunos años antes, de Raimundo VII, conde de Tolosa, supusieron el fin de la independencia del Languedoc, el que Occitania sea borrada de la historia, el fin de la estirpe de los condes de Tolosa, y el definitivo éxodo de todos cuantos hemos creído en la promulgación pacífica del amor y la fe, tal como la entendieron los primeros apóstoles.
Después de medio siglo, los pobres de Cristo hemos sido masacrados, tras errar huyendo de ciudad en ciudad, como las ovejas en medio de lobos. Innumerables amigos de Dios hemos sufrido la persecución que ya probaran los apóstoles y los mártires, a pesar de nuestra santa vida de estrictos ayunos y abstinencias con las que mortificamos un cuerpo entregado solo a la oración y el trabajo.
La Inquisición ha sido la encargada definitiva de proceder, según macabras leyes, a exterminar los escasos focos de «pestilencia herética», como insisten en denominarlos.
¡Hasta qué punto las palabras de Cristo contradicen a la maligna Iglesia de Roma! No solo no es perseguida por carecer del bien y de la justicia que deberían habitar en su interior, sino que, al contrario, es esa Iglesia quien persigue y mata a todos cuantos se oponen a sus pecados y prevaricaciones. No solo no huye de ciudad en ciudad, sino que señorea sobre todas las ciudades, pueblos y provincias, y se asienta con toda la grandeza y las pompas en la cima de este mundo. Y no solo es temida por reyes, emperadores y barones, sino que, con toda impunidad, ha acorralado hasta acabar con la verdadera Iglesia de Cristo, o como la llamamos nosotros, la Sancta Gleisa de Dio, afortunadamente, todavía la única custodia de la verdad sobre Jesús, María Magdalena y sus verdaderos descendientes.
Han pasado ya muchos años desde que nuestro Señor Jesucristo eligiera a la Magdalena como su más digno discípulo, amándola por encima de sus otros seguidores. Pero, a pesar de nuestros esfuerzos y los de muchos hombres buenos, María Magdalena sigue y seguirá siendo considerada como una pecadora arrepentida, mientras que Jesús seguirá siendo recordado como alguien que fue célibe durante toda su vida. Alguien que jamás hizo uso de su sexualidad y que, por supuesto, jamás tuvo descendencia. Resulta curioso comprobar que la Iglesia romana se ha preocupado de difundir esa imagen de Cristo, mientras pide a sus fieles que no nieguen a Dios todos los hijos que se dignen a enviarle… ¿Cómo puede ser una blasfemia pensar que Jesús fue padre o que María Magdalena estuviera embarazada de él cuando fue crucificado?
Aunque aún está lejos, deberá llegar el día en que podamos demostrar que Jesús estuvo casado, que amó a su inocente esposa y que tuvo descendencia. Ese será el día en que la Iglesia cristiana recuerde al fin que Pedro, el primer papa del cristianismo, también estuvo casado. Será el día en que la Iglesia abra las puertas al diálogo y los oídos a la razón, una razón que hemos gritado miles de gargantas para convencerles de que Jesús no fue menos humano ni menos divino por haber experimentado con Magdalena el amor real entre un hombre y una mujer, tal como yo, pobre humano y mortal, pude comprobar cuando no era más que un asustado chiquillo en brazos de una bella mujer. Ambos cometimos un inocente pecado del que jamás me podré arrepentir.
Lo poco que sé sobre mi bella Braida y nuestro señor Hue Poitevin, debo agradecérselo una vez más a nuestro fiel Amiel Aicart, quien no hace demasiados años tuvo ocasión de visitarlos en un lugar de la Lombardía, cuyo nombre no puedo desvelar. Me contó que la estirpe real continúa su inexorable camino, puesto que tuvieron dos hermosos hijos: una preciosa niña a la que llamaron Sarah, en recuerdo de la descendiente directa de nuestro Señor Jesucristo y María Magdalena, y un niño, hoy todo un fuerte y decidido muchacho, al que llamaron Sergio. Dios les dé salud, amor y descendencia por muchos años.
Ahora ya soy un anciano de casi setenta años, al que ya faltan las fuerzas para emprender un nuevo viaje, pero Dios sabe que mi recuerdo y amor viajan todos los días hacia el norte de Italia, donde se hallan mis verdaderos amigos. Por ellos, y en recuerdo de cuantos dieron la vida por la verdad que representan, hace años que escribo este Liber de duobus principiis[116] y que ya iniciara mi buen fray Doménico. Él fue quien me lo legó durante nuestra travesía por los Alpes, pocos meses después de conocernos. Al igual que él, continúo con lo que será un manual de enseñanza sobre nuestra religión dualista, hablando sobre las obras del Hacedor del bien y las del Maligno, al tiempo que pretendo demostrar que los verdaderos cristianos estamos llamados a sufrir las persecuciones del mundo, de lo que dejo constancia sobre este pergamino en el que escribo estas líneas.
Mis débiles y ajadas manos apenas sí pueden soportar las interminables sesiones de escritura a las que las someto, por lo que muy a menudo debo detenerme y descansar. Son los maravillosos momentos en los que aprovecho para acariciar el medallón que me regaló mi amada Braida el día de su despedida, y la preciosa brújula con la que me obsequió el bueno de Berto Peruzzi, aquel joven comerciante al que conocimos mientras descendíamos el Ródano, en compañía de nuestra mula Penélope. Gracias a este curioso invento árabe pudimos orientarnos en nuestro viaje hacia Montségur, en nuestra huída hacia Quéribus o mi marcha hasta donde me encuentro hoy, un bello lugar rodeado de verdes montañas atravesadas por generosos ríos plateados, y donde aguardo la llegada de mi cercana muerte.
Todos los días rezo para que me sea concedido un buen fin, mientras recuerdo a todos los buenos cristianos con los que he podido compartir mi vida, y que ya hace años partieron en la barca de Caronte hacia su último viaje. Ruego a Dios haya acogido sus almas en su seno.
Suyo es el Reino y suyo el Poder y la Gloria, por los siglos de los siglos, amén.
Este libro se terminó de escribir en Mallorca, enero de 2009.