6

—¿Se puede saber qué demonios estamos haciendo abrigados hasta los dientes y congelándonos el trasero mientras deambulamos por el centro de Manhattan con un equipo de grabación detrás?

Wes y yo íbamos tomados de la mano, balanceando los brazos al caminar. El simple acto de que estuviéramos juntos y me sostuviera la mano me recordó lo afortunada que era. Había muchas cosas por las que estaba agradecida, y en lo más alto de esa lista se encontraba el hombre con el que me iba a casar, Weston Channing.

Nos rodeaban los parajes y los ruidos de Nueva York. Del cielo caían copos de nieve que se derretían en cuanto tocaban el suelo. En Las Vegas no solía nevar y, cuando lo hacía, no tenía este aspecto. Esto era como un paraíso invernal.

Me encogí de hombros despreocupadamente.

—Tengo una idea que quiero probar —dije—. Confía en mí. Será divertido.

Haciendo un gran esfuerzo, reprimí las emociones que quería exteriorizar. En vez de eso, me mantuve fuerte y me incliné hacia él para disfrutar de nuestro paseo. La ciudad era espléndida. A pesar del tiempo, había mucha gente paseando, yendo de un lado a otro y entrando y saliendo de los brillantes taxis amarillos más rápido de lo que una persona tardaba en levantar la mano. Los taxis aparecían de la nada en cuanto alguien se acercaba a la orilla de cualquier ajetreada calle de Manhattan. Y una cornucopia de aromas flotaba en el aire procedente de los distintos vendedores ambulantes de comida que vendían de todo, desde hot dogs hasta churros, pasando por pizzas.

Cuando llegamos al Rockefeller Center, en pleno centro de Manhattan, me detuve delante de la pista de patinaje.

—Aquí está bien por ahora. —Sonreí, y Wes se limitó a mirarme y a negar con la cabeza.

Los camarógrafos comenzaron a preparar el equipo mientras yo inspeccionaba la zona. A un lado de la pista, vi a un hombre ayudando a una niña que claramente era su hija a atarse los patines de hielo. Me acerqué a ellos con despreocupación.

—Hola. Disculpe, señor, soy Mia Saunders y estoy entrevistando a gente para una sección del programa del doctor Hoffman sobre aquello de lo que estamos agradecidos.

El hombre se irguió y se puso delante de la niña. Con toda probabilidad, se trataba del movimiento instintivo de un padre protegiendo a su hija.

—¿Y? —dijo con una voz profunda y recelosa mientras me inspeccionaba.

Señalé por encima de mi hombro el equipo de grabación y a Wes, que se encontraban a un lado de la pista de patinaje.

—Bueno, me preguntaba si no le importaría que le hiciera una pequeña entrevista. Sólo serán una pregunta o dos. Estoy intentando capturar la vida cotidiana de los estadounidenses para compartirla con el resto el mundo. Para su hija será todo un shock descubrir dentro de unos años que apareció en televisión. —Sonreí a la niña de pelo y ojos castaños. Llevaba un gorro de lana rojo y el largo cabello le caía por los lados. Sus mejillas estaban congeladas por el frío y tenían una tonalidad de perfecto rosa chicle.

El hombre, que también tenía el pelo y los ojos castaños, bajó la mirada hacia su hija.

—¿Te gustaría salir en la tele, Anna? —Colocó un dedo bajo la barbilla de la niña y le levantó la cabeza para que lo mirara.

—¡Claro que sí, papi!

Yo junté las manos.

—¡Genial! Si no les importa, acérquense, por favor, al lugar en el que hemos colocado la cámara.

Como la niña ya llevaba puestos los patines, su padre la levantó con facilidad y la llevó en brazos. No debía de tener más de cinco o seis años, y él era corpulento.

—Entonces, señor...

—Pickering. Shaun Pickering.

Tomé nota mental de sus nombres para no meter la pata cuando estuviéramos grabando. No quería retenerlos mucho tiempo y, sobre todo, deseaba que su sección fuera real. Si la cagaba..., bueno, la vida estaba llena de pequeños errores, y ni siquiera la gente que trabajaba en la televisión era perfecta, por más que el público así lo creyera.

—De acuerdo, chicos; ¿listos para grabar?

El técnico de sonido me dio un micrófono y un auricular. Yo me acicalé y me coloqué el largo pelo a los lados de la cabeza para que me abrigara del frío (y, según Wes, tener un aspecto especialmente adorable con la gorra con estampado de pata de gallo que llevaba puesta). El camarógrafo comentó que el gabán verde que llevaba quedaba de maravilla con mi pelo negro y mis ojos verdes.

—¿Está listo? —le pregunté a Shaun.

Él asintió y cambió de posición a su hija en sus brazos para sostenerla mejor.

El camarógrafo comenzó la cuenta atrás de cinco a uno.

—Estoy con Shaun Pickering y su hija Anna delante del Rockefeller Center, en pleno corazón de Manhattan, donde están a punto de ir a patinar sobre hielo, uno de los pasatiempos favoritos de muchos residentes en Nueva York. Gracias, Shaun, por permitir que interrumpa su día unos minutos.

Él sonrió.

—Me alegro de poder ayudarla.

—Ahora que Acción de Gracias está a la vuelta de la esquina, me gustaría saber, Shaun, de qué se siente usted agradecido.

Él miró a la cámara y se abrazó todavía con más fuerza a su hija.

—Me siento agradecido por mi Anna. La única cosa que me queda de su madre, mi esposa fallecida.

No supe qué responder a eso. ¿Cómo podía hacerlo una al enterarse de la grave pérdida de otra persona? ¿Diciendo «Lamento su pérdida»? No creía que él quisiera oír eso.

La cámara siguió grabando y, ante la pausa en la conversación, Shaun prosiguió:

—Es duro ser padre viudo, pero esta pequeña —frotó su nariz con la de Anna— ha hecho que cada día de los últimos cinco años haya valido la pena.

Me aclaré la garganta.

—Señorita Anna, ¿de qué se siente usted agradecida este año?

Ella volvió sus grandes ojos castaños hacia el objetivo. Vi que el camarógrafo se acercaba unos pasos. Anna parpadeó y sonrió.

—¡De mi papá! ¡Es el mejor padre del mundo y me va a llevar a patinar y me comprará un hot dog y un refresco, aunque la abuela dice que es malo para mí! —Volvió a sonreír y yo quise abrazarla y besar sus dulces mejillas sonrosadas.

—Parece un padre verdaderamente genial.

—El más mejor —dijo, y luego arrugó su adorable naricita.

—Bueno, ahí lo tienen. Querría darles las gracias a Shaun Pickering y a su hija Anna por haber compartido con todos nosotros aquello de lo que ambos se sienten agradecidos.

Me quedé callada, sonreí y esperé hasta que el camarógrafo levantó el pulgar.

—Lo hicieron muy bien. Gracias. Me alegro de que hayan accedido a responder a mis preguntas —les dije a Shaun Pickering y a su hija. Luego me volví hacia el camarógrafo y, extendiendo la mano, le pregunté—: ¿Las tienes? —Él me dio entonces dos tarjetas regalo Visa de cien dólares que yo, a mi vez, ofrecí a Pickering—. Un regalo de nuestra parte. Espero que encuentren algo bonito en lo que gastárselas.

Él tomó las tarjetas.

—No lo hicimos por dinero.

—Ya lo sé. Pero es mi modo de agradecer su contribución. ¡Disfrútenlas! —Sonreí.

Dos brazos me rodearon entonces por detrás. Recliné la espalda en el conocido cuerpo para disfrutar la calidez que emanaba. Wes pegó su congelada nariz justo detrás de mi oreja. Yo solté un grito, pero él me sujetaba con fuerza.

—Tuviste una idea genial. Y lo del regalo fue un buen detalle.

—Bueno, siempre es agradable recibir una sorpresa de vez en cuando. Y, como no tuvimos que pagarle a Anton ni a Mason, decidí utilizar una parte del presupuesto en adquirir unos pocos miles de dólares en tarjetas regalo Visa. A todo aquel que entrevistemos le daremos una tarjeta que, espero, le alegrará el día.

Wes me dio la vuelta y sus acogedores brazos me estrecharon con firmeza.

—Me encanta, Mia, y no puedo quererte más.

Parecía decidido a decirme más a menudo que me quería. Y yo nunca me cansaría de oírlo.

—Gracias. Ahora vayamos a la siguiente locación. Creo que el Empire State Building puede ser divertido.

Él soltó una risa ahogada.

Ya veo por dónde vas.

Meneé las cejas y sonreí.

—Ver las vistas y hacer mi trabajo al mismo tiempo. ¡Dos por el precio de uno!

Me atrajo hacia sí una vez más y me dio un intenso, profundo y apasionado beso.

Tomados de la mano, Wes y yo llegamos junto al resto del equipo a lo alto del Empire State. Allí encontré a una pareja de ancianos que debían de tener unos ochenta y pico años. Se mostraron entusiasmados con que los entrevistara. Cuando todo estuvo preparado y la pareja se hubo colocado con el perfil de Nueva York al fondo, las cámaras comenzaron a grabar.

—Estoy en lo alto del Empire State Building con Xavier y Maria Figueroa. Hemos venido a uno de los lugares más icónicos de todo el mundo para preguntarles de qué se sienten agradecidos.

El hombre llevó la mano de su esposa a sus labios y le dio un largo beso en el dorso.

—Estoy agradecido por mi esposa, Maria. Llevamos sesenta años casados. Me ha dado cuatro hijos, de los que estoy muy orgulloso, se ocupó de la casa mientras yo servía dieciséis años en el ejército durante la guerra de Vietnam, y ha permanecido a mi lado tanto en las épocas buenas como en las malas.

Se volvió hacia ella y llevó una temblorosa mano a su mejilla.

—Eres la única para mí —dijo, y besó suavemente su rostro mientras a ella le caían las lágrimas por sus arrugadas mejillas. La mujer llevaba el pelo blanco recogido en un perfecto chongo que relucía bajo el ahora soleado cielo de Nueva York.

Cuando volvieron a mirar a cámara, él le dio un pañuelo de tela que con toda probabilidad ella le había planchado. Ella se limpió los ojos y me sonrió.

—Bueno, Maria, sin duda es difícil añadir algo después de eso, pero ¿podría decirnos por qué han venido a lo alto del Empire State Building un día soleado y con nieve como éste?

La mujer se alisó el pelo con la mano y miró al horizonte.

—Venimos aquí todos los años en la misma fecha.

—¿Y eso? —insistí.

—Éste es el lugar en el que mi Xavier me propuso matrimonio hace más de sesenta años. Vivimos a las afueras de la ciudad y, cada noviembre, venimos aquí a dar las gracias. El uno al otro y también a la ciudad por proporcionarnos un lugar tan hermoso en el que vivir. No tenemos mucho, pero lo que nos falta en dinero o posesiones materiales lo compensamos ampliamente con amor. ¿No es así, querido? —Ella se acurrucó todavía más junto al cuerpo de su marido.

—Desde luego, amor mío.

—Bueno, ya hemos estado en la plaza del Rockefeller Center y también en el Empire State Building. ¿Ahora qué toca? —preguntó Wes de camino a la camioneta que habíamos alquilado.

Yo sonreía y, con las manos en el respaldo del asiento delantero, casi saltaba de excitación.

—¡La Estatua de la Libertad y la isla Ellis, por supuesto!

Wes puso los ojos en blanco.

—¡Estás hecha toda una turista! —Me tomó la mano y se la llevó a los labios para darle un beso tal y como el anciano marido había hecho con la de su esposa en el Empire State.

—¡Del todo! Y no me avergüenzo de ello. Sólo había estado en la ciudad una vez antes, y las circunstancias no fueron las mejores.

El recuerdo de las manos de Aaron empujándome contra la pared de cemento de la biblioteca cercana a Bryant Park me provocó un escalofrío de repugnancia. Y, a juzgar por cómo apretaba la mandíbula y los labios, Wes también había notado mi cambio de humor.

Él negó con la cabeza.

—Eso no volverá a suceder. Yo te protegeré con mi vida —dijo entre dientes.

Le acaricié la mano y, por si eso no fuera suficiente, le di un pequeño apretón.

—Ya lo sé, ya lo sé. Tranquilo. Este viaje está siendo magnífico. Me he comprometido con el hombre de mis sueños... —Le di un ligero empujón con el hombro para intentar aliviar su irritación ante mi comentario sobre el ataque que sufrí—. Hemos visto a algunos de mis mejores amigos. Y estoy aquí contigo, entrevistando a personas acerca de aquello de lo que se sienten agradecidas mientras visitamos algunos de los mejores enclaves turísticos de la ciudad de Nueva York. ¿Qué podría ser mejor?

Él exhaló un lento suspiro.

—Tienes razón. Esto está genial. Me alegro de haber venido contigo.

Me acurruqué a su lado y dejé que su calidez alimentara mi alma.

—Yo también.

Estacionamos la camioneta en el estacionamiento y fuimos a tomar el ferri que iba a la isla de la Libertad. Pagamos los boletos y pasamos por un exhaustivo proceso de seguridad que nos llevó mucho más tiempo del anticipado. Esto supondría que tendríamos que dejar algunas de las entrevistas para el día siguiente. Únicamente íbamos a estar dos días más en la ciudad y quería pasar uno de ellos sólo con mi chico, si bien eso parecía improbable. Ya eran las tres de la tarde y pronto anochecería, lo cual no era idóneo para filmar y obtener buenos fondos para mis entrevistas. El objetivo era hacer que toda la sección fuera también visualmente estimulante, ofrecer a la audiencia del programa un viaje a través de Nueva York que, de otro modo, no podrían disfrutar. Hasta el momento, la cosa había funcionado a la perfección.

Una vez en el ferri, decidí matar dos pájaros de un tiro y entrevistar a alguien que estuviera solo. Encontré justo lo que buscaba cuando vi a una abrigada rubia de impresionantes ojos azules de pie junto a la barandilla. El viento azotaba su pelo y ella permanecía en silencio, observando cómo la isla se acercaba cada vez más. La interrumpí y le pregunté si estaría interesada en participar en mi sección, ante lo cual ella se mostró encantada. Su acento escocés me sorprendió. Descubrí que era una escritora de novela romántica que había venido a Estados Unidos para participar en un congreso. Como tenía el día libre, había decidido aprovechar el tiempo y disfrutar del perfil de Nueva York en todo su esplendor.

Tomé el micro y me acerqué a la barandilla del barco mientras surcaba las aguas de la bahía Upper.

—Amigos, me dirijo a la isla de la Libertad en el primer trayecto en ferri que hago en mi vida y acabo de conocer a esta encantadora mujer. Janine Marr es una escocesa que se encuentra en nuestro país por trabajo. ¿Qué tal está siendo su primer viaje a Estados Unidos? —le pregunté.

—Maravilloso. Algo abrumador pero, en general, diría que está siendo memorable. Me encantan los estadounidenses. Todo el mundo tiene prisa para llegar a otro sitio, como si la persona con la que se han citado fuera la más maravillosa del mundo y tuvieran que llegar a su lado con la mayor celeridad. —Su acento escocés era tan cerrado como dulce.

Yo sonreí a la cámara. No compartía su entusiasmo por la gente que iba con prisas de un lado a otro, pero me encantaba lo positiva que era.

—Es un modo de verlo. Sé que mañana regresa usted a Escocia y que allí no celebran Acción de Gracias, pero de todos modos me preguntaba de qué se siente usted agradecida.

Janine echó un vistazo a su alrededor y miró la estatua, el perfil de Nueva York, y por fin la bahía.

—El mundo. Nuestra Tierra. Mírela. No importa dónde se encuentre una, si en Nueva York o en las extensas tierras de mi Escocia natal, en cualquier parte siempre podrá hallar belleza.

Cuando hube terminado con Janine, le pedí su tarjeta de visita para poder echar un vistazo a las novelas románticas endiabladamente sexis que había escrito y yo le di a ella la correspondiente tarjeta regalo. Luego llegó el momento de bajar del ferri. Antes de que los otros turistas pudieran quedarse impresionados por la increíblemente genial y enorme Estatua de la Libertad, entrevisté a los Martin, una familia canadiense que visitaba la estatua por primera vez.

—Gracias, Jacob y Amanda Lee Martin por permitirme entrevistarlos a ustedes y a su prole antes de su cita con nuestra hermosa dama. En primer lugar, me gustaría que le dijeran a nuestra audiencia de dónde provienen.

Amanda sostenía con un brazo a su única hija, todavía pequeña, mientras su marido se las veía negras para mantener a dos niños gemelos algo mayores a su lado.

—Venimos de Ottawa, Canadá —dijo ella con mucho orgullo.

—Y ¿han disfrutado de su viaje hasta el momento?

—Lo hemos hecho. Aunque mantener a raya a dos gemelos de seis años así como a nuestra preciosa hija en una ciudad de este tamaño no resulta fácil. —Jacob rio.

—Estoy segura de que no lo es. Bueno, sé que tienen muchas cosas que ver, y estos pequeños tienen ganas de visitar esta estatua tan rematadamente chula, ¿verdad, chicos? —dije en un tono de voz más alto y mirándolos a los ojos.

Dos pequeños puños se alzaron al tiempo que ambos niños exclamaban al unísono:

—¡Sí!

—Muy bien. Cuénteme, Amanda, ¿de qué se siente usted agradecida?

Sus bonitos ojos de color caramelo se humedecieron sin llegar a verter lágrimas.

—De mi familia. Son todo lo que necesito en este mundo.

Sonreí y le pasé el micrófono a su marido.

—¿Y usted, Jason?

—Lo mismo. —Se encogió de hombros—. No hay nada de lo que me sienta más agradecido que de mi esposa, nuestros dos hijos y nuestra hija.

Consciente de que a nuestro público le encantaría oírlo, me agaché y señalé al primer hermano gemelo.

—Tú, ¿de qué te sientes agradecido?

El niño frunció los labios y abrió unos ojos como platos.

—¡De los dulces! —Sus decibelios fueron mucho más altos de lo que esperaba.

Me reí.

—Es una buena respuesta. ¿Y tú? —Acerqué el micro a su hermano.

—De mi bici. Me encanta mi bici. Es genial, y tiene un rayo chulísimo en la parte frontal —dijo con total naturalidad. Todos los adultos soltaron una risa ahogada.

Tras incorporarme otra vez, acerqué el micrófono a la niña de rechonchas mejillas. No debía de tener más de dos años y medio, quizá tres.

—Y tú, pequeñita, ¿quieres contarle a Estados Unidos de qué te sientes agradecida?

En vez de responder, extendió la mano en la que sostenía un raído elefante rosa para enseñármelo y, al mismo tiempo, lo mostró a la cámara.

—¿De tu elefante?

Ella asintió y luego enterró el rostro en el cuello de su madre.

Los Martin estuvieron más que agradecidos de recibir los quinientos dólares en tarjetas regalo Visa. Me contaron que ese viaje había sido un sueño que tenían desde siempre y que había supuesto un duro golpe para sus ahorros. Esos quinientos dólares los ayudarían a comenzar a ahorrar para la próxima aventura de sus sueños.

Decidí que la última entrevista tuviera lugar en la gran sala de registro de inmigrantes de la isla Ellis. Ahí encontré a un hombre mayor junto a otros dos hombres. Uno de ellos sostenía la mano de un niño que debía de tener ocho o nueve años. Podrían haber sido mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre.

—Disculpen, ¿les importaría que les hiciera una pequeña entrevista para una sección televisiva sobre aquello de lo que nos sentimos agradecidos?

Uno de los hombres le habló en alemán al mayor. Éste asintió.

—Sí, pregúntenos lo que quiera y yo le traduciré las preguntas a mi opa. —Yo sabía que la palabra significaba «abuelo» en alemán.

Antes de entrevistarlos, me interesé por la relación entre los tres hombres y el niño. Al parecer, se trataba de cuatro generaciones de la familia Kappmeier. Los tres hombres eran Robert Kappmeier, que tenía noventa y pico años y un aspecto estupendo para su edad, su hijo Richard, que tenía sesenta y muchos, y el hijo de éste, Eric, que se acercaba a los cuarenta. El hijo de Eric, Nolan, tenía ocho años.

Cuando descubrí por qué estaban allí, no pude evitar que las lágrimas comenzaran a caer por mis mejillas. Wes me tranquilizó mientras yo me recomponía y procuraba arreglar mi maquillaje lo mejor que podía, teniendo en cuenta que no disponía de un equipo de maquilladores para ponerme guapa. En cuanto recobré la compostura, las cámaras comenzaron a grabar.

—Me encuentro en la isla Ellis con cuatro generaciones de hombres de la familia Kappmeier. Gracias por haberse detenido un momento a conversar conmigo.

Hablé primero con Robert, el mayor de los Kappmeier.

—Le agradezco, señor Kappmeier, que haya accedido a hablar conmigo. —Él asintió. Al parecer, poco después de jubilarse, decidió hablar básicamente en su lengua natal, pero entendía el inglés a la perfección—. Por lo que su hijo y su nieto me han contado, pasó usted por la isla Ellis en 1949, unos pocos años antes de que cerrara en 1954.

—Así es. El mejor día de mi vida.

—Y eso ¿por qué? —pregunté, sinceramente interesada.

—Porque era libre. Alemania acababa de sobrevivir a la derrota de los nazis, y el país estaba dividido en dos. Muchos familiares habían sido hechos prisioneros de guerra durante esa época. Yo le había prometido a mi madre, que había perdido a mi padre durante la guerra, que encontraría un modo de ser libre. Así pues, dejé mi país, mi casa, y hallé un nuevo hogar. Uno en el que podía sentirme a salvo de vivir, trabajar, amar y tener una familia propia.

—Y ¿diría usted que se sintió agradecido por Estados Unidos y la oportunidad que le brindó? —le pregunté de forma automática.

Él asintió. Lo hizo con sequedad, pero se acercó y me llevó junto a su bisnieto, Nolan, que se aferraba a la mano de su padre con nerviosismo. Su bisabuelo le levantó la cara por la barbilla.

—Estoy agradecido por mi libertad y la libertad que disfrutan mi hijo, Richard, mi nieto, Eric, y mi bisnieto, Nolan Kappmeier. Como estadounidenses, siempre serán libres.

Agradecí a los hombres que hubieran compartido su historia y les di las tarjetas regalo (que pensaban donar a la beneficencia).

Mirando a cámara, con lágrimas en los ojos y Wes a mi lado, decidí que ése sería el final de mi sección. No hacía falta nada más.

—Hoy han podido escuchar las historias de algunas personas que hemos encontrado en las calles de Nueva York. Familias, padres viudos, visitantes de otros países y generaciones de estadounidenses. Hemos descubierto que la gente se siente agradecida por sus esposas, sus maridos, sus hijos, sus padres, el mundo y, sobre todo, por la libertad que nuestro país nos ofrece. Me gustaría aprovechar esta ocasión para darles las gracias a todos los veteranos de nuestra gran nación por luchar por nuestra libertad y asegurarse de que podamos mostrar nuestro agradecimiento otro día más. Y también me gustaría desafiar a todos aquellos que estén viendo este programa a que den las gracias a alguien a quien deseen hacerlo desde hace ya tiempo. Propaguen la felicidad y el amor que damos por sentados cada día y ofrézcanles algo a los demás. Y, sobre todo, muéstrense agradecidos por lo que tienen y disfruten de ello. Gracias a todos. Saboreen las cosas hermosas de la vida y hasta la próxima.

El segundo camarógrafo levantó el pulgar.

Wes me tomó por la cintura y me abrazó.

—Estoy tan orgulloso de ti, nena... Esta sección va a conmover a mucha gente.

Yo me acurruqué en la calidez de su cuerpo y procuré memorizar ese momento en mi mente para poder revisitar la sensación de unidad, amor y compasión en años venideros. Estaba orgullosa de mí misma. Había escogido un concepto, lo había desarrollado y sabía que tocaría la fibra de los millones de personas que lo verían cuando se emitiera.

—¡Vayamos a celebrarlo! —dijo Wes, y comenzó a darme una hilera de besos que fue de la base del cuello a la oreja, cuyo lóbulo se metió en la boca y le dio un mordisco. Una punzada de calor recorrió mi cuerpo y aterrizó en mi entrepierna.

—¿Qué tienes en mente? —Enarqué una ceja y sonreí.

—Tú, yo, una botella de champán, una canasta de fresas, crema, y la mullida cama del hotel.

Sonreí.

—Me habías convencido sólo con lo de tú y yo.