10

Cuando llegué por la mañana a su habitación, papá estaba sentado en la cama. Wes, Dios lo bendiga, se había quedado en el hotel trabajando un poco más en la edición de la grabación que habíamos preparado para algunos de los programas de diciembre del especial de Navidad del doctor Hoffman. Había adelantado mucho trabajo y me sentía extremadamente agradecida ahora que tenía que lidiar con lo de mi padre.

—¡Hola! Mi n-niña, ven, s-siéntate. —Dio unas palmaditas en la cama con la mano. Tanto su voz como sus movimientos seguían siendo algo torpes. Según el médico, su habla tardaría en volver a ser perfecta.

Me senté en la cama, tomé su mano y me la llevé a los labios para darle un beso. Su piel era casi transparente, pero al menos tenía mejor color que cuando su cuerpo estaba ahíto de alcohol.

—Acabo de hablar con el médico. Dice que ya sabes que estuviste en coma estos últimos once meses.

Papá asintió de forma solemne. Era incapaz de imaginar qué debía de haber sentido al descubrir que había perdido casi un año de su vida.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo es que las cosas con Blaine llegaron a ese extremo?

Él cerró los ojos y me apretó la mano.

—Mia, he s-sido un hombre m-muy egoísta.

Sí, estaba de acuerdo con él, pero no entendía qué tenía eso que ver con lo que le había preguntado.

—¿Qué quieres decir?

Él se encogió de hombros.

—Ya no me importaba nada. Ni m-mi vida, ni mi d-deuda, ni nada. Estaba vacío. —Pronunció cada palabra con una extraña cautela, como si estuviera preparándome para una dura revelación.

Ladeé la cabeza y lo miré directamente a los ojos.

—Papá, ¿perdiste todo ese dinero prestado a propósito? —Recordé la conversación en la que Ginelle había sugerido que mi padre había intentado suicidarse extendiendo su línea de crédito con un usurero psicópata.

Él negó con la cabeza.

—No d-del todo. Quizá. N-no lo sé. Me sentía muy c-cansado. Estaba harto de p-preguntarme p-por qué se había ido. Harto de s-ser un b-borracho. Harto de c-comportarme tan m-mal con ustedes. Harto de t-todo. Por eso no me importaba deber t-todo ese dinero a Blaine y n-no tener modo alguno de d-devolvérselo. Sabía que vendría por mí y que ahí t-terminaría todo. Hubieran c-cobrado el seguro. —Cerró los ojos y respiró hondo—. M-más dinero del que yo podría haberles dado si estuviera vivo.

Contuve un sollozo, me puse de pie y apoyé la espalda en la pared.

—¿Quieres decir que querías morir?

Él me miró y en sus oscuros ojos la verdad estaba tan clara como el día.

—Ya no quería vivir tal y como había estado viviendo. —Al parecer, ésa sería la única admisión de culpa que iba a obtener.

—Dios mío, papá. No puedo... —Inspiré hondo, me incliné hacia adelante y procuré tranquilizarme con respiraciones lentas y profundas—. ¡No tienes ni idea de todo lo que he tenido que hacer todos estos meses para pagar tus deudas!

Él enarcó las cejas sorprendido.

—¿Cómo? ¿La deuda está p-pagada?

Cerré los ojos y recliné la cabeza en la pared.

—Blaine y sus matones iban a matarte, y luego pensaban venir por Maddy y por mí a cobrar lo que llamaron deuda de los herederos. ¿De verdad creías que iba a matarte sin tener un modo de recuperar su dinero?

Mi padre abrió unos ojos como platos. Su consumido rostro los hacía parecer todavía más oscuros y demacrados.

—No. —Negó con la cabeza—. Nunca m-me dijeron eso. Yo... Yo s-sólo...

—Tú, ¡¿qué?! —exclamé—. ¿Pensabas que sacrificando tu vida todo quedaría perdonado?

Comencé a deambular de un lado a otro de la habitación mientras él me seguía con la mirada.

—Sí, exactamente.

—No lo puedo creer... —Todo mi cuerpo temblaba, y empecé a jalarme el pelo en un desesperado intento de aliviar la tensión que sentía. Quería ponerme a gritar como una loca—. ¡Para pagar tu deuda me puse a trabajar para Millie como escort! —escupí en un tono agrio y venenoso.

La sangre pareció abandonar el rostro de mi padre, dejándolo pálido cual fantasma.

—¿Te p-prostituiste por mí? —Una lágrima cayó por su mejilla y todo su cuerpo pareció desmoronarse al tiempo que era presa de los sollozos—. Dios, no. Mi n-niña, no.

Corrí hacia él.

—No es lo que piensas, papá. No tenía que acostarme con ellos. Sólo tenía que ser aquello que necesitaran durante un mes. Ganaba cien mil dólares al mes y le pagaba a Blaine a plazos.

Debería haberle contado lo que había sucedido con Blaine en septiembre y cómo Max me había sacado del apuro, pero no creí que pudiera soportar toda la verdad.

El cuerpo de mi padre comenzó a temblar, y entonces yo lo abracé.

—L-lo siento. Oh, Dios mío, lo siento mucho. Nunca podré compensárselos ni a t-ti ni a tu hermana. Nunca.

Deslicé una mano arriba y abajo de su espalda. Estaba tan delgado que podía notar todas las protuberancias de su columna vertebral.

—Puedes comenzar siguiendo con vida. Volviendo a ser nuestro padre. Permaneciendo sobrio —añadí esperando que no perdiera los estribos como solía hacer cuando mencionaba su sobriedad.

Sin deshacer el abrazo, mi padre no dejó de susurrarme sus disculpas y de decirme lo orgulloso que estaba y lo mucho que me quería. En el fondo, eso era todo lo que siempre había querido de él. Su amor, su aceptación y su orgullo. En ese instante me di cuenta de que poseía todo eso. Sí, lo había hecho fatal cuando mi hermana y yo éramos niñas, pero ambas teníamos mucha vida por delante y, en lo que a mí respectaba, quería pasar ese tiempo creando nuevos recuerdos, viviendo la vida al máximo.

De repente, sonó el celular, que llevaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón. Hice caso omiso y seguí abrazada a mi padre. El teléfono continuó sonando. Después del mensaje del contestador, volvió a sonar. No había ninguna duda de que alguien estaba intentando ponerse en contacto conmigo.

—Lo siento, papá.

Deshice nuestro abrazo, me aparté de la cama y tomé el teléfono. En la pantalla podía leerse «Maximus». Sonreí y me llevé el celular a la oreja.

—Hola, hermano mío —dije alegremente.

—Se suponía que ibas a llamarme hoy —repuso. Sonaba como un gran oso gruñón.

—¿No tienes a tu esposa y a mis sobrinos para ponerte en plan vaquero alfa? —Me reí y miré a mi padre. Su expresión era de desconcierto.

—¿Cuántas veces tengo que explicarte que me preocupo de lo que es mío?

Puse los ojos en blanco.

—Bueeeno. Estoy bien. Puedes relajarte. Ve con el pequeño Jack, y dale un beso a Isabel de mi parte.

—¿Seguro que estás bien?

Volví a mirar a mi padre.

—Mejor que bien. Mi padre ya está recuperándose y yo voy a casarme con el hombre de mis sueños. La vida es maravillosa.

Max se rio entre dientes.

—De acuerdo, pequeña. Cuídate. Volveré a llamarte dentro de uno o dos días. —Tratándose de Max, «uno o dos días» quería decir que volvería a llamarme al día siguiente por la mañana. En mi interior, solté una risita. Me encantaba tener un hermano y que, además, fuera tan sobreprotector y extremadamente controlador con sus hermanas adultas—. Te quiero, hermanita.

—Yo también te quiero, Max.

Colgué y me di la vuelta.

—¿Quién era? —preguntó mi padre.

—Mi hermano Max —dije de forma automática, olvidándome por completo de que él había estado en coma los últimos meses. No sabía nada de Maxwell Cunningham, ni tampoco de la verdad sobre la paternidad de Maddy—. Mierda... —susurré al ver su expresión de desconcierto.

—¿Qué hermano?

Cerré los ojos y me senté en la cama.

—Se trata de una larga y rocambolesca historia con un final feliz, papá, pero es probable que no sea la más adecuada para alguien que acaba de despertarse de un coma de casi un año. —Suspiré y lamenté haberme ido de la lengua antes de que él hubiera tenido tiempo de acostumbrarse al hecho de haber estado en coma varios meses.

—J-jovencita, cuéntale ahora mismo a tu p-padre todo sobre ese hermano tuyo y c-cómo has llegado a conocerlo. ¿Acaso has e-estado en contacto con tu m-madre?

—No, papá. —La mera mención de mi madre provocó que un escalofrío recorriera mi cuerpo.

Maddy llegó poco después de que yo hubiera comenzado a explicar cómo había conocido a Maxwell Cunningham. Le conté a mi padre que fui contratada para hacerme pasar por su hermana perdida cuando, en realidad, él ya sabía que estábamos emparentados. También le expliqué que, cuando se enteró de la existencia de Madison, hicimos unas pruebas de ADN y los resultados confirmaron que se trataba de nuestro hermano.

—¿Es eso? ¿Tu madre tuvo una relación antes de conocerme y tuvo un hijo y lo abandonó? ¿Eso es todo?

Maddy se mordió el labio y se volvió hacia la ventana cuando las lágrimas comenzaron a acudir a sus ojos.

—¿Qué es lo que no me estás contando? —Mi padre dejó de enarcar las cejas y frunció el ceño.

Suspiré.

—Creo que ya es suficiente por hoy, papá. Has pasado por muchas cosas. Todos lo hemos hecho. Tal vez necesitemos un descanso.

Él negó rotundamente con la cabeza.

—No. Vamos a terminar con t-todos los s-secretos aquí y ahora —dijo mientras clavaba su delgado dedo índice en el tejido waffle de la manta del hospital.

Mis hombros se derrumbaron y las lágrimas empezaron a caer por las mejillas de Maddy.

«Arranca la curita de golpe, Mia. Hazlo de una vez y libérate de esta carga», pensé.

—Mia... Maddy... —dijo nuestro padre en un tono de advertencia.

Madison parecía estar a punto de desmoronarse. Me acerqué a ella por detrás y envolví su cuerpo con los brazos. Ella apoyó la espalda en mí y se llevó las manos a la cara sin dejar de llorar.

—Dios mío, ¿se puede saber qué sucede?

—Cuando hicimos las pruebas de ADN, éstas indicaron que Maxwell Cunningham y Maddy no sólo compartían la misma madre, sino también el mismo padre.

Él cerró los ojos y se pasó la mano por la frente.

—Entonces es c-cierto. Genéticamente, yo no soy tu p-padre.

Maddy lloró con más fuerza aún y negó con la cabeza.

—Oh, cariño, ven aquí.

Papá extendió los brazos y ella se abrazó a él y se puso a llorar con la cara pegada a su pecho.

—P-pero, p-pero ¡tú eres mi padre! —exclamó Mads, gimoteando como si fuera presa de un gran dolor. Habría hecho lo que fuera para que dejara de sentirse así, pero eso era algo que sólo ella podía conseguir.

Papá le acarició el pelo.

—Sí. Y siempre lo seré. Ninguna prueba me quitará a mis niñas.

—A mí no, papá. La prueba de paternidad confirmó que yo sólo compartía la misma madre con Maxwell y Maddy.

Él negó con la cabeza y siguió pasando los dedos por el pelo dorado de Maddy, un pelo que había sacado de su auténtico padre.

—Siempre sospeché que su madre me engañaba. Había veces en las que me parecía ver que tenía una relación demasiado estrecha con un tipo rubio y alto con aspecto de cowboy. No recuerdo su nombre.

—Jackson Cunningham. Solía venir a Las Vegas cuando yo era pequeña. Así, ella veía a su hijo, y yo al hermano que nunca supe que tenía. Hasta que se quedó embarazada de Maddy. Entonces las visitas terminaron —contesté yo antes de que él pudiera preguntar.

Papá se pasó la lengua por los labios y besó la coronilla de la cabeza de Mads.

—Sí, después del nacimiento de Maddy, comenzó a actuar de forma extraña. —Sonrió con tristeza—. Bueno, quiero decir de forma todavía más extraña de lo habitual. Era como si no pudiera estarse quieta o quedarse demasiado tiempo en un lugar. No dejaba de cambiar de trabajo e iba de casino en casino, quejándose de que éste o aquél tenía un determinado problema. Hasta que un día el problema fue Las Vegas. Y, luego, yo. Lo demás, como suele decirse, es historia.

Al final, se fue. Esa parte la recuerdo con mucha claridad.

Wes y yo pasamos el resto de noviembre con mi padre. Físicamente, estaba bastante bien. Mentalmente, no tanto. Durante esos días, lo puse tan al corriente como me fue posible sobre lo que había sucedido en nuestras vidas. Le expliqué lo que había hecho mes a mes y, al final, lo que sucedió cuando contrajo el virus y la alergia que estuvieron a punto de matarlo. Él me dijo que, por suerte, no se había enterado de nada. Tan sólo recordaba haber perdido el conocimiento tirado en el asfalto negro, maltrecho por completo y deseando morir. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba en la habitación blanca de un hospital. No podía recordar lo que había sucedido entretanto.

El psicólogo me explicó que eso era normal, y que más adelante podía ser que recordara las conversaciones mantenidas con nosotros o tal vez voces en sueños, pero que, en cualquier caso, en general tanto su cuerpo como su mente estaban sanos. Lo que necesitaba ahora era realizar mucha terapia física, recibir ayuda para superar sus adicciones y unirse a un grupo de Alcohólicos Anónimos de su zona. Por el momento, dijo el psicólogo, papá tendría que realizar cada semana una visita presencial y dos telefónicas hasta que sintiera que estaba preparado para ser más independiente.

Wes le buscó dos enfermeras para que lo cuidaran en turnos de doce horas, se encargaran de llevarlo a las citas y le hicieran compañía. En cuanto a Maddy, dejó una de sus clases extras para disponer de más tiempo para visitarlo cada día. Aunque me sentí mal por tener que irme, me recordé a mí misma que el último año había renunciado a mi vida por él. Había llegado el momento de regresar a mi casa de Malibú para que Wes y yo pudiéramos preparar nuestra boda y regocijarnos de todas las cosas por las que debíamos sentirnos agradecidos.

Mientras contemplaba el océano sentada en el patio trasero, me puse a imaginar cómo sería el día de nuestra boda. Tenía claro dónde pondríamos las sillas de los invitados, así como el lugar en el que iría el pasillo y el fondo exacto en el que diría «sí, quiero» al hombre al que amaba.

Le di un sorbo a la fría copa de chardonnay y crucé las piernas bajo la mullida manta que Judi me había traído. En realidad, a pesar de que acababa de comenzar el mes de diciembre, en Malibú no hacía lo que se dice frío.

De pronto, mi celular sonó y no pude evitar sentir un sobresalto. Debería haber arrojado el maldito aparato a la arena para poder disfrutar de mi hogar en silencio. Wes estaba surfeando. Podía ver su solitaria figura cabalgando una ola a lo lejos. Montado en esa tabla resultaba condenadamente sexi. Dios mío, qué afortunada era.

Como estaba demasiado concentrada en mi chico surfeando con su tabla, contesté al teléfono sin ni siquiera mirar en la pantalla quién me llamaba.

—¿Diga?

—¿Mia? Soy Shandi, la asistente del doctor Hoffman.

Siempre hacía eso. Se presentaba como la asistente del doctor Hoffman como si yo todavía no supiera que lo era a pesar de haber estado trabajando con él los últimos dos meses.

—Sí, Shandi. Hola. ¿Qué puedo hacer por ti?

—El doctor Hoffman ha decidido tu próximo encargo.

Arrugué el entrecejo.

—¿Cómo? Normalmente soy yo quien elige el contenido.

Su voz adoptó un tono engreído y arrogante.

—Esta vez, no. Quiere que vayas a Aspen, Colorado, para entrevistar y filmar a los artistas locales. Un hombre se puso en contacto con la productora y le ofreció mucho dinero para que le dedicáramos la sección de Mia a su esposa.

—¿Quién es su esposa?

—Una mujer que vive en el campo y pinta bonitos cuadros de las montañas y los árboles. No lo sé muy bien. Tu asistente tendrá todos los detalles. Al doctor se le ha ocurrido que, ya que estarás allí para realizar ese encargo, la semana que viene podrías grabar toda una sección dedicada al arte.

—¿La semana que viene? ¿Quiere que vaya la semana que viene? ¿Está de broma? ¡Si acabo de llegar a casa!

Shandi soltó un irritante resoplido.

—No es problema nuestro que te hayas pasado las vacaciones socializando con tu familia. Ahora hay un trabajo que hacer. ¿Debo decirle a Drew que no estás interesada? Porque estoy segura de que conoce a un montón de morenas pechugonas a las que podría llamar si es necesario —me amenazó.

—¡No! ¡No! Está bien. Lo haré. ¿Podré contar con el mismo equipo que tuve en Nueva York?

—¿Quieres a la siniestra esa, Kathy?

«Siniestra.» Tenía el pelo oscuro, llevaba lentes de armazón negro y, de forma automática, había sido estereotipada como «siniestra». A veces realmente odiaba Hollywood. Aunque, más que nada, detestaba a la asistente de Drew.

Suspiré.

—Sí, me gustaría contar con Kathy Rowlinski, por favor. De hecho, ¿no sería posible que Century la convirtiera en mi asistente de producción oficial?

—Tendrás que hablar con Drew o Leona para eso.

—De acuerdo. Gracias por llamar, Shandi. Ya me enviarás los detalles del encargo.

Refunfuñé y, tras presionar un botón para finalizar la llamada, estiré el brazo hacia atrás y lancé el teléfono en dirección a la arena.

La mano de Wes apareció de la nada y lo atrapó en el aire.

—¿Has perdido algo, nena? —Se rio y subió la colina de arena y la escalera.

Llevaba el traje de neopreno abierto colgando por la cintura, y tenía el pecho empapado con multitud de hilos de agua. Cuando llegó junto a la llave de agua que había en lo alto de la escalera, la abrió y se quitó la arena de los pies.

Sin ni siquiera pensar, fui directamente hacia él y, vestida por completo, me agaché, encontré uno de esos hilos de agua y pasé la lengua por la fantástica «V» que sus músculos formaban sobre sus caderas. De ahí, fui subiendo por sus duros abdominales y luego sus cincelados pectorales hasta que, por fin, llegué a su boca y le di un ardiente beso. Pegué entonces mi cuerpo al suyo y dejé que la congelada agua del mar empapara mi ropa. No me importaba. En ese momento necesitaba estar con él y sumergir la mente y el cuerpo en el hombre que amaba, y no pensar en el hecho de que dentro de una semana tenía que irme.

Él me levantó y, agarrándome de las nalgas, se dirigió hacia la casa y me llevó a la recámara. Una vez ahí, procedió a darme la bienvenida del mejor modo posible.

Wes se puso a juguetear con mi pelo mientras yo yacía sin aliento con la cabeza apoyada en su pecho.

—¿Te dijo Shandi de cuánto dinero estamos hablando? ¿Por qué querría el tipo ese pagar al programa para que vayan a Aspen a filmar? Debe de tratarse de una gran suma.

Asentí y apoyé la barbilla sobre mis manos, que descansaban a la altura de su corazón.

—Es extraño, pero he oído que es un lugar muy bonito. Nunca he estado. ¿Y tú?

Él sonrió.

—¿En Aspen? ¿Estás preguntándome si es posible que un chico criado por miembros de la alta sociedad de Hollywood haya estado en Aspen? Hum...

—¿Qué? —Negué con la cabeza, pues no comprendía adónde quería llegar.

Sus ojos emitieron un destello.

—Mia, Aspen es un paraíso invernal de ricos y famosos. Mis padres tienen una cabaña ahí. Una grande.

—¿De verdad? —Parpadeé varias veces, sin comprender todavía el alcance de la riqueza familiar del hombre con el que me iba a casar (ni el del dinero que poseía él mismo).

Wes rio.

—Sí, de verdad. Caben de catorce a dieciséis personas, pero también hay unas cuantas camas plegables. No es que mi familia haya llegado a usarlas nunca, claro.

—¡Caray! ¿Por qué tan grande? —Sabía que su familia estaba formada por sus padres, Wes, su hermana y el marido de ésta.

Wes me acarició la nariz con la suya.

—Mi madre dice que la compraron pensando en sus nietos y sus familias. Lo hicieron al principio de su matrimonio por un buen precio. Ahora la alquilan por temporadas y hay una persona que se encarga de cuidarla. Nosotros solemos ir una vez al año. Esquiamos, respiramos el aire de la montaña y pasamos allí unos días.

—Y ¿crees que podríamos hospedarnos allí? Me refiero a mi equipo de grabación.

—Sí. Mi madre no permite que se alquile en diciembre por si la familia quiere usarla.

—¡Genial! Podría decirles a Matt y a Maddy que vinieran. En Navidad tendrán vacaciones. Oooh..., me pregunto si Max también vendría.

—¿Por ti? —dijo con ironía.

Le pellizqué ligeramente un pezón; no con la fuerza suficiente para hacerle daño, sino de un modo juguetón.

—¿Qué se supone que significa eso?

Wes sonrió.

—Mia, Max te adora del mismo modo que a su esposa, a sus hijos y a tu hermana. Es un hombre de familia de cabo a rabo. Si le dices que quieres la luna, él le echará una cuerda y te la conseguirá. Forma parte de su naturaleza. Estoy seguro de que su padre también era así.

—Maddy también lo es —dije. Esto me recordó lo duro que había sido para mi padre descubrir que sus sospechas eran ciertas y Maddy no era hija suya.

—Sí, tienen eso en común.

Asentí y apoyé la cabeza en su pecho.

—¿Crees que tu familia consideraría la posibilidad de venir unos días a Colorado a pasar la Navidad? Podríamos reunir a Jeananna y a su marido Peter, a Max y su clan, a Maddy, a Matt y a sus padres, y a Ginelle.

—¿Es que no te has dado cuenta de que, al igual que tu hermano, si quieres algo de mí, voy a hacer todo lo que esté en mi poder para dártelo? —No lo dijo de broma. Lo afirmó como si se tratara de un simple hecho categórico. Eso provocó que mi interior se derritiera en un charco pringoso.

Lo besé lentamente y con la suficiente pasión para comenzar otra ronda de bienvenida a casa.

Cuando me aparté, vi que tenía los ojos medio cerrados y vidriosos.

—Creo que estoy soñando con unas Navidades blancas. —Sonreí y le lamí la aureola de un pezón.

Él me dio la vuelta de golpe y se colocó entre mis muslos.

—«Aquí viene Santa Claus, aquí viene Santa Claus, por el camino de Santa Claus...» —canturreó mientras su barba de dos días me hacía cosquillas en el cuello y yo me reía de felicidad.

—Parece que la Navidad llega temprano este año.

Solté un gemido cuando sus labios apresaron mi pezón y lo jalaron. Una punzada de placer recorrió mi cuerpo.

Wes levantó entonces la cabeza y me miró mientras su barbilla comenzaba a descender, a descender, a descender, hasta quedar justo encima de mi sexo.

—Mia, eres un regalo que nunca se agota.

Me habría gustado responderle con algo rematadamente ingenioso que le provocara un arrebato de lujuria, pero no tuve tiempo. Con los labios, la lengua y los dedos, Wes me llevó a unos lugares que anularon mi capacidad de hablar.

Mi último pensamiento antes de deslizarme por una pendiente hasta las oscuras aguas de nuestra pasión fue que cada año, cada fiesta, cada maldito día de mi vida iba a ser así de bueno mientras pudiera compartirlo con él.

«¡Adelante, mundo!»

Al fin lo tenía todo. Felicidad. Familia. Amigos. Un hermano. A mi hermana no le faltaba de nada. Mi padre estaba recuperándose. Tenía a un hombre que me adoraba y que quería pasar el resto de su vida demostrándomelo. Y, por mi parte, yo pensaba pasarme el resto de la mía demostrándole que yo también lo adoraba a él.