Capítulo 1: Llegando a Marte

Era un jueves cualquiera por la tarde. Un día normal en medio de la semana, pero muy especial para nosotros. Estábamos todos juntos, apelotonados en el despacho del profesor Antonov esperando un gran acontecimiento.

¿Era el cumpleaños del profesor?

Pues no. Mejor que eso.

Después de seis meses de solitario viaje por el espacio, el Perseverance estaba a punto de llegar a Marte. Era un momento histórico para la exploración espacial y, sobre todo, para la astrobiología.

Si no te suena de nada, te diré que Perseverance era un rover que llegaba a Marte con la misión de buscar rastros de vida. Ya sabes que nos flipan estas cosas, sobre todo, a Sonia y a Óscar. Bueno, y al profesor ni te cuento.

Entre los tres acabaron contagiándonos su ilusión a todos y aquí estábamos, esperando el momento.

Por si no te acuerdas de anteriores aventuras, el profesor Antonov es un científico que nos había ayudado en varias ocasiones. O nosotros le habíamos ayudado a él. No sé, da igual. Se llama Sergey, pero todos le llamamos Sergio. Es astrobiólogo y había participado en el diseño de uno de los aparatos que llevaba el rover para intentar detectar vida marciana.

Unos días antes nos había llamado para invitarnos a ver en directo la llegada del Perseverance a Marte. Yo no había seguido muy de cerca este tema, pero Óscar y Sonia saltaron en el sitio en cuanto lo propuso. La única que no estaba en el despacho era Sara-Li, pero ya sabes que desde que había empezado a estudiar con los magos de Ávalon no pasaba tanto tiempo con nosotros.

La echábamos de menos y yo creo que ella también nos extrañaba, pero no le había quedado más remedio que elegir entre aprender a controlar sus poderes o pasar más tiempo con nosotros, y había elegido lo primero. Igual cualquier día nos sorprendía con un conjuro o algo así, aunque por el momento, se mostraba muy reservada con sus cosas y no contaba nada sobre lo que hacía cuando iba a la mansión.

No la presionábamos. Sabíamos que cuando estuviera lista nos lo contaría.

En el despacho del profesor, la pantalla de su ordenador mostraba el vídeo que emitía la NASA con la retransmisión de la llegada.

Nos había explicado que todo lo que estábamos viendo llegaba con un retraso de once minutos por la enorme distancia que había hasta Marte, pero era tan emocionante como si lo viéramos en directo.

Antonov nos iba comentando todos los detalles de lo que estábamos viendo.

—La nave acaba de entrar en la atmósfera marciana a 20 000 km por hora y empiezan los siete minutos de terror —comentó sin apartar los ojos de la imagen.

—¿Siete minutos de terror? —pregunté sorprendido por la expresión.

—Siete minutos es el tiempo que tarda desde que entra en la atmósfera marciana hasta que toca el suelo —explicó el profesor—. Parece poco tiempo, pero tienen que salir bien tantas cosas que cualquiera que falle puede fastidiar la misión. ¡Mirad! Tiene que estar a punto de desplegar el paracaídas —dijo para que estuviéramos atentos.

En ese momento, una de las cámaras de la nave nos mostró cómo se liberaba una especie de cuerda agitada por el viento que tras un par de segundos se convirtió en un enorme paracaídas blanco y rojo.

El paracaidas desplegándose

—¡Toma ya! El despliegue del paracaídas ha ido bien —dijo Óscar mientras chocaba los cinco con Sonia.

—¡Ayyyyy! —gritó ella apartando la mano de repente—. ¡Me has dado calambre otra vez! Mientras lleves puesto ese jersey no pienso acercarme a ti.

Óscar también había sentido el calambre y había retirado la mano con un gesto de dolor.

Nuestra abuela Encarna nos había hecho a los tres nietos un jersey-sudadera de lana superchulo, pero con el pequeño problema de que, a veces, se cargaba de electricidad estática y nos daba calambres, sobre todo a Óscar. Sara-Li no lo llevaba mucho, pero a Óscar y a mí nos encantaba y nos lo poníamos muy a menudo. La pobre Sonia ya lo había sufrido unas cuantas veces.

—Ahora, aparte de telépatas, también somos eléctricos —dijo Óscar mientras sacudía la mano y se reía.

—Parece mentira que tengamos tecnología para llegar a Marte y luego tengamos que descender con un paracaídas normal y corriente —apuntó Raúl cambiando de tema.

—¡De normal y corriente nada!, ¿eh? —le respondió Óscar—. Está hecho con un tejido especial y tiene que soportar una carga de treinta toneladas sin romperse.

—Atentos ahora, que en pocos segundos se va a desprender el escudo térmico —anunció Antonov como si se supiera la secuencia de memoria.

Como había avisado el profesor, en la imagen de la pantalla dejó de contemplarse el paracaídas y se vio cómo se desprendía una placa circular que caía rápidamente hacia la superficie del planeta. Era el escudo térmico que protegía a todo el sistema del calor de la entrada en la atmósfera y que ya no era necesario.

Libres del escudo, las cámaras de la etapa de descenso tenían ahora una vista aérea perfecta del rojizo suelo marciano. En la imagen, el relieve del planeta se desplazaba veloz bajo la nave, todavía sostenida por el paracaídas.

—Ya le queda poco para soltarse. Está usando un nuevo sistema de reconocimiento del terreno para buscar un buen punto de descenso —anunció el profesor a la espera del momento—. ¡Ahí está! ¡Ya se ha soltado! —confirmó—. Si os fijáis, la imagen ya no se balancea. Ahora se sostiene con los retrocohetes.

Todo esto nos lo había contado antes con tanta pasión que era difícil no vivirlo con la sensación de estar allí mismo.

A partir de ese momento, Perseverance se desplazaba libre, propulsada por los ocho cohetes de la etapa de descenso, y sobrevolaba la superficie marciana buscando un lugar seguro para aterrizar.

Lo más alucinante de esto es que todo lo que te estoy contando lo tenía que hacer de forma autónoma porque el retraso en las comunicaciones no permitía dirigir esta maniobra desde la Tierra. Perseverance estaba solo ante el peligro.

Era curioso pensar que, mientras nosotros veíamos esas imágenes, el rover ya hacía varios minutos que había aterrizado. O se había escacharrado contra el suelo, que también podía ser.

—¡Ojo, que ya va a amartizar! —advirtió Sergio. Según nos había explicado el profesor, amartizar era como aterrizar, pero en Marte.

La superficie marciana se fue acercando con rapidez. Cuando la nave estuvo lo suficientemente cerca del suelo, el rover se descolgó mediante unos cables y quedó suspendido en el aire mientras la nave acababa de descender. En ese momento, la fuerza de los propulsores levantó tanto polvo que fue imposible ver con claridad el momento en que Perseverance se posó en el suelo.

El Perseverance amartizando

Cuando cambió el plano y vimos a la gente en la sala de control de la NASA dando saltos y abrazándose, supimos que lo había conseguido.

¡Lo habíamos conseguido!

¡Perseverance estaba en Marte!

Bueno, vale, nosotros no habíamos hecho nada, pero Sergio sí que había participado y estando con él, nos sentíamos como si hubiéramos formado parte del proyecto.

En su despacho de la universidad, la tensión acumulada dio paso a una alegría desbordante y todos nos pusimos a saltar y a abrazarnos como hacía un momento habían hecho en la sala de control de la misión.

Al rozarnos con los saltos y los abrazos, los jerséis se volvieron a cargar de electricidad y esta vez el calambrazo nos lo llevamos Esmeralda y yo. Ya sé que te suelo decir que entre nosotros a veces saltaban chispas, pero esta vez fue literal. Aunque los jerséis de la abuela nos encantaban, eran un peligro público.

En los pocos minutos que tardamos en recobrar la tranquilidad, el nuevo rover marciano ya se había puesto en marcha y se había hecho un selfie que ahora veíamos en la pantalla del profesor.

No era para ganar un concurso de fotografía, pero allí estaba, sano y salvo.