Pasamos casi todo el tiempo libre que tuvimos durante esas dos semanas mejorando los detalles del robot. Todos intentábamos colaborar, pero ya te he contado antes que Sonia y Óscar llevaban el peso del proyecto.
Cata también nos ayudó en todo lo que pudo. Se notaba que estaba tan ilusionada como nosotros y creo que, a veces, se tenía que esforzar para no ponerse ella misma a trabajar directamente en el prototipo.
Esa tarde, nos estaba contando cómo era el reglamento de los combates. En el colegio lo habíamos hecho en plan informal, pero en el campeonato escolar se respetaba el reglamento a rajatabla.
—Ese día compiten doce colegios. Se juega en dos rondas clasificatorias y una final —explicó—. En la primera ronda se hacen dos grupos de seis y en cada grupo juegan todos contra todos. Cada combate se juega a tres rounds y el ganador de cada round se lleva un punto. Cada round puede ser como máximo de un minuto.
—¿Y qué pasa si en un minuto no ha ganado ninguno? —preguntó Raúl.
—Entonces se repite el combate hasta que haya un ganador o los jueces lo declaren nulo —respondió Cata—. Con las puntuaciones de los doce equipos se hace una clasificación global y a la segunda ronda pasan los seis primeros. En la segunda ronda se forman dos grupos de tres que compiten entre ellos otra vez, todos contra todos. Los ganadores de cada grupo se enfrentan en la final.
»Hay que acordarse de llevar pilas de recambio porque son muchos combates —avisó—. Una vez comenzada cada ronda no está permitido hacer cambios en la programación del robot, pero entre cada ronda sí que se puede.
Nos contaba todo esto como si, en vez de un campeonato escolar, nos estuviéramos preparando para ir a un campeonato mundial o algo así.
—Tengo un compañero de la Universidad que está dando clase en el Torres Quevedo y que también participa con un equipo de su colegio. Es un friki de la robótica. Seguro que llevan un robot supercañero.
Imagino que Cata estaba intentando animarnos, pero por la cara que se nos estaba poniendo, creo que estaba consiguiendo el efecto contrario y nos estábamos empezando a agobiar. Todos menos Óscar, claro, que enseguida entró al trapo.
—Nuestro robot también es supercañero —advirtió Óscar mientras sostenía a SumoRaptor frente a él con mirada orgullosa—. Les vamos a dar una paliza a los del Torres.
—¡Bueno, bueno! No te confíes, que los demás no serán cojos —dijo Sonia bajándole un poco los humos.
—Y, además, que nosotros es la primera vez que vamos, y habrá equipos que llevarán varios años participando —añadió Esmeralda.
Cata enseguida captó nuestro miedo y se dio cuenta de que se había dejado llevar por el entusiasmo.
—Perdonad, que me he emocionado hablando del tema. Vosotros no os preocupéis, que es nuestra primera participación y el objetivo es pasarlo bien sin presiones —añadió para tranquilizarnos.
El campeonato era el sábado por la mañana y seguimos trabajando hasta el mismo viernes. En esas dos semanas, SumoRaptor había mejorado muchísimo y tenía poco que ver con el robot que habíamos construido en el primer intento. Pensando en que era un prototipo casi nuevo y en que ahora representábamos al colegio, decidimos cambiarle el nombre y le llamamos Megalodón.
Esa noche, antes de dormir, Óscar me contó que se le había ocurrido una idea para tener «un arma secreta», pero por mucho que le pregunté, no quiso soltar prenda sobre el asunto.
El sábado por la mañana, toda la pandilla, con Cata de acompañante, estábamos en el gimnasio del colegio Solar Alto, que era el organizador del campeonato.
Cata había traído a Megalodón en una caja junto a todo el material que pensábamos que podíamos necesitar. También habíamos traído el portátil del Área 51 por si hubiera que hacer algún ajuste de última hora en el robot.
Y, claro, mi hermano no sería mi hermano si no mantuviera el misterio hasta el último momento. Nos había dejado bien claro que tenía un arma secreta, pero la había traído por su cuenta en la mochila y seguíamos sin saber qué era.
Lo único que sabíamos era que eso que se le había ocurrido no estaba montado en el Megalodón, que seguía tranquilamente en su caja.
Mientras estábamos esperando en el gimnasio, dimos una vuelta para echar un vistazo a los robots de los otros equipos, pero la mayoría los mantenía guardados, fuera de la vista de los demás, para no desvelar sus estrategias.
Cata nos dejó solos un momento y a los pocos minutos volvió con un chico.
—Este es César —le presentó—. Es el compañero de la Universidad del que os hablé el otro día. Seguro que va a ser uno de los contrincantes más difíciles.
—Hola, chicos —saludó César—. Cata me ha hablado de vosotros y de Megalodón. Solo quería desearos suerte. ¡Que gane el mejor!
César se fue con su equipo y Cata nos dijo que faltaban veinte minutos para que empezaran los combates. Había que ir preparándose y Óscar buscó su momento de gloria.
—Para que funcione mi arma secreta, tenemos que prepararla ya —anunció mientras todos nos íbamos reuniendo a su alrededor.
—La tendrás que preparar tú, porque nosotros no sabemos ni lo que es —dije un poco cansado ya de tanto secretito.
Sin hacer mucho caso de mi comentario, Óscar empezó a sacar su arma secreta de la mochila y la fue dejando en el suelo. En el centro del corro que formábamos en torno a él, había dejado cuatro trozos de tela del tamaño de una libreta pequeña y cuatro sobres que no conseguí identificar. Como arma secreta, no parecía muy espectacular.
Entonces abrió uno de los sobres y sacó una especie de rectángulo de espuma que pegó sobre la tela. Cata cogió otro de los sobres y lo miró de cerca.
—¿Es un parche de calor de esos de ponerse en las lesiones? —preguntó sorprendida.
—¡Exactamente! —contestó Óscar sin dar más explicaciones, y repitió la operación con los otros tres sobres.
Cuando terminó, teníamos cuatro trozos de tela con cuatro parches de calor pegados, que ya se empezaban a calentar.
Sin revelar nada, mi hermano cogió los cuatro trozos de tela y los enrolló sobre las ruedas del Megalodón asegurándolos con un velcro que había cosido en un lado de la tela.
Él parecía que lo tenía clarísimo, pero el resto seguíamos sin entender nada.
—¿No habéis visto nunca una competición de Fórmula 1? —preguntó—. Pues para que las ruedas de los coches tengan el máximo agarre les ponen calentadores antes de empezar la carrera. Cata nos dijo que era muy importante que el robot tuviera el máximo agarre posible, así que, si calentamos las ruedas antes de empezar, se pegarán más a la superficie, podremos empujar más y será más difícil que nos empujen a nosotros —explicó como si fuera evidente.
Durante unos segundos, nadie dijo nada. Se hacía difícil asimilar que la persona que tenía estas ideas tan brillantes era la misma que, a veces, se comportaba como un niño pequeño y se picaba por cualquier tontería. Mi hermano tenía estas cosas.
Cata fue la primera en reaccionar y le felicitó por la idea. Los demás fuimos detrás, jaleándole y cerrando el corro a su alrededor.
El resto de los equipos nos miraba con curiosidad por el barullo que estábamos armando. Para ser realistas, de momento no había nada que celebrar, pero en poco tiempo íbamos a ver si la idea de Óscar servía para algo.