La localidad de Maycomb, Alabama, debía su ubicación a la entereza de un tal Sinkfield, quien, en los albores del condado, dirigía una posada en la confluencia de dos veredas de cerdos, la única taberna del territorio. El gobernador William Wyatt Bibb, con la intención de fomentar la paz en el condado recién creado, envió a un equipo de supervisores para localizar su centro exacto y establecer allí su sede de gobierno. Si Sinkfield no hubiera recurrido a una audaz estratagema para conservar sus tierras, Maycomb se habría levantado en medio del pantano de Winston, un lugar totalmente carente de interés.
En cambio, Maycomb creció y se extendió desde su cogollo, la taberna de Sinkfield, porque el tabernero se ocupó de emborrachar una noche a los supervisores y los convenció para que sacaran sus mapas y planos y para que trazaran una curvita aquí, añadieran otro poco más allá y delinearan el centro del condado a su conveniencia. Al día siguiente los despachó con sus planos y cinco litros de licor en las alforjas: dos para cada uno y otro para el gobernador.
Jean Louise nunca había conseguido despejar sus dudas respecto a si la maniobra de Sinkfield había sido prudente: había colocado la flamante localidad a treinta kilómetros del único transporte público que había entonces: los barcos fluviales, y los que vivían al sur del condado tardaban dos días en llegar a Maycomb para comprar provisiones. Como resultado de ello, el pueblo siguió teniendo el mismo tamaño durante más de siglo y medio. Su principal razón de ser era la administración. Lo que lo salvó de convertirse en otro sucio pueblucho de Alabama fue su elevada proporción de profesionales de toda índole: uno iba a Maycomb a que le sacaran una muela, a que le arreglaran la carreta, a que le auscultaran el corazón, a ingresar su dinero en el banco, a que el veterinario viera sus mulas, a salvar su alma o a que le ampliaran la hipoteca.
Rara vez llegaba gente nueva para establecerse allí. Las mismas familias se casaban entre sí continuamente, de tal modo que las relaciones de parentesco se enmarañaban sin remedio y toda la gente de la ciudad guardaba entre sí un monótono parecido. Hasta la Segunda Guerra Mundial, prácticamente todos sus habitantes eran parientes políticos o consanguíneos de Jean Louise, pero eso no era nada comparado con lo que sucedía en la mitad norte del condado de Maycomb, donde había un pueblo llamado Old Sarum habitado por dos familias que al principio estuvieron separadas, pero que por desgracia tenían el mismo apellido. Los Cunningham se casaron con los Coningham hasta que la correcta ortografía de los nombres se volvió irrelevante. Irrelevante, a no ser que un Cunningham quisiera birlarle a un Coningham la titularidad de unas tierras y la cosa acabara en los tribunales. La única vez que Jean Louise vio al juez Taylor sin saber qué hacer en un juicio fue durante una disputa de este tipo. Jeems Cunningham declaró que su madre deletreaba su apellido «Cunningham» de cuando en cuando, en escrituras de propiedad y otros papeles, pero que ella realmente era una Coningham, que apenas sabía escribir y que a veces se sentaba en el porche por la tarde y no hacía otra cosa que mirar a lo lejos. Después de nueve horas escuchando las excentricidades de los habitantes de Old Sarum, el juez Taylor desestimó el caso por considerarlo una patochada y declaró que confiaba de todo corazón en que los litigantes se dieran por satisfechos con haber tenido cada uno el uso de la palabra. Así fue. Era lo único que querían desde un principio.
Maycomb no tuvo una calle pavimentada hasta 1935, por cortesía de F. D. Roosevelt, y tampoco era del todo una calle pavimentada. Por la razón que fuese, el presidente decidió que un descampado que iba desde la puerta frontal de la Escuela Elemental de Maycomb hasta el camino de doble rodera que había al lado de la finca del colegio necesitaba mejoras. Se hicieron las mejoras y el resultado fue un sinfín de niños con raspones en las rodillas y brechas en el cráneo, y un bando del alcalde prohibiendo que se jugara al látigo en el pavimento. Así se sembraron las semillas de los derechos del Estado en los corazones de la generación de Jean Louise.
La Segunda Guerra Mundial transformó Maycomb: los muchachos que regresaban a casa volvían pertrechados con estrafalarias ideas acerca de ganar dinero y urgencia por recuperar el tiempo perdido. Pintaron las casas de sus padres con colores atroces, encalaron las tiendas de Maycomb, pusieron letreros de neón, construyeron casas de ladrillo rojo en lo que antes eran campos de maíz y pinares, y echaron a perder el aspecto de la ciudad. No solo se pavimentaron las calles, sino que se les puso nombre (Avenida Adeline, en honor a la señorita Adeline Clay), pero los vecinos más ancianos se resistieron a utilizarlos: para orientarse, bastaba con decir «el camino que pasa por donde los Tompkin». Después de la guerra, llegaron en tropel jóvenes procedentes de granjas arrendadas de todo el condado que levantaron endebles casitas de madera y allí se casaron y tuvieron hijos. Nadie sabía muy bien cómo se ganaban la vida, pero sobrevivían, y habrían formado un nuevo estrato social si el resto de los vecinos de la ciudad se hubiera dado por enterado de su existencia.
Aunque el aspecto de Maycomb había cambiado, eran los mismos corazones los que latían en casas nuevas, con sus televisores y sus batidoras Mixmaster. Se podía pintar de blanco cuanto se quisiera, y poner cómicos letreros de neón, que los maderos envejecidos se mantendrían bien firmes bajo aquel nuevo peso.
—No te gusta, ¿verdad? —preguntó Henry—. He visto la cara que has puesto al cruzar la puerta.
—Una resistencia conservadora al cambio, eso es todo —respondió Jean Louise mientras masticaba un bocado de gambas fritas.
Estaban en el comedor del Hotel Maycomb, sentados en sillas cromadas en una mesa para dos. El aparato de aire acondicionado delataba su presencia con un ruido bajo y constante.
—Lo único que me gusta es que ya no huele como antes.
Una mesa larga con muchos platos, el olor a humedad de la sala desvencijada y a grasa caliente de la cocina.
—Hank, ¿qué es «grasa en la cocina»?
—¿Qué?
—Era un juego o algo así.
—Querrás decir «guisantes calientes», cariño. Es saltar a la comba, cuando dan muy deprisa para que te tropieces.
—No, era algo parecido al pilla-pilla.
No se acordaba. Seguramente se acordaría cuando se estuviera muriendo, pero de momento solo veía, prendido como un jirón en su memoria, el leve destello de una manga de tela vaquera, y un grito atropellado: «¡Grasaenlacocina!». Se preguntó quién sería el dueño de aquella manga y qué habría sido de él. Quizás estuviera criando a su familia en una de aquellas casitas nuevas. Tenía la extraña sensación de que el tiempo había pasado de largo ante ella.
—Hank, vamos al río —dijo.
—No creerías que no íbamos a ir, ¿verdad?
Henry le sonrió. Nunca sabía por qué, pero, cuando iban a Finch’s Landing, Jean Louise volvía a ser la de siempre: como, si al respirar, extrajera algo del aire.
—Eres como Jekyll y Hyde —comentó Henry.
—Ves demasiada televisión.
—A veces creo que te tengo así —Henry cerró el puño—, y justo cuando creo que te tengo agarrada bien fuerte te me escapas.
Jean Louise enarcó las cejas.
—Señor Clinton, si me permite una observación propia de una mujer de mundo, se le ve el plumero.
—¿Y eso?
Ella sonrió.
—¿No sabes cómo pescar a una mujer, cariño? —Se pasó la mano por la cabeza como si la tuviera rapada, frunció el ceño y añadió: —A una mujer le gusta que su hombre sea dominante y a la vez distante, si es que eso es posible. Que la haga sentirse indefensa, sobre todo si sabe que puede levantar un montón de peso sin ningún problema. Nunca dudes delante de una mujer y jamás le digas que no la entiendes.
—Touché, cariño —afirmó Henry—. Pero pondría una pequeña pega a eso último que has dicho. Yo creía que a las mujeres les gustaba que las consideraran extrañas y misteriosas.
—No, solo nos gusta parecer extrañas y misteriosas. Por debajo de la boa de plumas, todas las mujeres quieren un hombre fuerte que las conozca como a la palma de su mano, y que no solo sea su amante, sino Dios Todopoderoso. Qué tontería, ¿verdad?
—Entonces quieren un padre en lugar de un marido.
—En resumidas cuentas, sí —repuso ella—. En ese aspecto, los libros tienen razón.
—Te veo muy sabia esta noche —observó Henry—. ¿Dónde has aprendido todo eso?
—En Nueva York, viviendo en pecado —contestó ella. Encendió un cigarrillo e inhaló profundamente—. Observando a matrimonios jóvenes y elegantes en Madison Avenue. ¿Conoces ese dialecto, cielo? Es muy divertido, pero hay que tener el oído acostumbrado: ejecutan una especie de fandango tribal, pero de aplicación universal. Comienza cuando las mujeres se aburren como ostras porque sus maridos están tan cansados de salir a ganar dinero que no les prestan atención. Y cuando ellas se ponen a gritar, en vez de intentar entender el motivo, ellos se limitan a buscar un hombro compasivo en el que llorar. Luego, cuando se cansan de hablar de sí mismos, regresan con sus esposas. Todo es de color de rosa durante un tiempo, pero al final los hombres se cansan y las mujeres se ponen a gritar otra vez, y vuelta a empezar. Los hombres de hoy en día han convertido a «la otra» en un diván de psiquiatra, y a precio mucho menor.
Henry se la quedó mirando fijamente.
—Nunca te había visto tan desencantada —dijo—. ¿Qué te ocurre?
Jean Louise parpadeó.
—Lo siento, cariño. —Apagó su cigarrillo—. Es solo que me da mucho miedo fastidiarlo todo por casarme con quien no debo. Con un hombre con el que no congenie, quiero decir. Soy como todas las demás mujeres, y si me caso con quien no debo me convertiré en una arpía gritona en tiempo récord.
—¿Por qué estás tan segura de que vas a equivocarte? ¿Es que no sabías desde siempre que soy un maltratador?
Una mano negra les tendió la cuenta en una bandeja. Aquella mano le resultaba familiar, y Jean Louise levantó la vista.
—Hola, Albert —dijo—. Te han puesto chaquetilla blanca.
—Sí, señora, señorita Scout —repuso Albert—. ¿Qué tal Nueva York?
—Bien —respondió ella, y se preguntó si alguien más en Maycomb se acordaba de Scout Finch, bandolera juvenil y sinvergüenza redomada.
Nadie salvo quizás el tío Jack, que a veces la avergonzaba despiadadamente delante de otras personas recitando con voz cantarina sus fechorías infantiles. Le vería en la iglesia al día siguiente, y por la tarde tendría que hacerle una visita sin prisas. El tío Jack era uno de los placeres de Maycomb que aún resistían.
—¿Por qué será —preguntó Henry enfáticamente— que nunca te bebes más de la mitad de tu segunda taza de café después de la cena?
Jean Louise miró su taza, sorprendida. Cualquier referencia a sus excentricidades personales, incluso por parte de Henry, le producía un sentimiento de timidez. Era muy astuto por su parte haberse fijado en eso. ¿Por qué había esperado quince años para decírselo?