PARA LA MAYORÍA, Ozioma era una niña despreciable cuyo corazón puro se había envilecido dos años atrás, poco después de la muerte de su padre. Solo su madre disentía, pero no era más que la cuarta esposa de un granjero de boniatos muerto, así que a nadie le importaba lo que pensara.
Ahora, con doce años, Ozioma solía pasarse días sin hablar. La gente se mantenía alejada de ella, incluso sus parientes. Todos tenían miedo de lo que pudiera ocurrir si la hacían enfadar. La llamaban bruja y niña hechicera, calificativos que eran temidos y respetados de una forma irrespetuosa en el pueblecito donde vivía, Agwotown. Por supuesto, solo la llamaban por esos sonoros aunque desagradables nombres por la espalda, nunca a la cara. La mayoría de la gente no se atrevía a sostener la mirada de sus oscuros ojos marrones.
Todo esto se debía a lo que Ozioma era capaz de hacer.
El caso es que la gente de Agwotown temía la picadura de una serpiente mucho más que la mayoría de los nigerianos. Aunque el pueblo era antiguo, con sólidos edificios donde tenían sus hogares y un bosque que sabían mantener a raya, las serpientes de la zona seguían campando a sus anchas. No había forma de expulsarlas y, por alguna razón, las serpientes de allí eran muy, muy venenosas. Se ocultaban entre los arbustos y la maleza que rodeaba las casas, de noche se paseaban tranquilamente por las calles cuando apenas había coches y camiones, y se desplazaban libremente por los caminos de tierra que atravesaban el bosque hasta llegar al arroyo.
Uno podía estar con sus amigos, riendo y charlando, y entre tantas risas pegar un traspié y encontrarse tendido sobre la hierba. Antes de darse cuenta, una serpiente podría estar clavándole los colmillos en el tobillo. La muerte solía producirse de una forma dolorosamente rápida, sobre todo, si se trataba de una víbora bufadora o de una víbora de escamas aserradas. La mayoría de los habitantes de Agwotown habían perdido parientes, amigos, enemigos y compañeros de clase a causa de la picadura de una serpiente. Así que, en Agwotown, la gente no tenía miedo de los caminos peligrosos, ni de los ladrones armados, ni de perder todas sus cuentas bancarias por culpa de una estafa informática. La gente tenía miedo de las serpientes. Y Ozioma podía hablar con ellas.
Aquellos que dos años atrás habían oído la historia de su don, no podían dejar de hablar de ello. Según los lugareños, este incidente fue el causante de su «corazón envilecido», pues ¿quién podría conversar con una serpiente y no estar corrompido? Había una cobra en el huerto de boniatos de su tío, que se había acercado reptando hasta colocarse a su lado mientras este se afanaba con una raíz. Cuando se dio la vuelta, se encontró cara a cara con aquel demonio cabecipardo. En ese mismo instante, Ozioma estaba saliendo de la casa con una botella de Fanta de naranja.
Llevaba dos días sin decir una palabra.
—Tenía uno de sus estados de ánimo —les contaría más tarde su tío a los ancianos del pueblo cuando le preguntaron por el incidente. Había pasado un mes desde la muerte de su padre y la gente aún no había empezado a evitarla.
—¡No! —gritó Ozioma cuando vio a su tío encarado con la cobra. Dejó caer la bebida y echó a correr sobre sus largas y robustas piernas. Por suerte, ni su tío ni la cobra se movieron. Los testigos dijeron que entonces ella se acuclilló y acercó su rostro al de la serpiente. Su tío estaba a su lado, paralizado por el terror.
—La cobra le besó los labios con la lengua mientras ella le susurraba —les contó más tarde su tío a los ancianos, estremeciéndose por el asco que aquella escena le provocaba—. Yo estaba allí mismo, pero no conseguí descifrar una sola de las palabras que pronunció.
Los ancianos se sintieron igualmente asqueados durante su relato. Uno incluso se giró hacia un lado y escupió. No obstante, Ozioma debió de decir algo, porque la serpiente se replegó de inmediato y se marchó reptando.
Ozioma se dio la vuelta hacia su tío con una sonrisa de alivio; era la primera vez que sonreía desde la muerte de su padre. Lo echaba mucho de menos. Utilizar aquel don que había tenido durante toda su vida, pero que solo había mostrado a sus padres unas pocas veces, resultaba emocionante. Y emplearlo para salvar a su tío, que tanto se parecía a su padre, dispersó las nubes que cercaban su corazón y dejó pasar la luz del sol. Ozioma quería a su tío tal y como quería a todos sus parientes, a su reservada manera.
Sin embargo, su tío no le devolvió la sonrisa. En vez de eso, la sorprendió con un ceño fruncido que habría marchitado incluso a la más orgullosa de las flores. Ozioma se apartó de él, se puso rápidamente en pie y entró en casa. Después de eso, no volvió a dirigirle la palabra a su sobrina, a la que tildaba de «maligna y encantadora de serpientes».
Su tío fue a contarles lo ocurrido a los ancianos y a varios de sus amigos, asegurándose de describirles cómo había estado a punto de rebanar a la serpiente por la mitad cuando llegó ella y se puso a conversar con la bestia como si fuera su mejor amiga. Estos a su vez se lo contaron a más personas, y estas personas se lo contaron a otras. Pronto, todos los habitantes de Agwotown estaban al tanto de Ozioma y de sus malignas habilidades. Todos decían que lo habían visto venir. Según ellos, una niña huérfana de una familia pobre era una niña propensa a la brujería. No obstante, el día que la cobra escupidora descendió por la gigantesca ceiba que estaba situada en medio del pueblo, ¿os imagináis a quién acudieron?
Ozioma estaba canturreando en voz baja ante un puchero enorme repleto de un burbujeante estofado de tomate. Su madre charlaba con su tía en la parte de atrás. Tenía su reproductor mp3 conectado a unos viejos altavoces y estaba reproduciendo una canción de afrobeat que a su padre le encantaba. En el exterior, se oían truenos y amenazaba con empezar a llover de un momento a otro, pero aquello no le preocupaba. Estaba cocinando, algo que le encantaba hacer desde que su madre le enseñó tres años atrás. Cocinar le hacía sentir que tenía el control, le hacía sentirse adulta.
Había cortado las cebollas con cuidado, paladeado la tersura y firmeza de los tomates rojos, preparado una mezcla de tomillo, pimiento rojo, sal y curry, y se había maravillado con el fulgor de las verduras. Había sacado y troceado medio pollo, que había salpimentado y horneado hasta dejarlo bien tostado. Así que ahora estaba canturreando y removiendo lentamente para no desgarrar el pollo asado que había añadido al guiso.
—¡Ozioma!
La muchacha, que había estado distraída, sumida en visiones de comida suculenta, salió inmediatamente de su ensimismamiento. Parpadeó, y se dio cuenta de que un compañero de la escuela, Afam, estaba asomado a la ventana. Afam era uno de los pocos que no la llamaba «besadora de serpientes». Y en una ocasión le había pedido que le enseñara a hablar con las serpientes. Ozioma se lo pensó, pero al final prefirió no hacerlo. Las serpientes podían llegar a ser muy pérfidas. No siempre hacían lo que les pedías. Aunque jamás se les ocurriría picarle a ella, puede que mordieran a Afam. A las serpientes les gustaba comprobar la dureza de la piel.
Miró a Afam con el ceño fruncido y gesto inquisitivo. No estaba de humor para hablar con nadie aquel día. Lo único que quería era cocinar.
—¡Ven! —dijo Afam. Y tras una pausa, añadió—: ¡Deprisa!
Fue aquella pausa lo que hizo reaccionar a Ozioma. Y un presentimiento. Soltó la cuchara, que se hundió en el espeso estofado de tomate. Salió corriendo por la puerta sin preocuparse de ponerse las sandalias. El ambiente era pesado y húmedo. Producía una sensación sofocante en la piel.
Siguió a Afam por la carretera. Pasaron ante la casa de la tía Nwaduba, donde esta la había abofeteado una vez por no saludarla con suficiente efusividad. Pasaron ante la casa del señor y la señora Efere, la pareja de ancianos a los que les gustaba plantar flores durante la temporada de lluvias y a los que no les hacía ninguna gracia que Ozioma se acercara demasiado a ellas. El señor Efere estaba sentado en el porche delante de sus lirios atigrados, y la observó con suspicacia cuando pasó corriendo frente a él. Pasaron ante la casa de su tío. Se dirigieron a la parte trasera. Atravesaron el huerto de boniatos donde le había salvado de la cobra. Y finalmente, subieron por la carretera hacia el centro del pueblo, el lugar de reunión a los pies de la ceiba gigante que se alzaba hacia el cielo.
Afam se detuvo, sin aliento.
—Allí —dijo, señalando. Entonces retrocedió a toda velocidad y corrió a esconderse detrás de la casa más cercana, desde donde se asomó por una esquina. Ozioma se dio la vuelta hacia el árbol justo en el momento en que empezó a llover.
Con la forma de dos arañas, una grande posada del revés sobre otra más pequeña, las ramas y raíces del árbol, que eran gruesas y lisas, eran ideales para sentarse. En los días de descanso, los hombres se reunían en torno a la ceiba para discutir, conversar, beber, fumar y jugar a las cartas en los distintos niveles que formaban las ramas.
Ozioma frunció el ceño, al tiempo que retumbaba un trueno y centelleaba un relámpago. Aquel era el último sitio donde alguien querría estar durante una tormenta. Aparte de la amenaza de ser alcanzado por un rayo, el árbol era conocido por albergar espíritus benévolos y malignos, dependiendo del día. O eso era lo que se decía. Aquel día, era evidente que estaba albergando otra cosa. Mientras Ozioma se quedó allí plantada asimilando la situación, comenzaron a caer unas gotitas cálidas como las lágrimas de un manatí.
Era la época en que el árbol dejaba caer sus vainas. Bajo la lluvia, semillas esponjosas e impermeables de color amarillo caían rebotando entre las gotas de lluvia como si fueran burbujas blancas. Había seis hombres situados alrededor del árbol, ataviados con bermudas, pantalones, camisetas y sandalias. Estaban tan inmóviles como el árbol. Excepto uno. Ese hombre se retorcía entre la arena roja, que rápidamente se estaba volviendo pastosa como el estofado de Ozioma, que ya se estaría quemando. El hombre estaba gritando y arañándose los ojos.
Ozioma cruzó la mirada con la de su hermano mayor. Estaba quieto como una piedra al lado del hombre que se retorcía. Ozioma se obligó a no mirar con demasiado detenimiento al hombre que estaba tirado en el suelo, presa del dolor. Lo había reconocido. Alzó la mirada hacia el árbol, y más allá de él, y el corazón le pegó un vuelco, después sintió un flujo de adrenalina que le corría por el cuerpo. Parpadeó para enjugarse las gotas de lluvia de los ojos, incapaz de creer lo que estaba viendo. Pero no había duda. Parecía una escena extraída de las historias que les gustaba contar a los dibia del lugar.
La enorme cadena colgaba a través de la espesa capa de nubes grises entre las ramas superiores del árbol. Tenía un aspecto negruzco bajo la lluvia. Ozioma sabía que estaba hecha con un hierro tan puro y resistente que ningún herrero lo podría doblar. Era más antigua que el tiempo, era la escalera de los dioses. Y algo estaba descendiendo por ella, reptando.
—¿Cuántas? —preguntó Ozioma en voz baja, dirigiéndose al hombre que estaba más próximo a ella. Era Sammy, otro primo suyo que le había retirado la palabra después del incidente de la cobra. Ozioma temió que Sammy no pudiera oírla a causa de la lluvia, pero no podía arriesgarse a hablar más alto.
—Una —susurró Sammy. El agua corrió por sus labios mientras hablaba—. ¡Grandísima! Bajo las raíces.
La niña sintió todas las miradas sobre ella. Todos deseaban, ansiaban, rezaban para que los sacara de esta. Todas aquellas personas que en otra situación la ignorarían, se negarían a reconocer su presencia. Ozioma deseó poder volver a casa para cocinar su estofado perfecto.
Podía ver a la criatura entre un amasijo de raíces. Parte de ella, al menos.
Dejó escapar un leve suspiro. Esta requeriría cierta persuasión. Esta era más grande que dos hombres. Si se levantara, seguramente sería tan alta como Ozioma. La posición perfecta para escupirle su veneno a los ojos. Una cobra escupidora. El veneno era una sustancia poderosa que quemaba como el ácido. Su víctima no moría de inmediato; quedaba cegada durante días antes de morir.
No obstante, si se trataba de una cobra escupidora, todos los lugareños sabían que esa clase de cobra tenía una visión muy pobre. Y si uno se quedaba muy quieto, no podía diferenciar a un ser humano de un árbol. Era sabido por todos en Agwotown. Así, en cuanto esta serpiente escupió a los ojos de aquel hombre, dejándolo tirado en el suelo retorciéndose de dolor, todos se quedaron inmóviles de inmediato.
Su madre le contó en una ocasión que, cuando era un bebé, solía comer arena y jugar con las hojas y los bichos.
—Quizá sea esa la razón de que sepas hablar el lenguaje de las serpientes. Te encantaba arrastrarte sobre la barriga, como hacen ellas.
Quizá fuera cierto. Fuera por la razón que fuese, antes de ver siquiera a la serpiente, no solo supo que era una cobra escupidora, también supo que no era como las demás.
Lentamente, Ozioma avanzó unos pasos. La serpiente la estaba observando entre las raíces. Se alejó lentamente, deslizándose. Su rostro era de otro mundo, el de un anciano taimado que ha vivido mucho y ha sido testigo mudo de innumerables guerras y tiempos de paz. Gotas de agua corrían por su cabeza y por su cuerpo, espigado y vigoroso.
—Ozioma, ¿qué vas a hacer? —susurró su hermano.
—Silencio —dijo.
«Solo se acuerdan de mi nombre cuando vienen los monstruos», pensó Ozioma, enojada. «Ahora se dignan a mirarme y puedo ver el miedo en sus ojos».
Ozioma se quedó bajo la lluvia a un metro y medio de distancia de la criatura, mirándola fijamente a los ojos, con sus vaqueros cortos y su camiseta roja empapados. Los hombres que estaban a su alrededor permanecían inmóviles, instados por el miedo y el instinto de supervivencia. Los ojos de la serpiente eran dorados y su cuerpo de color verde esmeralda, no del tono marrón rojizo habitual de las cobras escupidoras. Se alzó lentamente y desplegó su capucha, que era de un tono verde más claro. Manteniéndose todavía erguida, se acercó un poco más, deslizándose, una maniobra que resultaba complicada para la mayoría de las cobras.
A Ozioma le entraron ganas de salir corriendo de allí dando gritos. Pero era demasiado tarde. Estaba muy cerca. La serpiente le escupiría veneno en los ojos antes de que pudiera escapar. Ella misma se había metido en esa situación. Para salvar a su gente, a la gente que la odiaba. Su padre habría hecho lo mismo. En una ocasión se encaró con unos ladrones armados que habían intentado atracar un mercado. Había sido el único con el valor suficiente para enfrentarse a esos imbéciles que resultaron ser unos adolescentes demasiado asustados como para utilizar los machetes con los que habían amenazado a todo el mundo.
La lluvia se derramaba sobre la escamada cabeza de la serpiente, pero ni uno solo de los frutos del árbol le cayó encima. Cuando habló, su voz llegó hasta Ozioma de la misma forma que las voces de las demás serpientes, como un sonido siseante que le impregnaba los oídos.
Apártate. Quiero este árbol. Me gusta. Es mío.
—No —dijo Ozioma en voz alta—. Este es el árbol de nuestro pueblo. Estos son mis... parientes.
La cobra se quedó mirándola, con el rostro inexpresivo como el de un animal normal y corriente.
Entonces os mataré a ti y a todos los seres humanos que me rodean. No podrán quedarse inmóviles eternamente.
—Este es mi hogar —dijo Ozioma—. Es todo lo que tengo. Ellos me odian y muchas veces yo los odio a ellos, pero siempre los querré. ¡No permitiré que le hagas daño a nadie más!
A Ozioma le gustaba leer en silencio sus libros favoritos. Podía permanecer sola y sentirse marginada mientras sus compañeros de clase estrechaban vínculos a su alrededor. Podía anhelar el amor de sus hermanos, tías, tíos y primos. Podía mirarse en el espejo y desear ser capaz de sonreír con más facilidad. Y podía llorar y llorar por su padre muerto. Pero no podía soportar la idea de ver a la gente de su pueblo asesinada por esa bestia.
La serpiente clavó sus fieros ojos sobre ella y Ozioma se estremeció. Pero no apartó la mirada. La serpiente acercó su rostro, lenta y progresivamente, con gesto amenazante, hacia el suyo. Después se quedó mirándola fijamente. Desprendía un olor agrio, como el de unas flores creciendo en un vertido químico. Abrió la boca para que Ozioma pudiera ver los colmillos desde los que disparaba el veneno. Ozioma gritó mentalmente. Sentía un hormigueo en la piel y la lluvia que caía sobre ella parecía sangre.
Aun así, Ozioma le sostuvo la mirada.
¿Quién eres?
—Ozioma.
¿Quiénes son ellos?
—Mi gente.
Ellos te odian.
Ozioma se puso tensa.
—Eso no cambia las cosas.
No tienes respeto. Incluso en un momento así, me miras a los ojos. Incluso en un momento así, HABLAS conmigo. Puedo quemarte la carne de la cabeza hasta convertirla en gelatina y obligarte a sentir hasta la última parte del proceso.
—¿Po... por qué quieres nuestro árbol?
Me apropio de todo cuanto me plazca. Tal y como he tomado la vida de ese hombre.
Ozioma no se dio la vuelta para mirar a aquel hombre que probablemente ya no sentiría dolor nunca más. Sostuvo la mirada de la serpiente. Tenía el presentimiento de que si dejaba de hacerlo, todo estaría perdido.
—Pero has descendido desde los cielos.
Este árbol se yergue muy alto. Toca el reino de los espíritus. Lo quiero.
Se miraron fijamente. ¿Cuántos minutos llevaría allí contemplando el interior del alma de aquella bestia? Seguían cayendo cálidas gotas de lluvia. Podía ver a los demás hombres por el rabillo del ojo. ¿Cuánto tiempo podrían permanecer inmóviles?
Tú te pareces más a mí. Apártate. Déjame acabar con ellos cuando ya no puedan soportarlo más.
—Lucharé contigo —insistió Ozioma. Pero cuanto más tiempo se sostenían la mirada, más consciente era de que estaba perdiendo su temple.
No tienes veneno.
—Tengo manos.
Será una pelea rápida, niña.
—No soy una niña —replicó enfadada, y durante unos instantes recuperó su fortaleza—. Tengo doce años y mi padre está muerto.
La serpiente se acercó un poco más, rozando con sus fauces carentes de labios el rostro de Ozioma. Incluso bajo la cálida lluvia, su carne tenía un tacto frío y seco.
Si no eres una niña, entonces eres una mujer pusilánime.
La serpiente le dio un empujón brusco y Ozioma no pudo evitar tambalearse hacia atrás, sus pies desnudos chapotearon en el barro. Había sentido la solidez y la corpulencia de la criatura, trescientas toneladas de poderosos músculos y tendones recién caídas del cielo. Toda la fortaleza que tenía Ozioma se le escapó del cuerpo como agua derramada. Se había roto la tensión de su mirada. Había perdido. Estaba condenada. Todos lo estaban. Hundió el talón de uno de sus pies en el lodo, preparándose para huir.
La lluvia comenzó a amainar. Ozioma levantó la mirada hacia el cielo, a medida que la tromba se iba atenuando hasta convertirse en una llovizna. Las nubes se abrieron de repente por encima del árbol e incluso la serpiente levantó la mirada. Los hombres que habían permanecido inmóviles durante varios minutos aprovecharon la ocasión para salir huyendo a toda velocidad. Algunos de ellos se escondieron detrás del árbol; otros, detrás de las casas y los arbustos cercanos. Llegados a ese punto, varios habitantes del pueblo se habían congregado en esos lugares, para presenciar la escena.
Ozioma, sin embargo, se quedó donde estaba. Mirando, como hacía la serpiente, hacia el claro que se había abierto entre las nubes.
Algo estaba avanzando en espiral a través de la lluvia como si fuera un pez atravesando un coral. Tenía el cuerpo de una serpiente, un fornido torso femenino y el rostro mundano de una mujer del mercado. Ozioma se puso de rodillas, boquiabierta, mientras varias personas ahogaban un grito y señalaban hacia la diosa que se aproximaba, llamándola por su nombre.
—¡Aida-Wedo! ¡Es Aida-Wedo!
—¡Cielo santo, Ozioma ha enfurecido a la diosa!
Se desplegó un arcoíris alrededor de Aida-Wedo al tiempo que la lluvia se detenía por completo. Las nubes se apartaron a toda velocidad como perros huyendo a su paso. El arcoíris se derramó en forma de arco por encima del árbol.
La diosa se dirigió volando hacia la cadena, la agarró con una mano y descendió por ella hasta la copa del árbol. Enroscó la parte inferior de su cuerpo, que era como el de una serpiente de color marrón verduzco, en torno a una de las ramas más finas, como si considerase que era la más resistente. Se inclinó hacia un lado para ver mejor a Ozioma a través del árbol. Incluso la parte superior de su cuerpo, de un tono marrón oscuro, se movió con la fortaleza y la precisión de una serpiente. Sus enormes pechos oscilaban como las olas del océano.
—Este es un buen árbol —dijo con una voz tan intensa que probablemente hizo que toda la gente de la zona corriera a esconderse.
Señaló a la feroz serpiente, que de inmediato regresó al árbol y comenzó a ascender. Ozioma dejó escapar un suspiro de alivio y se puso lentamente en pie.
Cuando la bestia llegó junto a Aida-Wedo, se inclinó hacia ella y se dirigió a la diosa. Ozioma la oyó susurrar, pero estaba demasiado lejos como para entender sus palabras. La bestia hizo una pausa y volvió a mirar a Ozioma.
—Ozioma Ugochukwu Mbagwu, ¿sabes quién es este? —preguntó Aida-Wedo.
—No —dijo Ozioma.
—Este es Ekemini, y es de los míos. —La diosa lanzó una carcajada insidiosa y el arcoíris que había en el cielo creció, bañando el lugar con tonos bermejos, ambarinos, rosados, violetas y verduzcos—. Mi gente es poderosa y bastante... impredecible. ¿Eres consciente de lo afortunada que eres de seguir viva?
—No quería que matara a nadie más —dijo Ozioma, endureciendo el tono de su voz. Señaló con un gesto hacia el hombre que se había estado retorciendo en el suelo. Efectivamente, había dejado de moverse. Ozioma seguía sin poder verle la cara, pero no tenía importancia. No había una sola persona en su pueblo a la que no conociera y que no la conociera a ella.
La diosa no dijo nada mientras examinaba a Ozioma. La niña se mantuvo firme. Acababa de mirar fijamente a la muerte a los ojos durante diez minutos. Incluso la diosa lo había insinuado. Ozioma se sentía como si ella misma fuera una diosa. ¿Qué era la muerte? Su mirada se cruzó con la de la diosa, pero, por respeto, la apartó. Su padre le había enseñado que siempre, siempre, siempre debía respetar a sus mayores. ¿Y quién podría ser mayor que una diosa?
—Dice que le has impresionado —dijo Aida-Wedo.
«Pues tiene una forma curiosa de demostrarlo», pensó Ozioma. «¿Acaso no estaba a punto de matarme?». Pero no lo dijo en voz alta, por supuesto. Era mejor no decirle a la diosa lo que pensaba de la bestia que acababa de matar a uno de los miembros de su tribu. Ozioma seguía mirando respetuosamente al suelo cuando vio caer algo sobre el lodo. Soltó un grito ahogado, con la mirada fija en el objeto. Se agachó, lo recogió y lo limpió en un charco cercano. Lo sostuvo ante sus ojos. Era un pedazo de oro macizo con la forma de una gota de lluvia. Bajo la luz del arcoíris de la diosa, seguía emitiendo su perfecto fulgor dorado. Entonces cayó otra gota, y después otra. Ninguna golpeó a Ozioma, y cientos de ellas cubrieron el cuerpo del hombre que había muerto.
La diosa ascendió por la gigantesca cadena de hierro antes de que la lluvia de gotas de oro macizo terminara. Para entonces, los hombres habían echado a correr alrededor de Ozioma para meterse aquellas valiosas gotas en los bolsillos, dándole alguna palmada ocasional en el hombro. Respeto, asombro, disculpa y comprensión, sensaciones arrebujadas en aquellos roces silentes. Ozioma también recolectó su parte, en cuanto se aseguró de que la diosa y la feroz serpiente se habían marchado.
Durante los siguientes setenta y cinco años, ni una sola persona en el pueblo de Agwotown fue mordida por una serpiente. No hasta que un niño pequeño llamado Nwokeji, que podía hablar con las águilas, tentó al destino. Pero esa es otra historia.