DURANTE MÁS TIEMPO del que nadie podía recordar, el pueblo de Yiwei había albergado, en sus huertos de árboles frutales y bajo sus socarrenes, esferas de papel de color arcilloso que bullían y zumbaban a causa de las avispas que habitaban en su interior. Los lugareños mantuvieron una paz incómoda con sus vecinas durante muchos años, haciendo gala de un tacto y una prudencia inigualables. Pero todo terminó el día que un muchacho, que estaba cavando en la ribera del río, encontró una piedra cuyo peso y armonía le complacieron. Con ella, pensó, podría alcanzar a un gorrión en pleno vuelo. No había rastro alguno de gorriones, pero en las proximidades había una tentadora esfera de papel que colgaba a escasa distancia del suelo. El muchacho se quedó pensativo unos instantes, con la cabeza ladeada, después apuntó y lanzó la piedra.
Mucho más tarde, después de haberle aplicado emplastos y calmado su ansiedad, su madre echó agua hirviendo sobre el panal caído hasta que las avispas que se revolvían dentro del papel murieron. Así se descubrió que los avisperos de Yiwei, al mojarlos con agua caliente, se desplegaban hasta convertirse en mapas de provincias cercanas y remotas de una precisión asombrosa, trazados con pigmentos vegetales que hacían las veces de tinta y redactados en un meticuloso mandarín que podía distinguirse a través de un microscopio.
Las posteriores incursiones de los lugareños ataviados con caretas de apicultor y cazuelas de agua hirviendo no tardaron en reducir aquella próspera población a apenas unos pocos individuos. Comandadas por una tenaz fundadora, las supervivientes construyeron un avispero nuevo al que dieron la forma de un barquito de papel, lo aprovisionaron con albaricoques caídos y flores aplastadas, y salieron a navegar por el río. Presas de la curiosidad, vacas y niños corrieron por la ribera del río mientras las avispas se dejaban arrastrar por la corriente, entonando cánticos marineros.
Al fin, a sesenta kilómetros al sur del lugar de partida, su embarcación encalló con un palo que flotaba en la superficie y se hundió. Solo una avispa se ahogó durante la evacuación, arrastrada hasta el fondo por el peso de los restos de un albaricoque. Se reagruparon sobre un tocón y miraron a su alrededor.
—Es un buen lugar para asentarse —dijo la fundadora con su dulce voz de soprano, mientras examinaba los primeros esbozos de mapas que habían traído las exploradoras.
Había un montón de orugas, robles con los que fabricar tinteros, zarzamoras en fruto, y ni rastro de otras avispas. Una colonia de abejas había creado su colmena en un roble partido a tres kilómetros de distancia.
—Una vez nos hayamos asentado, enviaremos, como es lógico, una delegación para recolectar los tributos.
»No cometeremos los mismos errores de antaño. La nuestra es una raza de exploradoras y científicas, de cartógrafas y filósofas, y acomodarse y volverse perezosas significa la muerte. Una vez nos hayamos asentado aquí, nos expandiremos.
Hicieron falta dos semanas para completar los criaderos con sus celdas de papel, y después otro mes para reconstruir la Gran Biblioteca y rellenar los casilleros con lo que las cartógrafas más ancianas pudieron recordar de sus mapas perdidos. Sus idas y venidas no pasaron desapercibidas. Una embajadora de la colmena de abejas llegó con un ultimátum y fue ejecutada con presteza; usaron sus alas para crear las vidrieras de la cámara del consejo, y devolvieron su aguijón a la colmena metido en un sobre de papel. La segunda embajadora llegó con una actitud más comedida y una propuesta para dividir el reino de las abejas de forma equitativa entre los dos gobiernos, reservando los derechos sobre el polen y el agua para las abejas, «como reconocimiento de las reivindicaciones preexistentes de un pueblo libre para con los recursos naturales de un territorio común», dijo entre zumbidos.
Las avispas del consejo fueron clementes y se limitaron a despojar a la enviada de su aguijón. Sobrevivió el tiempo suficiente como para transmitir su informe a la colmena.
La tercera embajadora llegó con una bolita de cera en la punta del aguijón y fue mejor recibida.
—Como comprenderás, no somos refugiadas que soliciten el reconocimiento de una soberanía territorial simbólica —dijo la fundadora, mientras sus asistentes les servían néctar en cuernos de papel—, ni vamos a negociar con vosotras como naciones en igualdad de condiciones. Esas fueron las presunciones de tus predecesoras. Se equivocaban.
—Confío en que sabré hacerlo mejor —dijo la diplomática con gravedad. Era mayor que las otras, y tenía el vello del tórax ralo y descolorido.
—Eso espero.
—Al contrario que ellas, tengo completa autoridad para hablar en nombre de la colmena. Tenéis proposiciones que hacernos; eso ya ha quedado claro. Estamos dispuestas a escucharlas.
—Estupendo. —La fundadora vació su cuerno y cogió otro—. La vuestra es una sociedad antigua y con un alto nivel cultural, pese a la indolencia de vuestra regente, que suponemos tiene su origen en una propensión racial más que personal. Disponéis de leyes, danzas tradicionales, matemáticas y principios, algo que por supuesto respetamos.
—Sus condiciones, por favor.
La fundadora sonrió.
—Dado que hay una población local de pavones nocturnos chinos, a los cuales preferimos para la incubación, no hay necesidad de algo tan poco republicano como la esclavitud. Si os abstenéis de rebelaros, podréis conservar vuestra propia soberanía. Pero nosotras nos quedaremos con la quinta parte de vuestras reservas en un año corriente, la décima parte en años de sequía, y una de cada cien larvas que engendréis.
—¿Para comérselas? —Le temblequearon las antenas, asqueada.
—Solo si el alimento escasea. No, las criaremos entre nosotras y aprenderán nuestras artes y nuestras costumbres, y después ejercerán como oficiales y burócratas en vuestra colmena. Todo esto no es más que en beneficio vuestro.
La diplomática se quedó callada unos instantes, con la mirada perdida. Al fin, dijo:
—La décima parte, en un buen año...
—Nuestras condiciones —dijo la fundadora— no son negociables.
Las guardianas se revolvieron, haciendo resonar la coraza de sus armaduras y moviendo las centelleantes puntas de sus aguijones.
—No tengo alternativa, ¿verdad?
—La alternativa es la esclavitud o la cooperación —dijo la fundadora—. Para vuestra colmena, quiero decir. Puedes elegir cualquier otra cosa, desde luego, pero en tu colmena tienen decenas de miles de individuos con los que reemplazarte.
La diplomática agachó la cabeza.
—Soy vieja —dijo—. He servido a la colmena durante toda mi vida, de todas las formas posibles. Debo lealtad a mi colmena y haré lo que sea mejor para ella.
—Me alegro mucho.
—Le pido, le ruego, que espere tres o cuatro días antes de imponer sus condiciones. Para entonces ya habré muerto, y no tendré que ver sometidas a mis hermanas.
La fundadora entrechocó sus uñas.
—¿Tenéis la costumbre de retrasar las decisiones? Nosotras no realizamos tal práctica. Tendrás el honor de ver cómo elevamos a tus hermanas a unas cumbres morales y tecnológicas que jamás has podido imaginar.
La diplomática se estremeció.
—Regresa junto a tu reina, querida. Transmíteles las buenas noticias.
Aquello supuso una crisis para la monarquía constitucional. Se desató un disturbio en el Distrito 6, que supuso la destrucción de las figuras de cera reales y el derribo de varios monumentos construidos con huesos de ratón antes de que fuera brutalmente reprimido. Fue necesario serenar a la reina con enormes dosis de jalea después de que rompiera a llorar sobre los hombros de sus ministros.
—Majestad —dijo uno de ellos—, no es una cuestión de la que deba preocuparse. Esté tranquila.
—Se trata de mis hijos —dijo, sorbiéndose la nariz—. Tú sentirías lo mismo por ellos, si fueras madre.
—Afortunadamente, no lo soy —se apresuró a decir el ministro—, así que centrémonos en nuestra tarea.
—La guerra está fuera de toda consideración —dijo otro.
—Sus fuerzas son infinitamente superiores.
—¡Las superamos en número en una proporción de trescientos a uno!
—Las avispas son guerreras experimentadas. Morirían sesenta de las nuestras por cada una que cayera entre sus filas. Quizá consiguiéramos expulsarlas, pero nos costaría la mayor parte de la colmena y posiblemente la vida de nuestra reina...
La reina comenzó a sollozar ruidosamente otra vez y tuvieron que asearla y consolarla.
—¿Tenemos alguna alternativa?
Todos guardaron silencio durante un instante.
—Está bien.
Las condiciones del acuerdo de relación fueron copiadas, por indicación de las avispas, en pequeñas placas de papel que fueron fijadas con cera y propóleo en diversos puntos de la colmena. Como el papel y la tinta eran sustancias nuevas para las abejas, se dedicaron a toquetear y a mordisquear los proyectos de ley hasta que quedaron hechos jirones. Las avispas enviaron una comitiva para supervisar el proceso de instalación. Varios civiles murieron antes de que se determinase que las abejas no sabían leer el dialecto de Yiwei.
A partir de ahí, las químicas de la colmena recibieron el encargo de sintetizar feromonas lo suficientemente complejas como para codificar las condiciones del acuerdo. Estas feromonas las aplicaron a los documentos, de forma que ambas especies pudieran examinarlos y comprender la relación entre las dos naciones.
Mientras que las habitantes de la colmena, antes de la invasión de las avispas, habían llevado una vida ajetreada pero feliz, ahora vivían presas de la desesperación. El discurrir natural de sus vidas se vio turbado por la necesidad de reunir la miel suficiente para la colmena y el avispero. Conforme fueron viajando más y más lejos en busca de néctar, dejaron de cantar. Danzaban para señalizar sus descubrimientos con gesto sombrío, sin alegría. La propia reina se quedó escuálida y demacrada de tanto criar individuos de repuesto, y ciertos ministros que entendían de tales cuestiones comenzaron a alimentar con jalea real a la larva más fuerte.
Por su parte, las avispas se tornaron lozanas y fornidas. Comandos de investigadoras, cartógrafas, botánicas y soldados eran enviados al río en pequeños nidos flotantes sellados con cera de abeja y equipados con raciones de panales de miel para cartografiar las desconocidas tierras del sur. Aquellas que regresaban traían consigo mapas bellísimos de pueblos, granjas y colonias de avispas desconocidas, redactados cuidadosamente con tinta morada y azul, y estos, una vez revisados por la fundadora y sus generales, eran cuidadosamente archivados en las profundidades de la Gran Biblioteca con vistas a la avanzadilla que planeaban hacer por el sur al año siguiente.
Las abejas que adoptaron las avispas fueron instruidas primeramente en tareas administrativas, pero cuando se determinó que podían aprender a leer y a escribir, las designaron para algunas de las misiones de reconocimiento. Las alumnas más aventajadas, dotadas para la trigonometría y los ángulos, eran educadas junto a las propias cartógrafas y demostraron ser ayudantes provechosas. Aprendieron a ignorar a las gruesas orugas verdes que eran conducidas con cadenas plateadas, o a las abejas muertas con las que las avispas alimentaban a su progenie. Así resultaba más fácil.
Cuando la vieja reina murió, no lamentaron su pérdida.
Por pura casualidad, una de las abejas instruidas como ayudante de las cartógrafas resultó ser una anarquista. Pudo deberse a las presiones en la colmena, o quizá se tratara de un golpe de suerte; fuera como fuese, la mutación tuvo lugar en ella. Envolvió varios de sus propios huevos en cera de las abejas y papel de las avispas, los arremetió entre los casilleros de la biblioteca, y alimentó en secreto a las larvas con pan y leche. A sus hijos —todos eran machos—, dentro de sus cunas de cera, les transmitió entre susurros las ideas que había desarrollado mientras calculaba rutas de vuelo y coordenadas: que no debía haber reina ni nación, y que, al igual que en el avispero, los machos debían trabajar y aportar de forma equitativa a las hembras. Durante su letargo y progresiva transformación oyeron sus enseñanzas e instrucciones, y cuando salieron a bocados de sus celdas, y después del avispero, se dirigieron hacia la colmena.
Los daños producidos en el avispero no pasaron desapercibidos, por supuesto, pero para entonces la anarquista había muerto de vieja. «Ha hecho una labor impecable», pensó su tutor, suspirando, mientras inspeccionaba la filigrana compuesta por sus inscripciones, pero los individuos brillantes eran los más propensos a padecer perturbaciones mentales, después de todo. Enterró bajo una carga de trabajo y de gruñidos el cariño que sentía hacia ella, que se había convertido para él en una fuente de aflicción y en un lastre político, y nunca volvió a hacerse cargo de ningún alumno de la colmena que mostrara algún indicio de genialidad.
Aunque tenían el pelaje impregnado por el olor agrio del avispero, los veinte hijos de la anarquista tuvieron permiso para deambular libremente por la colmena, pues se dio por hecho que o bien eran espías, o bien estaban embarcados en alguna misión oficial. Cuando la nueva reina emergió de sus aposentos, se unieron discretamente a los demás zánganos durante el vuelo nupcial. Dos de ellos consiguieron aparearse con la reina. Aquellos que fracasaron y sobrevivieron, contaron más tarde y entre susurros lo que se habían visto obligados a hacer en pos de su ideal. Antes de morir cogieron propóleo y tinta de agalla de roble, y escribieron sobre los dinteles de la colmena, con un lenguaje taquigráfico que ellos mismos habían desarrollado, la historia de la primera anarquista y sus veinte hijos.
Dado que el anarquismo era un rasgo hereditario en las abejas, varias hijas de la nueva reina comenzaron a cuestionarse el propósito de la monarquía. Las avispas se llevaron a dos de ellas y les enseñaron a leer y a escribir. Durante una de sus visitas a la colmena atisbaron la historia de sus ancestros y, al ser unas investigadoras excelentes, no tardaron en lograr traducirla.
Localizaron a sus hermanas de la colmena que compartían su misma inquietud y les transmitieron entre susurros los conocimientos arcanos que habían adquirido entre las avispas: astronomía, estrategia militar, el estado del mundo allí donde las abejas jamás habían llegado. Educadas hasta la fecha como bailarinas y arquitectas, enfermeras y recolectoras, las abejas se vieron embargadas por un asombro inédito, más extraño aún que el primer día que salieron volando de la colmena y sintieron el sol sobre sus lomos.
—Gobernadnos —les dijeron a las dos anarquistas educadas por las avispas, pero ellas se negaron.
—Una sociedad perfecta no necesita regentes —replicaron—. El conocimiento y la autoridad deben ser colectivos. Si queremos imaginar una nueva existencia, debemos liberarnos de las estructuras de nuestro gobierno fallido y de la injustificable hegemonía de los avisperos. Escuchad cuanto podáis y aprended cuanto os sea posible mientras permanezcamos entre ellas. Pero estad preparadas.
Era el primer verano en Yiwei sin el ancestral zumbido de las avispas cartógrafas. En los huertos frutales, aunque su piel estaba dulce y jugosa, los frutos caídos yacían intactos, y los niños jugaban descalzos con impunidad. Una de las hijas de los lugareños, que estaba en el tercer curso de la escuela agrícola, regresó a casa en la parte trasera de una camioneta a finales de julio. Golpeó la verja con su maletín antes de abrirla, para dispersar a los pollos, después corrió el pestillo, giró la puerta de hierro hacia un lado, y de inmediato se vio rodeada de numerosos brazos que corrían a estrecharla.
Una vez que se desembarazó de su hermano y de sus padres, y tras repartir besos generosamente, se prestó a escuchar las noticias de cuanto había ocurrido durante su ausencia: cómo las vacas se estaban muriendo por beber polvo de los picapedreros en los ríos; cómo el precio de los cereales estaba cayendo en todas partes, a pesar de la sequía; y cómo su hermano, en su inconsciencia, había derribado un avispero y se había ganado a cambio un rostro repleto de picaduras blancas y coloradas. Uno de los mapas más detallados de las avispas había llegado hasta la capital, según le contaron, y un funcionario había acudido al pueblo a bordo de un majestuoso carruaje negro. Pero como todas las avispas habían muerto, en su informe no pudo más que describir la situación como una broma, una rareza o un milagro. No hubo más investigaciones.
Su hermano sacó un tarro de cristal con los cuerpecitos quebradizos y cubiertos de forúnculos de varias avispas para que los inspeccionara, junto con uno de los mapas más pequeños. Ella le hizo cosquillas hasta que le entregó sus trofeos, le prometió una cesta de melocotones a cambio, y ella misma se dejó alimentar hasta la saciedad. Entonces, para consternación de su familia, escribió una carta urgente a la Academia de Ciencias y cargó un bolso con ropa y dinero. Si conseguía encontrar un avispero más, decía, les reportaría una fortuna y su nombre se haría famoso. Pero había que actuar rápido.
Por la mañana, antes de que los gallos se despertaran, cuando el cielo seguía luciendo un tono morado, montó sobre su vieja bicicleta y se alejó por el polvoriento camino.
Las abejas no vuelan por la noche ni se mienten entre ellas, pero las anarquistas habían aprendido de las avispas a hacer ambas cosas. Una tarde, cálida y despejada, abandonaron al fin la colmena y volaron en dirección oeste formando un enjambre pequeño y compacto. A su alrededor se desplegaban los chirridos de los insectos veraniegos, extraños e inquietantes. A varios kilómetros al oeste de la vieja colmena y del avispero, en un olmo alcanzado por un rayo, las anarquistas habían construido un pequeño almacén con miel robada, conservada en cera y papel. Allí pasaron la noche, en celdas de cera blanca y limpia, y por la mañana emprendieron la labor de construir su ciudad.
La primera tarea de la nueva colonia consistía en poner huevos, a la que se dedicaron unas cuantas obreras, y en reunir provisiones para el invierno. Un huevo de la vieja reina, traído desde la colmena entre las fauces de una anarquista, fue incubado y criado como una nueva madre. Libre de la corona y las preocupaciones que acarreaba, ella también preparó argamasa y cera, mordisqueó madera para fabricar papel y ventiló los almacenes con sus alas.
Las anarquistas trabajan en secreto pero con rapidez, zánganos junto a obreras, porque el regusto cobrizo del otoño se percibía en el ambiente. Ninguna de ellas había visto un invierno antes, pero la memoria de las especies es sutil y prolongada, y en sus corazones, a pesar del sol estival, sentían una inminente oscuridad.
Las flores se marchitaban en los campos. Cada día las anarquistas llenaban sus cofres con néctar dorado y construían muros blancos cada vez más altos. Cada día el aire se volvía un poco más fresco, la hierba un poco más seca. Entonaron cánticos mientras trabajaban, a veces baladas de la vieja colmena, a veces himnos de su propia invención, y durante un tiempo fueron felices. Demasiado pronto, las hojas adoptaron colores flamígeros y se cayeron de los árboles, y las flores desaparecieron. Las anarquistas cerraron la tapa de la última cuba de miel y se preguntaron qué les depararía el futuro.
A seis kilómetros de distancia, ante los primeros indicios del frío, las avispas lamieron sus puertas de papel para sellarlas y se aletargaron formando un círculo compacto alrededor de la fundadora. En ambas colmenas, las abejas se apiñaban entre sí, despiertas y vigilantes, calentándose entre ellas con el traqueteo de sus alas. Las anarquistas se susurraban palabras de aliento.
—Cuando nosotras no estemos, vendrán más. Nuestra especie volverá a florecer.
—Nosotras solo somos el comienzo.
—Vendrán más.
La nieve caía silenciosamente en el exterior.
La nieve llegaba hasta los tobillos y el río estaba congelado cuando la chica de Yiwei se encaramó a las ramas desnudas de un roble y arrancó el avispero, que tenía forma de castillo de papel. Las avispas que estaban en el interior, adormiladas por el frío, murmuraron pero no se revolvieron. En sus barracones, los soldados soñaban con el sur inexplorado y con batallas en ciudades ignotas, entre naciones ignotas, y las exploradoras soñaban con los cadáveres de ciervos congelados y muertos de inanición. Las cartógrafas soñaban con los cambios que el invierno produciría sobre el paisaje, con los arroyos desviados y los árboles muertos que habrían de anotar. No repararon en el saco de yute con que las estaban envolviendo, ni en el crujido de las ruedas sobre la carretera congelada.
La chica había pasado semanas errando por la campiña, interrogando a los apicultores y a los hijos de los lugareños, inspeccionando árboles y colmenas, hasta que encontró las últimas avispas procedentes de Yiwei. Entonces tuvo que esperar la llegada del invierno con su anestesiante frío. Ahora, de vuelta en la calidez de su propia habitación, desgarró las suaves páginas del avispero y dejó a un lado los centelleantes montoncitos de avispas hasta que encontró a la fundadora, que se sostenía débilmente sobre sus patas.
Tras el deshielo, engendraría nuevas fundadoras entre los albaricoques del pueblo. Las cartas que recibió indicaban una inmensa demanda al respecto en la capital, especialmente por parte de generales del ejército y capitanes de expediciones científicas. En los años venideros, el pueblo de Yiwei sería conocido por la esmerada belleza de sus mapas, cuyas diminutas leyendas resultaban prácticamente ilegibles, y no por su avena ni su cebada, ni por sus albaricoques aterciopelados ni sus tersas peras.
Cuando llegó la primavera, los habitantes de la vieja colmena se despertaron y descubrieron que las avispas habían desaparecido, como una pesadilla que se disipa con la llegada del amanecer. Era difícil de creer, pero al no encontrar ni el más mínimo rastro de papel de avispa, la colmena entera cantó de alegría. Incluso la reina, que había sido instruida desde que estaba en la pupa acerca de los detalles de su condición de nación subordinada y de las cláusulas en relación con las que gobernaba, y que había sentido, quizá, más simpatía hacia las avispas de la que cabría esperar de ella, se aclaró la garganta y canturreó una o dos veces. Si no cantó con la misma fuerza o entusiasmo que el resto, solo unos pocos lo percibieron, y siempre podía disculparse por el hecho de que aquel invierno había sido especialmente severo.
Los mapas desaparecieron junto con las avispas. Ya no se hicieron más. Las abejas que habían estudiado entre las avispas comenzaron a preparar borradores de memorándum y los primeros decretos independientes de la reina y su consejo. Para defenderse de futuras invasiones, decretaron que un destacamento de abejas patrullaría las fronteras de su territorio y emitiría informes de todo cuanto descubrieran.
Fue durante una de esas patrullas cuando descubrieron una pequeña colmena en el hueco de un olmo. Abejas muertas y quebradizas yacían a su alrededor, entre las que no consiguieron identificar a ninguna reina. No quedaba un solo rastro de miel en su almacén, y la cera oscura de sus muros había sido carcomida hasta quedar hecha jirones. Incluso las celdas de incubación habían quedado destruidas. Pero en los últimos hexágonos intactos encontraron, enroscadas y envueltas en cera, garabateadas en una página tras otra, palabras que hablaban de revolución. Las leyeron en silencio.
Entonces...
—Escribe —le dijo una abeja a otra, y esta procedió a hacerlo.