ADAM

¿Qué hacía yo en el cumpleaños de Barbra Streisand si cuatro días antes estaba llorando en la cocina de Madrid mientras mi madre freía las últimas croquetas para su hijo preemigrante?

Después de varios años atado a la pata de la silla de una agencia de noticias, había decidido que, aprovechando las condiciones de baja incentivada en plena profusión de ERE y previo visado gracias a un periódico local, era el momento de probar suerte y dar esquinazo a la crisis de los treinta en Nueva York. Cambiar todo (mi familia, mis amigos, mi casa, mi ciudad, mi psicoanalista y mi estabilidad laboral) por una simple promesa: la de que allí me fuera mejor o, simplemente, fuera más feliz. Y hacer el experimento de ver qué pasa cuando los únicos límites con los que te topas son los tuyos propios y no puedes echarle la culpa ni a la crisis ni a las presiones familiares. Después de entregarme a la vida social madrileña, el cuerpo me pedía una dosis de individualismo. Nadie esperándote en casa, trabajo para quien quiera trabajar y nueve millones de personas desconocidas disponibles.

Ya había explotado ampliamente el relato del chico marica de pueblo con máster en bullying que florece en la capital como un alelí en forma de cultureta carismático. La ventaja competitiva de haberme pasado el ostracismo adolescente viendo películas quemaba sus últimos cartuchos. Pero, sobre todo, se cernía sobre mí la amarga sensación de que el anonimato madrileño caducaba, de que la sombra del pueblerinismo era alargada, se iba acercando y eclipsaba poco a poco las libertades que yo identificaba con esa ciudad a la que había llegado doce años atrás. ¿Era este el efecto del paso inexorable del tiempo y tenía que madurar de una vez? ¿O era la última llamada para embarcar antes de que todas mis amigas se embarazasen y la heteronormativa me aplastara?

Elegí la última opción porque, como buen hijo de los ochenta, siempre fui más de malo por conocer que de bueno conocido. De echar la culpa a un país que no supo sacar mi verdadero potencial profesional o de pensar que una vida sentimental más decente me estaría esperando en las tierras de las oportunidades con los brazos abiertos. Que, probada la calidez estranguladora de la sociedad española, me tentaba pasarme al escalpelo gélido e implacable de Nueva York. Si las cosas salían mal, ya encontraría tiempo para aferrarme a esa nostalgia, también muy de nuestra generación, a los valores de la familia católica y de los amigos de juventud. Me abrazaría a la almohada y lloraría pensando en ese olor a croquetas de mamá que ya se estaba impregnando en la ropa de mi maleta sin cerrar. Empujé la última cremallera ya al final de la noche, mientras daba a mi padre un curso acelerado de Skype para acortar los 6.000 kilómetros de distancia.

Esa fue la única precaución que adopté antes de irme, el único ritual de despedida. Había tomado una decisión tan trascendental quizá con demasiada ligereza y, desde luego, sin aparente ceremonia ni estrategia. Uno nunca sabe si se trata de valentía o de inconsciencia, de emancipación o de capricho, pero mi única certeza era que el cuerpo me pedía a gritos volver a soñar. Y aunque era hijo de la educación pública, formado en valores de empatía y solidaridad y durante años me había abonado al cine de autor de filmoteca, me di cuenta de que mis anhelos honestos no estaban en Berlín ni en París, sino que eran mucho más mainstream. Que si había que aferrarse a un sueño, este debía ser sí o sí el americano.

Así las cosas, estaba justificada mi sensación de triunfo inmediato y merecido aquella noche de abril de 2013 en la que canté, como uno más, Happy birthday, dear Barbra. Por supuesto que había tomado la decisión correcta, porque me encontraba exactamente donde quería estar: con ella.

Maticemos el titular, que los periodistas somos muy de exagerar: aunque coincidía con su cumpleaños, la Streisand estaba en el Lincoln Center recibiendo el Premio Charlie Chaplin a su trayectoria como directora, lo cual no solo hizo que allí estuvieran Bill y Hillary Clinton, Liza Minnelli, Tony Bennett, Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones, entre otros muchos, sino que, tal y como me dijo ese señor llamado Steve que pronto se acercó a mí a oler la savia nueva de la homosexualidad neoyorquina, el auditorio donde se hacía la entrega del premio era aquella noche «la discoteca gay más sofisticada de Nueva York».

Steve trabajaba vendiendo entradas de Broadway y me quiso hacer de cicerone durante el evento hasta que, al comparar nuestras respectivas butacas, sufrió un semidesmayo: yo tenía cara de pardillo, cierto, pero entrada de ganador. Como prensa invitada por la marca de vodka que patrocinaba la celebración, me habían colocado en tercera fila.

—¡Esa entrada vale al menos mil dólares! —exclamó, y, pese a que era calvo como una bola de billar, hizo un metafórico giro de melena y desapareció para dirigirse a su próxima víctima: otro chico de casi treinta, como yo, con una barba similar y un traje también notablemente más barato que el de la mayoría.

Pero como en las películas malas, en cuanto la cámara desenfocó a Steve mientras bebía una copa de champán de otro de los patrocinadores, yo hice un travelling hasta el fondo y logré encuadrar un intercambio de miradas mucho más interesante.

Era Adam, y yo me sentía, efectivamente, en el edén y sin pecado original, dispuesto a nacer de su costilla, o a convertirme en manzana si hacía falta. «Hola, me llamo Simón», (bueno, dije Saimon), y apenas pudimos hablar más, pues el carillón del Lincoln Center anunciaba que había que ir ocupando las localidades porque empezaba el acto. Eso sí lo traía ya aprendido: mano al bolsillo interior de la americana e intercambio fulminante de tarjetas. Que empiece la fiesta.

Una vez en mi butaca entendí la furia de Steve. Yo tenía justo detrás a Kris Kristofferson y cinco butacas a mi derecha a Hillary Clinton. Sin embargo, el gran hallazgo fue encontrarme a mi lado izquierdo, codo con codo, a Roberta, una veterana escritora de moda italiana que después de veinticinco años en Nueva York tenía un acentazo de no te menees (algo que con el tiempo vería que era también mi destino impepinable) y pronto se metió en el rol de mamma. Me dio dos consejos iniciales que todavía hoy aplico y corroboro:

—Nunca dejes el abrigo en el guardarropa, porque solo conseguirás salir una hora más tarde del sitio en cuestión. Y acostúmbrate a hacer el double-check: comprueba siempre todo lo que te diga un americano, asegúrate de que realmente hace lo que te dijo que iba a hacer, porque la eficiencia estadounidense es un mito.

Se apagó la luz y comenzó el homenaje, que con todo este desfile previo de personajes impagables, ya se me había olvidado qué era lo que verdaderamente nos ocupaba y sobre lo que tenía que escribir. Y así, después de varios discursos de los invitados más célebres, de actuaciones musicales y clips de sus grandes clásicos, salió por fin Barbra, se echó un par de flores a sí misma y, sin cantar ni una sola nota, se acabó el acto.

Unos pocos elegidos pasamos a la cena de gala. Ni Steve ni Adam superaron el corte, aunque sí me pude despedir brevemente del segundo, al que prometí escribir un email al llegar a casa. Todavía era un hombre de palabra y no un neoyorquino traicionero. Todavía no sabía hacer uso de ese bullshit, que es como llaman ellos a las palabras que no significan absolutamente nada.

En la cena que tenía lugar en el hall del David H. Koch Theater, el brazo izquierdo del tríptico del Lincoln Center, Roberta se sentó de nuevo a mi lado y graciosamente añadió al cartón donde ponía su nombre una arroba y un loqueseapunto.com, de manera que me puso en contacto con ella sin tener que sacar ni el móvil ni las gafas. Aunque yo no había abierto la boca, simplemente la había dejado hablar a ella todo el rato, me dijo:

—Eres muy listo y vas muy bien vestido, deberías trabajar con nosotros.

Y supo que me hacía feliz aunque las dos cosas fueran mentira (ejemplo ilustrativo de bullshit).

El resto de la mesa estaba ocupada por otros periodistas y los relaciones públicas de la marca de vodka. Uno de ellos era Mike, que en una pésima labor de marketing, se puso borracho como una cuba pero con una vis cómica que acabó animando lo que resultó ser, en general, un acto bastante encorsetado y aburrido. Esto del tedio glamuroso también fue algo que con el tiempo me di cuenta de que era una constante en este tipo de cenas-homenaje-recaudación de fondos. Siempre con un estatismo festivo, siempre con cruces de miradas escudriñando cuentas corrientes o puestos influyentes en los que, claro, yo no salía bien parado. Y siempre con pollo en el menú para no herir ninguna sensibilidad religiosa, lo cual para mí era casi peor que lo anterior.

Mike, en varios arrebatos de deliciosa poca profesionalidad, nos fue salpimentando la cena con anécdotas como que Liza Minnelli había pedido antes de salir al escenario un copazo de vodka con Gatorade. También se abalanzó sobre Bill Clinton cuando pasó al lado de nuestra mesa, parodió la canción homenaje que le hicieron a Barbra (que rezaba de manera muy poco afortunada Hello Barbra, hello prolific) y, cuando bajamos a echar un cigarro al frío de la noche Roberta, él y yo —con Jeremy Irons incorporándose en un momento dado—, confesó de sopetón que «se encontraba muy solo» y que «en Inglaterra fumar mentolados es de gente elegante pero en Nueva York solo los fuman los negros». Su colega, algo abochornado, se disculpó en nombre de Mike por su comportamiento impresentable, pero lo cierto es que a mí me pareció la estrella de la noche. A la «prolífica Barbra» además, conforme fue avanzando la velada, se le fueron notando las ganas de irse. Cuando en los postres todo el mundo se acercó a ella, además de demostrar que aun dentro del estrellato siempre ha habido clases (y ella se podía permitir ningunear a Catherine Zeta-Jones), desapareció antes de las doce, cuando realmente empezaba el día de su cumpleaños.

Goodbye Barbra y vámonos de la mano, Roberta, que te dejo en casa, tú que vives cerca, y luego me voy caminando a mi guarida provisional, ya que probablemente, cuando encuentre piso definitivo, no creo que sea en Manhattan y me tocará ir en metro.

Al llegar a la casa alquilada por Airbnb con la sonrisa de oreja a oreja, escribí la crónica oficial del sarao, mucho más aburrida que la extraoficial pero con un tono triunfal acorde a mi sentimiento. También, claro, escribí el prometido email a Adam, otro a Roberta, y me fui a la cama con la sensación de que mi nueva vida iba a ser maravillosa. Incluso pensé que a partir de entonces mi vida sería siempre una alfombra roja, aunque nunca más volví a verme en otra de esas y lo que estaba por llegar sería, si bien igual o más divertido, por lo general mucho más miserable.

Al día siguiente, todo ya mucho más terrenal, Roberta y Adam me contestaron muy amablemente. Ella aprovechó para promocionar un acto que estaban preparando en su revista y desapareció de mi radar, más allá de verla de lejos en algún desfile de Calvin Klein y que yo pudiera contestar con nombre y apellido a los que preguntaban: «¿Quién es esa y por qué todo el mundo la saluda?». Y él me dijo que se iba a Florida por trabajo unos días pero que a la vuelta quedaríamos. En contra de lo que luego comprendí que es tendencia, también estaba diciendo la verdad y no quedó todo en agua de borrajas. Al menos, no todavía.

Por su tarjeta, sabía que era arquitecto, pero como buen periodista quise saber más, así que esos días aproveché para guglear al tal Adam y, aparte de pedirle amistad en su página de Facebook, encontré una nota de prensa de cuando fichó por su actual estudio y un vídeo en YouTube en el que explicaba el proyecto de unos bloques de apartamentos en, efectivamente, Florida.

Llegado el momento de mi primera cita en Nueva York, aparecí ya vestido de calle, y él también: ahí se empezó a notar por primera vez la lucha de clases. Cenamos en un asiático fusión como debe ser y nos contamos nuestras vidas. La mía sonaba en ese momento bastante emocionante, con toda la odisea del recién llegado y todavía bajo el halo de sentirme el rey del mambo instantáneo. La suya, pese a llevar muchos años en Nueva York, mantenía el tirón: estaba divorciado de su primer marido desde hacía muy poquito; pronto la cena tomó ese muy mal camino en el que tu date decide lamerse ante ti y contigo las heridas de su ruptura. Un clásico.

Saqué mi lado comprensivo y consejero, porque lo bueno del extranjero en Nueva York es que, sea cual sea la situación, siempre piensa en positivo y disfruta porque está practicando el inglés. Todo cuenta como experiencia cultural y ventana de acceso a la nueva ciudad. Él lo agradeció y siguió relatando cómo parte del drama de su separación había tenido como consecuencia más dolorosa la custodia compartida de sus dos perros, detalle que me introdujo en la percepción de cómo en esta ciudad la gente trata mejor a sus mascotas que a los humanos. Sus dos fox terrier tenían, claro, su propio dog walker, es decir, la persona que los paseaba y había pasado el cumpleaños con ellos mientras Adam estaba en Florida. Me enseñó las fotos de los chuchos con sus gorritos de fiesta y hasta con matasuegras, así como un pienso compuesto que debía ser de una calidad acorde a la celebración. Siguiéndole la pista en Facebook, pude comprobar que, aunque obviamente ellos no tenían perfil creado, eran a todas luces sus mejores amigos.

Esto me inspiraría en el futuro para escribir un reportaje en el que exploraba la vida vip de los perros en Manhattan. Así descubriría que tienen sus galas benéficas para la leishmaniasis (el llamado «sida de los perros» porque afecta también al sistema inmunológico), sus concursos de belleza anuales y sus propios héroes (los bomberos caninos que murieron en el 11-S). Y concluí que un perro le genera a un neoyorquino más ternura y compasión que un ser humano, por la sencilla razón de que da menos problemas, porque no son ni preguntones ni respondones, de forma que no vulneran el ultraprotegido espacio vital del humano manhatteño.

En cualquier caso, cuando nuestra primera cena tocaba a su fin, yo pagué instintivamente la cuenta, un mal hábito de quien tiene complejo de pobre, y él dijo la frase clave: «¿Quieres tomarte algo en mi casa?». Let’s go.

Adam vivía en un edificio divino cerca de Columbus Circle, de esos con portero y ascensor art déco. Cada vez que escribe algo en Facebook, tiene su propia etiqueta porque es un lugar destacable en sí mismo. Allí se abrieron ante mí estancias que no supe valorar en su justa medida, pues todavía no era consciente de que la caja de cerillas es la norma en Nueva York para los ciudadanos de mi clase social. Sí me impresionaron, en cambio, sus muebles y esculturas de ébano, así como su empeño por europeizar el ambiente para resaltar sus raíces italianas con planos del Coliseo, bustos grecorromanos y fotos de ruinas clásicas. A mí me espantaba un poco, pero ahora sé que eso era luxury de verdad al estilo Nueva York.

Llegados a la cama, me sorprendió, en primer lugar, que me preguntara si podía llamarme papi, por lo que tuve que impartir una breve clase de geografía amatoria, y en segundo lugar, que cuando la cosa se calentó, abrió el cajón de la mesilla y, junto a la consabida caja de preservativos, tenía una pila de toallas. Tomó una, la colocó bajo mis posaderas y así se practicó un sexo seguro tanto en lo relativo a transmisión de enfermedades venéreas como al manchado de unas sábanas seguramente carísimas. Cuando todo acabó, me preguntó si me iba a quedar a dormir y yo afirmé con toda naturalidad, mientras ya mis párpados pesaban y mi voz era casi un susurro. Tampoco sabía que, dado que yo no era un perro sino un hombre, pasar la primera noche con un amante tiene para un neoyorquino un grado de invasión de la intimidad equivalente a que tus tíos se te instalen un mes en tu microapartamento compartido de Brooklyn.

Al día siguiente nos duchamos, él me puso sus cremas maravillosas, que le propiciaban un cutis perfecto, y me peinó.

—Ahora pareces más europeo —me dijo como si ya me hubiera añadido a su colección y dejando caer que, con lo mono que estaba repeinado y con el traje que llevaba el día que nos conocimos, mi look casual tenía que mejorar.

Y con esa sesión de asesor de imagen impagable, salí de aquella casa muy contento, con el sentimiento de pertenencia a la dinámica neoyorquina bien arriba, y yo diría que hasta rejuvenecido.

No en vano, cuando nos escribimos mensajes durante los días siguientes, Adam me dijo que iba a ser su cumpleaños en breve. No pude evitar la pregunta: «¿Cuántos cumples?». «Are you ready?», me contestó. No se lo dije, pero yo le había echado unos treinta y seis años. Adam iba a hacer cincuenta. Entendí que, además de suponer mi entrada en el sexo y en el ámbito perruno neoyorquinos, mi relación con Adam era mi debut en el universo de los retoques en el mundo del gay madurito de la ciudad.

Tras tomarme con él una cerveza el día de la celebración (una vez que se habían ido todos sus amigos, claro), regalarle una tarjeta de felicitación muy nice con unos perritos en blanco y negro, y tener una nueva sesión de sexo con toalla, todo se fue diluyendo y Adam desapareció de mi vida palpable para quedar como un amigo de Facebook que siempre encabeza sus mensajes con un sweet.

Un día me lo encontré en el metro y se sorprendió de que siguiera en la ciudad.

—Como en Facebook te veo siempre poniendo fotos en otros países, pensé que te habías mudado. ¡Qué bien vivís los europeos! —me dijo.

Y entonces me di cuenta de que la riqueza en Nueva York es también una cuestión de prioridades de gasto. Por cada busto grecorromano no comprado, yo podía hacerme una escapada, mientras que para Adam, hombre atado a un estudio de arquitectura, el tiempo libre era un lujo más valioso que el ébano.

Retomamos el contacto de manera menos casual cuando vino a verme mi padre, que también es arquitecto, y Adam se ofreció amablemente a enseñarle su estudio y comentarle cómo estaba el activo panorama de la construcción en Estados Unidos, a diferencia de la desolación española. Sin embargo, justo cuando íbamos a quedar, me escribió un mensaje y me dijo que tenía que cancelar: en el espacio de veinticuatro horas había tenido que ingresar en una clínica y enterrar a sus dos perros. Le di el pésame y hasta le hice un poco de seguimiento durante las semanas siguientes, algo que me agradeció seguramente de corazón. Ahora, por lo que veo en Facebook, sigue viajando a Florida a menudo y vuelve a sonreír con dos perros nuevos. En Nueva York, pase lo que pase, la vida sigue.