La vida sigue y te pone en tu sitio. Después de ese capítulo piloto de mi periplo neoyorquino, llegó el momento de darme cuenta de que, aunque lo pareciera, la mía no era una serie de televisión y yo no era la versión gay de Carrie Bradshaw, porque a mí no me pagaban como para llevar una vida maravillosa con solo una columna semanal, sino que más bien iba a cien dólares la pieza antes de impuestos, trabajando de lunes a domingo para cubrir gastos, saltando de revista en revista y a veces hasta desdoblando mi personalidad con un seudónimo para poder vender la misma historia a dos medios distintos. Así, la búsqueda de alojamiento me llevó a un barrio bonito pero mal comunicado de Brooklyn, a cuarenta minutos en metro del centro de Manhattan. Y a compartir piso con Laurie, una estudiante de veinticinco años. Ella tenía la habitación principal y yo la del servicio. Bienvenido al descenso vertiginoso de la calidad de vida en Nueva York. El sueño se construye desde abajo y no te quejes, que para estar pagando por la habitación 850 dólares (ocho artículos y medio en mi escala), estás es un barrio bastante mono. Y al final, mal que me pese, una parte de mi sobriedad ibérica o mi culpa judeocristiana se siente mejor batiendo el cobre que cacareando en las altas esferas.
Además, el periodismo, aun con miserias económicas, te mantiene en contacto con un mundo al que jamás podías haber accedido por tus propios méritos. Desde la barrera, me siguieron salpicando en el rostro algunas gotas de glamur. Pero en general me las tuve que limpiar, saborearlas con moderación y seguir caminando. Pude darme cuenta de que, como yo, hay muchos que viven con un pie en la sofisticación gritona de su entorno laboral y una lágrima al cerrar la puerta de casa y tener que pasar de puntillas por el baño para no despertar a su compañera de piso. No somos clase media. Somos clase sin término medio.
Cuadrando cuentas en mi nuevo barrio me resultó bastante útil la archiconocida aplicación de ligoteo homosexual Grindr, aunque me sirvió más para averiguar dónde comprar la carne más barata o el mejor pescado que para geolocalizar a mis vecinos homosexuales con intenciones más evidentes. Cuando llegaba a casa con un trozo de solomillo de ternera o un pescado fresco, Laurie gritaba: «¡Vivan los gais!», pues ella después de un año no había pasado del supermercado y el ultramarinos 24 horas de la esquina. La otra sorpresa de mis primeros escarceos con las aplicaciones online fue la cantidad de usuarios que aseguraban usarlas solo para buscar amigos. Viniendo de la España todavía con resquicios de armarización, pensé que era una manera de no decirse a sí mismos que estaban buscando sexo. Me quedaba mucho por aprender y muchas horas de soledad por tragar. También me esperaban todavía muchas conversaciones con Laurie, una chica encantadora que, en cambio, se apuntaba de buen grado a todos mis planes y rara vez ella tenía los suyos propios. «¿Por qué será?», me preguntaba.
Poco a poco, me fui manejando con mis presupuestos y mi rutina, yo diría que con un poco de gracia dentro de mis posibilidades. Empecé a ver que, a veces, el Nueva York de los perdedores es emocionalmente más confortable que el concurso de apariencias al que me abocaba cada vez que tenía que lidiar con el mundo vip. O quizá, aunque yo no me sintiera uno de ellos, los perdedores sí me identificaban como tal y los ganadores no.
Así descubrí uno de mis sitios favoritos para ir solo o acompañado. Un piano bar en el West Village, donde cada día se reúne la gente que, con talento pero sin belleza, no ha tenido buena suerte en Broadway. Son casi siempre los mismos, como una pequeña familia, y todos tienen voces maravillosas. Parece que están de charla, porque se miran y gesticulan. Pero están cantando, haciendo suyas las letras de temas no siempre conocidos. Se arremolinan alrededor de otro genio, este al piano, al que el éxito tampoco sonrió y que vive de las propinas que le echan en una pecera. Es un sótano que huele a humedad pero que emana humanidad y cariño en la evasión compartida. Un local que, aunque inevitablemente cuenta con mucho público homosexual, deja fuera toda tensión erótica, que también es una gran presión que a veces conviene sacarse de encima al salir de la oficina. Un lugar para entender la felicidad como un simple instante de olvido del que me aplico una dosis con más o menos frecuencia. Se llama Marie’s Crisis y puedo decir sin dudarlo que es mi rincón favorito de la ciudad, aunque no me sepa la mitad de las canciones que cantan e incluso, años después de haberlo descubierto, siga siendo incapaz no solo de aprenderme las letras, sino de entender lo que dicen. Qué más da. Es un lugar para quitarse todos los complejos, incluido el del mal inglés.
En el otro lado del Nueva York humilde, por primera vez en mi trayectoria periodística me convertí en un canapero de libro. También sin complejos. Corriendo desesperado hacia las bandejas de comida, sabiendo que el mejor catering está en las entrevistas del hotel Crosby y que las presentaciones del Museo Judío tienen un salmón ahumado riquísimo. Todavía recuerdo mi emoción cuando sirvieron unas tapitas de trufa negra en la inauguración de una galería en Chelsea. Y cómo Bob resumió nuestra crisis de la tercera semana cuando sacó de la nevera de su casa un fuet y, al ver que se me iluminaba la mirada, me dijo:
—Me gustaría provocar en ti la misma mirada de deseo que te ha provocado el fuet.
Bob era un estadounidense que tenía una hermana dando clases de inglés en Zaragoza, una auténtica rareza que explica su vínculo con nuestros embutidos patrios y su ocurrencia de darme una sorpresa que, en vez de avivar nuestras prematuras cenizas, dejó en evidencia que mis apetencias estaban demasiado sublimadas. Era informático, muy listo y bastante encantador. Físicamente no era, todo sea dicho, ninguna maravilla. De hecho, lo primero que me dijo fue:
—Eres demasiado guapo para mí, y eso es un problema.
Yo me lo tomé como un piropo medio original o como símbolo de una ventaja inesperada de mi mudanza a la ciudad: por primera vez tenía los privilegios del exotismo. Fuera de una España en la que era absolutamente del montón, en Nueva York me erigía, qué cosas, en un ave rara traída de allende los mares. Y no solo por mi físico, sino por mi emotividad cálida y lisonjera, pero sin tendencia al drama. Un punto medio perfecto entre el latino telenovelero y el estadounidense robótico.
Bob y yo nos conocimos en la fiesta de despedida de una amiga periodista; casi desde que llegas a Nueva York empiezas a despedirte de gente a la que ya considerabas tu núcleo amistoso, el eje central de tu nueva vida. Como si fuera la España de Franco, al ser los dos únicos gais de la fiesta acabamos enrollados. Hubo algo de magia, pues hablando y hablando descubrimos que nuestro lugar favorito de Grecia era el mismo (un pequeño malecón en la isla de Siros, muy esnob y alternativo, lo cual hizo que me sintiera un poco winner). Además, vivíamos en el mismo barrio: él en una mansión original rehabilitada y yo en un edificio igual de bonito pero dividido por dentro hasta el infinito. Pero la vecindad era otro punto a favor. Para un habitante de Brooklyn echarse un novio del alto Manhattan es casi una relación a distancia. Así que, con dos partes de pragmatismo por una de pasión, pronto pasamos a mayores.
Desde que había llegado a Nueva York mi relación con el sexo había cambiado. En Madrid podría decirse que era bastante inapetente, tirando a conservador romántico, sin mucho interés por el aquí-te-pillo-aquí-te-mato y jactándome de ser selectivo. El típico gay que sigue la heteronormativa: no había tenido una salida del armario muy escandalosa, en parte porque me había afiliado a la moderación. Supongo que el concepto de reputación que se maneja en las poblaciones pequeñas siguió en mí más tiempo de lo previsto y de alguna manera me esforcé por que la homosexualidad no significara mucho más que una simple orientación sexual. Para todo lo demás, seguiría siendo el Simón de siempre.
Mis prioridades cambiaron radicalmente al pisar la Gran Manzana y el erotismo cobró una nueva dimensión para mí. Primero, porque ser atractivo para alguien es lo más parecido a sentirte aceptado en la nueva ciudad y acabas confundiendo sexo con integración y pertenencia. Suena triste, pero es bastante divertido. Segundo, porque aunque parece la ciudad del intercambio de ideas, razas y clases, en la que todo fluye y es posible, no es exactamente así y uno termina sin darse cuenta en una parcela bastante reducida de la población, en una especie de gueto indetectable.
Cuando entiendes que el motor de esta ciudad es el dinero y que tú solo puedes conseguirlo trabajando, tus amistades acaban teniendo siempre una recámara de interés profesional. Es difícil que alguien que no sea periodista o esté relacionado con el mundo de la cultura (sobre el que yo escribía en aquella época) encuentre rentable establecer un vínculo amistoso contigo. La cerveza de la tarde se llama afterwork, los actos sociales son fundraising que recaudan fondos para un proyecto y las fiestas temáticas son de young professionals, es decir, gente joven con estudios y trabajo. No vaya a ser que te enamores de un frutero y el sistema te dé la espalda. Suena triste, y es triste.
Una vez que asumí eso, la única opción que tenía a mi alcance para asomarme a otras galaxias neoyorquinas resultó ser el sexo, o al menos, el flirteo. En una dinámica social tan interesada, solo los designios más incontrolables de la carne conducen a lo diferente y a lo inesperado, dos conceptos sobre los que orbita el mantra de mi existencia y que me han dado tantos placeres en el corto plazo y tantos disgustos en el largo. La curiosidad se convirtió en mi mayor afrodisíaco. Y Bob se benefició y sufrió (o incluso pagó) por ello.
Profesor de informática de unos cuarenta y cinco años, tenía muchísimo espacio en su casa, que él mismo había comprado en la época en la que el barrio era muy peligroso, una gran cocina y una azotea con vistas al skyline con las que me conquistó. Además, me llevaba a Manhattan en un descapotable, lo cual significaba cruzar los puentes de manera épica. La primera vez que nos acostamos me dijo que siempre que le gustaba alguien mucho no tenía erección la primera noche. Y así, digamos que perdió su única oportunidad, porque a partir de ahí fui yo el que no podía decir que «siempre que alguien no me gusta, no puedo tener sexo con él aunque lo intente».
Al margen de nuestra ausente química sexual, lo cierto es que nos entendíamos muy bien y eso, no solo el descapotable, hizo que yo me negara a vislumbrar el inevitable final. Fuimos al cine un par de veces, a cenar otras tantas, charlábamos hasta el amanecer. Yo seguía abierto de par en par a contarle mi vida y mis sensaciones a quien se me pusiera delante y eso parecía resultar muy fértil amatoriamente en la jungla de asfalto. Con él comenté mi inquietud sobre el concepto de la amistad en Nueva York, cómo veía que la gente estaba ávida de amigos y cómo no entendía que Laurie, mi roommate, estuviera siempre sola. Y Bob me explicó que en esta ciudad a un amigo le puedes contar hasta dos veces el mismo problema (y en menos de un mes Laurie ya me lo había contado cuatro), pero que a partir de la tercera ya no te queda otra que irte con tu cantinela a un terapeuta o tus amigos empezarán a dejar de serlo. Entonces me acordé de que cuando buscaba piso vi unas extrañas advertencias en muchos anuncios de alquiler de habitaciones que decían «no drama, please». Los amigos, al parecer, tampoco quieren drama.
Otra peculiaridad que me contó Bob y enseguida experimenté es que la gente se cansa de despedirse de otra gente. Es decir, que la fiesta de despedida nos había unido, pero que él asistía ya a ellas con una actitud aséptica, aplicando el principio de que un caso es tragedia pero miles son estadística. Uno llega con ganas de formar un círculo amistoso sólido, pero al enésimo desmantelamiento del grupo de amigos, se asume el destino no amistoso del neoyorquino. Este desapego favorece la cadena de producción (pues todos acaban volcándose en el éxito profesional) y genera una notable histeria por encontrar pareja para no abocarse a la soledad, a la pobreza emocional (lo cual también genera otra cadena de producción en sí misma) y al eterno piso compartido. Vamos, que la amistad acaba siendo algo improductivo en los códigos de Nueva York y, por tanto, irrelevante. Mejor tener perros, como Adam. Y si se mueren, te compras otros.
Sin embargo, en una de esas cenas, en concreto en un japonés del East Village, yo le planteé a Bob otra cuestión que nos afectaba más y que fue la introducción a nuestra ruptura: le confesé que a menudo iba por la calle y sentía deseo hacia muchos otros hombres que no eran él. Bob, que se las sabía todas, me dijo:
—Esto es Nueva York, iba a pasar en cualquier caso, como mucho, en seis meses. No me parece un problema. Yo mismo he tenido sexo esta mañana en las duchas del gimnasio.
Y allí salió, por primera vez en mi camino de chico sin mente sentimental innovadora, el concepto de pareja abierta. A pesar de la derrota que mi recién estrenado apetito suponía para él como hombre atractivo sexualmente, se le iluminó la cara pensando que la nuestra podía ser una relación sin ataduras sexuales casi desde el principio. Y yo, un poco aturdido, decidí que por qué no intentarlo…, hasta que vi que un fuet era mayor reclamo que estar con él y a la vez Bob empezaba a proponerme unas vacaciones juntos en Australia que yo no podía permitirme y que no quería ni en pintura. Por primera vez utilicé la fórmula estadounidense para decir que no: «I don’t think that is a good idea» y concluí que tenía que dejar las cosas claras de inmediato y sin paños calientes. Me pidió una última cena y me llevó, apelando al alfa en pleno omega, al mejor restaurante griego de la ciudad. Hablamos de manera muy razonable y él, pese a ser el agraviado, pagó el banquete de 200 dólares (para mí dos días de trabajo, para él una hora de clase), que, es verdad, desvió mi atención de todo lo demás.
—Quería cenar contigo para decir adiós a un cretino pero me voy pensando que pierdo un ángel —me dijo después de un encuentro tan agradable como todos los demás.
Yo desplegué mis alas y salí volando, aunque no me quedara una sensación precisamente angelical sino bastante prostibularia y abusadora. Bob me siguió escribiendo de vez en cuando, me mandó invitaciones para algún espectáculo de flamenco y hasta quedamos para que me enseñara las fotos de su viaje a Australia, pero intenté ser coherente y no dejarme agasajar para acabar en ese mismo apartamento obnubilado por las vistas y abriendo la nevera en busca de una erección.
De mi minirrelación con Bob saqué una conclusión muy clara. Maticé el mito de que en Nueva York nadie quiere pareja y todo el mundo hace una apología de la individualidad. Ahí estaba yo, al mes de haber llegado, con mi primera seudorruptura y afrontando una intensidad y una culpa algo desproporcionadas. Igual que los estadounidenses llaman «retos» (challenges) a todos los problemas, yo en este mito neoyorquino cambiaría la palabra «individualidad» por «soledad». En solo un mes, ya me había cruzado demasiadas veces con ella. Y dos de mis amigos que iban floreciendo entonces, uno catalán y otro cubano, ya expertos en el tablero de juego y los códigos de conducta sentimentales, me fueron dando pequeños consejos al respecto.
Roger me acusó de ser demasiado caballeroso, cuando aquí nadie se toma la molestia de dar explicaciones ni de quedar para romper. Lo habitual es que vayan dando largas durante unos días hasta que al final dejan de contestar las llamadas y entran en lo que se ha acabado por etiquetar como ghosting, un fenómeno que incluso fue objeto de un artículo en el New York Times al hilo de que era lo que Charlize Theron le había hecho a Sean Penn. Tuvo tanto éxito el reportaje y generó tantas reacciones por parte de víctimas y verdugos de esta práctica que la edición online del periódico publicó una segunda entrega con los sufrimientos de unos y las justificaciones de los otros.
Tengo que reconocer que, al principio y también en otros niveles ajenos a las relaciones de pareja, lo que más me gustaba de Nueva York era que, al contrario que en España, uno no tiene que dar muchas explicaciones en general. «Te invito a una fiesta. ¿Vienes?» «No, no puedo.» Y no hay más preguntas, señoría. Nada de: «Pero venga, hombre, que no nos vemos nunca, que así ves a fulanito…». Nada. La contrapartida es que cuando pides ayuda también te responden «No, no puedo» y entonces te toca a ti no insistir. Pero en ese momento de juventud en flor y salud de hierro, el no tener que dar explicaciones me parecía una costumbre tan llena de ventajas que pensaba empezar a aplicarla cuanto antes.
El segundo diagnóstico vino de Carlos, mi amigo cubano, cuando me advirtió de que yo estaba rompiendo todos los protocolos. Que con mi hiperrealista teatro emocional y conversacional para compensar mi relativo desdén sexual, y con mi costumbre de quedarme a dormir en casa de un amante e incluso de cocinar en sus casas (en la mía no me atrevía), estaba amasando lo que definió como un wedding material (algo así como «carne de matrimonio») que un neoyorquino traducía en planes de futuro con casa, niños, jardín y perro. O, en su defecto, viajes a Australia. Parecía que mi proceder de niño bueno a la española, combinado con mi recién estrenada promiscuidad neoyorquina, era una bomba de relojería.
Pero, aun así, la pregunta procedía: «¿Cuáles son, entonces, los protocolos? Y, sobre todo, ¿por qué aplicar protocolos al amor y al sexo?». En busca de respuestas, me dispuse a escribir un artículo sobre las fórmulas y el lenguaje de las citas en Nueva York. Y me di cuenta de que, efectivamente, la batalla estaba perdida. Aunque en el mundo gay el sexo sí suele ser lo primero en ocurrir, luego se entra en un territorio de tanteo emocional en el que conviene no cambiar los órdenes, en el que la rapidez en contestar los SMS tiene un significado, igual que el día de la semana que uno reserva para encontrarse con su amante (cuanto más cerca del fin de semana, más importante parece la relación). Digamos que hay amantes prime time, amantes de relleno de programación y amantes limítrofes con la carta de ajuste. Y cada franja horaria diaria o cada grado de veteranía tiene sus reglas. No vale, entonces, decir sí a la cocina y no al sexo. De paso descubrí que como aquí el lema es que hay que hacer negocio de todo, ya habían proliferado una especie de asesores o coach para organizar estas citas. Uno de los que entrevisté durante mi investigación periodística me soltó perlas como esta:
—La mayoría piensa que el amor es algo que llega, pero no es así. Es una habilidad. Mucha gente trabaja mucho pero no dedica el tiempo necesario a sus citas. Y las citas son un músculo que hay que entrenar.
Pues venga. Work out!