FRED

Con ese recién descubierto sentimiento de adhesión al colectivo homosexual y una empatía por las causas sociales más acentuada, ese verano estuve especialmente emotivo y sexual. Se me iba recalentando el corazón. Con tanto viaje a GMHC, que estaba en la Calle 33 con la Décima Avenida, varios de mis amantes no salieron ni del Grindr, ni del Scruff ni del Adam4Adam o el OK Cupid, sino de otro tipo de red: la del metro de Nueva York. Al más puro estilo de la película Shame, tanto con los aprietos de las horas punta como en la holgura de las intermedias, afiné mejor mi radar o los sujetos de mi interés estuvieron especialmente abiertos a la seducción subterránea.

El primero de todos fue Vicente, un venezolano que se bajó en la misma parada y que, en el andén, me echó una mirada penetrante que tuvo su consecuencia en un encuentro carnal igualmente penetrante en su casa. Tenía un cuerpo precioso, una telenovela instalada en la dicción que encendía mi lado pasional y un movimiento de caderas espectacular. La cosa quedó allí, pero luego hemos coincidido tantas veces por el barrio o incluso por el centro de Manhattan que alguna que otra vez nos hemos rendido a la fuerza del destino. Él siempre dice que estamos condenados a encontrarnos.

También salieron de un vagón Ken, que de buena mañana empezó a acariciarse el pantalón mientras esperábamos a la siempre desesperante línea C, y un chico afroamericano con el que me di un par de besos en el tren y nunca volvimos a encontrarnos.

Superado ese furor por el transporte público veraniego, conocí en Internet a un hombre mucho más otoñal que me llevó a pasar muchas horas en el transporte público, pero no con él, sino yendo a su casa, que estaba en las proximidades del aeropuerto JFK. Se llamaba Fred y tenía ochenta y un años. Quizá bajo el influjo de esos supervivientes del primer Orgullo Gay que me dejaron algo marcado, cuando recibí un mensaje en la página de contactos GayRomeo echándome un par de piropos de lo más ilustrados, me animé a contestarle. Le dije que no quería tener sexo con él, que eso tenía que quedar claro, pero que no podía evitar sentir una tremenda curiosidad sobre su vida y sobre cómo se desenvuelve un homosexual de la tercera edad en el mundo virtual y real de hoy. Tras varias conversaciones con un alto nivel de ternura e intelectualidad (había sido arquitecto y tenía un bagaje cultural espectacular) me dijo que, siempre y cuando tuviera una parada de autobús cerca, podíamos quedar en Manhattan para conocernos por fin. Como no sabía cómo iba a reaccionar yo y no quería dejarlo tirado si me daba por salir corriendo, sin que sirviera de precedente le propuse quedar directamente en su casa de Queens, en Flushing Meadows, allí donde solo parecía suceder el US Open.

Tras más de una hora y cuarto de metro llegué a su edificio, pregunté al portero por su apartamento y subí en el ascensor. Al llegar me abrió la puerta él, un hombre muy alto a pesar de la mengua que provoca la edad, con unos ojos azules muy emocionados por las circunstancias y dispuesto a prepararme unas costillas de cordero al horno para cenar, pues en algún momento habíamos hablado de que yo era de Aragón y aún no había encontrado un buen ternasco en Nueva York. La escena, conceptualmente, me enamoró y bajé la guardia para disfrutar de una velada en la que intuí mucho que descubrir.

Fred no solo era un homosexual octogenario, sino que además había salido del armario a los setenta y cinco años. Para mí, siempre en duda entre la correspondencia del deseo y la acción, ese dato despertaba muchísimas preguntas. ¿Qué lleva a una persona a apostar tan fuerte por su identidad sexual cuando ya no se le levanta?

—En realidad, yo fui consciente de mi homosexualidad desde el primer momento pero nunca me atreví. No fue hasta hace seis años cuando mi mujer me preguntó si era homosexual y tuve que contestarle que sí —me dijo visiblemente poco orgulloso—. Me digo a mí mismo que, por lo menos, si hubiese salido del armario en mi juventud, lo más seguro es que habría muerto de sida —bromeó.

Su mujer, sus hijos e incluso sus nietos le habían animado a reconocer su propia sexualidad al ver que, de otra manera, el acto de valentía nunca llegaría y, como Fred era tan sumamente adorable, querían que disfrutara de algo de libertad aunque fuera en sus últimos años.

Y ahí estaba él, viviendo solo pero sin transmitir ninguna soledad, con su casa perfectamente limpia, valiéndose por sí mismo y preparándome la cena mientras me relataba cómo había vivido obsesionado por su hermano, que murió en la Segunda Guerra Mundial y con cuya imagen idealizada siempre compitió, y cómo nunca había dado salida a su deseo sexual real ni siquiera a través de una doble vida, sino simplemente desde la barrera de la observación y lo platónico. Reconocía que su cobardía no era la de unos tiempos opresores, pues en la universidad vio cómo muchos compañeros de Arquitectura vivieron en relativa libertad su homosexualidad. Simplemente, decía, no había sido capaz. Y me acordé de tantos compañeros de mi generación que, a pesar de tener ya casi todo a favor, siguen atrapados en un armario por culpa de un pánico íntimo que los demás no tenemos más remedio que respetar.

Fred pasaba los días leyendo, visitando los museos, especialmente el Metropolitan, y escuchando música clásica. De alguna manera, transitando con tiento por su adolescencia senil. Aunque casi nunca llegaba a tener una erección ni a eyacular, sí sentía cierto placer al masturbarse y había recurrido a la prostitución para descubrir el sexo con otro hombre, pero desde entonces, aunque había tenido un pequeño «rollo», no se le habían presentado muchas oportunidades de tener un erotismo placentero.

—Sé que no suena bien, pero no me gustan los señores de mi edad y, en cualquier caso, tampoco sé muy bien cómo conocerlos, así que me paso la vida fantaseando y, de vez en cuando, viene alguien como tú a verme y paso un rato agradable, aunque no haya sexo. Por alguna razón, siempre llega un momento en el que dejan de venir aquí sin avisar.

Quizá debido a la coherencia total que tenía con sus tiempos vitales invertidos, no asomaba por él ni una sola sombra de viejo verde, lo cual me produjo un agradable desconcierto.

Hablar con él era como escuchar un audiolibro de historia al que podías hacerle preguntas. Se refería a Frank Lloyd Wright casi como a un colega, pero sobre todo me sobrecogió ver a alguien totalmente perdido y burbujeante en el ocaso de su vida. No sabía si me producía angustia imaginar que seguiremos buscándonos a nosotros mismos hasta la muerte, o me asomaba cierta esperanza al concluir que la vida nunca descansa.

Con estas ideas dediqué mi hora y cuarto de metro de vuelta tras nuestra primera cita a pensar en que, por increíble que parezca o precisamente por lo inverosímil de la situación, esa había sido una de las mejores dates, aunque sin sexo, en lo que llevaba en Nueva York.

Nos intercambiamos emails los siguientes días y él me dijo que se había quedado un poco azorado después de mi visita porque había contado cosas que nunca había compartido con nadie y con una naturalidad que prácticamente desconocía a la hora de abordar esa intimidad. Me impresionó su email y mantuvimos la comunicación más o menos fluida hasta el encuentro siguiente, que tuvo lugar a las dos semanas.

Esa vez llevé yo los ingredientes para hacer la cena y, de nuevo, estuvimos charlando varias horas. Así supe de las visitas regulares que le hacían su mujer, sus hijas y sus nietas al apartamento, de su antigua vida en el Upper East Side de los años setenta… Fred recordaba cómo todo el país enmudeció cuando mataron a John Fitzgerald Kennedy y cómo en los años sucesivos enterró a Juan XXIII, Martin Luther King o Malcom X. En lo personal, se remontó a su época en la residencia de estudiantes de Arquitectura y lamentó que su timidez llegara a ser enfermiza durante el servicio militar. Se puso a llorar.

Aquel día cometí el error de dejarme llevar por mi educación cristiana, imaginar que podía ser como Helen Hunt en Las sesiones y concluir que la manera de ayudarlo sería dándole, quizá por única vez en su vida, la belleza de un sexo delicado nacido de un momento especial. Que experimentara el placer que se negó durante años y pudiera catar una carne todavía tersa, tener un erotismo homosexual, si no con amor, sí con altas dosis de cariño. Si he conseguido retratar bien a Fred y la relación tan estrecha que establecimos, esta imagen debería resultar más inofensiva y hermosa que violenta y desagradable. Y, después de meses de sexo urbano despojado de emoción, puedo decir sin miedo que fue también para mí un acto no solo de generosidad, sino de satisfacción íntima.

Por desgracia, fue también la manera más fácil de romper el hechizo, porque sin pretenderlo abrí la caja de Pandora y él, sin nada que perder, disparó a bocajarro con una maquinaria del lamento que apuntaba a la diana de mi compasión, cuando yo no había considerado que nuestra relación tuviera ese componente en absoluto. Y, después de cuatro emails en los que él confundía mi buena predisposición con el principio de una relación de pareja, me sentí obligado, con pena y con culpa, a interrumpir las comunicaciones porque, entonces sí, sentí lo que casi cualquiera hubiese sentido desde el principio en mis circunstancias: que estaba tratando con un viejo verde clásico. Tal como él había contado de otros visitantes previos, desaparecí sin más.