A la vuelta de la escapada caribeña con sus 30 grados centígrados y su cielo perfecto, llegué con el bronceado ideal para la que era mi pesadilla periodística: la Semana de la Moda de Nueva York, que es semestral; la de febrero, con todo el frío, se hace especialmente odiosa. Como periodista no especializado en moda, me costaba bastante escribir algo medio coherente sobre un desfile frenético de treinta vestidos que pasan como una exhalación en cinco minutos y después de haber entrevistado a unos diseñadores muy duchos en no decir nada. Si fue una sorpresa para mí disfrutar escribiendo crónicas de tenis en unas canchas a priori heterocentristas, la contrapartida llegó con el chasco de lo poco arropado y muy excluido que me sentí por el mundo supergay de la moda. Por no hablar de que es realmente difícil ir fashion a 10 grados bajo cero.
Quizá por eso, después de una cena pagada por una firma participante, cogí con tanto gusto a Jim, el hombre que me llevaría al otro extremo del espectro. Él se paró a saludar a una compañera periodista, tuvieron la típica conversación neoyorquina de «cómo te va, tenemos que vernos más» y luego, al parecer, él le envió un SMS preguntándole por mí y ella nos puso en contacto.
Jim era fotógrafo, no de moda ni de noticias, sino artista-fotógrafo. Como buen artista superviviente, al igual que Daniel, vivía en Bushwick… Solo que ese era su lugar temporal porque en realidad saltaba de casa en casa, sin pagar alquiler y encontrando hueco donde buenamente podía. De hecho, había vivido en casa de la amiga que nos puso en contacto.
Era muy guapo y tenía un cuerpo precioso, a pesar de (o precisamente por) no tener ni un solo músculo. Venía de una familia de Texas y su hermano era igual de guapo e igual de homosexual que él. Nuestra cita no fue tal, sino que me invitó a ir a casa del hermano y sus dos amigos negros para tomar algo. Y, aunque me recordó un poco a mis tiempos de estudiante con el desorden, el olor a tabaco y los muebles de enésima mano, en ese lugar percibí un vestigio de esa hermandad que había leído en las historias del Nueva York de los ochenta, en la época de las casas como Xtravaganza y Ninja y las competiciones de baile a las que Madonna robó el voguing. Cuando esos «personajes sin familia», como decía Carlos, creaban sus propias estructuras emocionales entre la candidez y el delirio, entre la necesidad básica del apoyo en medio de la supervivencia y la laxitud de hábitos. Me parecía que tenía un extra de ternura que, a la hora de crear su nueva familia en Nueva York, Jim hubiese mantenido a su hermano de sangre en el círculo. Mi inminente amante se movía así en el equilibrio entre ser uno de los más suaves y entrañables que he tenido en esta ciudad y pasar a la dispersión inabordable acto seguido.
Las conversaciones con su hermano y sus amigos pasaron del arte contemporáneo y el diseño de moda a la existencia de los extraterrestres. Me gustó la charla porque muchos de lo que para mí eran pilares de la lógica para ellos eran principios ultraconservadores. E, insisto, porque se trataban con un cariño infinito y un punto incorrupto, casi naíf, de lo más refrescante. Después de llevar siete días entre bambalinas fashion (unánimemente reconocidas por todos los corresponsales como el ambiente más hostil para el periodista en la ciudad), aquella escena fue para mí como morir y subir al cielo.
En un momento de la conversación, Jim dijo:
—Espera, que te voy a dar una sorpresa.
Y entonces abrió la trampilla de la terraza y bajamos a un piso que yo no sabía ni que existía y donde tenían una discoteca clandestina que me dejó anonadado, con su barra de striptease, su bola de baile y su cabina de DJ. Se llamaba Spectrum y, en ese momento, estaba cerrada esperando a su próxima sesión cuando fuera posible.
Allí estaba yo, después de escribir sobre los desfiles de Ralph Lauren y Calvin Klein como cierre de la Semana de la Moda, en la otra cara de la moneda. Ya con Daniel había tenido la discusión sobre cómo las alcaldías sucesivas de Rudolph Giuliani y Michael Bloomberg habían convertido a Nueva York en una ciudad mucho más segura, pero también mucho más cara, inaccesible y envarada. Antes de que rompiéramos, Daniel me aconsejó que me diera un paseo por Bushwick para comprobar que, aunque el epicentro se ha desplazado, ese Nueva York salvaje sigue existiendo. Y, sí, ahí estaba ante mis ojos. Artistas que nunca tendrían una recepción como las que organizaba Moisés, pero que sin duda tenían un talento a la espera de que alguien se parara a descubrirlo. Y gente que vestía de una manera que no tenía nada que ver con esas pasarelas que inventaban las tendencias, ni siquiera con esos hípsters uniformados de Brooklyn, sino con el auténtico selfmade con cuatro trapos dados la vuelta con un estilazo absoluto.
Esa noche me quedé a dormir con Jim, al que su hermano cedió la habitación. Por supuesto, él no llevaba calzoncillos. Y, no tan por supuesto, no tuvimos sexo, sino que estuvimos conversando sobre todo y nada. Entonces se me ocurrió que quería hacer un reportaje sobre el voguing en Nueva York, que había sobrevivido al huracán de Madonna y seguía existiendo y evolucionando en los ambientes negros y latinos, organizados en las citadas casas tal y como yo había visto en el documental Paris is burning. Y Jim me hizo de puente para llevar a cabo mis pesquisas.
Un lunes a la una y media de la madrugada me citó en un local en pleno Midtown que se llama La Escuelita y que, una vez a la semana, organiza un concurso del famoso voguing. Invité a Carlos a que nos acompañara y, por supuesto, como negro y latino, no era su primera vez. Ya durante los calentamientos, el ambiente estaba que ardía y yo, que he sido fan de Madonna toda mi vida, hasta me animé a marcarme un baile con alguno. Me dieron un par de consejos para que no hiciera tanto el ridículo, pero me animaron: «Para ser blanco, no lo haces nada mal». El ambiente era muy parecido al de nuestro adorado No Parking pero más estructurado, pues aquella competición era seria: entrevisté al organizador del evento, que se llamaba Luna Khan y había llamado a esa sesión de lunes Vogue Knights. Él estaba bastante enfadado con Madonna por haber sido como una hija descastada, que entró en la familia cuando le interesó y se hizo millonaria con lo que le enseñaron, mientras que él seguía en el lodo underground y sin haberse llevado ningún reconocimiento. Pero desde aquel 1990, cuando Madonna saqueó la escena subterránea de las pistas de baile y la convirtió en éxito mundial, todo había cambiado bastante y sobre la pista lo que vi era simplemente alucinante: una explosión de cultura queer en la que era difícil distinguir qué era hombre o mujer, pues todo era femenino y masculino a la vez. Una técnica de baile sincopada y agresiva, entre la lucha libre, el contorsionismo reptil, los espasmos epilépticos y el rythm and blues. Un público que rugía y no se podía contener casi saltando a la pista en cada competición. «¿No querías underground? Pues ahí lo tienes.» Y más aún que en el No parking, a pesar de los cuerpos espectaculares que pude contemplar y de la sensualidad de algunos movimientos, la tensión sexual no estaba por ninguna parte. Era más un ritual de expresión gamberra, de reafirmación personal (que era la esencia última de la cultura del ball, esas competiciones de baile de los años setenta y ochenta) y de familia elegida muy funcional que llenaba el local de una absoluta libertad sin miedo al ridículo.
Al salir de allí a las tres de la madrugada en estado de shock, me fui a mi apartamento porque tenía que dormir bien y levantarme pronto para trabajar. Jim cogió el metro y fue a su no-casa. Me quedé un rato con Carlos y le pregunté:
—¿Te ha caído bien este chico?
—Sí. Deberías darle una oportunidad y no cansarte de él como te pasa con todos —me dijo.
Y tenía razón, porque ya llevaba los suficientes meses en la ciudad como para seguir tomándomelo todo a guasa y, además, Jim me había parecido una persona de verdad.
Sin embargo, esta vez fue él quien desapareció sin motivo aparente. Al cabo de los meses me enteré de que ese antiguo proyecto del que me había hablado vagamente (irse a Barcelona) se había hecho realidad. Mi amiga me dijo que, después de aquella noche, Jim le había escrito diciendo que conmigo «le entraban ganas de ser un buen chico». Y yo creo que no lo tenía que intentar: lo era. Nos añadimos a Facebook, me puso en contacto con su hermano para que me tuviera al día de la escena más alternativa —él me ayudó a completar el reportaje y me puso en contacto con un exbailarín de Madonna— y siempre se dirige a mí con auténtico cariño virtual, pero nunca más hemos vuelto a vernos.
Creo, de cualquier manera, que conocer a Jim me quitó la nostalgia de un Nueva York más golfo y torero, pues si bien tiene un grado de autenticidad que luego la ciudad ha ido borrando o barriendo hacia los márgenes de Brooklyn, Queens y El Bronx, yo ya no estoy para esos trotes: a mis treinta años y viniendo de una familia conservadora española, necesito una cama caliente y una ventana que cierre bien durante el invierno, que aquí es morrocotudo. Y calzoncillos, por favor.