En mayo por fin llegó la primavera, que duró tres semanas, y en junio ya estábamos achicharrados de calor. Fue entonces cuando conocí a Louis por Grindr, que después de todas las innumerables opciones que he aprendido que existen en esta ciudad, es un método casi de la vieja escuela, incluso conservador. Alto, pelo canoso, francés, trabajando en esa burbuja que algún día explotará que son las asociaciones sin ánimo de lucro… y bastante guapete. Quedamos en Bryant Park, nos tomamos una cerveza en los alrededores y, pese a que me costaba entenderle un montón con su acento francés (y eso que llevaba en Nueva York diez años y era ciudadano estadounidense), fue una de esas citas en las que uno se da cuenta de que el entendimiento a otros niveles es inmediato. Antes de ir a cenar, al acabar la cerveza, ya me cogió la mano.
Louis tenía el mérito de provenir del mundo de las finanzas y haberlo parado todo para estudiar y reconducir su carrera hacia un motivo más social. No nos vamos a engañar: la jugada le había salido fatal y, a sus cuarenta y tres años, había tenido que cambiar su apartamento individual en el Midtown por un piso compartido en Harlem. Llevaba el descenso de poder adquisitivo y de confort con mucho savoir faire, que para eso venía de donde venía, pero tenía el problema de que todos sus amigos se habían quedado en esa escala del triunfador y su consiguiente espiral de gasto, por lo que, aunque en verano podía ir a sus casas —y el verano estaba a la vuelta de la esquina—, tenía verdaderos problemas para mantener sus amistades sin arruinar su cuenta corriente o vivir bajo el paraguas de la compasión.
Louis tenía la sana costumbre de enviarme un mensaje todos los días para decirme bonjour! y, aunque tampoco me emocionaban, poco a poco me fueron haciendo más ilusión. ¿Empezaba a endurecerme en Nueva York? ¿O empezaba a entender que no me apetecía pareja en ese momento de mi vida? Louis era todo un caballero que me iba a recoger al Lincoln Center después de ver una sesión del American Ballet con Carlos. Y reconozco que cuando me despedía de Carlos para quedarme con Louis, tenía dudas de si me apetecía más una cena romántica o una sesión de despelleje y risas amistosas. Quizá me había tomado demasiado en serio eso que decía un amigo de Carlos: «En el mundo del dating en Nueva York uno tiene que tener piel de cocodrilo», y me había hecho más implacable que los propios neoyorquinos, desterrando los sentimientos al cajón de las vulnerabilidades estériles. Pero si los neoyorquinos de pro hacen eso en pos del éxito profesional, ¿en pos de qué lo estaba haciendo yo si estaba igual, de freelance cochambroso, que cuando llegué? Me estaba quedando con lo peor de los dos mundos: la emotividad yanqui y el sueldo español. Vaya combinación.
Louis aseguraba que era un maestro en la cocina pero nunca conseguía cuadrarlo todo para organizar la cena en su casa, supongo que con el eterno problema de la compañera de piso, así que fui yo el que lo invitó a la mía, con Laurie incluida, que era muy llevadera para las visitas y enseguida entendía cuándo tenía que desaparecer. Cuando llegó a casa y vio que hacía tanto calor, en plan machoman nos instaló el aire acondicionado, y Laurie y yo nos quedamos encantados. Mi comida le gustó pero tampoco fue muy entusiasta y nos fuimos a la cama, donde tuvimos muy buen sexo. Eso ya lo supimos ambos desde el momento en que él me tomó la mano en la cervecería cerca de Bryant Park y sentimos la energía que desprendíamos al tocarnos.
Mantuvimos nuestra cita semanal con un ligero desgaste de mi resistencia a entregarme, por lo que todo iba bien, pero el verano ya estaba allí y hacía muchos meses Carlos, Tomás y yo habíamos reservado una habitación tan minúscula como carísima en un hotel en Fire Island.
Carlos llevaba hablándome de ese lugar desde casi nuestros primeros encuentros, y yo había tardado más de un año en vencer mis prejuicios respecto a una isla tomada por los homosexuales y con unos precios tan elevados basándose en el erróneo supuesto de que los gais disponemos de más dinero para gastar porque no tenemos gastos familiares. Pero bueno, como me iba haciendo más desprejuiciado y, sobre todo, más golfo por momentos, había sucumbido. También porque empezaba a ser consciente de que, en general, en Estados Unidos los hoteles son carísimos sin motivo aparente. Total, que decidí apuntarme, una vez más llevado por la curiosidad y el concepto.
Un jueves de julio, el mismo día que desapareció el avión de Malaysia Airlines, tomamos el tren, el bus y el bote que son necesarios para llegar a la finísima tira de arena situada frente a la costa de Long Island y que, por su peculiaridad geográfica, no tiene carreteras ni coches, sino pasarelas de madera para recorrer a pie o, como mucho, en un carrito de golf. Cuando llegamos al hotel, la habitación que nos había costado 1.000 dólares por tres días era casi como un departamento del tren nocturno de Zaragoza a Gijón, y tuve que hacer un monólogo de protesta que juré que sería mi única queja en todo el fin de semana.
—Nos toman por gilipollas y encima nosotros les damos la razón porque aquí estamos —concluí. Respiré hondo y ya me relajé.
Carlos me dijo que seguro que alguno de los tres pasaba la noche en alguna de las sofisticadísimas casas habitadas por hombres millonarios de la ciudad y que, de hecho, tenía todas las esperanzas en mí para conseguirlo. Bueno, eso habría que verlo.
A partir de ahí, no obstante, no tuve que hacer mucho esfuerzo para reprimir mi negatividad porque simplemente se esfumó. La playa era maravillosa, las casas y los paseos por las pasarelas de madera, como una fantasía conceptual hecha realidad, y el ambiente, como una reconstrucción fiel del hedonismo que uno imagina en los años setenta, antes de la aparición del sida. Hay que reconocer que, como colectivo, somos muy poco problemáticos si hay disfrute de por medio, y esa isla está concebida para el placer hasta un extremo que la hace parecer casi una parodia. En el momento en que visité ese supermercado de Pines (la zona rica, nosotros estábamos en Cherry Grove) y en sus pasillos solo había hombres guapísimos con cuerpos esculturales, algunos de ellos sin camiseta, comprando leche de almendras, verduras orgánicas y filetes de atún rojo, entré en un estado hipnótico que no desapareció hasta que nos montamos en el tren de vuelta el domingo por la noche.
En la playa, buenas olas, como me gustan a mí, y cuerpos desnudos, como también me gustan, pero bajo los códigos amistosos de quien sabe que hay que reservarse para la noche, especialmente para la noche del viernes, cuando se celebraba en nuestro hotel la Underwear Party (fiesta en ropa interior). Y, rizando el rizo, justo ese fin de semana se celebraba el torneo de vóley-playa gay del estado de Nueva York, con su consiguiente desfile de musculaturas en movimiento. ¿Hola?
El experimento sociológico de estar en una isla únicamente con homosexuales, con sus códigos, sus prioridades y sin ningún tipo de cortapisas, me provocó un sentimiento de euforia y liberación totales, no tanto porque aquello fuera Sodoma y Gomorra, sino más bien por lo contrario: por esa absoluta placidez, ese intercambio de miradas no vinculantes, ese exhibicionismo y voyerismo reencontrados y retroalimentados. Me parecía todo maravilloso y divertidísimo, y, con esos mimbres, llegada la famosa fiesta de la ropa interior emanaba una energía que me hizo llevarme de calle a todo el que quise, algo que nunca me había sucedido.
—Eres como todas, una loca temeraria —me dijo Carlos, al que notaba que me miraba con el rabillo del ojo entre la risa y la fascinación mientras tampoco dejaba títere con cabeza entre ese público suyo de los «bajitos, morruditos y peluditos».
Al día siguiente, caminando por la isla me encontré a Moisés, el relaciones públicas de los artistas latinoamericanos, y me dijo que esa misma tarde había una gala de ballet en una plataforma sobre el mar con el bailarín brasileño Marcelo Gomes como estrella invitada. Intenté que me diera dos entradas, porque a Carlos le hubiese encantado, pero al final no pudo ser y solo me dio una. Así, al atardecer me puse un poco más elegante dentro del look playero y, mientras Carlos y Tomás se quedaban en el Low Tea para tomarse la copa de antes de cenar, yo me fui al postureo del mecenazgo artístico en Fire Island, que aquello no tenía desperdicio y era el paraíso de los boytoys. Antes de que empezara la gala, fuimos a una casa de un señor bastante mayor y bastante feo que tenía un marido guapísimo con el que parecían haber tenido una bronca reciente sin superar, y otro chico repeinado, muy bronceado y muy delgadito con amplia sonrisa me dijo:
—¿No nos conocemos? Soy Luis.
No me sentí especialmente cómodo en ese salón cocina donde estábamos todos sentados con las piernas cruzadas hablando de no sé muy bien qué, como si fuera a pasar Annie Leibovitz a hacer unas fotos para Vanity Fair. Pero enseguida llegó el minuto de irse a ver el espectáculo, que estuvo francamente bien, especialmente el fragmento de Romeo y Julieta. Moisés insistió en que fuéramos a cenar después del espectáculo, que a lo mejor venía Marcelo Gomes, y ahí fue donde dije que no podía dejar a mis amigos solos por lo que, tras consultarlo, decidieron que invitaban a Tomás y a Carlos y que la cena sería en casa de Luis.
Marcelo Gomes, por supuesto, nunca apareció y todo resultó ser una estrategia de Luis, que se había encaprichado conmigo y quería cazarme. Nos sacó todo lo que tenía en la nevera (que no era poco), bebimos ampliamente, bailamos salvajemente y, al final, Tomás y Carlos se volvieron caminando al hotel (previo paso por el bosque que une Pines con Cherry Grove y que es un lugar de cruising a la vieja usanza), y yo me quedé, tal como Carlos había vaticinado, en la casa de Luis, que intentó tener sexo conmigo pero yo estaba esa noche de nones.
A la mañana siguiente salí apresurada pero educadamente de su casa, volví caminando por el bosque, esta vez sin escarceos sino con algún ciervo, justo a tiempo para dejar la habitación del hotel y aprovechar un rato en la playa antes de tomar el ferri de vuelta. A la hora de comer, mientras nos tomábamos un bocadillo los tres en la playa, apareció Luis.
—¡Qué casualidad! —exclamé.
—No tanta —dijo él.
Y así me dio su teléfono y me dijo que a ver si nos veíamos esa misma semana en Manhattan.
Quedamos a cenar y ya fuimos conociéndonos un poco mejor. Él era medio de Salamanca medio de Ohio, mezcla que me pareció de lo más cómica, por lo que hablaba un inglés casi más perfecto que su español. No es que cometiera errores gramaticales en castellano, sino que tenía un acento pijo estilo la familia Iglesias que era muy fuerte y hablaba como si solo se hubiese relacionado con abuelas del franquismo. Me llamaba Simoncín y me cogía del moflete. Pero, también relacionado con eso, tenía algo que yo, después de un año en Nueva York y ya con estos pelos, solo podía admirar profundamente: una inocencia y una fe en el ser humano absolutamente inmaculadas.
Cuando me dijo que llevaba ocho años viviendo en la ciudad y alquilando una casa en Fire Island del 15 de mayo al 15 de octubre, no podía entender cómo la experiencia no había hecho mella en esa candidez. Y cuando al día siguiente me dejó durmiendo en su maravillosa casa de dos pisos en Hell’s Kitchen, con terraza y jardinero, no pude entender cómo, además de no haber sido violada su inocencia, no había sido expoliado por dejar a la primera de cambio su casa con un desconocido dentro. Esa casa que, como él mismo decía, tenía un salón que parecía trasladado en una burbuja desde Castilla.
—Es Little Salamanca —decía él, y me trataba con un cariño y un amor al que no me quedó otro remedio que corresponder en la medida de mis posibilidades.
Trabajaba en el mercado de materias primas en la sección de azúcar, y en su manera de ser había algo que parecía vivir en la importancia de esas cosas que en el mundo real a nadie se le ocurre que suceden o que pueden mover cantidades de dinero tan grandes. Enseguida detecté que él había visto en mí ese conservadurismo residual que me venía de España, ese candor que pese a todo sobrevivía bajo mi piel de cocodrilo y que él, hipersensible dentro de su tendencia a la simplificación emocional del cuento de hadas, caló en mi dicotomía entre el hogar de valores puros y el desmadre absoluto. La clase sin término medio aplicada al amor.
Pero ¿y Louis? De repente, no tenía uno sino dos novios, para más inri con el mismo nombre, y no sabía muy bien qué hacer, porque además se acercaba mi cumpleaños y no podía invitarlos a los dos. Entonces, Tomás, adicto a la jerga emocional de la ciudad, me habló del benching. Es decir, dejar a tus amantes en el banquillo mientras estás intentando suerte con la última adquisición.
Justo en ese verano, además, estaba a tope de trabajo porque me tocó cubrir las negociaciones de Argentina con los fondos buitre para el pago de la deuda soberana, un rollo total que implicaba muchas horas de espera en las que yo amenicé a todos los periodistas argentinos haciéndoles partícipes de mi dilema.
El magnetismo que Luis tenía sobre mí (más allá de que podría haberme retirado y solucionar mi vida para siempre con alguien que me quería bien, que era alto, guapo y muy bien educado) residía en su bondad. Pero una bondad que me paralizaba sexualmente ante el miedo de romper lo que consideraba una especie en extinción. Yo le daba lo mejor de mí en términos objetivos: es decir, mi capacidad para crear un hogar afectivo cuando llegara a casa, hacerle una buena cena. Él me adoptó de manera un poco ruborizante para mí, porque le parecía que vestía como un dejado (él iba siempre como un pincel y olía a rosas) y, aunque él asumía con toda la naturalidad que en nuestra relación él era el que ponía el dinero y yo el que ponía el salero, lo hacía sin humillarme. Él lo tenía todo tan claro que a mí me daba vergüenza dudar. Lo llevaba a mis sitios cutres, le canté sin mucha afinación en el Marie’s Crisis y lo paseé por el No Parking, a ver si era consciente de nuestras diferencias, pero él parecía sobrevivir a todo.
El día de mi cumpleaños, aunque me regaló una lata de foie gras, que sabía que me encantaba, se fue, como todos los fines de semana del verano, a Fire Island y dejó que celebrara por mi cuenta, abriendo vía libre para que su homónimo francés fuera el novio oficial en mi treinta y un cumpleaños. Para acabar de complicar las cosas, Louis asumió el rol de coanfitrión de mi fiesta y apareció en mi casa una hora antes de que todo estuviera listo. Había invitado a cincuenta personas pensando que era verano y casi nadie estaría en la ciudad, pero cuando puse la palabra mágica en la invitación, «Croquetas», confirmaron cuarenta y siete. Así que llegar pronto implicaba verme en mi peor versión, achicharrado después de tres horas friendo en pleno julio unas croquetas que me habían llevado tres días de trabajo. Menos mal que el propio Louis me había instalado el aire acondicionado días antes.
Comenzaron a llegar los invitados y él se presentó a todo el mundo como mi pareja, cuando muchos de ellos eran conscientes de mi juego a dos bandas, y yo decidí darme al alcohol, a marcarme un par de coreografías de Madonna de los ochenta que me sabía de memoria y a dejar que la vida siguiera su curso. Los periodistas argentinos me hicieron inconscientemente el favor de quedarse hasta las mil y monas —además de, uno de ellos, seducir a Laurie— y una amiga mía estaba de visita, así que me dio la excusa para evitar que Louis se quedara a dormir, aunque el hombre, con toda la razón, insistió repetidas veces.
—Pobre Louis. Lo has invitado a una fiesta y se ha pasado toda la noche intentando saber cuál era su rol en tu vida —me dijo Carlos, siempre con la frase adecuada en el momento adecuado.
Y ahí concluí que, a mis recién estrenados treinta y un años, había alcanzado el pico de mi inmadurez.
Esa misma semana dejé a Louis y me fui a Fire Island con Luis para ver qué tal nos iba mano a mano, porque hasta entonces no había conseguido desbloquear mi sexo con él, y mira que él lo intentaba cada noche que dormíamos juntos. Cuando llegué, me recibió con su mejor sonrisa y una cena con amigos, y los dos días siguientes me contemplaba cada segundo con una devoción que empezó a hacerme sentir atrapado en la vida que pensaba que quería pero que claramente me estaba gritando que huyera. Cada vez que entraba al mar notaba incluso buceando su mirada sobre mí. Cada vez que contaba algo de su familia, decía: «Mi tía, que está deseando conocerte». Nadando en su piscina tuve claramente la imagen de que él era Norma Desmond y yo William Holden, que la fatalidad estaba escrita en el guion. Sentí que esa casa perfecta, con esa playa perfecta y ese novio perfecto sumaban el que en realidad estaba siendo el fin de semana más aburrido y asfixiante de mi vida. Con lo bien que me lo había pasado hacía dos semanas en ese mismo escenario con mis amigos y con Luis como corolario anecdótico, ahora me veía atrapado en una rutina que me resultaba violentamente ajena. El complejo de pobre o la certeza de saber que mis sentimientos no iban acorde a ese look de pareja de revista hicieron su aparición. En consecuencia, empecé a cocinar de manera casi compulsiva, lo que solo empeoró las cosas, pues Luis se engatusaba más a cada bocado, mientras el sexo siguió sin despegar en nuestras noches piel con piel.
A la vuelta en el tren, después de hacer una sopa fría de calabaza, un atún con sésamo y soja, un solomillo de cerdo con manzana y un hojaldre con berenjenas, quedé con Luis y le dije que había estado dándome tiempo para encenderme pero consideraba que si ya no había sucedido es que no iba a suceder. Se le empañaron los ojos y me dijo que aceptaba, pero que estaría allí para lo que quisiera. No insistió y fue, como siempre, un caballero.
Solo el 28 de octubre me mandó un SMS para felicitarme san Simón. Otro borrón, otra cuenta nueva. Y otra vez, la ruptura acelerada como el menor de los males. Vaya semana más horrible teniéndolo todo en mis manos para ser feliz de dos maneras distintas. Menos mal que, como si lo hubieran previsto todo, en ese momento de total descentre, vinieron por fin a visitarme por primera vez las personas que mejor me podían sentar en ese trance: mis padres.