MAMÁ

Después de que los periodistas argentinos me aclamaran como su héroe por mi dudosa gesta, de que Tomás me dijera con sinceridad: «Yo creo que no duraba contigo de novio ni dos días» y de que Carlos me citara a José Saramago cuando decía que «la felicidad es personal», agradecí que mis padres se preocuparan más por si comía bien o si la casa en la que vivía estaba bien equipada que por mi estado sentimental.

Cuando uno vive en Nueva York proyecta hacia el exterior casi automáticamente un modelo de éxito, pero los padres son esos visitantes que, como si fueran los niños de El traje nuevo del emperador, no quedan impresionados por nada más que unas necesidades básicas bien cubiertas, algo que en Nueva York, aunque parezca mentira, no es tan fácil.

Pese a mi miedo a que dijeran: «¿Nos has cambiado por esto?», tanto mi padre como mi madre reaccionaron de manera totalmente positiva a todo. Mi padre se puso a arreglar las cosas que no funcionaban, a sellar las grietas entre la encimera de la cocina y la pared, a fijar las patas de la mesa y, de manera que yo entendí como simbólica, a quitar el aire acondicionado que había instalado Louis. Mi madre, además de traer sin declarar una garrafa de cinco litros de aceite de oliva a escondidas de mi padre, enseguida encontró el aceite de girasol que no había manera de localizar en Nueva York en un supermercado polaco en el que entramos cuando los llevé a ver Greenpoint. Además, se entendía sin saber inglés con todos los vendedores de frutas y verduras. Pese a mis dudas sobre mi propia felicidad, ellos dijeron que me veían más guapo y más joven, que se me veía satisfecho y que les gustaba mucho el barrio donde vivía. Ya habían estado en Nueva York, pero mi madre me confesó que, para ella, era impresionante cuán rápida iba la vida, porque nunca pensó que acabaría visitando dos veces esta ciudad y, menos aún, para estar con un hijo suyo.

Conocieron a todos mis amigos, a Laurie (que no puso problemas al campamento base que instalamos en el salón), y se entendieron especialmente bien con Carlos, que, enredador como es él, hablaba de sus aventuras sexuales con personas religiosas (como mis padres) y no se le ocurrió otra cosa que relatar cómo una vez, en pleno coito, un hombre empezó a rezar para vencer la tentación a la que ya había sucumbido. Mis padres se mondaban de la risa, y yo me di cuenta de que estaban mucho más preparados de lo que yo pensaba para entender mi modo de vida, que nunca es que se lo hubiera ocultado, pero en esta ciudad se había hecho notablemente más divergente de lo que ellos me habían enseñado, aunque tampoco era necesario que les diera detalles.

Ni un reproche ni una queja. Se notaba que habían hecho un pacto de disfrutar el tiempo que pasáramos juntos, para darme apoyo en esta etapa de mi vida en solitario y en la lejanía. Sin la tranquilidad moral de estar a cinco horas en coche de su casa, como cuando vivía en Madrid, y con una sola llamada a la semana para solventar mis dudas y mis miedos. También me pareció bonito que, dado que no pasaban por su mejor momento económico, asumieran con deportividad que, por primera vez, era yo el que los invitaba a ellos y no al revés. El ciclo de la vida, que se hace más complicado en el mundo globalizado y en la España de la crisis, porque la familia unida es no tanto una utopía sentimental como geográfica.

Profesionalmente coincidió con que yo estaba bastante motivado, ahora sí, con la cobertura del cese de pagos de Argentina. Como buen cinéfilo, entrar en un tribunal estadounidense y darme cuenta de que lo que se ve en las películas existe (con esos jueces ancianos y muy vehementes llevados a la enésima potencia en la figura del ya legendario Thomas Griesa) daba cierto morbo. No había jurado popular en ese caso, así que a la prensa nos sentaban en las sillas más cercanas al juez, justo detrás de la mítica retratista que compensa la prohibición de sacar fotografías dentro de la audiencia (donde tampoco se puede grabar sonido, así que toca afinar el oído). Como periodista acostumbrado a la cultura, abrir la portada del periódico de turno con tu artículo sobre un tema que jamás pensaste que dominarías también era un orgullo para mí. Y en los periodistas argentinos, a base de esperas, de descifrar mensajes complicadísimos y ser ninguneados por esos abogados-buitre, encontré un círculo amistoso (¡y heterosexual!) muy satisfactorio.

Mis padres me reencontraron «más hombre» en el campo laboral y yo los encontré a ellos más admirables que nunca en el campo humano. Cuando les presenté a mis amigos en una cervecería y salimos juntos a pasear por la calle, mis padres se cogieron de la mano disparando los comentarios de todos, y entonces me di cuenta de que venía de un entorno y una formación sentimental privilegiada, y de que quizá, en esta ciudad de locos, ese había sido el secreto de mi don y mi látigo para la escena gay neoyorquina. Porque llevaba en mí una especie de «sentimiento familiar portátil» que es, justamente, de lo que adolece la mayoría de los individuos de los cinco condados de la ciudad, marcada por la individualidad, la economía afectiva y la no escucha. Y si bien en el entorno amistoso era una baza ganadora, lo que convertía todas mis fiestas y mis planes en éxitos casi asegurados (no solo por la palabra mágica «croquetas», sino en planes como Acción de Gracias, fines de semana en la montaña y salidas a ver museos, al cine y al teatro), en las cuestiones del corazón tenía más contrapartidas.

Desde Adam hasta Luis, pasando incluso por Fred, llegué yo con mi sonrisa, mi corazón y mis orejas abiertas de par en par, y al encontrarme con tantas necesidades afectivas desatendidas, me entregaba sin darme tiempo a escuchar lo que yo tenía que decir o lo que mi corazón tenía que sentir o dejar de sentir. Y ese artefacto afectivo, el wedding material que había descrito Carlos, se convertía en un arma amatoria más potente que el más grande de los penes en la ciudad del roto y el descosido emocionales.

Una vez subió a mi casa y a mi cama un hindú que conocí por Internet y que a los diez minutos me dijo: «Eres un hombre con un corazón de cien años». Y lo mismo pasó con ese iraní de diecinueve que, cuando todavía no habíamos acabado de echar el primer polvo, ya me estaba diciendo que no quería correrse si no le prometía que nos veríamos una segunda vez.

Así, cuando mis padres me preguntaron, ya a punto de terminar su estancia, que cómo me iba en los amores, les confesé que muy bien en términos de cantidad, pero que al final me cansaba enseguida de todo el mundo y que estaba un poco desconcertado al respecto. Mi madre me contestó:

—Hijo, hay que ver mucho ganado para encontrar un buen carnero.

Qué cosas, había seguido ese consejo casi hasta el paroxismo. Y lo cierto es que si bien nunca tuve culpa con lo que para muchos es el elemento más polémico, el del sexo por el sexo, sí me pesaba el despelote sentimental que había ido causando a mi alrededor con esas buenas intenciones que resultaban ser un caramelo envenenado.

En la última cena antes de irse, aunque fuera delante de Carlos —que enseguida se sumó a todos los planes familiares porque se sintió totalmente aceptado—, mi madre sintió la necesidad de decir:

—Simón, hijo mío. No puedes volver a España. Nosotros te hemos educado en los mejores valores que tenemos, pero —insistió— la vida va muy deprisa y nos damos cuenta de que nuestro modelo no sirve para ti. Aquí te vemos feliz, en tu salsa. Así que lo que tienes que hacer es casarte con Carlos, porque él quiere tu pasaporte y tú el suyo, y trabajar para Hillary Clinton.

Y se quedó tan ancha.

Al despedirlos en el aeropuerto, por primera vez desde que me mudé, lloré no de emoción como cuando Edie Windsor, sino de desgarro por entender que, aun en su delirio de matrimonios por conveniencia y trabajos en política, mi madre estaba en lo cierto y acababa de certificar lo que yo no me atrevía a formular: que Nueva York era ya mi casa y no había vuelta atrás. Y que había llegado el momento de rasgar la piel de cocodrilo.