No sé si por el mal karma de haber dejado la barra o por el efecto que tuvieron sobre mí las palabras de la dominicana, aquel invierno, con lo que a mí me gustan las bajas temperaturas, todo se complicó bastante. Si bien al llegar a la ciudad había tenido mucha suerte por encontrar un piso pequeño, lejano, pero bonito y barato, antes de las Navidades Laurie, con la que había iniciado una serie de conversaciones sobre el hastío and the city, me anunció que, al hilo de lo conversado, había decidido que se volvía a Carolina del Sur.
Me lo dijo de un día para otro y con un tono quirúrgico, enfriando drásticamente una relación que, si bien no había sido de amistad profunda, sí había tenido un notable calor humano. Como ella era la dueña del contrato y la amiga del casero, desaparecían las buenas condiciones de precio y tocaba ahuecar el ala. Si me quería quedar allí, tenía que pagar por la misma habitación en la que estaba 300 dólares más. Por supuesto, asumí que se había acabado mi etapa en esa casa. Qué pena, ahora que tenía a Oscar de vecino amigo.
Comenzó la búsqueda, que en Nueva York es casi peor que encontrar novio o trabajo. Aval, historial crediticio, jornadas de puertas abiertas en las que todos los candidatos llegan con los dientes blanqueados y un dosier de méritos. En esas fechas poco probables para la mudanza, no hubo manera de que ningún amigo de un amigo dejara su habitación libre y pudiese entrar yo como inquilino y con buenas referencias de mis compañeros de piso. Pero al final encontré un piso en Jackson Heights (en Queens) con, eso sí, lo que quería a toda costa después de mi experiencia con la chica de Carolina del Sur: un hombre calvo que no llenara todo de pelos.
La habitación era un poco más grande que la de Brooklyn (también un poco más cara, y eso que el barrio era peor), pero seguía dentro de lo razonable. Y pude llevarme mi colchón de gomaespuma que había marcado mi decisión de echar raíces en la ciudad, aunque esta involución no ayudara demasiado y mi estado de ánimo, justo después de hacerme con ese símbolo del compromiso con Nueva York, había empezado a darse la vuelta. Quedaba por ver cuánto tardaría en coger confianza con mi roomie para poder hacer algún sarao en casa, con lo que a mí me gustaba, y así desempolvar ese sentimiento novedoso que se extinguía en mi día a día, rutinario aun en su caos. Y, en ese sentido, el cambio de barrio fue, para bien y para mal, un choque cultural.
Pronto empecé a descubrir que a Brooklyn, para lo lejos que está, llegan intactas muchas de las tonterías (y los precios) de Manhattan, mientras que en mi nuevo barrio, en términos de fruterías, carnicerías y pescaderías, la diferencia era más que notable. Vamos, que era un barrio más pobre pero más humano. Con más latinos y menos hípsters, con menos fotogenia pero más sabor. Sin restaurantes orgánicos con un exquisito gusto en la decoración, pero con más tascas, asadores y casas de comidas. Incluso con una pequeña zona de ambiente gay que, aunque nunca acababa de despegar, arreglaba la típica noche en la que uno quería salir con moderación y volverse a casa sin complicaciones. Encendí el Grindr y me pareció todo un poema, pero repetí la estrategia de los consejos más útiles de la zona y, además, esta vez directamente en español y con mucho papi de por medio.
Pese a mi modesta vida anterior, tuve bastante sensación de que perdía glamur y me decepcioné a mí mismo, con mis odas al Nueva York de los perdedores, sintiéndome un poco esnob en un barrio notablemente más obrero que mi espejismo humilde de Brooklyn. La otra casa tenía una chimenea y ventiladores de techo, pero esta, aunque era más funcional, también era bastante más ramplona. Tendría que trabajar en darle un poco de luz, limpiar bien los cristales y poner mis fotos o carteles en la pared. Ni Warhols ni grabados de Goya. Y darme cuenta de que la frialdad final de Laurie sería la relación constante con mi compañero calvo. Un hola y un adiós.
Pensé que mi suerte cambiaba cuando, después de comer en un restaurante exquisito con Jesús, mi buen amigo hetero, en la zona de los grandes japoneses de Nueva York a precios no tan grandes (el East Village), subí hacia la zona de Flatiron dando un paseo para tomar allí mi tren y enchufé el Grindr. Entonces me escribió un hombre con cuerpo correcto (la foto era un torso sin más) y muy buena conversación que, aunque no se le veía la cara, tenía mucho salero y un toque decadente que me gustaba. Cuando después de media hora hablando le pedí que me mandara una foto, no pude evitar escribirle:
—¡Anda! Si te pareces a un cantante muy famoso.
—Me lo dicen muchas veces.
Pero se parecía tanto que le lancé un par de guiños a las letras de algunas de sus canciones y veía que no se le escapaba ni uno. Además, yo sabía que había puesto música a una obra de teatro que estaban representando en Brooklyn y le dije que «no me atrevía a verla porque creía que el nivel de inglés sería muy alto para mí». Él, claro, me dijo:
—Lo más importante es la música.
Yo estaba ya tan intrigado que sacaba temas muy poco sexis. Así que, llegado un punto, me dijo:
—¿No estás ni un poquito cachondo o qué?
—Todo lo cachondo que me puede poner tomar ahora el metro a Queens. Estoy muy cansado, otro día hablamos. Por un momento he pensado que eras ese cantante.
—A veces pasa.
Me fui a dormir, aunque antes de cerrar los ojos, busqué en Internet fotos del cantante en cuestión sin camiseta y las comparé con su foto de perfil en Grindr. Lo que vi no me despejó las dudas, porque no era ni tan distinto como para descartarlo ni tan igual como para confirmarlo. La era del Photoshop es lo que tiene.
Al día siguiente volvimos a hablar, pero él era el que no estaba especialmente receptivo. Yo, que ya no podía con mi curiosidad, le insistí con un fácil: «No seré muy invasivo, solo algo rápido», y, al final, me dio su dirección, que era nada menos que Gramercy Park, el parque privado más bonito de Nueva York, lo cual era como la última pista antes de abrirse la puerta.
Cuando ya estaba de camino, le escribí por el Grindr: «A 2 minutos. Me llamo Simón, por cierto». Él me contestó con el nombre del cantante y a continuación un: «O eso dicen».
Cuando abrió la puerta, efectivamente, comprobé que era él. Ese día se celebraban las elecciones del nuevo alcalde, que sería Bill de Blasio, y él estaba siguiendo las votaciones por la televisión en una casa, la verdad, descorazonadoramente pequeña (y bastante sucia) para el renombre de la figura en cuestión, lo cual me deprimió bastante y me hizo preguntarme: «Si él, que gana una millonada, tiene este cuchitril, por muy bien ubicado que esté, ¿cuánto ganaban Gene o Luis?». Y me acordé de ese reportaje de Forbes que decía que en Estados Unidos las grandes fortunas eran más anónimas de lo que cabría imaginarse.
Me había dicho a mí mismo antes de entrar en esa casa: «Actúa con naturalidad, Simón, no te pongas en plan fan», pero lo cierto es que él parecía no estar interesado en hablar de otra cosa que no fuera su gloria como artista, así que después de varios minutos en silencio (en los que me dio tiempo a observar una casa barroca total, con un oso disecado, dos pianos, varias alfombras, un traje de torero y una cama con sábanas negras sobre la que «yacía» un cuenco con cereales), le dije que lo había visto en concierto en Madrid y que me había gustado mucho. Y allí empezamos a besarnos.
Él, como buen divo, iba en bata, así que pronto empecé a deslizar mis manos por entre los rasos y a tocar esa carne que, al margen de su celebridad, era más atractiva de lo que había pensado. Nos tiramos a esas alfombras que parecían más seguras que las sábanas negras, y ante la mirada del oso, del torero y de los dos pianos, ejecutamos. No fue, desde luego, la mejor sesión de sexo que he tenido, pero sí la más vendible como historia, y fue cuando sucedió esto cuando mis amigos heteros me dijeron:
—Simón, tienes que escribir un libro con todas tus experiencias.
Carlos y Tomás nunca se enteraron. En esa época yo estaba más calladito, por si acaso a Carlos le daba por sentir algo hacia mí y mis escarceos sexuales le hacían desestimar la idea (algo que a mí no me pasaba en el sentido inverso, pues seguía sintiendo que me quería y que tenía que darse cuenta), amén de que tanto Carlos como Tomás podían escribir su propio libro solo con sus experiencias, porque al final todos podríamos escribir un libro sobre la ciudad en su extraordinaria vida ordinaria. El de Carlos sería sin duda el más fuerte, con esa dinámica de Harlem y El Bronx que está fuera de los límites de lo verosímil, y el de Tomás, el más sofisticado y representativo del mundo del ejecutivo americano, al final más aburrido bajo mi punto de vista. En esto sí que yo era la clase media.
El caso es que en esa época en la que apenas comentaba si me tiraba a unos o a otros y escuchaba con resignación el entusiasmo de Carlos hacia su chico español, cuando quedamos para nuestra «cita con la vida», si bien los análisis del VIH salieron negativos, a las dos semanas me llegó una llamadita del laboratorio para decirme que habían salido positivas las pruebas de la gonorrea. La madre que me parió. Y, pese a todo, mi reacción natural fue contárselo al que era, también pese a todo, mi mejor amigo en la ciudad.
—Si fuera una gripe, no estaríamos hablando de esto. Es difícil quitarse 2015 años de peso cultural, pero una enfermedad de transmisión sexual es igual que cualquier otra —dijo Carlos.
De acuerdo, pero yo sentí que tenía que volver al pole dance a poner en orden mi vida. Con la inyección correspondiente y el tratamiento posterior me fui de escapada rápida a España, otra vez, para pasar las Navidades. Aunque no tenía claro si había sido él o algún sexo oral gimnástico, le escribí a nuestro querido cantante y le informé de la buena nueva, para que se lo hiciera mirar. No me contestó, aunque al cabo de los meses me preguntó: «¿Te gustan los grupos?». Y no, no estaba hablando de música.