RAMI

El viaje a España me dejó el corazón más cálido pero la cuenta corriente tiritando, así que en la época más complicada de mi vida en Nueva York hasta la fecha —o al menos, la que me estaba dejando un regusto más miserable— me tocó dedicarme a escribir sobre el sector más adinerado de la ciudad: el de Wall Street. Estábamos ya en 2015, el precio del petróleo estaba por los suelos, el dólar disparado (y de ahí también mi miseria, con lo que perdía en el cambio), con Grecia en particular y Europa en general al borde del colapso. Así que, pese a mis reticencias ideológicas y con el caso de Argentina totalmente encallado, me tocó lanzarme a la piscina del tío Gilito.

Allí, además de llevar el traje a la tintorería como rutina, aprendí a derribar varios mitos sobre la complejidad y la capacidad de análisis de los inversores (por lo que pude ver, bastante impulsivos y con un comportamiento muy borreguil), por no hablar del neoliberalismo, totalmente enganchado a las ayudas públicas de la Reserva Federal. Y, lo más inesperado y en parte un poco doloroso por ver lo separada que está la esencia de las personas de la ética de su profesión (a veces me incluyo), fue allí donde conocí a algunas de las personas más nobles y generosas de mi repertorio neoyorquino. Además, en esa época cambié mis gimnasios de la 23 y la 56 por el de South Ferry, justo al lado de Battery Park y del toro de Wall Street.

En menos de un mes me vi entre un grupo de gente relacionada con las finanzas, lo que era ya mi enésima y más imprevista reinvención. La que me introdujo en ese mundo fue Carmen, una española que trabajaba en las temidas agencias de calificación pero que me hacía de fuente para cuestiones de, precisamente, deuda externa de los países. Con ella tuve un flechazo amistoso, no solo porque era de Extremadura y un día me invitó a tomar torta del Casar, sino porque me recordaba a esas mujeres enjutas, sacrificadas, aparentemente frías pero enormemente vulnerables de la familia de mi padre. Ella debió sentir algo igual conmigo, porque a pesar de su apariencia infranqueable enseguida entabló una relación de mucha confianza más allá del trabajo y me presentó a su círculo de amigos: un ejecutivo de un fondo de inversión, un bróker y una consultora para fondos de riesgo.

—Te estás haciendo amigo de esos pichones de buitre —me dijeron mis amigos argentinos parodiando el lema kirchnerista de «Buitre o patria».

Cada uno colabora con el desastre mundial en la medida de sus posibilidades, imagino, pero a mí me costaba discutir sobre moralidad con gente de humanidad tan notable en el círculo íntimo, igual que tampoco admiraba automáticamente a esas personas que consagraban su vida a la solidaridad en sus trabajos pero luego no hacían más que tiranizar a su entorno más cercano, ni a algunos trabajadores de la ONU que, mientras salvaguardaban la paz en el mundo, eran de un elitismo insoportable.

Por un lado, me acordé del consejo que una vez me dio otro compañero en una cena de periodistas españoles:

—Esta ciudad no tiene por qué ser cara si uno no quiere. Estás jodido si empiezas a juntarte con gente de mucho dinero, eso sí.

Pero por otro, ellos pronto entendieron que yo colaboraría en la medida de mis posibilidades y, sobre todo, con mis dotes culinarias cada vez que tuviera la oportunidad. Así, ese invierno, que fue cuando recomendaron a la gente no salir de casa debido a la tormenta apocalíptica por la que cerraron hasta el metro y establecieron poco menos que un toque de queda, todo el grupo nos fuimos a casa de Carmen, al lado del World Trade Center, y allí me encargué yo de afrontar el fin del mundo al estilo Melancolía de Lars von Trier: abriendo buenos vinos y cenando de maravilla una ensalada de naranja y anchoas, unos mejillones al vapor y un lenguado al horno con mango y tomates secos. La tormenta se desvió y al final fue una nevada convencional, pero esa noche nos unió como unen las tragedias.

Cuando nos añadimos a Facebook, Carmen y yo descubrimos que teníamos un amigo en común que vivía en Michigan, así que, como si no hubiéramos pasado suficiente frío ese invierno, allá que fuimos a verlo a él y al lago helado. Carmen no me dejó pagar el billete de avión. Y ese año decidí no viajar al Caribe con Carlos y Tomás, que se fueron a Costa Rica, y me fui con mis amigos financieros a Cape Cod, ayudado porque acababa de recibir la devolución de impuestos, que siempre me daba un pequeño respiro, y pude asumir los gastos. Pedí elegir la casa yo para controlarlos un poco, con tanta suerte que encontré un rincón maravilloso, con muelle a un lago y todo, en el que pasamos un fin de semana alucinante.

Con el fin de la primavera, mientras China provocaba las mayores caídas en la bolsa de Nueva York, también llegó para mí lo que, en algún momento de la vida, un neoyorquino tiene que hacer sí o sí: pasar un fin de semana en los Hamptons. No llegué a saber cuánto costaba la broma, porque me volvieron a invitar, pero desde luego me empleé a fondo en la cocina para encargarme de que nadie se arrepintiera de haber arrimado el hombro para que pudiera ir y disfrutar de esa arena maravillosa de Coopers Beach adonde, bromeaban, me llevaban a encontrar mi papichulo. Estando allí, me llamaron del periódico en España y me dijeron que tenía que escribir un perfil anecdótico sobre quien había decidido postularse como candidato republicano a la presidencia estadounidense: Donald Trump. Y los expertos en bolsa y en dinero me ayudaron a hacerlo, sin dar ningún crédito a sus ambiciones políticas.

Aunque volví de los Hamptons sin probar hoja verde, el papichulo lo encontré en el gimnasio cercano a Wall Street. Era Rami, un palestino que trabajaba para un banco de inversión alemán (de nuevo, esas mezclas que me resultan irresistibles). Él vino a confirmar mi tirón con Oriente Próximo en general, porque se fascinó conmigo. Rami pensó en un principio que yo era iraní, lo cual era el enésimo ataque a mi blancura. Y empezamos a hablar un poco de las paradojas de la situación financiera del momento (quién me lo iba a decir a mí, una vez más) con un claro subtexto sensual, pues yo también soy muy fan de esa región en términos de anatomía y este chico estaba bastante bien.

Rami era enfermizamente tímido, hasta el punto de que, cuando quedábamos y nos encontrábamos, al clásico andar torpe de los nervios él añadía una cojera bastante cómica que luego se le iba pasando conforme se relajaba. Tenía una casa en Brooklyn Heights que le habría costado una fortuna (aunque no era las del paseo, que no eran tan papichulo) y no podía parar de lanzarme piropos, lo cual a mí siempre me acaba resultando un poco molesto, pero compensaba con lo demás. Para cenar me preguntó qué tipo de comida me gustaba (japonesa, por supuesto) y me invitó al mejor de su barrio. Llovía a cántaros pero la comida estaba deliciosa y, medio empapados, subimos a su casa, que tenía una energía tristísima pese al esplendor. Comenzó a relatarme la vida de su familia: expulsada de Palestina en 1948, se había instalado en Beirut, donde su madre casi pierde la vida al dar a luz a Rami, sufrieron las dos guerras y su hermana superó a duras penas un tiroteo. Él, además, había nacido con problemas de espalda que habían tenido que corregir con una prótesis en una vértebra, lo cual creo que explicaba la cojera.

Hablando con él tuve un poco de flashback a Fred, pero con una persona de apenas cuarenta años. Tenía una página de la historia ante mí y, también como con Fred, me salió del alma el sexo por compensación, aunque eso sí que era un too much drama en condiciones. Con esa intensidad del desamparado, el erotismo fue espectacular, pero cuando le dije que se pusiera el preservativo me dijo:

—No lo necesito porque estoy en PreP.

What? Era la primera vez que lo escuchaba, pero en el momento solo dije:

—Me da igual, ponte el preservativo.

Esa noche me quedé a dormir allí y, ya que volvía a Brooklyn, por la mañana le di una sorpresa a Oscar y desayuné con él como en los viejos tiempos. Después de ponernos al día, de contarle mis idas y venidas con Carlos, con el cantante, la gonorrea y todo lo demás, le pregunté:

—¿Qué leches es el PreP?

Sonrió y me dijo:

—No estás nada en la onda, Simón. Es la medicación que hace que puedas follar sin condón. Es el tratamiento del VIH de manera preventiva: pero, vamos, que todo lo demás lo pillas igual y las enfermedades venéreas se han disparado, como bien sabes. —Se rio.

—¿Tú lo usas?

—Qué va, me da miedo todavía.

Primera noticia para mí, que pensaba que con mi voluntariado en GMHC era un as en la materia, aunque cuando me dijo que el medicamento era Truvada sí me acordé de que estaba entre el abanico de posibilidades para los pacientes con los que hablaba. El caso es que a partir de ahí no dejé de oír hablar del dichoso PreP por todas partes y decidí, ya que estábamos, escribir un artículo sobre eso. Precisamente, la red de masajes, aunque ya había dejado de usarla, hizo una charla con un especialista en la materia que explicó todo muy claro, siempre desde una perspectiva totalmente a favor, pues la charla se titulaba «PreParados para el placer». Y, además de datos que probaban su eficiencia, me llamó la atención, una vez más, el vuelco de las autoridades en la lucha contra el VIH: en Nueva York y en Washington D. C. las autoridades sanitarias habían otorgado ayudas a los seguros médicos para que incluyeran este tratamiento en la población de riesgo, entre la cual los homosexuales estábamos incluidos, cómo no.

Yo que, como dice Milan Kundera de los europeos, soy más del amor extracoital, y que en mi casa siempre hemos sido de curar los catarros con miel y eucalipto, no me veía tomándome un compuesto químico cada día para poder realizar la penetración sin preservativo, pero me acordé de esa frase de Carlos el primer día sobre las orgías de negros: «Con esas pasivas que se dejan penetrar sin condón no se puede competir». Me pregunté si esa época de libertad sexual sin culpa ni miedo estaba a punto de volver, como esos años setenta en los que Carlos siempre decía que tendría que haber vivido. Y si yo estaba preparado para algo así. También, desde luego, al pensar en eso fui consciente de cómo me acordaba de Carlos.

—Loca, te borraste —me dijo cuando fuimos a hacernos de nuevo las pruebas del VIH y yo llegué con esta novedad informativa del PreP.

Le dije que había estado muy liado para no tener que explicarle que cada vez me costaba más verlo como amigo, pero después de nuestro encuentro, también decidí que no tenía que perder más el tiempo con Rami.

Tomás, por su parte, ya que trabajaba en el mundo de la ciencia, nos explicó que, en efecto, la eficacia del PreP estaba probada médicamente y que, si bien podía dañar el riñón, aseguraba que acabaríamos acostumbrándonos, como nos hemos acostumbrado a la píldora anticonceptiva.

—Si lo piensas, es más probable que te tomes una píldora de buena mañana con el café que, en pleno calentón y bastante borracho, te pongas un condón —concluyó.

Y, en el momento en el que las puertas del sexo libre se abrían, también hablamos de Trump y su decisión de cerrar a cal y canto la frontera de México.

—Yo ya he vivido una dictadura, no le tengo miedo a nada —dijo Carlos.

—Sería fantástico tener a Melania Trump de primera dama —ironizó Tomás.

Y yo pensé que mi madre tenía muy claro que el éxito en este país venía de la mano de Hillary Clinton, y las madres siempre tienen razón.