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Madre mía. ¿Y ahora qué? ¡Qué fuerte que nos hemos casado! ¿Seremos un matrimonio abierto? ¿Una pareja que se hunde? ¿Dos machos dominantes en continua pelea aunque no tengamos hembra? ¿Era la soltería nuestro modelo de estabilidad y ahora empieza la inestabilidad? La gran incógnita de nuestro matrimonio tenía a todo nuestro entorno muy pendiente de hasta qué punto caeríamos en lo convencional o conseguiríamos formar una pareja a nuestra imagen y semejanza.

Lo cierto es que nuestra convivencia fue mucho más natural que todo eso y, a la vez, tenía tormentos mucho más inmediatos que la política de pareja abierta o no abierta. Primero había que esperar a que mi contrato con el calvo de Queens se acabara y pudiera trasladarme oficialmente a El Bronx; luego había que dejar preparado todo el papeleo para solicitar el permiso de residencia, que es una auténtica pesadilla, y luego, lo más agradable pero también una toma de decisiones constante, preparar nuestra luna de miel, que, desde luego, no habían sido España y Cuba, que nos habían dejado felices pero exhaustos. Serían Etiopía, Kenia y Zanzíbar, o cómo fundirme los pocos ahorros que tenía en tres semanas. Ya lo había dicho Michael Bloomberg al aprobar el matrimonio gay en Nueva York: dejará en la ciudad 500 millones de dólares al año de beneficios. Nosotros habíamos aportado más bien poco a esa cifra y, aun así, nuestras finanzas se resintieron notablemente.

Pero, a pesar de lo fotogénico del viaje, a mí me parecía que lo más espectacular sucedía en casa cada mañana, donde poco a poco fuimos construyendo un hogar, esta vez no portátil, sino para quedarse ahí quieto. Cada uno fue compartiendo sus pequeñas miserias y dejándose hurgar en las vulnerabilidades. Una experiencia totalmente contraria al espíritu de Nueva York.

—Estamos todavía conociéndonos —dijo Carlos, quien propuso inteligentemente, ya que habíamos llevado un ritmo sincopado, hacer dates a la americana durante nuestros primeros meses de matrimonio.

La convivencia no fue fácil entre dos solteros redomados y yo, aunque no notaba un cansancio sentimental, sí que acababa mis días totalmente agotado físicamente por no tener apenas ningún momento de soledad.

—Esto es el matrimonio. Un trabajo que no se paga, que no tiene vacaciones ni sindicato —era la definición de Carlos.

Y es que esas vulnerabilidades, claro, pasaban por asumir nuestra lucha con el concepto de pareja abierta, que hay días que sienta mejor y otros que sienta peor. Días en los que uno tiene ganas de montar un numerito de celos y poner límites, igual que hay días en los que te das cuenta de lo gozoso que resulta que tu pareja no te los ponga y entienda, también en caliente, que hay sexo que es, efectivamente, esa «masturbación asistida», que no amenaza ni remueve absolutamente nada pero libera tensiones y mata el gusanillo. Así, en nuestra primera vuelta al Eagle como pareja parecíamos bebés merodeando con sus deditos torpes los agujeros de un enchufe. Tras probar a trompicones en ese local el sexo juntos, el sexo separados pero cerca y el sexo separados pero lejos, cuando fui a buscar a mi marido al terminar la noche, pensé que había algo de romántico, bastante de excitante y mucho de reafirmante en la experiencia. Ya lo había dicho Tomás, diálogo y capacidad de adaptación. Nos dimos el uno al otro el derecho a innovar y a equivocarnos, aprovechando que, al menos de momento, el amor que nos unía podía con eso y con mucho más. Y aunque yo siempre defendí que el amor era una fuerza conservadora, concluimos que la manera de conservar era improvisar. ¿Hundirse? Jamás. Bastante se estaba hundiendo Estados Unidos y el mundo en general con el nuevo escenario político que corría paralelo a nuestro amor. En mi cabeza cinéfila, la mítica frase de Casablanca: «El mundo se desmorona y nosotros nos enamoramos». Carlos, más curtido en los delirios megalómanos de la política, guardaba un indescifrable silencio.

Y en Nueva York, ya se sabe, no hay que dar explicaciones. Pase lo que pase, la vida sigue.