PRÓLOGO

 

EL ENSAYO DE SU TIEMPO

 

 

A determinada distancia cualquier obra literaria parece fruto del azar: el de una vocación, el de la oportunidad, el que se deriva de las circunstancias históricas, el azar del propio nacimiento. Cuando examinamos de más cerca las vidas de los escritores el azar se reduce y enseguida se aprecia el esfuerzo de la voluntad: los años de lucha que invirtieron para dominar sus intuiciones juveniles en una obra propia. Al fin y al cabo se necesitan varios Enrique VI para formar a un Shakespeare.

Montaigne constituye una excepción a este segundo supuesto. Si atendemos a la primera mitad de su vida (en la que según los biógrafos de la escuela romántica se plantan las semillas de todo gran personaje) descubriremos que hizo cuanto estuvo en su mano para evitar el encontronazo con su propia obra.

Michel Eyquem, que se convirtió en señor de Montaigne tras la muerte de su padre, nació en 1533. Su carrera pública empezaría a los veintiún años como consejero en La Cour des Aides. En 1571 (cuando apenas le quedaban veinte años de vida) intentó retirarse de la vida pública, pero las guerras religiosas que asolaron literalmente Francia echaron por la borda sus planes. Montaigne se multiplicó en tareas diplomáticas y cosechó una fama de hombre juicioso que le valió para ser elegido alcalde de Burdeos, cargo que mantuvo hasta 1585.

Durante el desempeño de estos servicios públicos Montaigne se apoyó en los conocimientos de derecho que adquirió en la Universidad de Toulouse. Pero disfrutaba también de una sólida formación en los clásicos griegos y latinos, adquirida primero en casa, con el método pedagógico de su propio padre, y después en una escuela de la actual Aquitania, saberes que le valieron para mantener vivo un interés secundario por las letras. En Burdeos conoció a Étienne de la Boétie, irregular cultivador de versos e individuo filosofante a ratos perdidos, que ha pasado a la historia como humanista gracias a la devota amistad y al generosísimo juicio de Montaigne. Tras la temprana muerte de La Boétie, Montaigne se propuso compilar, editar y dar publicidad a las «obras» de su amigo, a quien nunca olvidó, y cuya presencia gravita en los Ensayos como una suerte de interlocutor fantasma.

Este es el bagaje con el que Montaigne emprendió la escritura de los Ensayos, que también fue accidentada. El primer volumen empezó a redactarlo en su primer intento de retiro y lo publicó nueve años después, en 1580. Trufado de citas de Plutarco y Séneca, autores a los que se había dedicado a leer en profundidad, el libro entero está empapado de una atmósfera pesimista derivada las guerras de religión que le inspiraron numerosos ensayos sobre asuntos bélicos y entretelas políticas. El segundo volumen apareció en 1581 y presumiblemente lo escribió en un intervalo de decaimiento físico, previo a su desempeño como alcalde. El tercer volumen, al que en buena medida debe su extraordinaria fama, empezó a escribirlo en 1586 y se publicó dos años después.

Una de las ideas que devastó el romanticismo, en cuya atmósfera seguimos respirando, fue la consideración del ejercicio de la poesía (entendida en un sentido amplio) como un adorno adecuado para un caballero respetable; un juego al que uno se entregaba con absoluta seriedad durante las pausas de su actividad pública (o cuando esta declinaba a causa de la edad o por un codazo rival) y sus responsabilidades familiares. Esta imagen se quedó sin contenido posible cuando los poetas románticos identificaron el ejercicio de su vocación con la existencia misma, entregada desde ese día al altar del arte y a los valores revolucionarios con los que algunos de ellos se invistieron. Poesía y cargos públicos empezaron a repelerse y ocuparon espacios distintos y bien delimitados como áreas de agua y aceite incapaces de emulsionar en una misma persona.

Apenas dos generaciones antes de que Wordsworth se pasease por el entorno de los lagos como una suerte de antena mística, hipersensible a los movimientos de la naturaleza, la secuencia de escritores ingleses que va de Milton a Gray, tuvieron que compaginar la escritura con la actividad pública hasta el extremo que Samuel Johnson convirtió en uno de los temas más importantes de Vidas de los poetas ingleses el escrutinio de cómo demediaron la poesía de estos hombres las truculentas guerras religiosas y de sucesión que pisotearon sus años.

Un siglo antes, en la época de Montaigne (atravesada por una guerra religiosa no menos cruenta), era casi inconcebible dedicar una vida entera al cultivo de la poesía. Las letras se valoraban como un buen ejercicio para aclarar la mente, sosegar las pasiones, afinar la sensibilidad y animar la conversación, una melodía secundaria en la sinfonía de la vida. Tanto es así que el principal referente artístico de Montaigne, el queridísimo La Boétie, apenas recurría a la composición de versos cuando no se le ocurría otra cosa con la que distraerse (un poco como a Juan Benet, que en alguna ocasión declaró que solo apelaba a la escritura cuando le fallaban el trabajo y los amigos).

De manera que las condiciones en las que Montaigne se retiró a escribir no eran tan extrañas para la época y, pese a que contaba con una biblioteca bien escardada, una profusión de citas que delatan un ojo certero, y precedentes tan queridos como el de Catón, el rasgo más característico de sus primeros ensayos es la viva conciencia que el propio autor tiene de ser un amateur.

El ánimo con el que Montaigne se lanza a escribir se parece al del ajedrecista que solo compite en un ambiente doméstico: convencido de que la partida es un asunto privado y que sus reglas son arbitrarias, y, al mismo tiempo, dispuesto a respetarlas y avanzar con plena seriedad hasta que se resuelva la victoria o la derrota. Dicho de otro modo: Montaigne escribe los ensayos sin la ambición de conseguir una resonancia pública, convencido de que sus páginas solo divertirán a un reducido círculo de amigos (ni siquiera entendidos, el autor da por hecho que muchos se sentarán a leerlos por compromiso), pero emprende la tarea dispuesto a desempeñarse lo mejor que sepa en cada página. Algo hay aquí de la obstinación tardía del jubilado a quien tras una vida de esfuerzo, donde se acostumbró a hacer las cosas «como dios manda», no ve ningún motivo para deponer en beneficio de la relajación que le sugieren hijos y nietos el criterio de exigencia con el que se desempeñó durante una prolongada vida laboral que todavía juzga como satisfactoria.

Las marcas del amateur se aprecian por lo menos de dos maneras en sus ensayos. El relativo diletantismo de Montaigne no se traduce en una locuacidad sin mesura como el de tantos cocineros, médicos o divulgadores actuales que, reconvertidos en gurús del espíritu, reinventan ufanos la sopa de ajo. Su temperamento no es temerario, y lo que asoma en estas primeras páginas es una respetuosa ingenuidad que le aconseja apoyar sus pensamientos incipientes en las muletas de las citas. Los versos y los argumentos seleccionados por Montaigne son atinados, pero como el lector no acude a estos Ensayos para leer una versión reducida del aurea dicta no es de extrañar que en las ediciones completas se impaciente ante tanto ejercicio de calentamiento. Una antología le facilita un acceso más rápido a los ensayos en los que Montaigne se revela como Montaigne (un escritor del que bien podría decirse que mejoraba todo el tiempo) sin necesidad de atravesar una estepa de citas parecidas y observaciones repetidas. Digámoslo de una vez: todas las páginas de Montaigne son interesantes, pero no todas están a la altura de su reputación.

Hay otro rasgo muy notable del Montaigne en formación que podemos atribuir a su amateurismo: rara vez aborda el asunto tratado desde un lado convencional, erosionado ya por el uso frecuente que hacen de él los eruditos profesionales (que también existían en sus tiempos). Incluso cuando estos primeros ensayos terminan desembocando en una conclusión previsible, Montaigne suele arrancar de una circunstancia personal. Lo que hoy nos parece un recurso corriente (apoyarse en un fragmento de vida personal) se estilaba poco en tiempos de Montaigne. Para los escritores clásicos con los que se formó, la vida personal era una suerte de oscuro soma al que apenas se recurría cuando uno pertenecía al dominio público y se debía a las obras constatables o a los cargos políticos. Uno puede avanzar por los libros de Tucídides sin enterarse (hasta que el silencio ya resulta alarmante) de que el propio historiador protagonizó un episodio importante de las guerras del Peloponeso. Platón esconde su vida tras una maraña de personajes. Los viajes de Herodoto son impersonales.

Si recorriésemos la secuencia de sus predecesores (historiadores, filósofos, redactores de epístolas, consolaciones y otros géneros) de Roma hasta 1500 podríamos escribir una historia del pudor, una especie de cerca o ciudadela que protege la intimidad (otro asunto es el comercio y la exposición de las vidas ajenas, como las violentísimas Vidas que escribieron Laercio y Suetonio) hasta tal punto que se da por hecho que los pensamientos individuales solo tienen validez si se expresan como pensamientos públicos.

Cuando a mitad del primero de sus tres volúmenes Montaigne empieza a desplegar las alas (un proceso que no culminará hasta que escriba el último de sus ensayos «Sobre la experiencia», donde el momento de alcanzar la máxima envergadura coincide con el de la muerte, igual que aquel raro pájaro del que habla Wallace Stevens: capaz de cantar en el filo de la mente, casi sin sentimiento humano) no abandona sus citas, pero ya no las emplea como muletas donde apoyar una exposición insegura, sino como golosinas para el lector, como descansos y ecos irónicos para un pensamiento que empieza a sentirse como en casa explorando el tono confesional.

Hacia el final de la Recherche, Proust empuja a su narrador a reflexionar cómo ha ido postergando su temprana ambición literaria en beneficio de actos sociales y amoríos estériles. Tras unos minutos de reproche el narrador repara en que estos episodios vulgares, todas las zonas aparentemente muertas de una vida, las que no se dejan vincular fácilmente a la literatura conocida, pueden recuperarse estéticamente en la escritura. Y que a diferencia de los pasajes que comparten todos los letraheridos, a diferencia del bagaje cultural común, tienen el poder de colorear con una tonalidad singular los asuntos de siempre: el crecimiento, la ambición, el amor, la envidia social, el desamor, la decrepitud, las despedidas. En ningún otro momento Proust fue tan discípulo de Montaigne como en este pasaje: ambos escritores son saprófagos, siempre bien dispuestos a rentabilizar los desperdicios cotidianos.

En los 26 ensayos que hemos seleccionado el lector no echará de menos ni uno de los grandes temas a los que debe enfrentarse el hombre, sea o no de letras, pero Montaigne se las arregla para que parezcan nuevos. Se aprovecha de la clase de material que un filósofo y un autor clásico desdeñarían, y que en el futuro serán preciosos para la tribu de los novelistas: circunstancias personales, errores, confusiones, irrelevancias, enfermedades íntimas, la caída de un caballo, una conversación trivial… Estas son las rutas de acceso preferidas. La singularidad del abordaje se traslada al plano de la exposición: Montaigne no está particularmente interesado en formular una declaración clara en cada frase; no pretende que el argumento progrese añadiendo informaciones nuevas que se apoyan en la afirmación precedente; sus párrafos no vinculan con fuerza las ideas ni forman pasarelas que desembocan en una conclusión contundente. El de Montaigne es más bien un pensamiento distraído que no pretende ahorrarnos los merodeos dubitativos que traza alrededor de un tema, despreocupado de las contradicciones puntuales y de los cambios de dirección, y que no drena el tono emocional del que brotan los enunciados (desconoce la gélida expresión que los filósofos aprenderán a dominar un par de siglos después para simular con este efecto retórico que a través de ellos habla la voz impersonal de la razón). La escritura de Montaigne ofrece sobre la página los movimientos espontáneos del pensamiento. A la mayoría de estos textos se les podría aplicar la idea de Adorno del ensayo como una forma abierta, renuente a concluir. Serpenteantes, juguetones, uno tiene la impresión de que se acaban porque a Montaigne le apetece tratar otro asunto que no hay manera de enlazar con lo que venía diciendo, o porque el escritor es demasiado caballeroso (una gentileza que se desdibujará con los años) para reclamar la atención de sus lectores más de veinte páginas.

Volvamos por última vez a la Recherche. Mientras participa en una fiesta, donde el paso del tiempo ha encanecido y arrugado el pelaje de los hombres y mujeres con los que entró en el mundo como si fuera algo nuevo que fuese a durar siempre, el narrador descubre que la vejez es algo propiamente humano, y se interroga para qué sirve una vida: con todos sus momentos álgidos, las incertidumbres, los borrones del aburrimiento, y millares de pensamientos que se revuelven en la mente y que nunca llegan a expresarse. Uno sospecha que la respuesta de Proust le hubiese hecho torcer el gesto a Montaigne: toda esa vida informe sirve como material para elaborar una obra literaria, para salvar a los hombres que la tierra ya no puede retener mediante una sofisticada recreación estética; una ambición de raíz romántica. Para Montaigne los hombres prosiguen su vida en Dios y la escritura es un entretenimiento (aunque no por eso menos sofisticado), solo un majadero confundiría la literatura con el fin último del hombre en la tierra, su salvación contingente.

Claro que tampoco cuesta imaginar a un Cicerón o a un Séneca juzgando con severidad desconcertada los Ensayos de Montaigne. A fin de cuentas ¿para qué sirve abrirle al lector el libro de la propia vida, exponerle su intimidad, sus miedos, sus cólicos? ¿En qué nos beneficia saber tantos detalles de una vida que no es la nuestra, que no podremos volver a vivir, que ni siquiera, pues nuestro mundo ya no es el suyo, podremos tomar seriamente como modelo?

Como sucede con las vocaciones, observadas a determinada altura todas las vidas están sujetas a las mismas etapas, regidas por una pauta común que se resuelve de manera distinta en cada caso particular. Aunque gran parte del tiempo que tenemos asignado lo experimentamos en soledad, vivimos envueltos de opiniones, discursos, testimonios y recuerdos ajenos, que lo queramos o no nos suministran los hilos con los que tejemos nuestras expectativas, metas y objetivos. Existen dos discursos culturales que pese a estar situados en extremos opuestos del valor coinciden en tratarnos como a niños. La autoayuda (personal, empresarial, laboral, tanto da) se basa en transmitirnos amables mentiras sobre nosotros mismos y el funcionamiento del mundo, en renovar, libro a libro, el mismo cúmulo de esperanzas sin fundamento. En las escuelas filosóficas de la sospecha (que inspiraron mucha de la literatura escrita alrededor de las grandes guerras mundiales) percibimos cierta propensión morbosa a encontrar una explicación repugnante a cada emoción o pensamiento espontáneo e inocente (a la manera del padre que desconfía del hijo incluso cuando no encuentra ningún motivo artero a su comportamiento). Montaigne no trata de animarnos con falsas expectativas ni nos asusta como niños. Pese a que ni con tres vidas nos alcanzaría para pensar por nosotros mismos los Ensayos, Montaigne nos mira a la altura de los ojos. Quizá porque muchos de estos ensayos recuerdan a veces a una carta disimulada y dirigida al fantasma de La Boétie, en cuyo vacío nos sentamos cada uno de los lectores al pasar las páginas, el tono de Montaigne se parece al de una conversación entre amigos, más interesados en seguir y en deleitar, que en convencer e imponerse.

Los grandes libros forman una suerte de casas, de lugares donde nuestra mente habita un tiempo. Algunas de las casas más prestigiosas son subyugantes, amplían nuestra sensibilidad y nos maduran intelectualmente, pero Edipo rey, el Infierno de Dante o el Rey Lear no son sitios donde la mente debería quedarse. Montaigne está lejos de la jocosa brutalidad de Cervantes y del espectáculo de la hostilidad humana que despliega Shakespeare. Es el más acogedor de estos tres escritores que entre 1580 y 1616 sentaron las bases del ensayo, la novela y el teatro modernos. En estas coordenadas de intención y de tono podríamos decir que la lectura de Montaigne (en sus Ensayos, sobre todo, pero también en su diario de viaje y en sus cartas) nos aporta algo realmente estimable: compañía. Quizá la palabra esté en desuso, pero califica bien la experiencia de leer a Montaigne: encontraremos autores más intensos, un puñado de más imaginativos, pero me cuesta caer en la cuenta de otro escritor de quien, al leerlo, se desprenda una sensación parecida de cercanía, una proximidad inmaterial y desinteresada, la de una voz que se examina sin restricciones para que incrementemos nuestro conocimiento sobre la existencia humana, para nuestro provecho.

Volvamos ahora a formular la pregunta: ¿para qué sirve que alguien abra para nosotros el libro de su intimidad? La sabiduría que puede proporcionarnos la literatura es variable y amplísima, pero una de las peculiaridades distintivas de la existencia es que debemos atravesarla en primera persona. Pero aunque no podamos ni repetir los aciertos ni evitar los errores de ningún predecesor, supone un valor incalculable que una mente despierta se comprometa a relatarnos una larga secuencia de reflexiones verdaderas sobre su vida.

 

Febrero de 2014