CAPÍTULO XXII

 

EL BENEFICIO DE UNOS ES UN PERJUICIO
PARA OTROS

 

 

El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar demasiado provecho y de que tal beneficio no podía alcanzarlo sin que mediase la muerte de muchas personas. Esta sentencia me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás. Según el dictamen de Demades habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias. El comerciante no logra beneficio sino merced a los desórdenes de la juventud, el labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia de los procesos y querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; el propio honor de los ministros de la religión se debe a nuestra muerte y a nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, según nos dice un autor cómico griego; ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente. Más aún puede añadirse: si cada uno se examina en lo más recóndito de su espíritu, hallará que nuestros más íntimos deseos nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes. Si considero todo esto en conjunto me convenzo de que la naturaleza no se contradice en este punto de su marcha general, pues los naturalistas aseguran que el nacimiento, la nutrición y la multiplicación de cada especie tienen su origen en la corrupción y la extinción de otra.

 

Un cuerpo no puede abandonar su naturaleza sin que deje de ser lo que antes era.1