CONSECUENCIAS DISTINTAS PARA LA MISMA ACCIÓN
Jacques Amyot, limosnero mayor de Francia, me contó un día la relación siguiente, que recae en honor de uno de nuestros príncipes (y bien nuestro era, aunque su origen fuese extranjero). Durante nuestros primeros trastornos civiles, en el sitio de Rouen, habiendo sido informado el príncipe por la reina madre de que se tramaba una conspiración contra su vida, e instruido además muy al detalle por las cartas de la reina sobre qué persona debía llevar a cabo la conjura: era un noble de Anjou que frecuentaba, para lograr su intento, la casa del príncipe; este no comunicó a nadie la advertencia, pero paseándose al día siguiente por el monte de Santa Catalina, donde estaba emplazada nuestra batería contra Rouen, teniendo a su lado al gran limosnero y a otro obispo, vio al noble que atentaba contra su vida y le hizo llamar. Cuando le tuvo ante su presencia, le habló así, mientras temblaba y palidecía a causa de su intranquila conciencia: «Señor, de no sé qué lugar; bien conocéis de lo que quiero hablaros, y vuestro semblante mismo lo declara. Nada tenéis que ocultarme, pues informado estoy de vuestro intento, en tan alto grado, que no haríais más que empeorar vuestra situación si tratarais de encubrir vuestro designio. Bien conocéis tal y tal cosa (que eran los medios, propósitos y todos los secretos más recónditos de la empresa); no dudéis, por vuestra vida, confesarme la verdad toda de la conspiración». Cuando el pobre hombre se encontró convicto y confeso (pues había sido descubierto ante la reina por uno de los cómplices), juntó las manos pidiendo gracia y misericordia al príncipe, a los pies del cual quería arrojarse, pero este impidió su propósito siguiendo de este modo: «¿Acaso os he disgustado? ¿He ofendido a alguno de los vuestros con mi odio personal? Solo tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha podido impeler a conspirar contra mi vida?». El noble respondió a estas preguntas con voz temblorosa que ninguna razón personal tenía para desear su muerte, sino el interés general de su partido, y que algunos le habían persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte a un enemigo tan poderoso de su religión. «Pues bien —añadió el príncipe—, quiero mostraros que la religión que yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha conducido a darme la muerte sin oírme, sin haber recibido de mí ofensa alguna; mientras que la mía me aconseja que os perdone, aun cuando estoy convencido de que habéis querido matarme sin razón. Idos, pues; retiraos, que no os vea más por aquí; y si queréis obrar con prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo de rodearos de personas más honradas de las que os impulsaron a vuestra acción.»
Encontrándose en la Galia el emperador Augusto, tuvo noticia de una conspiración que tramaba contra él Lucio Cinna. Augusto decidió vengarse, y para realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos. Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta considerando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo consigo mismo y en voz alta diversos razonamientos. «¿Sería procedente —se decía— que yo permaneciera con temor y alarma y que dejara a mi asesino libre y a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando contra mi vida, yo que he librado tantas guerras civiles, tantas batallas sostenidas por mar y tierra, y después de haber logrado asentar la paz más cabal en el mundo? ¿Será absuelto, habiendo decidido no solo asesinarme, sino también sacrificarme?», pues la conjura había decidido matarle cuando estuviera haciendo algún sacrificio. Después de haber hablado así permaneció mudo algunos minutos, y luego pronunció con voz más fuerte el siguiente monólogo: «¿Por qué vives si tantas personas tienen interés en que mueras? ¿Tus crueldades y venganzas no acabarán alguna vez? ¿Es tan grande el valor de tu vida que merezca que tantas personas sean sacrificadas para conservarla?». Livia, su esposa, al verle en una situación tan angustiada, le dijo: «¿Me será permitido darte un consejo? Sigue la conducta de los médicos, quienes cuando las recetas que emplean no producen efecto, echan mano de las contrarias. Nada has conseguido hasta ahora valiéndote de la severidad; Lépido ha seguido a Salvidenio; Murena a Lépido; Caepio a Murena; Egnacio a Caepio. Ensaya el resultado que te darían la dulzura y la clemencia. Cinna, es verdad, quiere darte la muerte; perdónale; ya no podrá ocasionarte nuevos perjuicios, y tus bondades hacia él recaerán en provecho de tu gloria». Augusto experimentó un gran placer al encontrar un abogado de su mismo parecer, y después de darle las gracias a su mujer y congregar a sus amigos en consejo, ordenó que hicieran comparecer solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mundo se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna y le habló así: «En primer lugar, escúchame sin interrumpir mis palabras; momento tendrás de hacerlo más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en el campo de mis adversarios; que no solo te hiciste mi enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus manos todos tus bienes, y que, en fin, te he dejado en una situación tan holgada y floreciente, que los vencedores mismos envidian la condición del vencido: el oficio de sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habérselo rechazado a otros cuyos padres habían combatido siempre conmigo; y habiéndote dejado tan deudor de mí te propones matarme». Cinna repuso a las palabras de Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso propósito. «No cumples —añadió Augusto—, lo prometido; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí, has decidido matarme en tal lugar, tal día, en presencia de tal compañía y de tal manera.» Augusto, al verle transido al escuchar las últimas palabras, en un silencio que no era deliberado sino impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quieres darme la muerte? ¿Acaso para ser emperador? Los negocios públicos van realmente mal si soy yo solo quien te impide llegar a gobernar el imperio. No pudiste siquiera defender tu casa y perdiste hace poco un proceso contra un simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio de prosperar que chocar contra César? Abandono de buen grado el trono si de eso depende que realices tus esperanzas. ¿Piensas acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Sevillanos te soportarían, como también un número considerable de nobles, que no lo son solo de nombre, sino también por su virtud?». Después de otras consideraciones, pues Augusto habló más de dos horas enteras, concluyó: «Ahora vete; aunque traidor y parricida, guarda tu vida, de la que te hago merced hoy y de la que te hice antes como enemigo; que la amistad comience hoy entre nosotros; veamos cuál de los dos procede en lo sucesivo con mayor lealtad: yo que te he dado la vida o tú que la has recibido». Tras pronunciar estas palabras, se separó de él. Algún tiempo después le concedió el consulado, y se lamentó de que Cinna no hubiera osado pedírselo. Después le tuvo como un gran amigo y fue el heredero de sus bienes. Después de este accidente, que aconteció a Augusto a los cuarenta años, no hubo nunca conjuras ni atentados contra su vida, recibió así un justo premio su conducta clemente. Pero no le ocurrió lo mismo al duque de Guisa, pues su dulzura no le libró de caer en los lazos de una conjuración. ¡Tan frívola y tan vana es la humana prudencia! Y a través de todos nuestros proyectos, de todos nuestros cuidados y precauciones, la circunstancia gobierna siempre el desenlace de los acontecimientos.
Decimos que los médicos son diestros cuando logran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que por sí mismo no tiene fundamento, bastara sin el concurso que las circunstancias le prestan para alcanzar un resultado dichoso. Yo creo, en cuanto al arte de curar, todo lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina y yo. En este punto practico lo contrario que los demás; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo malo, en vez de transigir con la enfermedad, más la detesto y más la temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamentos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y mi salud para contar con mejores medios de soportar el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, suponiendo que se encuentra provista de dientes y garras para defenderse de los asaltos que la acosan y para mantener vivo este organismo por cuya conservación aquella pugna. Temo que, en lugar de socorrerla, se socorra el mal que la mina y que se la procuren nuevos males.
No solo en la medicina, sino en otras artes más seguras, la fortuna juega siempre su papel. Los arranques poéticos que arrastran al poeta fuera de sí, ¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad y sus fuerzas, y reconoce que no se originan en su persona y que tampoco dependen de su voluntad? ¿No confiesan los oradores también que le deben a la fortuna los movimientos y las agitaciones extraordinarios que los impelen más allá de su designio? Acontece lo propio con la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pintor rasgos que sobrepasan la ciencia y la concepción del artista, a quien admiran y sorprenden. Pero la fortuna muestra de un modo todavía más palmario su papel en todas las obras artísticas, en las bellezas y gracias que encontramos en ellas, y que no podemos atribuir no ya al propósito sino ni siquiera a la conciencia de su ejecutor: un lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro perfecciones distintas de las que el autor puso y advirtió, y les encuentra sentidos y matices diversos.
En cuanto a las empresas militares, cualquiera puede ver cómo la casualidad desempeña siempre un papel importante. En nuestros acuerdos y deliberaciones, se precisa igualmente la intervención de la suerte y de las circunstancias, pues nuestra penetración no alcanza demasiado; cuanto más vivo, cuanto más agudo es nuestro juicio, mayor debilidad reconocemos en él y tanto mayor desconfianza nos inspira.
Soy del parecer de Sila, que alejó la envidia que suscitaban sus expediciones afortunadas achacándolas a su buena estrella. Cuando considero con detenimiento las empresas más gloriosas de la guerra, me convenzo de que los que las dirigen no deliberan ni reflexionan sino por cubrir las apariencias; la parte principal de la empresa se la encomiendan a la fortuna, y merced a la confianza que esta les inspira sobrepasan todos los límites trazados por la razón. Sobrevienen inspiraciones inesperadas, extraños furores en medio de los planes mejor guiados, que impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la determinación en apariencia menos fundada, pero que aumenta su valor muy por encima de la razón. Muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad, con objeto de justificar sus temerarias determinaciones, declararon a sus huestes que estaban iluminados por la inspiración, o por algún signo o augurio.
Por eso en medio de la incertidumbre y de la perplejidad de no poder elegir lo más ventajoso, a causa de las incalculables circunstancias que acompañan a cada causa que nos solicita, lo adecuado, aunque la razón no nos invite a ello, es encaminarse a la solución más justa y honrada; ya que el verdadero camino se ignora, seguir siempre el más derecho. En los dos ejemplos de los que hablé antes no cabe duda de que fuera más generoso y más hermoso que el ofendido perdonase la ofensa en lugar de proceder de distinto modo. Si con esta prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe si, en caso de actuar de manera distinta, hubiese eludido el destino que le esperaba, y, en cambio, habría perdido la gloria de tan humanitaria conducta.
En las historias descubrimos a muchos personajes agobiados por ese temor. La mayor parte optaron por anticiparse a las conjuras que se tramaron contra ellos echando mano de suplicios y venganzas; mas en realidad se vieron muy pocos a quienes este proceder ayudara, como lo prueban los emperadores romanos. El soberano cuya vida está amenazada no debe confiar demasiado ni en su fuerza ni en su vigilancia, pues es bien difícil librarse de un enemigo encubierto bajo el velo del amigo más entregado, y conocer la voluntad y las ideas ocultas de quienes nos rodean. Inútil es que las naciones extranjeras se empleen en su guarda, inútil que se rodee de hombres armados. Quien menosprecia su propia vida se hará dueño siempre de la del prójimo. El sobresalto continuo que hace dudar de todo el mundo al soberano constituye para él un tormento supremo. Advertido Dión de que Calipso esperaba el momento para darle muerte, careció de valor para informarse de cuándo sería, y dijo que mejor prefería morir que vivir en la triste condición de tener que guardarse no ya solo de sus enemigos, sino también de sus amigos. Situación de espíritu de la que Alejandro nos da la más viva muestra cuando al ser informado por una carta de Parmenión de que Filipo, su médico preferido, había sido corrompido por el oro de Darío para envenenarle, al mismo tiempo que mostraba la carta a Filipo, tomó el brebaje que le había presentado, demostrando así que si los propios amigos trataban de arrebatarle la vida la entregaría de buen grado. Alejandro es el modelo soberano de las acciones arriesgadas, pero a mi entender ningún otro rasgo de su vida revela mayor entereza que este ni es tan hermoso.
Los que pregonan a los príncipes una desconfianza perenne y atentísima a favor de su seguridad personal, les arrojan a la ruina y la deshonra; nada noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un soberano de valor marcialísimo por naturaleza y de complexión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que se proteja entre los suyos; que no consienta jamás en reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se mantenga distante y no se encomiende a manos más vigorosas que las que lo gobiernan, sean cuales sean las promesas que le hagan y las ventajas que crea apreciar». Conozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente por haber seguido la conducta en todo contraria.
El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es necesario en traje de corte como cubierto con los arreos guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo de batalla, así cuando el brazo está caído como cuando está levantado.
La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión, para ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y tras abandonar España de cuya conquista no estaba muy seguro, pasar a África con dos barquichuelos endebles para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey bárbaro, a una fe dudosa, sin obligación ni seguridad, merced al esfuerzo único de la grandeza de su propio valor, de su buena fortuna y de lo que le prometían las esperanzas que alentaba. «Muchas veces la confianza que inspiramos a los demás hace que estos nos procuren la suya.»1 Una vida espoleada por la ambición y la fama precisa desechar las sospechas y menospreciarlas. El temor y la desconfianza atraen a las ofensas y las invitan. El más receloso de nuestros reyes2 normalizó los negocios de su Estado tras haber abandonado y encomendado su vida y su libertad a manos de sus enemigos, mostrándoles una confianza cabal a fin de inspirarla también él. A sus legiones indisciplinadas y armadas en su contra, César oponía la mera autoridad de su semblante y la altivez de sus palabras; y era tal la confianza que tenía en sí mismo y en su buena estrella que no temió nunca abandonarse ni entregarse a un ejército rebelde y sedicioso:
Apareció sobre un cerro rodeado de césped, con el rostro intrépido; y sin que abrigara temor ninguno mereció ser temido.3
Es verdad que semejante presencia de ánimo no la pueden mostrar sin ingenuidad más que aquellos para quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas que puedan sobrevenirles no les produzca ningún sobresalto. Temblar en el momento de reconciliarse como respuesta a un desplante o a la indisciplina es del todo absurdo. Para ganarse el corazón y la voluntad ajenos son medios excelentes someterse y fiarse, siempre y cuando se haga libremente, sin verse obligado por la necesidad; de manera que se albergue una confianza íntegra y pura en el medio elegido, y que el cuerpo esté descargado de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero, que mandaba una gran ciudad, trastornado por el pueblo en rebeldía; para que las cosas no pasaran a mayores, decidió abandonar el lugar segurísimo en que se hallaba para meterse entre las insubordinadas turbas, donde encontró la muerte. A mi juicio el error no estuvo tanto en salir, como suele decirse cuando se comenta el suceso, como en la sumisión y blandura que demostró; en la pretensión de adormecer la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla, empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones. Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad templada, escudado en el mando militar que debía inspirarle confianza y seguridad plenas, conforme con el rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más digna de un caudillo. Lo que nunca debe esperarse de ese monstruo agitado es humanidad y dulzura; mejor reaccionará ante la coacción y el temor. Censuraría además que habiendo decidido lanzarse desarmado, a mi juicio de manera más temeraria que valerosa, en medio de aquel tempestuoso mar de hombres iracundos, debió sostener con resolución su papel en lugar de seguir la conducta que siguió, pues después de reconocer el peligro de cerca se amilanó y adoptó una actitud débil y sumisa, se horrorizó y trató de esconderse, con lo que enardeció más a las masas, y él mismo las lanzó sobre su persona.
Un día se deliberaba sobre llevar a cabo una formación de diversas tropas armadas (generalmente la milicia es el lugar donde se organizan las venganzas secretas, en ninguna otra parte pueden realizarse con seguridad mayor), y había casi la seguridad completa de que corrían malos vientos para quienes les tocaba el papel de reconocer y señalar a los de la conjura. Como era una situación difícil y que podía acarrear consecuencias graves, se propusieron muchas posibilidades para atajarla; la mía fue que se disimulara la duda; que aquellos que eran objeto de la conspiración se dirigieran a las filas con la cabeza erguida y el rostro sereno; y que en lugar de hacer acusaciones, se ordenase únicamente a los capitanes que los soldados disparasen en honor de los asistentes, y que no se economizara la pólvora. Esta conducta nos congració con las tropas, y engendró en adelante una mutua y provechosa confianza.
El proceder de Julio César creo que es entre todos el más hermoso que pueda adoptarse. Primero intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar hasta por sus propios enemigos, cuando conocía de una conjura se limitaba a declarar que ya estaba advertido; tomó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo ni inquietudes lo que le pudiera sobrevenir, abandonándose y encomendándose a la custodia de los dioses y de la fortuna. Y era esta la conducta que seguía cuando fue asesinado.
Un extranjero propagó la voz de que podría instruir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro para conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, y que se lo contaría a cambio de una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para su supervivencia: entonces el extranjero le dijo que no tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entregara un talento, y se envaneció luego de haber comunicado al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio desdichada la invención e hizo donativo al farsante de seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho un obsequio tan importante a un desconocido sin que fuera la recompensa de una enseñanza utilísima. Efectivamente, la argucia sirvió para contener los planes de sus enemigos y mantenerlos en una tensión saludable. Por eso los príncipes obran cuerdamente cuando hacen públicos los avisos que reciben de las conjuras que se urden contra sus vidas, para demostrar que están bien advertidos, y que ni un paso puede darse sin que lo olfateen. El duque de Atenas cometió varias torpezas al establecer su reciente tiranía en Florencia; y fue la principal de todas que tras ser informado por Matteo di Morozo, uno de los conspiradores, de un atentado que el pueblo tramaba contra él, le asesinó para borrar la noticia, con el propósito de que no se supiera que alguien en la ciudad podía estar a disgusto con su paternal gobierno.
Recuerdo haber leído antaño la historia de un romano, sujeto de dignidad, que huyendo de la tiranía del triunvirato, había logrado escapar mil veces de entre las manos de sus perseguidores merced a la ingeniosidad de los recursos que adoptó. Ocurrió un día que unas personas a caballo, encargadas de prenderle, pasaron junto a unos matorrales donde se había guarecido, y estuvo a punto de ser descubierto; entonces el perseguido consideró las fatigas y trabajos a los que durante tanto tiempo había recurrido, calculó el mezquino placer que podía aguardar de semejante vida, y se preguntó si no sería mejor franquear el paso de una vez que permanecer constantemente sufriendo trances tan duros. Después él mismo llamó a los que iban en su busca, descubrió el escondrijo y se abandonó voluntariamente a su crueldad para evitarse una pena más dilatada. Lanzarse sobre las manos enemigas es un proceder algo extraño; de todos modos lo considero preferible a permanecer sumido en la fiebre continua de un mal que carece de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse están llenas de inquietud e incertidumbre, mejor es prepararse con serenidad a cuanto pueda sobrevenir y consolarse pensando que también entra dentro de lo posible que la desdicha no sobrevenga.