Eran las cinco de la tarde cuando Manuel y sus compañeros oyeron abrir la portezuela y enseguida la orden de salir. El conductor y su ayudante arrastraron de los pies a quienes tuvieron a su alcance, y se valieron de un gancho sujetado a una vara para sacar el resto. Pronto confirmaron el estado lamentable del grupo. La mayoría salieron entumecidos, mareados, desorientados por completo y, a pesar de que el sol había bajado, tampoco toleraban la intensidad de la luz. Se sentían tan maltratados que algunos no podían ni moverse. Quienes lograron ponerse de pie apenas se sostenían apoyados unos en otros. Algunos se tendieron bocabajo para calmar las mataduras en la espalda.
Nada más salir, Manuel se enteró de que quedaba un hombre adentro, mudo y rígido, y fuera del alcance de la vara. En vista de que nadie acudía a socorrerlo, se ofreció de voluntario. Sin embargo, al asomarse de nuevo a la caverna de metal lo detuvieron los mismos humores fétidos que respiró durante tantas horas. Trató de retroceder, pero en esas lo empujaron, y lo siguieron empujando hasta alcanzar el objetivo. Cuando confirmaron que el viajero tenía vida, le echaron agua fría y lo recostaron contra un tronco como muñeco de Año Viejo.
Momentos después el conductor salió al encuentro de dos hombres que llegaron en un vehículo. Luego de hablar y bromear con ellos, regresó con el anuncio de que cada uno debía entregar una cuota de veinte dólares. Se trataba, según dijo, del dinero que había pagado al oficial por permitirles continuar el viaje. Maltrechos como estaban, y sin ánimo de pleito, los viajeros extrajeron de sus escondites corporales los billetes estrujados para pagar la cuota.
Apeñuscados como gallinas en guacales, continuaron en un camión hacia Cananea, estado de Sonora, hasta entonces el sitio más cercano a la tierra prometida. Al llegar al paraje convenido se detuvieron frente a una enramada, donde luego de una merienda ligera se acostaron a dormir.
La mañana siguiente Manuel se acercó a una alberca para quitarse el sudor apelmazado. Algunos compañeros empezaron a hacer lo mismo, hasta que alguien notó el hervidero de gusanillos que subían a la superficie doblándose por la mitad.
—Son gusanitos maromeros —avisó una muchacha que los conocía.
—¡Gusarapos! —concluyó otra mientras se echaba agua—, ¡no hacen nada!
Poco después escucharon la orden de marchar; había llegado el momento de conquistar terreno a pie. Bordearon cercas, avanzaron por caminos engañosos y atravesaron laderas rodeadas de árboles cuyas ramas parecían saltarles al camino. Al principio creyeron estar en una región desolada, pero pronto notaron las huellas de caminantes anteriores.
La meta inicial era Los Toldos, un sitio recóndito que de un pequeño conjunto de puestos de comida había pasado a ser un nutrido bazar de toldos desteñidos, letreros mal escritos y vendedores en continua algarabía. Los viajeros recién llegados se distinguían de los demás por las huellas frescas del sufrimiento, y porque siempre se veían asustados. Su abatimiento reflejaba no solo el grado de pericia de los coyotes —los hombres encargados de cruzarlos la frontera—, sino la ruta escogida para llegar allí.
En ese ambiente los inmigrantes eran una especie de carnada para los timadores y oportunistas que se mantenían al acecho. Estaban divididos en dos grupos: los novatos, por lo general más atrevidos y pendencieros; y los duchos, gente de piel curtida por el sol que operaba sin la zozobra de los primeros. Se consideraban perros viejos acostumbrados a ladrar sin moverse de sus puestos. Preferían el apelativo de «polleros», que sugería el cuidado de sus pollos, al de «coyotes», que implicaba devorárselos.
La vida en Los Toldos giraba alrededor del cruce clandestino de la frontera. Todo lo que allí se comerciaba servía ese objetivo: zapatos deportivos, gorros de tela y sombreros de ala grande; ungüentos, esparadrapo y curas; aceites protectores y cremas para las peladuras; colchones sudados para descansar algunas horas; pollo al carbón con una capa de polvo por encima; ristras de chorizos colgadas de las barandas; panes de colores llamativos; bebidas, galletas y enlatados; amuletos contra las mafias, contra la migra, contra los hechizos.
—Lleve el remedio pa la cursera —le ofreció un vendedor mientras enseñaba varias tabletas diminutas envueltas en un trozo de periódico.
—¿Para qué? —preguntó Manuel, sorprendido.
—¿Qué? ¿No sabes? Con lo mal que te alimentas y el miedo que llevas por dentro, se te van a aflojar las tripas. Mejor échate un par. Lo peor que te puede pasar es que te coja la migra con el culo pelado detrás de un chaparral.
—Pues yo tengo fe en que nada me va a pasar —replicó Manuel mientras se alejaba.
Por dondequiera que caminaba encontraba corrillos de gente conversando sobre sucesos migratorios cuyo final, trágico o feliz, era imposible predecir. De todos los temas se arrancaban enseñanzas: que no se aparten de los coyotes ni crean sus amenazas; que lleven zapatos resistentes y agua en abundancia; que no se hagan los valientes si no quieren morir primero. Y recordar que cerca de Puebla hay un rancho donde la gente habla con acento extranjero. Pueden decir que son de allá si los detiene la migra.
En Los Toldos, los rumores se transformaban en historias verdaderas de tanto repetirse, y las historias verdaderas se convertían en rumores tras el mismo camino regresivo. Era un mundo en el que nadie revelaba su origen, nadie hablaba de cuándo partía ni con quién andaba. Abundaban, eso sí, los espías y soplones. La información necesaria para el funcionamiento de aquel servicio se obtenía mediante ellos. Los policías federales mexicanos tenían espías para conocer los negocios de los coyotes; los asaltantes tenían espías, los coyotes tenían espías, los espías tenían espías.
—Aquí, el que busca pasar pasa, si es que de veras quiere. Si no es con un pollero, entonces es con otro —dijo un hombre de risa burlona.
Entre todos, si no ganaba dinero uno, lo ganaba el otro, pero eran siempre ganadores. ¿Y los viajeros? Los viajeros eran siempre perdedores.
Manuel no dejaba de asomar la cabeza en puestos y corrillos en su afán por comunicarse con su esposa. En esa búsqueda llegó a un grupo en el que se hablaba de los peligros que acechaban en el camino.
—Es un milagro si no te asaltan —advirtió un veterano de piel ajada, que había sido coyote cuando todo era más fácil—. Lo mejor es llevar lana suelta y lanzarla sin chistar.
Un hombre que vendía refrescos desde dos termos gigantes terciados a la espalda se metió en la conversación.
—Y las mujeres que vienen solas más vale que se busquen un marido durante el viaje o si no se las van a echar —dijo, soltando una carcajada que terminó en ataque de tos.
—También se aprovechan los choferes —aseguró el coyote veterano.
—Con que esas tenemos —dijo alguien en el grupo.
—Pues sí —añadió el hombre de los refrescos, sin reparar quién lo escuchaba—. Los choferes les dan un pitazo a los federales cuando llevan pollos escondidos. Los federales salen al camino, les meten un pinche susto y luego mandan unos cuates a recibir la mordida. Me lo contó mi primo, que maneja un autobús por estos lares.
—Eso no es nada —añadió un comerciante que lo había escuchado todo—, espera a que estés al otro lado y verás que muchos te odian sin siquiera conocerte.
Manuel sintió un torrente de rabia que lo llevó a apretar los puños. Sacudió la cabeza en señal de repudio, y continuó buscando la forma de hablar con su esposa. La dueña de un puesto de comida le ofreció, mientras blandía un cuchillo carnicero, comunicarlo donde fuera por un precio exagerado. Manuel aceptó sin regatear, justificando el gasto por la urgencia del momento. Estuvo marcando una serie de números que según ella eran correctos, pero que en ningún momento lograron conectarlo.
Se disponía a alejarse del lugar cuando la vendedora lo increpó:
—¡Órale, güey, si son diez dólares!
—¿Y cómo voy a pagar sin haber hablado nada? —replicó Manuel.
—¿Que no vas a pagar? ¡A ver la lana! —gritó la mujer al tiempo que estrellaba el cuchillo contra la mesa.
Alertada por el bullicio, la gente empezó a agruparse a su alrededor. En medio del nerviosismo, Manuel oyó a dos hombres que hablaban a su espalda.
—¿Si no la suelta?
—Se la quitamos.
—¿Si se defiende?
—Lo madreamos.
—¿Y si sale bravo?
—Lo pelamos.
De repente un gordo corpulento de pelo erizado y mirada maliciosa salió de un cuchitril contiguo esgrimiendo el enorme poder de su armazón. Era el hijo de la dueña. Un mechón puntiagudo en la barbilla le había ganado el remoquete de Chivo. Su rostro esbozaba una sonrisa burlona con la que parecía recoger la aprobación de los suyos. Le bastaron dos zancadas para quedar frente a Manuel.
Para el Chivo, una pelea no era más que un cambio de rutina. Para la población estacionaria de Los Toldos, era el único momento de diversión. Enseguida comenzaron las apuestas. Conociendo la reputación del Chivo, no había duda del desenlace; la única variable residía en la duración de la contienda. Sin embargo, pronto confirmaron que el Chivo nunca había peleado contra alguien como Manuel, y que Manuel nunca había peleado contra alguien como el Chivo, porque Manuel nunca había peleado.
Era una pelea primitiva. Antes de que el visitante tomara una pose defensiva su adversario le asestó un golpe de rodilla que le bajó el color del rostro y lo dejó mordiendo tierra. Manuel buscó ponerse de pie, pero el Chivo lo arremetió a puñetazos que solo cesaron tras la intervención de la gente. No lo hicieron por compasión: les preocupaba que terminara demasiado pronto la contienda. Luego de una pausa cargada de gritos y rechiflas, el hombre reanudó el ataque. Esta vez Manuel se alistó a recibirlo igual que a los chivos agresivos de su tierra: valiéndose de su impulso para hacerle perder el equilibrio. En medio de la algarabía, con el fuego del sol encendiéndole las mejillas, agarró al atacante por los brazos y lo lanzó contra una mesa de comida. Trastes, moscas y escupitajos saltaron por el aire. Las apuestas empezaron a cambiar a favor del forastero.
El Chivo se frotó el cabello con las manos, escupió en el suelo varias veces y, agitando los brazos, se dirigió a su contrincante:
—¡Ahora sí que te vas a la chingada! —le gritó.
Había cambiado su risa burlona por una mueca de furor. En cuanto estuvo cerca de Manuel, le asestó un golpe en el rostro que lo lanzó de lleno al suelo, dejándole un rodete encendido en el pómulo. Dos hombres lo ayudaron a pararse en tanto que la gente gritaba enardecida.
Tan pronto los apostadores notaron sus escupitajos rojos, corrieron a animarlo. Lo sentaron sobre una artesa volcada, le echaron agua sucia, le pasaron un trapo grasiento por el rostro y, entre risas y palmoteos, se lo soltaron de nuevo al Chivo. Bastó un solo golpe en un costado para que Manuel cayera contra un recipiente de basura. Ya seguro de su triunfo, el atacante pasó a extasiarse con el clamor de sus amigos. Manuel tenía la vista apagada, la boca pegajosa, y las risas y los gritos de la gente le llegaban en burbujas como si estuviese bajo el agua. Un hilo de sangre le manchaba la camisa. Sin embargo, un instinto de fiera desafiante se apoderó de él. Tras una breve pausa logró incorporarse y, con el valor temerario de quien rechaza un agravio, encaró a su rival. Quería confrontar, no esquivar, al enemigo. Los asistentes redoblaron los aplausos. Las apuestas siguieron aumentando a favor del forastero.
El Chivo arremetió enfurecido, y Manuel aprovechó su impulso de bestia lerda para lanzarlo de bruces contra un poste. Un crujido de huevo estrellado enmudeció a la audiencia. El agresor quedó tendido en el suelo, y solo después de una descarga de agua logró ponerse de pie. Agitó los brazos, succionó saliva y, haciendo una mueca de dolor, escupió un diente por entre sus labios espumosos. La pieza cayó en medio de un rodete de sangre. Era, en efecto, una pelea primitiva.
De repente los gritos de la gente se tornaron angustiosos: «¡Que así no, que no lo dejen, que lo mata!». Habían visto al perdedor enderezarse la nariz con la punta de los dedos, agarrar el cuchillo carnicero de su madre y lanzarse furibundo contra la humanidad del rival. Los ojos de Manuel, apagados por los golpes, no lograban enfocarlo. Aun así, distinguió en la distancia el reflejo del cuchillo. Viéndose sin tiempo de detener la muerte, alzó los brazos en un último esfuerzo defensivo.
—¡Nooo! —alcanzó a gritar.
La explosión repentina de un disparo de revólver paralizó la acción.
—¡Cálmate ya, pinche cabrón! —gritó entre la humareda de pólvora el hombre de los termos de refresco. Había disparado al aire para impedir un desenlace que, según explicó después, sería fatal para el negocio.
Y, entre palmoteos y ovaciones, entre risas y clamores, entre pérdidas y ganancias, se dio por terminada la función. Cuando Manuel se alejaba del lugar, un apostador complacido con su botín le embutió un puñado de billetes en el bolsillo de la camisa. Manuel trató de rechazarlo, pero sus brazos no le obedecieron. Apenas tuvo fuerzas para llegar a su sitio de descanso.
Ya por fin tendido en su colchoneta, aturdido, adolorido y triste, cuando parecía que nada podía sumarse a las incidencias del día, escuchó en la penumbra la voz inconfundible de un paisa colombiano: «Ay, ¡qué triste es amar sin ser correspondido! —exclamó el hombre, en son de trovador—, ¡pero más triste es acostarse sin haber comido!».