Poco antes del mediodía la tripulación elevó el ancla y el pesquero empezó a desplazarse. A la izquierda de Elvira, recostado a un cajón de madera, viajaba un hombre cuya mirada revelaba el susto de estar allí. A su derecha, un joven de cabello teñido de púrpura y cejas depiladas conversaba en voz baja con otro de corte de pelo a ras. Y, sentada frente a ella sobre un trozo de cartón, una señora abrazaba a un jovencito que lucía zapatos deportivos color rojo encendido. La señora avanzaba un rosario entre sus dedos mientras oraba con el fervor de quien busca conjurar una desgracia. Tan pronto se percató de Elvira, la mujer abrió un espacio a su lado y la convidó a sentarse.
—Ven, me llamo María. ¿Quieres rezar conmigo?
Animada de ver a alguien en comunicación con Dios, Elvira aceptó la invitación. Poco después se acercaron otros viajeros, y entre todos formaron un grupo de oración cuyas voces hacían eco en la cavidad de acero. En su fe labrada en un catolicismo antiguo, María terminó los misterios gozosos y continuó recitando letanías y responsos con ingente rapidez y a ojos cerrados. Sus seguidores respondían al unísono con «amén» y «ora pro nobis» mientras el resto de los viajeros en la bodega les otorgaba el respeto del silencio.
Elvira recordó entre sus lecturas de juventud los Cuentos de Canterbury, libro en el que los integrantes de un peregrinaje medieval al norte de Inglaterra buscaron aliviar el hastío de su viaje compartiendo sus historias. Quiso entonces distraer la tristeza colectiva con una idea similar que los tomó por sorpresa.
—¡A ver! —exclamó mientras estrellaba con fuerza las palmas de sus manos—. ¿Por qué no nos contamos un poco de lo que nos trajo aquí?
Elvira no pudo evitar que el timbre de su voz la delatara: detrás de su aparente entusiasmo acechaba el dolor de haber dejado a su familia. Se necesitaron varios segundos para que el grupo superara la sorpresa, y ella recuperara el aliento. Algunos viajeros movieron la cabeza en señal de aprobación. Otros confirmaron su interés acercándose a escuchar.
Habló primero el hombre que viajaba recostado sobre el cajón de madera. Al ponerse de pie resaltaron su figura maciza y sus manos fuertes y callosas. Les asombró la rapidez con que pasó de un silencio triste al interés por compartir su historia.
—Me llamo William —dijo— y busco mi lugar en otras tierras porque en mi país no lo he encontrado. Soy carpintero y constructor, pero voy dispuesto a trabajar en lo que sea.
Contó que al no conseguir trabajo decidió seguir los pasos de su padre, radicado en Chicago desde hacía varios años. Era su segundo intento de emigrar.
—En el primero —continuó diciendo mientras se apoyaba en una viga de acero—, el barco en que viajaba se quedó a la deriva y los tripulantes se fugaron. De milagro nos rescató un buque carguero que pasó cerca.
—¿Y aun así le quedaron ganas de volver? —preguntó uno de sus compañeros.
—Sería más triste quedarme estancado sin salir a buscar suerte. En el juego de la vida uno puede ganar o perder, y yo lo que quiero, al menos, es poder jugar.
Enseguida tomó la palabra una mujer que se había acomodado cerca de ellos.
—Mi nombre es Edilma, y a mí me sucedía lo mismo. Me sentía estancada en la vida que llevaba y llegó el momento en que tenía que hacer algo.
Dijo que era maestra en un pueblo del Cañar y que su salario no le alcanzaba para mantener a sus hijos. Además, no solo estaba el problema de subsistir; era que tampoco le quedaban fuerzas para compartir las penas de tantos alumnos que la migración había dejado sin sus padres. Tras una breve pausa, agregó:
—Son niños sin nadie a quien mostrar una calificación sobresaliente, niños que reciben la Navidad sin un abrazo de sus padres. Nosotros los maestros damos lo que podemos, pero al final resulta insuficiente. Lágrimas, es todo lo que hay. Lágrimas al comenzar las clases, en el momento del recreo, a la hora de la salida. Tantas lágrimas que a mí como maestra no me quedaba espacio para derramar las mías —agregó entre sollozos.
Si bien las pisadas en la cubierta superior habían disminuido, el rugido del motor y su humareda insalubre perturbaban el ambiente. De fondo se escuchaba también el sonido de gente carraspeando, gente acomodándose en sus puestos.
Habló después María, la devota. Contó que viajaba con su nieto, de quien se había hecho cargo desde hacía ocho años. Había retomado el papel de madre sin tener la juventud, y ahora batallaba con un niño que imploraba cada día el regreso de sus padres, ayudándolo a calmar un dolor que no sanaba.
—La historia de mi hija es la de tantas muchachas que sufren el vacío del esposo ausente —continuó—. Lo más triste es que tarde o temprano circulan los chismes sobre el mal comportamiento de la persona que quedó atrás. Entonces el que se fue ya no manda dinero, sino un poder.
—¡Es el diablo, que insiste, y la otra, que no resiste! —irrumpió entre risas uno de los viajeros.
María hizo caso omiso de la impertinencia del hombre y continuó:
—El problema es que aquí tomaron la costumbre de solucionarlo todo con un poder. Mandan un poder para comenzar el divorcio, para repartir los bienes, para imponer sus caprichos. Yo le dije a mi hija que se fuera a buscar a su marido antes de que le llegara el poder y se desbaratara todo. Me quedé a cargo de mi nieto, pero llegó el momento de entregárselo a sus padres en el propio Nueva York.
La joven que Elvira había visto bajar a la bodega propuso luego contar lo suyo. Por su evidente fogosidad, parecía ansiosa de revelar su historia.
—Me llamo Maritza —dijo con su voz aflautada de chiquilla—, y este viaje es el regalo de cumpleaños de mi abuela.
—¿Regalo de cumpleaños? —preguntó alguien en el grupo.
—Sí, el mejor de mi vida.
Maritza se despejó el cabello de la frente antes de proseguir.
—Verán, mi padre pensaba que yo había resultado de una infidelidad y nos abandonó cuando nací. Él decía que se había ido por honor, y mi madre que se había ido por terco. Me dieron en adopción, pero luego mi madre, arrepentida, pidió que me devolvieran. De todos modos, terminé con un apellido diferente al de mis hermanos, y ellos nunca me aceptaron. Con el tiempo me convertí en una arrimada en mi propia casa.
»Sufrí muchos desprecios, pero lo peor empezó una tarde que regresé del colegio y mi hermano mayor trató de subirme la falda. Yo ya estaba grandecita y me defendí como pude. Luego corrí a decírselo a mi madre, pero ella no me creyó, ni esa ni las demás veces que el hombre intentó lo mismo. Por último, se lo conté a mi abuelita, y ella sí me creyó. De ahí en adelante se las arreglaba para aparecerse de la nada cada vez que el infeliz venía a acosarme.
»Ella le daba un pellizco retorcido que lo hacía fruncir del dolor, y a mí atacarme de la risa. Una madrugada llegó tomado de una fiesta y subió a meterse a mi cuarto. Cuando se agachó a escarbar debajo de mis cobijas, entró mi abuelita y le descargó un zapatazo en la cabeza que lo hizo mugir como una vaca. Yo me levanté muy asustada, pero ella me tranquilizó. Desde entonces no me dejó sola ni un instante y hasta se inventó un pretexto para venirse a dormir conmigo.
Maritza se quedó pensativa, en tanto que sus ojos expresivos recogían las miradas de la audiencia. Sin perder el hilo de la historia, continuó:
—El día que cumplí dieciséis años mi abuela anunció que de sus ahorros me tenía un regalo para que yo buscara mi felicidad en otra parte. También me dijo que así ella no volviera a verme, igual moriría tranquila sabiendo que yo iba a progresar. Entonces nos abrazamos y lloramos juntas, como lo hicimos de ahí en adelante hasta la mañana de mi partida. Eso sí, le dejé a mi madre una carta de veinte páginas empapadas en lágrimas, en las que descargué todo el dolor acumulado. Y aquí estoy.
* * *
Elvira regresó al convento el sábado siguiente. Junto con la monja encendieron la vela, bajaron las gradas, esquivaron los ratones, hicieron chirriar la puerta y de un tirón a la cuerda iluminaron de nuevo el tesoro resguardado.
Esta vez Elvira se dirigió a la sección de libros en español. Teniendo en cuenta los cuidados aprendidos en la visita anterior, extrajo nuevos volúmenes, contempló grabados y leyó atenta títulos y autores.
Memorias para la historia de la virtud, sacadas del diario de una señorita, Alcalá, año de 1792; Tratado de la vanidad del mundo y de meditaciones devotísimas del amor de Dios, por el M. R. P. FR. Diego de Estella, de la Orden de San Francisco. Madrid, Imprenta de don Pedro Marín, 1775; Discurso sobre la historia universal para explicar la continuación de la religión y las varias mutaciones de los imperios, Madrid, Andrés Ortega, 1767.
De repente cerró el ejemplar que tenía en sus manos y señaló hacia el rincón.
—¿Ahora sí puedo ver lo que hay en el baúl?
—A su tiempo, hija. A su debido tiempo. Antes debes saber sobre otro tema.
Al decir esas palabras la monja se dirigió a la sección de textos en latín, sacó un ejemplar tamaño folio y leyó en voz alta:
—Index Librorum Prohibitorum. Lista de libros prohibidos —tradujo—. Como puedes ver, este es un ejemplar impreso en 1564.
Sor Felisa regresó el libro a su lugar y tomó una versión del mismo en castellano: Índice último de los libros prohibidos y mandados a expurgar: para todos los reynos y señoríos del católico rey de las Españas, el señor don Juan Carlos IV. Año de 1790.
Mientras Elvira hojeaba el pesado tomo, sor Felisa le habló de su contenido.
—Es una lista de libros elaborada por el Santo Oficio y que fue actualizada a través de los siglos. Incluso en la época en que hice mi noviciado todavía se publicaba.
Movida por la curiosidad, Elvira leyó algunos títulos de la lista prohibida: Fabulas, de La Fontaine; Ensayos, de Montaigne; Pensamientos, de Pascal. La monja extrajo luego una versión más reciente de la lista prohibida y se la pasó a la visitante: Gran diccionario universal, de Larousse, encontró Elvira al abrir sus páginas.
—¿El diccionario Larousse? ¿El que usamos en el colegio? —preguntó, sorprendida—. ¿Por qué eran prohibidos?
—Era un esfuerzo de la Iglesia por reprimir libros que atentaran contra la fe y la moral.
Elvira continuó repasando títulos de la lista hasta que preguntó alarmada:
—¿Madame Bovary? ¿Era pecado leerlo?
—¡Ay, hija! Por eso te digo que debes esperar hasta conocer toda la historia. Pero te adelanto que algunos autores como Miguel Servet y Giordano Bruno fueron condenados a la hoguera a causa de sus escritos. La Inquisición también intentó destruir sus obras, pero de milagro se salvaron algunos ejemplares que aún se conservan y, claro, hoy son una reliquia.
—¿Y esos libros están aquí?
—Ya lo sabrás, hija. A su debido tiempo.
Elvira cayó en la cuenta de que se acercaba la hora de partir. Sin embargo, sor Felisa le arrebató cualquier intención de irse mencionándole otra obra. Apoyada en los hombros de la joven alcanzó un ejemplar tamaño cuarto y le enseñó el título: Fama y obras posthumas del Fénix de México, Dézima Musa, Poetisa Americana, Sor Juana Inés de la Cruz, 1704.
—Sor Juana Inés era la persona más amante de los libros que se haya conocido —dijo sor Felisa, con aire de tristeza.
—¿Y aun así entró al convento?
—Justo por eso entró al convento.
—¿Para estudiar más?
—Estudiaba lo que podía.
Elvira se había puesto de pie anticipando su partida, pero ante el presagio de que la historia la iba a cautivar se sentó de nuevo. La monja tomó el ejemplar en sus manos, repasó algunas páginas, lo orientó hacia la luz y continuó su relato:
—Todo parecía ir bien hasta que la madre superiora le pidió que comentara sobre un sermón escrito años atrás por el obispo de Puebla, su superior en ese entonces. La religiosa aprovechó la oportunidad para expresar su entusiasmo por el estudio. El obispo le envió entonces una misiva que en realidad era una orden disfrazada de consejo: debía dejar los asuntos seculares y dedicarse exclusivamente a temas sagrados. Fue cuando sor Juana Inés escribió su famosa Filotea, un razonamiento epistolar que cambió su suerte. Pero, vamos, niña, mejor leamos un aparte.
Sor Felisa apartó la tira amarilla de papel con que señalaba el comienzo de la Filotea. Alzó el libro a la altura del pecho, avanzó algunas páginas y, con una agilidad que sorprendía a sus años, comenzó a leer en voz alta:
Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio. Una vez lo consiguieron con una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder de ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cabe debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque, aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios creó, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal.
Como si atrapara una mariposa, sor Felisa presionó una palabra con el índice y le pasó el libro a Elvira.
—Lee tú ahora, hija, que a mi edad ya me canso de la vista.
La joven se disponía a leer cuando la monja agregó:
—Lo consiguieron. Es lo triste de la historia.
—¿Consiguieron qué, hermanita?
—Alejarla del estudio. Pero lee, hija, lee.
Y Elvira leyó:
Pues ¿qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y fríe en el aceite y, por el contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluido basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria… Por no cansaros con tales frialdades, que solo refiero por daros entera noticia de mi natural, y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Lo dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir, viendo estas cosillas: si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.
—¡Qué ocurrencias! —exclamó la hermana, que volvió a colocar la tira amarilla en su lugar y regresó el libro al estante.
—Aquí estarán estos libros para que los atiendas si te vienes con nosotras. Serás una madre ejemplar para ellos —dijo. La monja atrapó las lágrimas que rodaban por sus mejillas y añadió—: Yo ya voy camino hacia el Señor y no quisiera dejarlos desamparados.
Elvira llegó a casa con las vivencias de la tarde dando vueltas en su cabeza. En razón al llamado vocacional que ya sentía, midió con cautela las implicaciones de tomar el paso de visitante del convento a oveja en su rebaño. En las semanas siguientes continuó su acercamiento con la hermana Felisa y se familiarizó con el resto de la comunidad religiosa que para ese entonces la recibía como a una de las suyas.
Sintiéndose ya segura de sus planes, decidió abordar el tema con su madre.
—¿Que quééé? —preguntó María Paz, soltando un grito que estremeció la casa—. ¿Te has vuelto loca?
—Madre, allí todo es tan lindo, y voy a aprender muchas cosas.
—Pues más aprenderás si te vas a estudiar a Guayaquil. Ya sabes que allá está tu futuro y punto.
—Pero es que yo siento la vocación por dentro.
—¿Sí? ¿Y dónde quedan los sacrificios que hemos hecho por ti?
Tras esas palabras, María Paz se cubrió el rostro con las manos y se fue a llorar a su habitación.
—¡Eres una malagradecida! —le gritó antes de entrar, dando un portazo.
Al final, no fue María Paz quien apartó a Elvira de la devoción enclaustrada. Fueron las fuerzas del destino que, tal como lo decía sor Felisa, arrastraban a las jóvenes en dirección opuesta.