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Al día siguiente de la pelea en Los Toldos, a una hora en que el sol había mermado, el grupo de Manuel tomó camino en dirección a la frontera. Eran doce hombres y seis mujeres enfrentados a los rigores del desierto, conscientes de que el menor descuido podría ocasionar una tragedia. Así lo advirtieron los tres guías nuevos que tendrían en sus manos la suerte de Manuel y sus compañeros.

—¡Aquí se hace lo que ordenamos o, si no, en el mero camino se desmadran! —les gritó uno de ellos.

Cada uno de los guías llevaba un sarape colgado al cuello, una mochila con provisiones y un gorro de trapo por el que asomaban mechones de pelo disparejos. El jefe, un hombre menudo, de cuerpo ágil y mirada penetrante, solía desplazarse con un derroche de energía prodigioso. Nunca se lo advertía quieto ni agotado y, cuando se detenía para hablar, parecía estar saltando. Mostraba un pecho cóncavo y un tatuaje borroso en el cuello que se extinguía tras la mugre de la piel. Presentaba también numerosas marcas en el cuerpo que insinuaban cicatrices de peleas y que en realidad eran rasguños mal cuidados de chamizos y cercas de púa que cruzaban en el camino. Por su comportamiento los viajeros llegaron a pensar que poseía algo de zorro y algo de serpiente, y que utilizaba ambas facultades para manejar cada situación a su ventaja.

El segundo era un individuo flacuchento, de mirada quieta y hablado socarrón, tan pausado en lo poco que decía que a menudo su jefe debía hablar por él. Cargaba un revólver detrás de la cintura, donde quedaba de más fácil acceso al enemigo. Solía mover un palillo de lado a lado de la boca cuando hablaba y, al quitarse el gorro para secarse el sudor, dejaba ver los vestigios de un garrotazo que bien pudo haberlo matado. Acostumbraba a hablar chupándose los dientes y escupiendo a los pies de sus escuchas. Los viajeros lo encontraban repugnante.

El último era un hombre de facciones indígenas y aspecto imperturbable. Solía detenerse a contemplar flores e insectos, y a menudo se lo veía olfatear, probar y hasta untarse de plantas o animales sin que nadie supiera su propósito. Manuel comprobó que era él quien conocía bien el terreno y dedujo que su vida útil con el grupo terminaría cuando los demás adquirieran su destreza.

Partieron al final de la tarde, con lo que evitaban el calor en sus peores horas. Cuando la tierra perdió el tinte del sol para adquirir el de la luna, tuvieron por compañía los sonidos de búhos y coyotes que recrudecían el susto. En preparación para el viaje, Manuel tuvo en cuenta una advertencia que escuchó en Los Toldos: cuanto más lleve, menos avanza; cuanto menos lleve, más rápido perece. En su mochila cargaba, además de algunas ropas y zapatos de repuesto, agua, latas de pescado, dulce de guayaba y un surtido de panes aplastados.

Al amanecer del día siguiente buscaron un refugio para dormir y, cuando el sol ya se ocultaba, retomaron el camino. Esa noche el guía del revólver se quedó rezagado detrás de una de las mujeres, hasta que la tumbó de un zarpazo detrás de un matorral. Se oyeron gritos, seguidos por el ruido de un disparo. Manuel había escuchado decir que, por más de que los guías amenazaran, no tenía sentido para el negocio matar a su clientela. La joven apareció poco después, pálida y llorosa. Detrás de ella venía el hombre con los pantalones en una mano, el revólver en la otra y maldiciendo sin cesar. Manuel condenó el atropello a su compañera y reafirmó una vez más la necesidad de cancelar el viaje de su esposa.

Entrada la nueva mañana, los viajeros se detuvieron al lado de un barranco, donde dieron fin a otra jornada de camino. Manuel sentía la piel pegajosa y la necesidad urgente de un baño de cuerpo entero. Luego de consumir una lata de pescado puso su mochila de cabecera y se tendió a dormir sobre el rastrojo. Fue cuando escuchó un siseo sospechoso entre la maleza.

—¡Es una culebra de cascabel! —gritó el jefe de los guías en cuanto supo del peligro.

Manuel temía que un solo movimiento fuera la muerte. El hombre hurgó en la vegetación con su machete hasta escuchar al animal que huía bajo las hojas. Decidieron buscar refugio en otro sitio.

Ya al final de la tarde reanudaron el avance. Con frecuencia encontraban evidencias de los peligros que acechaban: pieles desgarradas, huesos blanqueados, despojos de víctimas y predadores por igual. Al día siguiente Manuel aprovechó una pausa para acercarse al guía considerado repugnante.

—Oye, ¿falta mucho para llegar? —le preguntó.

—¡Falta un chingo! —contestó el hombre sin mirarlo.

Manuel comprendió que sus palabras le estorbaban. Sin embargo, insistió:

—¿Y sí alcanzamos a llegar casi sin agua y sin comida?

—¡Pues dejen de tragar y beber tanto!

Midiendo el riesgo de su intrusión, Manuel intercaló un momento de silencio antes de pasar a otra pregunta:

—¿Y usted no se cansa de este trabajo?

—¡Qué te traes, bato, pues mira que no! Ser pollero tiene sus ventajas —dijo el guía mientras lanzaba una mirada en dirección a las mujeres—. ¿No ves que nosotros cuidamos a las pollitas? —agregó, soltando una carcajada discordante.

Manuel sintió una descarga de ira al recordar la agresión contra su compañera.

—Pues ya ves que a la fuerza no se vale —se atrevió a decir.

El guía dio media vuelta y con voz áspera respondió:

—Órale, güey, ¿qué chingados vas a saber tú? Por estos lares son las únicas mujeres con que me topo. Pero eso sí, yo siempre trato de conquistarlas primero.

—¿Conquistarlas? —replicó Manuel, sin disimular su disgusto.

—Sí, conquistarlas. Como que me llamo Tabo. Les hablo bonito, les hago compañía, y como después no las vuelvo a ver, pos nomás hay una chanza pa’l acostón.

La voz del guía se tornó escabrosa. Descargó el peso de su cuerpo en el otro pie, aclaró la garganta y empezó a zarandear en la boca la palabra «enamorado».

—Ya te cuento, bato. Me he enamorado en cada viaje. Me he enamorado, aunque a veces me quedo sin saber cómo se llaman. Y así no me lo creas, todavía sigo enamorado de ellas.

El hombre se apartó sin levantar la mirada. De pronto giró el cuerpo y, con voz resquebrajada, añadió:

—Para mí todos los viajes son iguales. Lo único que cambia son las morritas. Pero algún día se va a quedar una conmigo, y ahí sí que dejaré de caminar bajo estos soles de madre.

Al flagelo del calor se sumaba el acoso de los insectos, que los obligaban a darse palmadas de cazador tardío sobre brazos y mejillas. Aparecieron los primeros chamizos errabundos, que en su afán por huir de la desidia terminaban atrapados en los cactus. También las huellas de viajeros anteriores se hicieron más notables: ropa, zapatos, botellas, envolturas. Varios caminantes preguntaron ansiosos cuánto faltaba para llegar.

—¡Ya dejen de chillar! —gritó el jefe en la distancia—. ¡Pa qué se las dan de picudos si a la mera hora valen madre!

Entraron a un paraje donde los árboles se habían ido desde hacía muchos siglos y solo quedaban los saguaros prendidos de la mano cual familias de paseo. El sol disparaba fogonazos de calor que reverberaban en el suelo mientras Manuel avanzaba taciturno y agobiado. A la par de los suplicios corporales lo azotaba la tristeza. Añoraba la vida que había dejado atrás, y su mente se inundó de dudas sobre su decisión de partir. La ropa le estorbaba, el sudor lo fastidiaba, la pesadez en los ojos le obstruía la visión. Cansado de tantos soles sin sombra, su cuerpo le pedía con urgencia un baño de río. Angustiado, se cuestionaba en silencio si sus fuerzas le alcanzarían para llegar a la meta.

* * *

Al final del carnaval Elvira y Manuel andaban chapaleando en el amor con tal furia que les fue fácil abordar el tema de juntar sus vidas. Concluyeron que solo necesitaban escoger la fecha y anunciarla. Fue entonces cuando Elvira se atrevió a contarle a su madre de sus planes. Lo hizo ensanchando la verdad a medias con que había justificado sus ausencias de los domingos: que estaba aprendiendo a tejer, que se había enamorado y que se iba a casar.

—¿Que quééé? —gritó María Paz en cuanto su hija pronunció la palabra de la discordia—. ¿Que te vas a casar?

—Es que nos queremos y hemos tomado esa decisión.

—Ya suponía que algo te pasaba, pero nunca imaginé semejante burrada.

—Madre, yo también tengo derecho.

—Pues más derecho tengo yo a protegerte de tus majaderías. Primero, fue el convento, y ahora te vienes a enredar con un cualquiera. ¿Dónde quedan los sueños que tenemos contigo?

Elvira guardó silencio mientras las palabras de su madre giraban en su cabeza. Poco después, valiéndose de las fuerzas inspiradas por el amor, le respondió con voz firme:

—Pero, madre, es que yo soy la que sueño mis propios sueños.

—¿Y qué te ofrece ese hombre luego?

—Ya ves que tiene mucho que ofrecer —replicó Elvira—. Lo de él son sentimientos, no cosas materiales. Son puros sentimientos.

—¡Déjate de tonterías, Elvira! ¿Y dónde queda tu futuro? Hemos conversado ya de esto y te lo vuelo a decir: te vas a estudiar a Guayaquil.

—No, madre, no me voy.

—¿Y qué buscas entonces? ¿Repetir mi suerte? Pues si te quieres arruinar, arruínate, pero olvídate de que tienes madre. ¡Haz cuenta de que no existo!

La frustración de Elvira había alcanzado un punto de ebullición que exigía escape. Con el rostro encendido, la mirada severa, lanzó un grito que estremeció las paredes.

—¡Pues me voy a largar de esta casa! —replicó enfurecida.

Era la primera vez que alzaba la voz de esa manera. Un silencio engorroso se apoderó del ambiente. Esperaron algún suceso imprevisto que superara el atasco, pero los segundos transcurrieron sin el cambio deseado. En sus desavenencias anteriores optaban por dirigirse a sus alcobas, permitiendo que la noche depurara el mal momento. Esta vez, sin embargo, temían dejar en llama viva un episodio tan tortuoso. Reconociendo su presencia sin llegar a mirarse, continuaron atrapadas en conjeturas que no sabían manejar. Elvira recorría con sus dedos los bordes de una revista; María Paz palpaba nerviosa la textura de su blusa. Y mientras las heridas del corazón comenzaban a aflorar, en su mutismo asediaban pensamientos en los que cada una se otorgaba la razón: la madre ponderando la insolencia de su hija; Elvira deseando salir pronto a estrenar vida. Había llegado el momento de dejar a su madre en sus frustraciones de siempre, de las cuales no tenía el poder de rescatarla. Al final de un largo silencio, Elvira le dirigió la palabra:

—Mamá, Manuel es alguien que lleva más de mí que cualquier otro ser en este mundo. Él soy yo de otra manera.

María Paz reconoció entonces que su hija había encontrado el amor como ella nunca lo vivió, y que daría cualquier cosa por una migaja del sentimiento que Elvira profesaba. Esa noche se encerró a llorar inconsolable, no tanto por Elvira ni por sus otros hijos, sino por su propia infelicidad. De todas maneras, se atascó en su rabia y no volvió a dirigirle la palabra en mucho tiempo.

Fue una boda alegre y bulliciosa, aunque Elvira lamentó que su madre no estuviera presente para ayudarla a vestirse o entregarle algún detalle de feminidad. Sin embargo, no bien tomó su puesto en el altar cuando escuchó en la distancia una voz que le acarició el alma. Había llegado su abuelo Santos con un ramo de flores. Era él quien había trazado el sendero por donde desfilaba su felicidad, y en medio de una descarga de aplausos corrió a darle un abrazo.

Esa tarde celebraron la fiesta en el patio de la casa de Manuel. Un círculo de sillas propias y prestadas invitaba a la charla, varias mesas con platos humeantes convidaban a la cena y un aparador atestado de licor incitaba a beber. Desde la tarde anterior, la abuela Encarnación se encargó de adobar los cuyes a la usanza tradicional. Uno a uno los sujetó de las patas y les presionó el hocico contra el borde de la mesa hasta triturar la osamenta. Recogió la sangre en una palangana para preparar la salsa de vísceras picadas y los dejó adobados durante la noche en una mezcla de ajo, cebolla y perejil. Al día siguiente los tenía ensartados en una vara, listos para ponerlos en las brasas.

Pachito correteaba de un sitio para otro, su ropa desmadejada y su pelo revuelto, estallando globos con una pinza mientras canturreaba un estribillo que salpicaba de humor: «¡Elvira y Manuel se besan!». Era también su fiesta. Manuel estrenó camisa blanca de ojales rojos, zapatos de charol, corbata de músico y una chaqueta de lana de borrego que acentuaba el azote del calor. La novia lucía un traje blanco ceñido a la cintura que la mantuvo sofocada la mayor parte del tiempo. Irradiaba una belleza del todo natural, pues aún para ese día prescindió de maquillaje.

El baile fue animado por el acordeón de Manuel Jesús Montero Cambisaca, el avezado curandero amigo de la familia. En medio de la música guapachosa surgían los brindis bulliciosos con aguardiente Zhumir: «¡Uno para que el novio tenga fuerza! ¡Otro para que la novia resista!». Pachito los observaba desde arriba de un árbol, donde gritaba y aplaudía cada vez que pillaba a los novios besuqueándose. A Manuel lo sorprendió el amanecer desparramado en una banca, con el perro de la casa lamiéndole los cachetes. Elvira terminó la noche ayudando a recoger trastos. Cuando las primeras franjas de la alborada asomaron por encima de los árboles, y los pájaros desbarataban el silencio en represalia por la fiesta, fue a echarle un vistazo a su marido. Se sentía feliz de que el destino le entregara a su ser amado.