Elvira llamó a María la misma noche del sábado. Acordaron encontrarse al día siguiente cerca del intercambiador de la plaza de Castilla, donde habrían de abordar cada mañana el autobús final que las llevaría a su trabajo. María llegó a la cita luciendo blusa de tirantes a rayas azules, vaqueros desgastados y unas sandalias que daban libertad a su caminar airoso. Su mirada sincera parecía rimar con las palabras que fluían de sus labios, y se advertía en ella una disposición generosa hacia la gente. Desde el primer momento se convirtió en un apoyo para Elvira en la inmensidad de la metrópoli.
A María le encantaba contar sus impresiones, y lo hacía en un castellano tan cristalino que el simple escucharla era un deleite.
—En ese sitio vas a ver muchas cosas nuevas —añadió mientras endulzaba un café—, pero también vas a trabajar fuerte. Tendrás que ser rápida y aprender sobre la marcha. —Tomó varios sorbos seguidos y continuó—: Es un buen trabajo si le tomas el ritmo. Lo malo es que de allí sales oliendo toda a frituras y condimentos, y el cuarto de baño es un cuchitril en el que ni siquiera podemos cambiarnos. Una de mis vecinas dice que por el olor que dejo en el pasillo ya se entera de mi llegada.
Las dos soltaron la risa. María continuó:
—Lo primero que hago cuando llego a casa es meterme en la ducha para quitarme todo eso. Al día siguiente, otra vez a tomar el autobús de las seis para llegar a Alcobendas a tiempo. ¿Y tú dónde vives?
—En Usera —respondió Elvira, que aprovechó para contarle algunos detalles de su convivencia en el barrio.
—Jamás imaginé que los inmigrantes tuvieran tantos problemas —comentó María—. Pero, bueno, te preguntaba para ayudarte a calcular cuánto tardarás en tu recorrido. En este trabajo, si no llegas a tiempo te montan un pollo enorme. Ahora te enseñaré dónde tomas el autobús. Hoy el sitio está muy tranquilo, pero durante la semana parece un enjambre. Aquí nos solemos encontrar varias compañeras, entre ellas Gabriela, una chica argentina estupenda. Ya la vas a conocer. También anda con el olor a condimentos por todas partes.
—Me gustaría saber cómo van a ser mis primeros días —dijo Elvira sin ocultar su nerviosismo.
—Bueno, ese es un sitio donde antes de partir hay que dejar con brillo hasta al último cuchillo, y a la que llega nueva la ponen a fregar. Eso lo hacen para que despabiles, ¿vale? Cuando se dan cuenta de que no eres una pavisosa, te ponen a hacer otras cosas. A mí nunca se me olvidará la primera vez que me pusieron a cortar verduras en juliana, ¿sabes lo que es eso? Pues ya te lo enseñaré. Ese día se me fue el cuchillo más de la cuenta y ¡zas!, menudo espectáculo, ahí toda la sangre. Yo pensé que me iban a despedir, pero las compañeras me curaron y todo se quedó en el susto.
En ese momento María sacó el teléfono móvil de su bolso.
—Espera —dijo—, llamaré a Paloma para decirle que ya nos hemos conocido.
Poco después retomó la conversación:
—Otro día me pusieron a sacarle las tripas a un montón de faisanes, y después a buscarles los perdigones. Luego me pasaron a hacer miniaturas, porque te van a pedir que hagas mil cosas. Recuerdo que tuve que hacer un mundo de canutillos. ¿Los conoces? Se hacen con unos palos muy adaptados. Vas a salir hasta la corona de canutillos. También tenemos que hacer las cremas para los postres, las tartaletas de turrón, los piononos rellenos, las piruletas de chocolate. Ahí vas a probar de todo, como la reina Isabel. Eso sí, sin que te pillen.
Caminaron hasta la parada del autobús, donde Elvira anotó la información de las rutas mientras escuchaba las últimas recomendaciones de María. Quedaron de encontrarse en el mismo sitio al día siguiente.
Lo que más le impresionó a Elvira en un comienzo fue la variedad de los productos de la despensa y sus olores peculiares. La llevaron a recordar las palabras de sor Juana Inés de la Cruz, que si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Se fijó en las pinzas para extraer las espinas de los pescados, en los cabellos de las alcachofas, el olor de los quesos, el uso de los utensilios, el orden de las cazuelas, el brillo de las berenjenas. Lo hacía por curiosidad, y porque no le quedaba otra cosa si quería salir adelante. Pronto se vio sumida en el rodaje de un negocio competente donde, igual que un boxeador entrenando, siempre se estaba en movimiento. En el transcurso de los días comprendió que allí se vivía en un agotamiento perpetuo, y lo único que la consolaba era pensar en un asiento en el autobús para llegar a casa.
Al final de la primera semana recibió una llamada de Felipe para preguntarle sus impresiones sobre el trabajo. Con su acostumbrada prudencia, Elvira lo resumió todo en una frase: «He aprendido muchísimo, y seguiré aprendiendo si no caigo desplomada un día de estos».
Pronto Elvira se dio cuenta de que no le pagaban justamente las horas extras y en cambio tenía que negarle al cuerpo la posibilidad de un descanso. Se sentía parte de una máquina gigante en la que ella y sus compañeras eran los ejes, piñones y rodamientos que operaban en movimientos sincronizados, y donde una sola pieza detenida paralizaba a las demás. Si esto ocurría, la producción se estancaba, y todo terminaba con los gritos de Paloma.
Las bodas eran otro drama. Fue en una de ellas en que por un descuido al preparar la tarta Elvira recibió el grito más ensordecedor de su vida. Entonces lloró delante de todas, sin ocultar el rostro. Lloró por la humillación y la rabia de estar allí. Lloró como lloran los inmigrantes ante la frustración de sentirse ignorantes, atrasados, desplazados. Sin embargo, reconoció que no tenía otra opción que continuar dentro de la máquina gigante hasta terminar sus labores. Al final de cada jornada llegaba a su habitación untada de grasa, olorosa a comida, muerta de cansancio, sabiendo que al día siguiente entraría de nuevo en el enorme engranaje de su trabajo. Y nada tenía de envidiable ocuparse en las bodas: ni tiempo le quedaba para ver a la novia con su vestido.
A medida en que transcurrían los meses, Elvira añoraba más la presencia de sus hijos. Al comienzo la tranquilizaba saber que ellos continuaban disfrutando entre árboles frutales y animales domésticos, en un hogar donde llegaba dinero del exterior para las necesidades básicas. Pero luego supo del resentimiento de Rosalía, la madre de Manuel, que empezó cuando Elvira le pidió cuentas y explicaciones sobre los gastos. A Rosalía la irritó de tal modo esa exigencia que pareció descargar su frustración con sus nietos. Se tornó alterada e impaciente con ellos. Elvira no solo no estaba allí para protegerlos, sino que al principio ni siquiera se enteraba de los hechos. En sus conversaciones con los niños, notaba que estaban siempre vigilados y que no podían hablar abiertamente.
Cuando Elvira llevaba un año en Madrid, y Manuel más de tres en Nueva York, terminaron de pagar la deuda del viaje y empezaron a enviar dinero para construir su casa al pie de uno de los cerros pintorescos de Paute. Se trataba de una estructura de dos plantas con vientos cruzados y un jardín interior que la mantuviera perfumada. En un comienzo Elvira tomó parte activa en las decisiones, desde el diseño de la cocina y el color de las paredes hasta las flores que sembrarían en el jardín. Sin embargo, a pesar de que el proyecto los obligaba a mantenerse en comunicación, el paso del tiempo y la realidad de la distancia acabaron por tergiversar los planes. De modo que la obra quedó supeditada a los dictados del maestro constructor. Terminó siendo una casa diferente al ideal de Elvira, al pragmatismo de Manuel y a los deseos de Encarnación y Rosalía: una estructura que no correspondía al gusto de nadie. Como sucedía con frecuencia en el país, la nueva casa permanecería vacía hasta que regresaran sus dueños.