Una noche en que Elvira se dirigía a su casa bajo un fuerte aguacero, Antonio se apareció frente a ella con un paraguas gigante que ofrecía resguardarla. El sobresalto de verlo la dejo sin reacción y, en medio de la sorpresa, atribuyó el encuentro a una casualidad.
—¿Te acompaño? —le preguntó Antonio, rodeándola con el brazo sin esperar su respuesta.
Continuaron avanzando hasta el portal de Elvira, donde Antonio soltó una frase que reflejaba su frustración.
—Quiero que hablemos de los dos —le dijo mientras cerraba el paraguas.
—No debemos estar aquí, Antonio.
—Pues dime dónde.
—Es que esto no puede ser. Entiéndelo, por favor.
Elvira subió las escaleras, y Antonio siguió detrás. En el apartamento los recibió un rescoldo de leña que María había dejado en la chimenea. Elvira descargó su bolso en una silla, dio media vuelta y se encontró con esos ojos tantas veces contemplados en su pensamiento. Admitió en silencio que deseaba escucharlo, aunque temía entrar en un triángulo que solo prometía amargura. Antonio retomó la palabra:
—Te pido perdón por haberte puesto en una situación difícil, pero no puedo dejar de pensar en ti. Has llenado mi vida de esperanza.
Elvira se dirigió a la cocina, puso a hervir agua en la tetera, cubrió la bandeja con un lino y empezó a servir sus galletitas almendradas. Antonio la observaba en la distancia con la ilusión de que las fuerzas del amor fueran ganando. Ya de nuevo en la sala, Elvira se acomodó en el sofá y Antonio se sentó frente a ella. Una conversación suelta mientras degustaban la merienda sirvió de preludio al tema principal.
—¿Te das cuenta de que eres motivo de felicidad para mí y para los niños? —le preguntó Antonio.
Sus palabras le confirmaban lo que la intuición le decía: que él la amaba.
—Por favor, entiéndeme —respondió Elvira—. Todo esto está mal con tu familia, con la mía, con el mundo.
—No lo veas así, Elvira. Quiero hacerte parte de mi vida.
Después de esas palabras, Antonio permitió que el diálogo se extinguiera y no vio prudente extender su visita. Confiaba en que había plantado la semilla de sus sentimientos y partió con la esperanza de que hubiera caído en terreno fértil. Un beso fugaz de despedida rodó con él por la caracola de la escalera y lo siguió acompañando en el camino de regreso.
Ya de nuevo sola en su habitación, Elvira cerró los ojos y confirmó que aquel beso furtivo le había dejado un gustito ardiente, un apremio en su respiración.
—¿Que Antonio se atrevió a subir? —le preguntó María, en cuanto Elvira se lo contó.
—No pude decirle que no, María.
—Ay, Elvira, a mí tú no me engañas. Tenías el sí por dentro desde hace mucho tiempo, y él lo adivinó en tus ojos.
—¡Va!
—Pero cuéntame. ¿Hablasteis? ¿Aclarasteis las cosas?
—Ay, Mariíta, él dice que me quiere.
—¿Y tú?
—A mí él me encanta.
—¿Entonces? Vive el momento y aclara lo que sientes. Antonio es un hombre bueno que te ha tratado bien.
—Pero a Manuel no lo puedo ignorar. Con él todo es distinto, aunque de sentimientos nunca hablamos. Asumimos que nos queremos por el solo hecho de tener una familia.
—Pues eso se llama costumbre y, con el paso del tiempo, la falta de comunicación es una manera de alejarse.
—María, estoy confundida. ¿Por qué tenía que pasar todo esto?
—Porque llevas mucho tiempo sola. Además, Antonio es lo inesperado, lo diferente. Eso también atrae.
—Yo lo que quiero es estar tranquila. Me voy a alejar de todo esto.
A pesar de su promesa, Elvira llegó al trabajo el lunes siguiente con sus acostumbradas galletitas. Eran su forma de consentirlo. De todas maneras, cuando Antonio pasaba por su lado, el nerviosismo aumentaba y cada vez que veía a Clara se le cortaba la respiración.
—Los cruces de miradas son angustiosos —le dijo un día a María—. A toda hora estoy pensando en que Albertina o alguien de la familia los va a notar.
—Por mucho que quieras evitarlo, vas a seguir mirándolo diferente —contestó su amiga.
Elvira reconoció entonces que cualquier detalle de armonía entre Antonio y Clara le producía una descarga de celos. Lo mismo sucedía cuando los niños le contaban que estuvieron con papá y mamá en algún lugar acogedor. Por otra parte, todo desaire de Clara hacia su marido le confirmaba que Antonio le había dicho la verdad.
Luego de su declaración de amor, Antonio se sintió con derecho de llamarla a menudo a su teléfono móvil. Sus conversaciones empezaban con temas sueltos que luego pasaban a su insistencia en invitarla a salir a algún sitio y el acostumbrado rechazo de ella.
Un sábado se inventó una excusa para salir temprano de su casa y aparecerse donde Elvira en plan de visita informal. Había comprado cruasanes recién horneados con la esperanza de que lo invitasen a entrar. Su deseo se cumplió, y de ahí en adelante siguió llegando con el mismo propósito cada semana. Eran momentos de charlas ligeras y temas graciosos que le permitían asomarse al amor sin confrontarlo.
—Es un romance sin noviazgo —le dijo un día a Pepe.
—Es un noviazgo de tontos —le contestó su amigo.
Las visitas de Antonio resultaban mortificantes para Elvira por el solo temor de ser descubiertos. Muchas veces pensó en renunciar a su trabajo, pero en cuanto se calmaba seguía igual que antes. Hasta que en una nueva reunión de cruasanes tibios le pidió que no volviera.
—No lo tomes a mal —le dijo—. No puedo seguir así.
A partir de entonces Elvira buscaba ocuparse con los niños cuando él llegaba de su trabajo, y rehusaba sostenerle la mirada si le dirigía la palabra. De todos modos, sintió su ausencia los fines de semana. Sin llegar a admitirlo, se sorprendía esperando que llamara a la puerta y, en más de una ocasión, salió a la calle con la esperanza de encontrárselo por causalidad, como hubiera sido la mejor manera de encontrárselo. Reconocía que lo extrañaba, pero continuaba firme en su decisión. Así pasaron varias semanas: ella en su silencio hermético, él fraguando la manera de romperlo. Era un distanciamiento desesperante para Antonio. Tenía que hacer algo.
La ocasión se presentó a raíz de una reunión familiar en la casa de verano de los padres de Clara, uno de esos encuentros que lo sofocaban y de los cuales siempre buscaba escaparse. Desembocaron en una nueva discusión en la que Clara terminó yéndose con los niños durante el fin de semana.
Desde el momento en que se quedó solo, Antonio estuvo obsesionado con la idea de hacerle una invitación a Elvira. Pensó en «Las Edades del Hombre», una exposición de pinturas, orfebrería y obras religiosas que por esos días tenía lugar en Segovia. Sin embargo, quedaba la ingente tarea de lograr que Elvira aceptara. Atando pensamientos recordó el beso robado de aquella mañana lluviosa, y con ese mismo arrojo se fue a buscarla el domingo temprano.
—¡Despierta, dormilona! —le dijo María a Elvira, zarandeándola—. ¡Antonio está aquí!
—¿Cómo que Antonio? —respondió Elvira, medio dormida.
—Sí, tu Antonio. Dice que te invita a Segovia.
—¿A Segovia? No quiero ir por allá.
—Que sí.
—Que no.
—Mira, tú te me vistes y te me vas. No quiero verte luego suspirando por toda la casa, que Antonio por aquí, que Antonio por allá. Y si él ha hecho el esfuerzo de venir, es porque siente algo por ti.
—Pero eso no está bien.
—Ya déjate de tanta mojigatería y vete —añadió María mientras la sacudía de nuevo, esta vez no para despertarla, sino para aclararle la mente—. Vamos, date una ducha rápida.
—¿Y qué me pongo?
—Pues lo que más te guste, tontita, pero ha de ser algo cómodo. Estoy segura de que vas a patearte un montón de sitios.
Se decidió por el vestido camisero, aquel que consentía su cuerpo el día de la entrevista en la agencia de empleo. María la animó a ponerse un poco de rímel en las pestañas y un toque de brillo en los labios.
—Estás guapísima —dijo Antonio al verla, tomándola de la mano.
En la estación de Atocha tomaron café con ensaimadas en medio de un enjambre de turistas. Tan pronto ocuparon sus asientos en el tren, Antonio lanzó una expresión teatral que la tomó por sorpresa:
—«Yo, señor, soy de Segovia».
—¿Cómo?
—Así empieza La vida del Buscón. ¿Viste el libro en los estantes?
—Sí, lo recuerdo. Al lado de El Quijote.
Era la primera vez que hablaban de sus libros.
—Dime, Elvira, ¿cómo nació tu interés por la lectura?
—Se lo debo a mi abuelito, y también a una monja que guardaba una colección parecida a la tuya.
—¿Y quién es Pachito? Los niños lo mencionan mucho.
Sería la primera vez que le hablaba de su entorno familiar.
—Pachito es un niño que nos hace reír con sus ocurrencias. Él es feliz viendo pasar el mundo desde las copas de los árboles, y en eso nos gana a todos. Mientras nosotros miramos la vida desde abajo y sufrimos con lo que sucede, él la mira desde arriba y se le pasa el tiempo sin que le toque sufrir.
Le contó entonces de los poemas que recitaba, de los libros que leía, del tesoro del convento, del naufragio, de sus hijos y de su vida tal como quería que él la supiera. Antonio le habló de su entusiasmo por la literatura y de la alegría de haber compartido algunas lecturas con ella. Mencionó también su infelicidad en el hogar, pero al notarla un tanto incómoda decidió dejar el tema. A cada instante quiso decirle de cerca lo que llevaba por dentro, tan cerca que le acariciaba el rostro con su aliento. Para Elvira, fueron momentos de conexión, de revelaciones, de confidencias, en los que ella volvió a apreciar el mensaje de su loción, el ondulado de su cabello, el brillo sereno de su piel. Se deleitaba con solo sentir su proximidad.
En cuanto descendieron del tren, Elvira comprendió que había dado un salto en su relación con él. Recorrieron el evento a paso rezagado, intercambiando miradas mientras comentaban sobre las obras exhibidas y la perfección del enfoque de luz en cada reliquia.
«Segovia es una ciudad con mucho que contar y debéis recorrerla a pie para escucharla mejor», advertía un folleto turístico que leyeron juntos. Recorrieron sin prisa los callejones estrechos de la ciudad antigua, degustaron un ponche segoviano y compraron unas sultanas de coco para llevarle a María. Con uno que otro beso robado en el camino, admiraron iglesias y monasterios, la Casa de la Moneda, la plaza de las Sirenas, las tiendas de cristalerías, pasearon por las juderías, por el barrio de los caballeros.
A mediodía visitaron el acueducto romano, donde admiraron los muros de piedra sostenidos por la gracia de la gravedad y el ingenio de sus constructores. Cuando llegó el momento de probar la gastronomía regional, Elvira se decidió por una sopa castellana y una tabla de quesos acompañada con vino de la tierra. Con los primeros sorbos de vino, sintió que sus fuerzas flaqueaban. Pensó que si hubiera estado en una poltrona de cojines mullidos, se hubiera abandonado a su suerte. «¿Cómo pude haber pedido vino sabiendo lo floja que soy?», se reprochó en silencio. Al mirar a Antonio le pareció que sus palabras salían en un tiempo diferente al movimiento de sus labios.
—Ay, Dios, estoy mareada —dijo por fin.
Su vestido, que parecía acariciarla sin tocarla, le causaba una conmoción sensual avivada por el licor. Cuando Antonio le llevó a la boca trocitos de pan empapados en aceite, recordó sus pies desnudos sobre el piso embaldosado, sus movimientos ondulados al afeitarse, el lunar en su cintura. Se sintió osada y vulnerable al mismo tiempo: «Señor, que se pase por encima de la mesa y me desenrede este nudo». Antonio no dejaba de observar la humedad del vino en los labios de Elvira, y en sus adentros rogó que conservaran ese brillo el resto del día. Ya rondando el atardecer, anunció una sorpresa que la dejó sin respiración: un paseo en globo.
En el sitio de despegue el piloto revive al gigante adormilado con bocanadas de fuego. Inspecciona equipos, imparte instrucciones, hurga las fauces del dragón furibundo. Suben dos parejas más. El cesto se va elevando, el suelo se va achicando, el cielo se va acercando. Un halcón solitario se repliega cauteloso ante la esfera anaranjada que se alimenta de fuego.
Desde su balcón abierto, Elvira contempla los hilos plateados de los ríos, el esplendor de los campos, la ciudad con sus encantos: torres, murallas, jardines, y cientos de edificaciones apiñadas como frondas buscando atrapar el sol. Antonio se le acerca por detrás, la envuelve en sus brazos y, tomándole la mano, apunta con ella a los sitios llamativos: la catedral, el acueducto, el alcázar, la Casa de los Picos, la sierra de Guadarrama como telón de fondo. Al siseo de las llamas se impone la voz arrulladora de Antonio que lo describe todo. Elvira cierra los ojos, junta su imaginación con la de él y transforma el momento en un ensueño. Antonio se abre paso por entre los rizos que cubren las mejillas sonrosadas de ella, alcanza la comisura de sus labios y se sumerge en un beso de pasión. Ahogándose en su aliento, deja escapar un «te amo» en las alturas, tan seductor y tierno como si lo dijera con flores. La ciudad se aleja, y la nave desciende sobre la hierba inerte.
En el tren de regreso, Elvira se amoldó al pecho de Antonio cual gatita consentida. Entre dormida y despierta, sintió que la tomaba de la cintura y la llevaba de nuevo por los mares de sus bocas. Él se sentía bajo el hechizo del amor, pero estaba consciente de lo mucho que quedaba por definir. En el portal de su casa, Elvira se despidió con un beso apresurado para esquivar una leve llovizna. Al alejarse, un torrente de miradas auguraba nuevos besos.
Al entrar a su habitación, Elvira se sintió reconfortada por la imagen de ese ser que le despertaba una sensación distinta. En su mente brillaban miles de conjeturas. María no había llegado aún, y pudo refugiarse en el silencio sin perturbar los cosquilleos en su piel. Sin dejar de pensar en él se deslizó desnuda por entre las sábanas. Traía el timbre de su voz en el recuerdo, la finura de sus caricias en su cuerpo, la dicha de sentir que se interesaba en ella. Con la fragancia de Antonio todavía en sus sentidos, creyó encontrarlo en el roce de sus manos, abrazándose a la almohada, soltando suspiros de amor por besos imaginados.
En medio de su delirio se preguntaba si él pensaría en ella con la misma intensidad, y si debería continuar por el camino que trazaban sus promesas. En esas llegó María. Se preparó un café de urgencia y, ansiosa por conocer los detalles del paseo, se dirigió a la habitación de Elvira. Se sentó en una esquina de la cama y, mientras sumergía en su taza los bordes de una sultana de coco, la invadió a preguntas:
—¿Y qué comiste?
—Una sopa castellana.
—Pues me tenías preocupada de que si pedías cochinillo te podías enredar.
—Lo probé del plato de él y me encantó. Lo malo fue que acepté una copa de vino y enseguida se me subió a la cabeza.
—¿Se te notaba?
—Ay, María, con ese vino me sentí a punto de cometer una locura.
—Qué tontita eres. ¿Y después? Me lo vas a contar todo, aunque tenga que pasar la noche dándote sorbos de café.
—Y después tuve que decirle que me sentía en las nubes.
—¿Y qué te dijo?
—«Pues para allá vamos». Me lo dijo con cara de pillo.
—¿Para las nubes?
—Sí, a montar en globo.
María dejó de un golpe la taza sobre la mesilla y se quedó explorando el brillo en la mirada de Elvira. Enseguida preguntó asombrada:
—¿Que paseaste en globo?
—Sí, fue hermoso.
—¿Y qué, y qué?
Elvira elevó el embozo de la sábana y se cubrió el rostro, dejando al descubierto tan solo sus ojos expresivos.
—Que me abrazó y me besó.
—¿En las nubes?
—¡En los labios!
María bajó la sábana con la punta de los dedos para ver su expresión. Siguió un breve juego de chiquillas que terminó en risas.
—Bueno, en las nubes, era donde me tenía —añadió Elvira, revelando una sonrisa de picardía—. Allí me sentí como una enredadera, queriéndome agarrar con todas mis fuerzas de ese hombre. Me di cuenta de que al estar junto a él todo en mí se desbarata.
Hubo una pausa, un silencio, una mirada inquisitiva de Elvira.
—Ay, Mariíta, ¿crees que él es sincero conmigo?
La conversación retomaba un matiz serio.
—¿Y por qué no? Tenéis muchas cosas que os unen, y no son solo los libros.
—Tú dices eso ahora, pero, cuando yo salgo del ascensor y entro a esa casa, mi vida se descompone. No dejo de pensar que es un hogar lo que hay allí.
—Esa es parte de la vida. Yo pasé por algo igual.
—¿Tú? Cuéntame, cuéntame.
—Se llamaba Paulo. Jamás olvidaré su mirada la tarde en que nos conocimos en una playa de Málaga. Supe que era un hombre triste a pesar de la relación que ya tenía, y me acerqué a él porque nos dábamos el cariño que necesitábamos. Fue algo hermoso. Al final, una enfermedad grave lo llevó a refugiarse en su familia. Yo viajé a su ciudad y, sin que nadie se enterara, lo visité en sus últimos momentos. Allí, mientras llorábamos juntos, se arrepintió en lo más profundo de no haberse definido a tiempo.
María tomó el último sorbo de café y se quedó enredada en sus recuerdos. Le dio un beso a Elvira y, con los ojos anegados de lágrimas, salió deprisa hacia su cuarto.
Al repasar las imágenes del día, Elvira cayó en la cuenta de que durante el paseo en globo Manuel había dejado de existir. Ahora, sin embargo, la invadía una ola de sentimientos encontrados: apareció de nuevo el hombre que un día le mostró sus acuarelas y la guio por las esencias de las flores y hierbas curativas. Cuando pensó en el tiempo en que llevaban alejados, entendió por qué Antonio había encontrado una ventana abierta para llegar a su alma. Se vio de nuevo envuelta en una lucha que la consumía. No del corazón contra la razón, sino del corazón contra el corazón.
Sin embargo, Elvira retomó su distanciamiento en cuanto regresó al trabajo el lunes siguiente. En medio de su frustración, Antonio lo consultó con Pepe.
—Estoy que no resisto —le confesó.
—Cuéntame qué te pasa.
—Que no entiendo a Elvira. Ha vuelto a alejarse.
—¿Y qué quieres? ¿El fin de semana la tratas como una princesa y al día siguiente ella vuelve a ser la escoba guardada en el armario?
—No puedo seguir así. Necesito saber qué pasa.
—Entonces no te queda otra opción que ir a su casa y hablar con ella hasta que lo aclares todo.
La mañana del sábado Antonio apareció de nuevo en el edificio de Elvira.
—Por favor, escúchame —le dijo sin disimular su ansiedad.
Movida por el sobresalto de verlo, Elvira aceptó tomarse un café con él a la vuelta de la esquina.
—Quiero que sepas que me voy a separar de Clara. Nunca nos hemos entendido. Ha llegado el momento de cambiar el rumbo de mi vida y hacerte parte de ella. Necesito tu respuesta.
La noche anterior Elvira había tenido un sueño en el que estaba con Manuel y sus hijos en Paute, y del que despertó llorosa y arrepentida de haber puesto en duda el futuro de su familia.
—Esta situación es muy difícil para mí —respondió—. Llevo muchos días dándole vueltas en mi cabeza, y la conclusión es siempre la misma: tú tienes tu hogar y yo el mío.
—Te entiendo —dijo Antonio, tomándole la mano.
—No, tú no me entiendes.
Antonio quiso atrapar las lágrimas que rodaban por sus mejillas, pero ella lo esquivó.
—Me voy a alejar de tu casa y de tu vida —añadió, apresurándose a salir.
Aparentó ser fuerte y decidida, pero en cuanto dobló la esquina, tuvo que apoyarse en la pared para continuar.
—¡No puedo más! —le dijo a María al entrar en casa.
María vio en sus ojos la ansiedad que la agobiaba. Elvira se había acomodado a una forma de vida sin tropiezos, pero le había llegado el momento de sufrir por amor.
—Tranquilízate —le dijo—, a tu edad, un amor que se pierde abre espacio para que otro aparezca.
—No me hables así, por favor. La culpa es mía por dejarme enredar en esto.
—A ver, no te pelees contigo misma porque te vas a enloquecer. Lo que quiero decirte es que la vida a veces te hace perder una relación para traerte otra. Más bien, dime, si tomaras ahora mismo una decisión hacia Antonio, ¿qué le dirías a Manuel?
—No sé, algo así como: «Mira, Manuel, nuestras vidas ya no van por el mismo camino». Ay, no, así no. Él no merece que le haga esto. Además, uno no puede decir ahora apago uno y prendo el otro.
—Primero, aclaras lo que te ha pasado con Antonio.
—Con Antonio he destapado sentimientos que ni sabía que existían.
—¿Y con Manuel?
—Es que Manuel es otro universo. Él es un hombre de Dios que no tiene definición.
—¿No me habías dicho que tenías tus dudas sobre él?
—Bueno, sí. Cuando regresé del naufragio, lo necesité tanto que le pedí que se regresara; pero él no me escuchó, o me escuchó y no actuó.
En su afán por encontrar respuestas, Elvira repetía en su mente la noticia de que Antonio planeaba separarse y la juntaba a los momentos felices en Segovia. Sintiéndose de nuevo entre las nubes y la tierra, entre el éxtasis y el pudor, sopesó sus sentimientos, creyó en él, y decidió aceptarlo. Le iba a decir que sí.
Antes de dejar su trabajo el lunes siguiente, Elvira abrió el ejemplar de Orgullo y prejuicio, y fijó una nueva tira amarilla entre sus páginas. Esta vez no fue para señalar una frase en la novela, sino para dejar un mensaje escrito a mano con el que abría un capítulo de su propia historia. «Sí, acepto», le decía.