XIV

Consciente de que el primer paso en sus planes de rehacer su vida era separarse de Clara, Antonio planeó reunirse con ella fuera de casa para confirmarle su decisión. Acordaron hacerlo un día que, sin advertirlo, estaba cercano al cumpleaños de ella. «Tenemos que hablar», fue todo lo que le dijo.

Su decisión de separarse y el mensaje de Elvira, que ahora cargaba como una reliquia en su billetera, justificaban para Antonio un nuevo esfuerzo de acercarse a ella. Esta vez quiso plasmar su sentimiento con un obsequio de una joyería artesanal de la calle Serrano. Era un rincón de maravillas presentadas con la sencillez de un jardín zen, donde los metales nobles parecían fraguados para entregar mensajes. Allí escogió una pulsera con los azules oxidados de turquesas y la magia del coral rojo. Intercalados entre eslabones bruñidos, un grupo de colgantes diminutos cumplían la feliz misión de danzar a toda hora. La acomodó en su funda de terciopelo, añadió una nota, y esa misma noche la alojó entre las páginas de la novela de Austen, primer sendero literario por el que caminaron juntos.

Elvira advierte a su llegada el promontorio en el libro. Abre sus páginas, descubre la joya, se inclina, la admira, la toca, suspira. Lee la nota: «Quiero estar siempre a tu lado». En cuanto recobra la calma, la invaden las conjeturas. ¿La habría puesto Antonio allí para que ella la encontrara? ¿Pensaría entregársela en algún momento a solas? Da vueltas en el comedor mientras recurre a la lógica para esclarecer sus dudas: aquel hallazgo no estaría en ese estante, en ese libro, entre esas páginas, si no fuese un regalo de Antonio para ella. Devuelve la joya a su refugio, y su imaginación se queda deshojando la margarita. «Sí me quiere», concluyó al terminar la prueba. Da unos pasos sin rumbo, hasta que su corazón la lleva a aceptarla. Regresa al estante, la retira de nuevo y se la ajusta en la muñeca. En su enredo de alegrías y temores acude al espejo de la sala, su viejo compañero de lecturas. Alza la mano adornada para acomodarse el cabello, pero es la joya lo que sus ojos rastrean. No queriendo estropear el momento de la entrega, la devuelve a su lugar. Albertina la observa en silencio desde un rincón.

Esa noche llegó a casa ansiosa por descargar sus emociones con María.

—Estás perdiendo la razón, niña —le advirtió su amiga, luego de escuchar sus palabras exaltadas.

—Es que él es tan puro.

—Y tú tan ingenua.

—Es un hombre bueno.

—Un hombre bueno que necesita definirse.

—¿Y la pulsera qué quiere decir entonces?

—Que si la aceptas, será tu anillo de compromiso.

—¿Sí, ves? Por todo eso es que estoy confundida —respondió con voz entrecortada.

—Por supuesto que estás confundida. Siempre van a decir que la mala eres tú. Pero no, mala es la situación en que viven ellos.

—Entonces, ¿debo aceptar ese anillo de compromiso, como dices tú?

—Eso depende de si crees que él es sincero contigo.

—Pues sí, lo creo y voy a aceptarlo. Ya le escribí que sí.

Al oír esas palabras, María le dio un abrazo portador de augurios felices. De nuevo en su habitación, Elvira recorrió en el pensamiento su conexión con Manuel. Pensó que su matrimonio se debió en parte a un deseo de zafarse de la opresión de su madre, y en parte a que en él había encontrado a un hombre apacible que la ayudaría a salir de casa sin remordimientos. Y si la suerte no los hubiera separado, hubieran sido felices. Concluyó entonces que Manuel no le había fallado, ni ella le había fallado a él. Era que el destino los había llevado por caminos diferentes.

La mañana siguiente, como sucede con las parejas que viven entre la guerra y la paz, Antonio y Clara tuvieron una de esas discusiones matinales provocadas por alguna palabra mal dicha o mal interpretada. Una vez más, los libros salieron a colación.

—Los quiero fuera de aquí —anunció Clara.

—No te preocupes, que pronto dejarás de verlos —contestó Antonio antes de partir.

Resuelta a cumplir su amenaza, Clara le pidió a Albertina unas cajas vacías y empezó a amontonar los libros en el suelo. La empleada la encontró poco después regresándolos cuidadosa a los estantes. Sin darle tiempo de indagar, Clara le enseñó la pulsera que, según ella, Antonio le tenía de regalo.

—Antonio está diferente —le dijo con una sonrisa de aprobación.

En ese instante llega Elvira a su trabajo. Abre la puerta, se asoma a la sala. Está lejos de imaginar que ante ese espejo amigo se haría añicos su ilusión.

—¡Mira lo que me tiene mi marido de cumpleaños! —exclamó Clara delante de Albertina, mostrando el adorno en su muñeca.

Palabras que desatan en Elvira un incendio abrasador. Desde que respondió a las frases señaladas en los libros de Antonio, se había convertido en la sombra de Clara, de su hogar, de su esposo, de sus hijos. Era un mundo al que no pertenecía. En su profunda decepción, se llegó a preguntar si la tristeza que ahora veía en su reflejo era de ella o del espejo.

La tarde sigue su curso. El reloj marca las dos, Albertina termina jornada; marca las tres, Elvira recoge a los niños. «¿Te pasa algo, Elvira?». Debe disimular, reír, bromear con ellos. Hace un día precioso, pero su corazón sigue opacado. El reloj marca las cuatro, marca las cinco, llegan por fin las ocho. Clara está de regreso. Antonio llega poco después.

—He encontrado tu regalo —le dice Clara a su marido, esta vez luciendo la pulsera.

Antonio siente que ha matado una ilusión con su torpeza. Un solo pensamiento le devuelve la esperanza: quizás Elvira no se ha enterado de nada.

Elvira estaba deshecha. Debió ser fuerte al bajar del ascensor, al salir del edificio, en el camino de regreso. Ya en el portal de su casa se sintió desfallecer. Subió como pudo, abrió como pudo y, desbordada en lágrimas, cayó en brazos de María.

—¿Qué me hizo pensar que esa joya era un regalo para mí? —le preguntó, luego de que una infusión preparada de emergencia le devolviera la voz.

—Quizás lo era, pero ella la encontró en su casa.

—Y, aun así, ¿por qué pensar que era para ella?

—Porque en el fondo es como todas. Preferimos creer que una alhaja, una flor, una palabra lisonjera es para nosotras. Además, porque en este caso pronto iba a ser su cumpleaños. Ella misma te lo contó.

Convencida de que Antonio jugaba con sus sentimientos, Elvira quiso huir del dolor y del recuerdo.

—Quiero largarme de aquí —le confirmó a María.

María le sostuvo la mirada, y así se dio tiempo de responder.

—¿Sabes qué?, si te quieres ir, vete. Vuelve con Manuel y con tus hijos, y toma de lección lo que has vivido aquí —respondió por fin—. Cambia para bien o cambia para mal, pero cambia de una vez —agregó, al ver en su rostro el impacto de la decepción.

Después de ocho años de ausencia, Elvira tenía razones de sobra para regresar donde sus hijos. Esa misma noche decidió partir.

Ya firme en su decisión, Elvira bajó donde Natalia a pedirle su ayuda en seleccionar algunos versos para dejárselos a Antonio. Le parecía la forma más noble de sellar una partida que la agobiaba. Natalia se dedicó a repasar la obra de su poeta favorito, no solo para cumplir con el encargo de Elvira, sino para dejarle a ella su propio mensaje de desconsuelo. Entre lágrimas y tazas de café, consultó sus libros y notas hasta que encontró unos versos puntuales en una impecable traducción al español. Mientras los copiaba en un trozo de papel, la fuerza con que el poeta transmitía un sentimiento, que también ella profesaba por Elvira, le laceraba el corazón. Aquel poema sería su mensaje a la persona amada, entregado a sabiendas de que el objeto de su amor lo dedicaría a su vez a su ser amado: «¡Qué dolor!», exclamó. Lo repasó en silencio, lo repitió en voz alta y lo siguió recitando de memoria en medio del llanto hasta la madrugada. «Es para ti, Elvira», escribió finalmente en un sobre, y en el silencio de la noche subió a deslizarlo bajo la puerta. Al regresar a su habitación se dirigió al rincón en el que solía enfrentar sus tristezas, hundió el rostro en sus manos y se entregó de lleno al llanto. «No te vayas —murmuraba mientras caminaba de un extremo a otro—, no te vayas», repetía entre sollozos.

También Clara se sentía diferente. La mañana siguiente salió del cuarto en su camisón y pantuflas de cuadros escoceses y les habló a sus hijos en un tono más amoroso que de costumbre.

—Chicos, ¿os apetece que vayamos al parque de atracciones este domingo?

Más tarde, cuando Albertina volvió de llevar a los niños al autobús, Clara la llamó a un lado:

—Siento la necesidad de cambiar algo en mi vida —le dijo.

—Ay, hija, he esperado mucho tiempo esta conversación —replicó Albertina—. No le has prestado atención a lo más lindo que tienes en el mundo, que son tus hijos y tu marido. Además, a un hombre bueno hay que apreciarlo, y tu marido lo es.

—Tienes razón —respondió Clara—. Me voy a dar una oportunidad.

—Creo que todavía estás a tiempo, hija.

Elvira decidió hacer de ese viernes su último día de trabajo. Se despidió de Albertina, que para ese entonces había descifrado el misterio entre ella y Antonio: el timbre de sus voces cuando cruzaban palabras, los silencios perforados por miradas furtivas, el juego de papelitos de colores en los libros. Sus lágrimas revelaban no solo su pesar por la partida de Elvira, sino su remordimiento por haber ocultado el verdadero destino de la pulsera, una ficha reina que no quiso revelar en su momento. Si se decidía a divulgarla, podría redimir a Antonio, hacer feliz a Elvira, desengañar a Clara y, de paso, y ahí residía su angustia, hacer sufrir a otros seres enredados en sus vidas. No estaba preparada para hacer de hada madrina. Se dieron un abrazo y prometieron continuar en comunicación y hasta visitarse algún día.

Despedirse de los niños le parecía más difícil. La voz se le agrietaba, el dolor se interponía. Esperó a que terminaran la merienda para hablarles.

—Niños, os tengo que dar una noticia: me voy a ver a Pachito.

En lugar de escuchar lamentos, recibió una lluvia de preguntas que la ayudaron a superar la angustia: «¿Vais a subir a los árboles con él? ¿Vais a llevar los patos de nuevo a casa? ¿Te podemos visitar en las vacaciones?».

La conversación con Clara resultó más sencilla de lo que había temido:

—Mire, señora, en mi casa me necesitan, tengo que regresarme.

—Pero siéntate y tranquilízate. ¿Qué te pasa?

—Que ha llegado el momento de estar con mis hijos.

—No te preocupes, yo me voy a tomar un tiempo del trabajo, y entre Albertina y yo nos apañamos con los niños. Además, creo que ya no están para más nanas.

Elvira le contó entonces que pensaba viajar en los próximos días.

—¿Así de precipitado? ¿Tienes algún problema en tu familia? ¿Necesitas que te compre el billete de avión? Dime en qué te puedo ayudar.

A Elvira le quedaba una misión antes de partir. Mientras los niños se anidaban en sus camas y Clara se entretenía en su cuarto, se acercó a los estantes, resbaló los dedos sobre las obras que un día acompañaron su historia de amor, alzó la novela de Austen, alojó entre sus páginas un nuevo señalador con el poema elegido por Natalia y, con las mejillas bañadas en lágrimas, partió de esa casa para siempre.

Antonio se enteró de la decisión de Elvira tan pronto llegó de su trabajo. Mientras batallaba con su tristeza, se apresuró a buscar el refugio de sus libros, donde pronto descubrió la nueva señal. Entonces, con la ilusión de quien recibe una flor perfumada, la tomó en sus manos, se desplomó en el sofá y releyó el poema hasta que sus ojos anegados le impidieron continuar:

Os he amado; mas, tal vez apaciguado,
mi amor aún pervive en mi interior;
no quiero que eso llegue a vuestro oído;
no quiero ser motivo de dolor.

Os he amado, a solas, en silencio,
ahogándome de celos y temor,
y fue mi amor tan tierno y tan sincero
como ojalá encontréis un nuevo amor.

A. S. Pushkin

Esa misma noche, Elvira le pidió a su esposo que se regresaran juntos a su país: «Ya es hora de volver con nuestros hijos, Manuel, no más excusas». La llamada le llegó al amanecer, y Manuel debió orientarse entre su sueño antes de contestar. No había dejado la costumbre de decirle que sí a todo y le dio una respuesta afirmativa sin la intención consciente de cumplirla. Elvira lo conocía demasiado bien y sabía que él continuaría estancado en su rutina hasta que una fuerza mayor lo llevara a actuar. Esa fuerza tendría que ser ella.

—Me voy por él a Nueva York —le dijo a María, mencionándole la visa estampada en su pasaporte.

Elvira solía insistirle a Manuel que tuvieran un diálogo serio acerca de su futuro, pero se dio cuenta de que cada vez les era más difícil. Habían perdido la fluidez en su comunicación, y la separación les había cambiado hasta la forma de hablar. Se fueron convirtiendo en dos seres alejados, para quienes todo lo que un día los unió iba quedando relegado a los recuerdos.

Parte de la preocupación de Elvira era la brecha generacional que afectaba el diario vivir de sus hijos: se sentían maltratados por las abuelas, y ellas a su vez por sus nietos. Con frecuencia los niños le contaban que se peleaban con ellas, y estas se quejaban de que las trataban de viejas atrasadas. Esa situación desembocó en un batallar continuo, pero ahora las abuelas se sentían más débiles para lidiar con ellos. A diario se veían obligadas a confrontarlos para lograr que obedecieran, y lo que para los chicos eran solo burlas y risotadas, para ellas era un agotamiento constante que afectaba su salud.

En una ocasión Elvira le contó a María su intención de traerlos a España, pero su amiga la disuadió de la idea con la premisa de que le iba a ser muy difícil controlarlos. Le puso el ejemplo de Amariles, una madre centroamericana que después de mucho esfuerzo logró traer a sus dos hijas adolescentes. Pronto se enteró de que, mientras ella trabajaba, las hijas se escapaban con sus amistades, no le pasaban al teléfono y solo llegaban después de la medianoche sin que se supiera su paradero.

Otra de sus quejas era que Manuel no mostraba ningún empeño en recuperar el hogar. Nunca hablaba de reunir a la familia, y parecía no percatarse de los diez años que habían pasado sin verse. Se lo advirtió un día en medio de su frustración: «Quiero que me digas ahora mismo si vas a regresar a Paute o no. No trajimos hijos al mundo para que estén solos, porque eso de que estén con las abuelas es casi lo mismo». Esos sentimientos le dieron la fortaleza de decir que se iba por él a Nueva York. Sentía que había sido un error haber cambiado el rumbo de su vida al dejar su país, y quería subsanarlo a toda costa. Sus angustias se acrecentaban a diario, tal como le confió a María en una ocasión, refiriéndose a sus hijos: «Nunca fui a una función de la escuela ni estuve a su lado cuando estuvieron enfermos ni pude protegerlos de los maltratos. Realmente empecé una familia, y al venirme para acá la dejé colgada. Eso es horrible».

A la mañana siguiente Elvira apagó su teléfono móvil, salió a comprar su pasaje y se ocupó de enviar al Ecuador algunas cajas con sus pertenencias. A media tarde fue a despedirse de la abuela Pilar, quien al final de la visita le pidió que bajara el cesto de los bordados y le dio uno de recuerdo.

—Sé que allá está tu vida, hija. Solo me queda desearte toda la felicidad del mundo —le dijo mientras la despedía con un abrazo.

Tras numerosos intentos de comunicarse con Elvira, Antonio pasó la noche dando vueltas en el sofá. El domingo por la mañana llamó de nuevo a Elvira, a María y, por último, a Pepe, a quien le pidió que viniera urgente a recogerlo. Su amigo lo sintió tan consternado que llegó enseguida.

—¿Y dónde hostias quieres ir a estas horas?

—A hablar con mi madre.

—¿A Toledo?

—Sí, a Toledo.

—¿Y tu madre qué pinta en todo esto?

—Estoy seguro de que en un momento así Elvira confiaría en ella.

—Eso no me lo habías contado.

—Tío, hay mucho que no te he contado. Mejor démonos prisa.

Pepe esperó afuera mientras Antonio hablaba con su madre. Pilar se mostró sorprendida de que su hijo hubiera llegado de improviso tan temprano.

—¿Por qué estás aquí, hijo? Algo te pasa —afirmó con voz inquisitiva.

—Sí, que Elvira se ha ido.

—¿Y te preocupa tanto eso?

—Mamá, yo amo a esa mujer.

—¿Qué dices? —preguntó Pilar sin ocultar su asombro.

—Que estoy enamorado de ella.

—¿Y me lo vienes a decir ahora?

—Mira, mamá, es muy complicado. Solo quiero saber dónde está.

Hacía mucho tiempo que Pilar llevaba una carga de aprensiones sobre la vida de su hijo y, sin quitarle la mirada, aprovechó el momento para aliviarla.

—Dejaste de ser quien eras para irte a depender de una mujer. Por eso te pasa lo que te pasa. ¿Crees que yo no sufro cuando te quejas de que la profesión no te llena, de que tu mujer no te aprecia, de que te falta dinero? ¿Y mis nietos? Mírame a mí. Me he convertido en una extraña en tu casa. ¿Por qué? Porque tú no has hecho valer los derechos de tu madre.

Antonio escuchó en silencio hasta que encontró una grieta por donde avanzar su ruego.

—Mamá, ¿sabes dónde está Elvira?

Pilar reconoció en el timbre de esa voz el lamento de un hijo herido, y enseguida cambió de actitud.

—Mírame bien, hijo. Mejor haberte dejado de tantos papelitos en tus libros y le hubieras expresado tus sentimientos.

La revelación de su madre lo dejó pasmado, y Pilar tuvo que intervenir con otra pregunta para sacarlo del hermetismo.

—¿Por qué no hablaste conmigo antes?

—Mamá, ¿cómo iba a hacerlo si tú dices que el matrimonio es para siempre, que la Iglesia no permite el divorcio?

—Pues escúchame bien: los hijos deben ser felices al menos para hacer felices a sus padres, y si eso va a estropear tu felicidad, que se fastidie la Iglesia. Si tienes que empezar de nuevo, empieza.

—Es lo que quiero hacer.

—Entonces no pierdas tiempo. Ayer vino a despedirse y me contó que hoy tomaba un vuelo a mediodía. Vete a buscarla, que si tienes suerte la alcanzas.

Antonio salió con tanta prisa que Pepe se asustó al verlo.

—¿Qué te pasa, tío?

—Que Elvira está en el aeropuerto.

—Pues vamos.

Esa mañana Elvira y María tomaron el tren de cercanías, y enseguida un autobús que las dejó en su terminal. Luego de hacer fila en la aerolínea, tuvieron tiempo de sentarse a tomar un café. Se habían contado tanto de sus vidas, habían escarbado tanto sus sentimientos, que en su silencio triste les decían adiós a muchas cosas. Luego caminaron hacia la zona de embarque, donde se despidieron con un abrazo eterno.

Nada más llegar al aeropuerto, Antonio y Pepe corrieron en busca de un panel de información de vuelos. De repente, Antonio vio a María caminar en dirección a la salida y corrió tras ella hasta alcanzarla. María hubiera preferido guardar silencio, pero lo vio tan consternado que solo por instinto de caridad le respondió. «Ya está en la fila de entrada», le dijo, indicándole con la mano.

Antonio se abrió paso por los corredores atestados hasta llegar al área de seguridad, donde distinguió a Elvira en la distancia. Le hizo señas primero, llamó su nombre después y, al final, le pidió a un pasajero que llamara su atención. Elvira se sintió desconcertada al verlo, y con una vuelta de ojos confirmó su desazón. Sin embargo, los recuerdos la invadieron, y solo pensar que vino a verla la rindió. Afloraba de nuevo la ilusión que quería apaciguar.

Elvira aprovechó un recodo en la fila de viajeros, dio media vuelta y se detuvo frente a él. En su semblante confirmó la tibieza de ese ser que entró a su vida por los resquicios de su larga soledad. El encuentro con sus ojos acentuó su indecisión. Bajó la vista, suspiró profundo, reunió valor. Alzó de nuevo el rostro y le sostuvo la mirada. Hasta que el dolor se le vino encima, no lo pudo contener.

El bullicio del lugar daba paso a un silencio interno que revolvía sus sentimientos. Recuerdos, deseos e ilusiones desfilaron por su mente en rápida secuencia. Sus ojos se obnubilaron, su rostro palideció. Con un caudal de lágrimas rodando por sus mejillas apretó los puños, dio media vuelta y, tras un momento de dudas y pesares, regresó a la fila. Antonio la llamó por encima de la gente, pero ella no cedió. Pepe lo vio abatido, desconsolado, a punto de sucumbir y corrió enseguida a su rescate. Tomándolo del brazo, lo llevó al sitio exacto donde Elvira y María habían compartido su café.

—Ahora sé que la amas —le murmuró al oído.

Antonio no respondió. Había perdido el habla.