Hay momentos en que el pasado parece desprenderse del presente, partiendo la vida en dos. Para Manuel Tenesela lo fue su salida del Aeropuerto Internacional de Ciudad de Guatemala. Un paso atrás, y aún portaba la gracia de la legalidad; un paso adelante, y estaría expuesto a los vejámenes de su nueva condición de emigrante clandestino.
Manuel no hubiera querido dejar a su familia ni a su patria, el Ecuador, pero cuando la pobreza ya llegaba a su morada, cuando su madre le insistía en que así no podían seguir, comprendió que había llegado el momento de emigrar. Había planeado viajar en barco con su esposa, pero, ante la opción de hacerlo en avión como miembro de un equipo de fútbol, partió antes que ella. Entrar a Estados Unidos era la única meta definida de su viaje, y Guatemala era tan solo un lugar de paso entre sus planes. Ante la exigua información con que contaba, iba con más resignación que certeza de su recorrido.
Los supuestos deportistas abordaron un autobús estacionado a la salida. El conductor los observó tras unos lentes de sol que estorbaban en ese día nublado. En cuanto los vio acomodados en sus asientos, lanzó una serie de órdenes tajantes: que guarden silencio, que cierren las ventanillas, que no se muevan de sus puestos… Al final, encendió el motor y emprendió viaje.
De la carretera principal tomaron por una vía solitaria bordeada de árboles frondosos. Desde su asiento en primera fila Manuel veía los pájaros, avispas y mariposas que el autobús espantaba en su roce con las ramas. Los huecos en la vía zarandeaban el vehículo sin cesar, y Manuel tuvo que aferrarse al respaldo del asiento delantero para evitar ser lanzado del suyo. De pronto se atravesó un animal montuno que el conductor arrolló sin inmutarse. Manuel clavó las uñas en su asiento y tragó saliva; algunos pasajeros se miraron en silencio. Dos horas más tarde, el autobús bordeó una explanada, aplastó la maleza y frenó de golpe. «¡A esconderse detrás del matorral!», ordenó de nuevo el hombre.
Uno a uno los viajeros se ocultaron tras la vegetación polvorienta mientras esperaban el nuevo transporte que los llevaría a su próximo destino. Manuel imaginó que entre su grupo de viajeros haría nuevos amigos, y ese pensamiento le apaciguó los nervios. Aun así, no dejaba de luchar contra la avalancha de recuerdos de su ciudad, de su casa, de su familia.
El día se disipó tras una orla de nubes azuladas, y los sonidos de la noche comenzaron a imponerse. Atento al mecer de cada hoja y cada rama, Manuel permaneció inmóvil bajo las estrellas que titilaban en el cielo. Al final, entrelazó las manos detrás de la cabeza, fijó la vista en el firmamento y se tendió en el suelo. Un rato después, cuando ya la luna se alzaba en el cielo y una brisa ligera refrescaba los rostros, escucharon el sonido de un vehículo pesado. Manuel apretó el morral con sus manos sudorosas y, al igual que sus compañeros, concentró su mirada en los dos focos de luz que aparecieron en la distancia. Pronto confirmaron que se trataba de una volqueta, la cual se detuvo frente a ellos. El nuevo conductor, un hombre bigotudo y de voz campechana, los instó a subirse rápido.
Esta vez tomaron por una carretera sin asfaltar, dejando a su paso una nube densa de polvo. Los emigrantes viajaron acurrucados, sujetándose unos a otros para no caer sobre la vía. Aquel trayecto de brincos y empellones terminó a medianoche frente a una finca de grandes pastizales, con su casona de paredes encorvadas que parecía cumplir la promesa de resistir a los años. Llegaron polvorientos, entumecidos, desorientados por completo. Los recibió el vigilante, que los condujo a un salón repleto de colchonetas impregnadas de humores rancios. Manuel tomó una en sus manos, buscó un rincón para acostarse y, a pesar del ajetreo de voces y pisadas, se quedó profundo.
Se levantó con el primer canto de los gallos y, aprovechando una luna clara, se dedicó a explorar su entorno. A un lado de la propiedad, separada por un pasadizo donde almacenaban leña, estaba la cocina. Tenía dos ventanas de ala grande, un piso de barro tostado por el humo y una chimenea de piedra. Detrás de la cocina se escuchaba un chorro de agua que, según confirmó después, era traída de la montaña en canales de guadua. Al extremo del pórtico colgaba un bombillo desnudo cuya luz resaltaba el verde alborozado del zócalo. Desde las barandas del corredor observó también las frondas de un limonar que brindaba aromas reconfortantes. «Huele a mi tierra», le dijo a un compañero que acababa de levantarse. Pronto el sol iluminó los campos, las abejas iniciaron su galanteo con las flores, y las mariposas se acercaron revoloteando.
Los viajeros confirmaron que aquel era un albergue temporal para emigrantes en tránsito. Había gente del centro y sur del continente, así como algunos orientales en completa confusión por no hablar el español. Manuel notó que no existía una organización formal ni personas responsables de tanta gente afligida. Tampoco había atención alguna con los recién llegados: cada cual debía tratarse las mataduras por su cuenta o consolarse a solas las angustias del corazón.
La consigna era esperar. Esperar sin exigir nada ni quejarse. Así lo hizo Manuel hasta la hora de acercarse a la cocina por una tortilla de frijoles refritos con hilachas tímidas de carne. No eran aún las nueve de la noche cuando, anhelando el momento de retomar el viaje, se acostó de nuevo sobre su colchoneta maloliente.
Pasada la medianoche su sueño fue truncado por el arribo de un nuevo grupo de emigrantes. Manuel se terció su mochila al hombro, tomó la cobija bajo el brazo y, movido por la curiosidad, se detuvo a esperarlos bajo el bombillo de la entrada cuya luz servía de faro a los recién llegados. Una nube de insectos se estrellaba contra el foco, y con frecuencia debió esquivar la estela de polvo gris que dejaban al morir. De la cocina salían voces de mujeres, interrumpidas apenas por crujidos de leña ardiente. Los nuevos viajeros llegaron fatigados y ojerosos; traían la ropa húmeda y el pelo enmarañado. Manuel le indicaba a uno de ellos la ubicación del sanitario cuando escuchó una voz que lo dejó perplejo: una mujer lo llamaba por su nombre.
Le tomó varios segundos ubicar la procedencia de la voz, y otros tantos reconocer a la persona que llamaba. Era Amanda, una antigua compañera de colegio que se había mudado de Paute, su pueblo natal, tan pronto terminaron secundaria. Se había casado con un camionero que la llevó a vivir a Cuenca, y Manuel no había vuelto a verla desde entonces. En cuanto estuvo cerca, Amanda se lanzó en sus brazos y estalló en llanto.
—Ay, Manuelito, ¡qué error tan grande ha sido viajar por barco! —exclamó, apenas moviendo sus labios resquebrajados—. ¡¿Por qué hemos venido?!
Mientras Amanda batallaba con su amargura, Manuel arrancó algunas hojas de llantén que había visto a su llegada y pidió una taza de agua caliente en la cocina. Machacó las hojas con una piedra que amoldó a su mano, y con el zumo preparó una bebida. Era amarga como las penas, pero con esencias prodigiosas que apaciguaban. Ante lo avanzado de la hora, los dos se retiraron a sus sitios de dormir. Se prometieron, eso sí, que se contarían todo al día siguiente.
En la confusión generada por el arribo de los nuevos viajeros, Manuel perdió su puesto de dormir y tuvo que acomodarse en el corredor. Allí tenía una ventaja: recibía la brisa tibia de los azahares del patio. La luna afianzó su dominio en el firmamento, y un concierto de grillos enardecidos por el calor se impuso a los demás sonidos de la noche. A pesar del bullicio, advirtió voces femeninas que escapaban de un cuarto cercano. Algunas mujeres hablaban con la pronunciación distintiva de Guatemala, otras con el acento de la sierra ecuatoriana. Pronto reconoció entre ellas la voz de Amanda.
—¡No puedo más! —la escuchó decir en voz alta.
—Se va a sentir mejor si lo cuenta todo —insistió una mujer con acento local.
Amanda aclaró la garganta y continuó. Las pocas palabras que se escapaban por los resquicios de las paredes no le permitieron a Manuel atrapar el hilo completo de la conversación, pero le resultaron mortíferas para el sueño. Poco después alguien entreabrió la puerta, y el resto de las frases se escaparon en tropel. Entonces se enteró, y el pavor se apoderó de él.
Supo, porque Amanda lo contó entre sollozos, que en los barcos clandestinos las porciones de comida eran de hambre, el agua de beber era insalubre; el trato a los viajeros, denigrante. Manuel temió que su esposa fuera a sufrir las desdichas que acababa de escuchar. Elvira Pintado, la inquieta y soñadora, la compañera que el destino le había dado sin exigirle la tarea de buscarla.
Decidido a escuchar la historia, se acercó sin perturbar las voces que flotaban en el aire.
—A todas las mujeres nos obligaron a viajar amontonadas sobre tablas que hedían a pescado —le escuchó decir a Amanda—. Cuando ya estábamos muertitas del hambre, bajó un tripulante de la cabina del capitán a decirnos que las que quisiéramos subir con ellos, íbamos a ser bien atendidas. Éramos más de veinte mujeres, y la mayoría nos sentíamos tan tristes que no queríamos ni hablar. Aun así, hubo varias que subieron por su cuenta. «Pues las demás que se jodan por pendejas», dijo el malvado. Al rato vimos por unas rendijas cómo los hombres abusaban de ellas entre risas y borracheras.
—Y las palabrotas que decían —añadió una compañera de viaje.
—Sí, fue terrible. El sanitario era otra cosa. Estaba embadurnado hasta las paredes y no podíamos usarlo. Nos tocaba hacer de todo al borde de las barandas, sosteniéndonos unas a otras para no caer al mar. Los hombres no dejaban de mirarnos y de reírse. Yo recién había tenido a mi bebé y, en medio de tanta angustia, me volvió la hemorragia que creí ya había parado. Uno de esos hombres gritó desde arriba que por qué tenían que embarcar a esas puercas recién paridas. Lo dijo así porque conmigo venían varias muchachas que también habían dado a luz hacía poco.
»Algunas sentíamos que se nos estallaban los pechos —continuó Amanda luego de una leve pausa para atrapar sus lágrimas—. Entonces decidimos recolectar la leche en un vaso de cartón y repartirla entre nosotras. Entregar así el alimento de mi niño me partía el corazón. Luego el hombre ordenó que me llevaran a una bañera para que no fuera a alborotar a los tiburones. Era un rincón cubierto de lama verde donde me echaron baldes de agua salada que me hacía arder las quemaduras del sol. “Es para que aprendan”, decían riéndose.
Agobiada por el llanto, Amanda guardó un momento de silencio antes de retomar la historia.
—Yo creo que enfermé porque, como acababa de dar a luz, no me hice poner las inyecciones para prevenir durante el viaje —continuó diciendo.
—¿Inyecciones para prevenir? —preguntó alarmada una de las cocineras.
—Sí. Las muchachas jóvenes se vienen preparadas con eso porque siempre hay rumores de que abusan de ellas. Si no es en los barcos, es en las fronteras. Son inyecciones hasta para tres meses, cosa que alcancen su destino. Qué horrible, qué castigo es todo esto —añadió, agravando sin saberlo la zozobra de Manuel. Su voz se desvaneció, y un silencio tenso se apoderó del lugar.
Manuel soltó un gemido de pesar que por poco lo delata. Cuando se atrevió a mirar hacia el interior del cuarto, vio a su amiga sentada en una cama en medio de un grupo de mujeres, el rostro hundido entre sus manos.
—Varias veces bajaron a buscar a una jovencita de apenas dieciséis años que venía con nosotras —continuó Amanda—. Ella se prendía de una barra de hierro para no dejarse llevar y me pidió que me hiciera pasar por su madre para que la hiciera respetar. Yo le dije que quién iba a creerlo, si solo era diez años mayor que ella. Entonces, pálida del susto y con los labios temblorosos, nos dijo que ella nunca había estado con un hombre. Una señora del grupo comenzó a rezar y a persignarse. Las otras nos abrazábamos y llorábamos angustiadas. Cuando los hombres volvieron a bajar, ya no le dieron tiempo de sostenerse y se la llevaron por la fuerza. Nosotras nos moríamos de la angustia al oírla gritar y forcejear. ¡Qué horrible fue lo que nos tocó vivir!
Manuel retorcía un extremo de la cobija con sus manos en tanto que el relato le estrujaba el alma. Su mente se llenó de presagios inquietantes; un sabor amargo le invadió la garganta.
—¿Y qué pasó después? —preguntó alguien en la habitación.
—Cuando la joven regresó a su puesto, apenas sollozaba sin aliento. Le frotamos la frente, le humedecimos los labios, tratamos de consolarla, pero ella no respondía. Desde entonces no he hecho sino pensar en que debí protegerla. Ya le he pedido a Dios su misericordia, pero creo que eso no tiene perdón. A veces, pienso que mejor me hubiera muerto —concluyó Amanda, ahogada en llanto.
—Toma esto calientito para que te calmes —le dijo una señora poco después.
En cuanto Amanda consumió la bebida, su llanto dio paso a un silencio prolongado. Manuel miró de nuevo hacia el interior de la habitación. Bajo el reflejo de la luna, alcanzó a ver a varias mujeres ofreciéndole sus brazos.
Confiado en que aún estaba a tiempo de disuadir a su esposa de aquel viaje, Manuel salió a buscar la manera de llamarla. Sin embargo, no encontró a quien preguntar. Caminó hasta el espesor del monte y, con las gotas de rocío prendiéndose de su ropa, con los luceros más cerca que de costumbre, con el relato de Amanda dando vueltas en su cabeza, pasó el resto del desvelo tendido sobre la hierba. Cuando aparecieron las primeras luces del amanecer, se encontró con un hombre de pelo blanco y andar desgonzado, a quien le pidió la manera de hacer una llamada urgente. «¡Aquí está prohibido llamar!», le respondió el hombre con voz ronca de fumador. Manuel entendió entonces que solo le quedaba esperar.
Para él, aquel viaje estaba envuelto en un misterio del que apenas escapaban fragmentos divulgados por rumores. Por rumores se enteró de que el camino era tortuoso, las jornadas eran largas, y que solo debía concentrarse en el futuro si quería sobrevivir. Lo escuchó con los labios apretados: a fin de cuentas, por pensar en el futuro era que estaba allí.