«Tal vez sea mejor que Mac no pueda hablar bien», pienso cuando salgo de trabajar el lunes. Tal vez me diría lo horrible que yo era antes. Precoz. Exigente. Una auténtica mocosa. Me pregunto qué vería en mí exactamente. Oh, era una jovencita sexy, claro, y quizá eso trascendía todo lo demás, pero, ¡madre mía, la guerra que daba! Me avergüenzo de muchas cosas de aquella época. Espero que se dé cuenta de que ahora soy diferente. Tengo conciencia, no soy tan egoísta; arrastro un bagaje que me ha hecho aprender y cambiar. Me gustaría saber hasta qué punto le sorprendió la historia que le conté, lo que ha ocurrido en mi vida desde que estuve con él. Ojalá pudiera contarme él su historia.
La que fue la mejor chica de las Midlands no fue al hospital este fin de semana. Mis estornudos se convirtieron en un asco de catarro de dos días que no me atreví a llevar al St. Katherine, porque me daba miedo contagiar a Mac y a los demás enfermos. Así que me quedé en cama con mi catarro, una gran caja de pañuelos de papel y Sky Movies, viendo montones de películas en blanco y negro que no había visto nunca con mi antiguo amante de la sala 10. Lo eché de menos; eché de menos sentarme en la silla del hospital, y esperaba que a él no le molestara mucho que no hubiera ido. Llegué incluso a telefonear y pedí a una de las enfermeras que le transmitiera el mensaje de que esperaba poder ir el lunes.
Hoy me siento mucho mejor, aparte de tener todavía un poco de ronquera. Vuelvo a ser yo misma, aunque no la que fui en otra época. Hurgo en el bolso mientras camino para comprobar si llevo el móvil. Es curioso, pienso, que hubiera otros a quienes pareciera gustarles la antigua Arden, rebelde y egoísta, o que al menos la toleraban. Becky, por ejemplo. (Pensar en ella me provoca una punzada en el corazón. La relación que teníamos. Lo mucho que nos divertíamos juntas. De repente recuerdo un día que bailamos al son de la música de Terence Trent D’Arby en la asociación de alumnos. Riendo. Abrazándonos.) Algunos compañeros de curso. No debía de ser tan mala. Sin embargo, tuve una aventura con un hombre casado sin sentir remordimientos. Traicioné a otra mujer, por muy lejana que pareciera. No creo que esté exagerando mi imagen pasada en modo alguno, haciéndola más dramática, ni manipulando la cámara retrospectiva de mi propia mente. Veo con claridad quién era. Al mismo tiempo, me entristece saber que ahora no me parezco en nada a la chica que fui: buena y definitivamente no tan buena. Aquella chica confiaba en sí misma, era atrevida y peleona. Mi atrevimiento y mis ganas de pelear desaparecieron hace mucho tiempo. Mi espíritu, entonces tan libre y ávido y consciente de su propio potencial, quedó aplastado como un escarabajo perdido. Contarle mi historia a Mac puede que fuera un error. He admitido que ahora soy como un cascarón vacío y puede que a él no le sorprenda, pero habrá sufrido una decepción.
Voy a pasar por casa un momento a cambiarme antes de ir al St. Katherine. Tengo el móvil. Está metido en un bolsillo lateral. El último mensaje que he recibido es de Julian para avisarme de que esta noche dan Rain Man en la tele y de que la he visto un centenar de veces, pero que sabe que querré volver a verla. La última llamada fue de una mujer de Newcastle diciéndome que yo había tenido un accidente de coche y que debería pedir una indemnización por el latigazo en las cervicales (¡qué ironía!). La última llamada que he tenido hoy en el trabajo ha sido de Becky, justo antes de volver a casa, y he respondido sin darme cuenta porque estaba distraída escuchando a Nigel divagar sobre la llave de un almacén para una EHC (Escena de Hallazgo de un Cadáver), y no he mirado de qué número llamaban.
—¡Por fin te encuentro, forastera! —ha dicho, y yo he notado que me sonrojaba—. No me escribes, no me llamas...
Ha sido bastante fácil evitar a Becky, ya que es una de las pocas personas de este mundo que no tienen móvil. Me llamó hace un año más o menos al teléfono de mi trabajo, así que no tenía la opción de no contestar, diciendo que se había deshecho de su móvil porque quería simplificar su vida, así que ahora nuestra comunicación se reduce a llamadas suyas desde el teléfono de su mesa en la Opera House al mío de Coppers. A mí me va bien así, por supuesto, porque no recibo mensajes a los que no contestaría. Pero incluso cuando Becky tenía móvil, durante el infierno de mi matrimonio, no me fue difícil plegarme a la voluntad de Christian y dejarla fuera de mi vida. Solo tenía que ignorar todos sus mensajes y llamadas y no responder a la puerta cuando venía a casa. Me sentía fatal, pero lo hacía. Tengo un recuerdo especialmente horrible de cuando me escondí en mi propia cocina y me agaché junto a la encimera, con el corazón desbocado, mientras ella llamaba al timbre una y otra vez. Era sábado. Mi coche estaba allí. Ella sabía que yo estaba en casa. Me escondí hasta que se fue. Simplemente no valía la pena soportar la ira y las recriminaciones y el interminable silencio malhumorado de Christian solo por ver a Becky. La balanza de mi vida se inclinaba de forma inexorable hacia él. Así era todo más fácil, y él me recompensó por librarme de Becky. Christian me dijo lo feliz que le hacía tenerme solo para él, que detestaba compartirme, que yo era especial. Lo de siempre.
—¿Qué haces esta noche? —me ha preguntado, y no he tenido más remedio que admirar su optimismo sempiterno. Ella no deja de preguntar, y yo no dejo de rechazarla.
—Trabajo —respondo, mintiendo de nuevo, retornando al camino trillado y algo resbaladizo de la mentirosa consumada. Me he vuelto tan buena mintiendo que empieza a ser instintivo.
—Ah, es una pena.
—Sí. —Y luego decido que no me gusta seguir en ese camino manido y traicionero. De hecho, ¿me haría algún daño abandonarlo y decirle a Becky algo que sonara a verdad? Ahora puedo hacerlo. Lo cierto es que resulta una estupidez, pero después de tanto tiempo a veces olvido que soy libre—. Bueno, no es trabajo en realidad, es que tengo planes. —Ahora me odiará por haberle mentido al principio, pero con toda probabilidad ya me odia.
—¿Y qué planes son esos, cariño? Porque van a inaugurar un bar nuevo estupendo en el West End, el Gatsby, y creo que deberíamos ir —dice ella, pasando por alto el hecho de que acabo de mentirle y demostrando una vez más que es mucho mejor persona que yo—. No me digas que te vas a lavar el pelo o a hacerte la manicura, porque no te voy a creer. ¿Vendrás?
—Hoy es lunes.
Becky suspira. A mí me suena como una caracola de mar en la playa, pero no es un sonido agradable, sino más bien recriminador. Lamento haberla hecho suspirar.
—El lunes es el nuevo viernes —dice.
—Tengo planes —repito sin fuerzas, aunque supongo que podría ir al hospital un poco antes y salir luego, si quisiera. ¿Quiero? Quizá sí—. Pero supongo que podría estar libre hacia las nueve.
—¡Genial! —Y mientras pienso que su voz suena un poco tensa, que ha sonado tensa durante toda la llamada, me alivia que no me haya obligado a contarle cuáles son mis planes, porque me habría acobardado. Realmente he sido una idiota, debería haberme limitado a decirle que aún estaba enferma—. Dominic también va a venir —añade—, y yo tengo una especie de cita y necesito apoyo moral, bueno, más bien que me digas qué te parece. Bueno, de hecho no es una cita, sino alguien que me gusta de verdad. ¡Te necesito, Ardie! —suelta, y la tensión parece desaparecer—. Será divertido.
Diversión de verdad durante toda una velada; puede que no esté a mi alcance, aunque era de la clase de cosas que me encantaban hace mil años. Y Becky dice que me necesita, lo que me hace pensar. Sería agradable que me necesitaran no como una estera aplastada y acobardada para pisotearla con unas grandes botas, ni como una diana humana dispuesta a recibir palabras afiladas como dardos, sino para dar apoyo y amistad. Ojalá fuera capaz de darlos.
—De acuerdo, sí, iré —digo, y pienso: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea», al colgar. Voy a salir, a un bar, de noche, por primera vez en años.
Hay una tarjeta esperándome sobre la estera cuando llego a casa. Es una tarjeta con un dibujito de un pájaro de aspecto patético, y dentro, con una enmarañada letra cursiva, las palabras: «¿Cuándo vas a venir a visitarme?».
Mi madre. Tan persuasiva como siempre. La dirección la ha escrito otra persona, es obvio que se lo ha pedido a alguien del personal. Y que le pusiera el sello. Y que la enviara por correo. ¿No tienen nada mejor que hacer? La tarjeta me hace desear no volver a visitarla nunca más, pero consulto el calendario que cuelga de la parte de atrás de la puerta de la cocina y escribo resignadamente «Visitar a Marilyn» el sábado 12 de enero con bolígrafo rojo.
Echo la tarjeta en el interior del cajón de la cocina y luego llamo a la Escuela de Cine de Londres, con la duda de si quedará alguien allí siendo tan tarde. Una persona responde, una mujer con el rítmico acento de Gales, y me doy cuenta de que no tengo la menor idea de lo que voy a decir.
—Soy amiga de Mac Bartley-Thomas —suelto, y la voz ronca y temblorosa no es solo un vestigio del resfriado—. Está ingresado en un hospital y yo trato de encontrar a su hijo. Creo que es posible que Mac sea uno de sus profesores..., ¿podrían ustedes ayudarme?
—Lamento oír eso —dice ella—. No sabíamos que estaba en el hospital. Sí, da clases aquí de vez en cuando, aunque no tiene que volver hasta el próximo mes de febrero. No estoy segura de que podamos ayudarla. Solo tenemos los datos de contacto de Mac, su dirección. No sé nada de un hijo. Bueno, quizá podría preguntarle a Stewart Whittaker..., es la persona más cercana a Mac aquí, pero ahora mismo me temo que está en Nueva York. Espere... —Se oye un leve ruido como si se hubiera apartado para sonarse la nariz—. Tengo su dirección de correo electrónico si le interesa.
—Sí, por favor —digo sin resuello—. Sí, sería estupendo tener su correo. Gracias.
La mujer me recita la dirección y yo la apunto, y mientras termino la conversación repaso la lista de personas que he conocido en mi vida. Stewart Whittaker... Sí que lo conocí, ¿verdad? Es el hombre con el que Mac y yo tropezamos un día en el Soho. Estoy segura. Con cierto temor, me siento al portátil y redacto un correo para él en el que le digo que soy una amiga de Mac y le pregunto si conoce el paradero de su hijo. Al firmar, me planteo si Mac le habló alguna vez de mí al tal Stewart... ¿Reconocerá el nombre de Arden Hall y pensará: «Oh, ¿ella?»?
Subo a darme una ducha y luego me pongo lo que yo llamo mi traje de Notting Hill, porque es muy similar al que llevaba Julia Roberts cuando iba a la casa de los amigos de Hugh Grant para la fiesta de cumpleaños en Notting Hill: tejanos azul oscuro, blusa de raso de estilo kimono y botines. Es un poco exagerado para el hospital, pero perfecto para ir luego al bar. De todas formas, ¿cuándo me ha detenido eso? La ropa es mi armadura y mi disfraz y mi libertad.
James está otra vez en la sala 10 esta noche, muy envarado en su traje, pero sonríe como si le complaciera verme.
—No ha venido este fin de semana.
—No, tenía catarrazo. No hay más que fijarse en mi nariz roja y el persistente olor a Frenadol. —Él me dedica esa leve e irónica sonrisa suya, pero en sus grises ojos hay un destello divertido—. Ahora ya estoy mejor. ¿Qué día vino usted? —pregunto.
—Los dos. El sábado y el domingo.
—Oh, claro. —Me gustaría saber si él se preguntó dónde estaba yo. Se me ocurre que no debe de tener una gran vida social, si se pasa las noches del sábado en la sala 10. Claro que yo no soy quién para hablar. Me paso todas las noches de los sábados mirando la tele, y luego subo al dormitorio a las diez con un libro que por lo general ya he leído antes y del que apenas consigo leer dos páginas.
—Me alegro de volver a verla.
—Gracias.
No hace mención alguna a mi vistoso atuendo, pero parece que Mac sí podría apreciarlo. Esboza una lenta sonrisa cuando me acerco a la cama. Hoy está casi sentado, con la parte superior del cuerpo recostada sobre cuatro almohadas. Le brillan los ojos y sus mejillas tienen buen color. ¿Ha mejorado su estado desde mi última visita?
—Oh, tienes muy buen aspecto —digo al sentarme en mi silla habitual, esperando casi oírle decir: «Hola, Arden», y que empiece a hablar, pero, por supuesto, no lo hace—. Lo siento, no pude venir durante el fin de semana.
—Hoy tiene un buen día —comenta Fran, pasando por el pie de su cama—. Muy animado ha estado nuestro Mac, ¿verdad, Mac?
Mac sonríe y asiente un poco con la cabeza, como si participara en la broma, y espero que así sea.
—¿Ha hablado algo? —pregunto a Fran.
—No, lo siento —responde ella.
—Estás demasiado callado últimamente —le digo a Mac con descaro, recordando lo que James había dicho de él—. Echo de menos oírte hablar sobre películas sin parar. —Y es cierto. Echo de menos nuestras conversaciones; tengo auténticas ganas de charlar sobre películas con él. Para ser sincera, hablaría de cualquier cosa con él. Simplemente me encantaría que me hablara.
—Bueno, ¿qué tal el trabajo hoy? —me pregunta James, levantándose el faldón de la chaqueta del traje para sentarse en su silla, al otro lado de la cama. Fran ha decidido detenerse y tomarle la temperatura a Mac y llenarle el vaso de agua. Revolotea a su alrededor como una gallina clueca—. Es decir, si ha podido ir después del catarro.
—Sí, he ido. Ha sido tranquilo, bastante aburrido, un poco ronca. ¿Y usted qué tal?
—Bastante bien. Vendí una casa en Brompton Road.
—Oh, estupendo. Eso está bien.
—Sí, y además eran personas agradables. Los compradores, quiero decir. Los vendedores son unos capullos.
—Vaya. —Me hacen gracia los modales corteses de James con algún que otro taco intercalado.
—¿Nada emocionante entonces en Coppers desde que nos vimos la última vez?
—Las emociones escasean siempre en Coppers, la verdad. Al menos en mi oficina...
—¿Qué era lo que hacía ahí?
—Exteriores —digo—, ya sabe, arreglarlo todo para ir a llenar la casa de alguien de trastos, equipo y deportivas embarradas...; esa clase de cosas.
—Oh, entonces somos parecidos —dice él, asintiendo—. Nos ocupamos de propiedades. También es una gilipollas.
Me echo a reír.
—¡Vaya, muchas gracias!
Sus ojos grises centellean.
—Oh, ahora que lo pienso —dice, saca el móvil de un bolsillo interior y busca algo en él—. El sábado que viene no podré venir al hospital. Tengo que ir a una exposición y no estoy seguro de poder volver a tiempo. —Me fijo en que a veces frunce un poco el ceño de modo pensativo, lo que le forma un leve pliegue entre las cejas. Lo está haciendo ahora. Yo pienso que me está dando un montón de información superflua y me pregunto por qué rábanos me lo cuenta. Tal vez teme que yo tampoco aparezca el próximo fin de semana y quiere asegurarse de que irá alguien a ver a Mac.
—¿La exposición trata sobre cómo desplumar a la gente?
James sabe que bromeo.
—Sí, desde luego. —Sonríe y suelta una breve carcajada. Decido ser también yo superflua. ¿Por qué no?
—Seguramente yo tampoco vendré el sábado. Dependerá de la hora a la que vuelva.
—Oh, ¿adónde va?
—A visitar a mi madre, que está en una residencia en Walsall.
—Ah. Mi expo es en Birmingham. A veinte minutos de Walsall por la M16 —cavila James—. ¿Quiere que la lleve?
—¿Por qué? —exclamo sorprendida—. ¡Oh, no, no es necesario! —respondo afectadamente, pero con voz demasiado estridente, con un tonillo de vieja arpía; dentro de nada estaré blandiendo una escoba con la cabeza llena de rulos y ahuyentando a bribones de mi puerta.
—¡Vale, de acuerdo! —Ahora es él quien se ha sorprendido, como si no resultara extraño en absoluto que fuéramos los dos en su coche a las Midlands, sin más. Yo estaba pensando en ir en tren, como hago siempre. ¿De verdad quiero pasar dos horas y media sentada en el coche de una persona a la que apenas conozco?
—Plásticos —dice una voz áspera desde la cama.
—¿Cómo? —pregunto. Fran se ha ido al otro lado de la sala y yo me vuelvo hacia Mac, que está incorporado sobre sus almohadas y me mira fijamente—. ¿Cómo? —Empiezo a reír. Acerco más la silla a la cama sin dejar de reír y reír—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? —bromeo—. ¿Eso es todo? —Seguro que me he ruborizado. Al agitar los hombros se oye el frufrú de mi blusa de raso. Hacía mucho tiempo que no me reía tanto.
—¿«Plásticos»? —repite James, perplejo.
—Plásticos es de un famoso fragmento de El graduado. ¿La ha visto? —pregunto a James.
—No. Esa no la he visto.
—Es una lástima. Y, bueno, con franqueza, no sabe lo que se pierde. Debería verla esta misma noche; puede que la den en Netflix o algo así. Ben, es decir, Dustin Hoffman, dice que quiere que su vida cambie y tener un futuro brillante, y un vecino bienintencionado de sus padres le da simplemente ese consejo: «plásticos». —La expresión de James indica que no acaba de comprenderlo—. Falta el contexto —digo, sonriendo a Mac. Estoy emocionada, hablo demasiado deprisa—. Ben acaba de graduarse, está inquieto, le aterra el futuro y acabar igual que sus padres. En los «plásticos» es en lo último en lo que querría meterse. La frase también es indicativa de la época, de lo artificial que era todo; todo ese repugnante consumismo de los sesenta. ¿No es cierto, Mac?
Mac asiente, solo un poco, y sonríe. Casi me siento como mi antiguo yo, como la parte buena de mi antiguo yo. Tengo que resistir el impulso de decirle que mi mente está llena de todo lo que vivimos juntos, que mi cuerpo y mi cerebro se inundan de imágenes de la película y de la banda sonora de Simon & Garfunkel y de Ben y Elaine en el autobús y los golpecitos en la ventana de la iglesia y todo lo que éramos nosotros. Pero no puedo estando James aquí, ¿verdad? Y quizá sea lo mejor. ¿Quién quiere a una exagerada idiota nostálgica junto a su cama?
Nos quedamos sentados un rato en silencio. Yo pensando solo en Mac y en El graduado; James ocupado con una bolsa de patatas fritas con sal y vinagre, y una lata de Coca-Cola que ha sacado de la máquina dispensadora del pasillo. Sorbe ruidosamente, pero no me molesta.
—¡Oh, qué elegantes van! —dice Fran más tarde, después de habernos despedido de Mac, cuando nos dirigimos hacia la puerta—. ¿Van a algún sitio bonito?
Me quedo horrorizada. ¿Quiere decir si vamos juntos? Y James siempre va elegante. ¡Siempre lleva traje cuando viene al hospital!
—Bueno, no sé qué hará James esta noche —digo, eligiendo las palabras—. Puede que vea El graduado... —Lo miro a él y sonrío—. Pero yo he quedado con una amiga para ir a un bar nuevo del West End.
—Oh, ¿a cuál? —pregunta James. Realmente a veces se comporta de un modo muy raro.
—El Gatsby.
—Oh, sí. Antes era La Capilla —dice él—. Por lo visto está muy bien.
—Parece que él también quiere ir —dice Fran con aire ilusionado y alegre, como si estuviera en una maldita comedia romántica. E incluso llega a guiñarme un ojo. Oh, maldita sea. Es la casamentera de El violinista en el tejado, buscándome y encontrándome un buen partido, cuando yo no quiero que me encuentre nada.
James se encoge de hombros, como si no le disgustara la idea. ¿En serio? Quiere salir conmigo y con Becky y Dominic y con el hombre misterioso al que es preciso dar el visto bueno..., aunque no sé muy bien por qué Becky confía en mi criterio. Seguro que sabe que no se puede confiar en él en absoluto.
—¿Quiere venir? —pregunto, igual que una niña enfurruñada al tener que invitar al abusón de la clase a su fiesta de cumpleaños.
—Vale —responde.
—De acuerdo, vale. Adiós, Fran —digo con los dientes apretados. Muchas gracias.
¡Qué embarazoso, por favor! A pesar de que Becky me había asegurado que me necesitaba, no estoy segura de que de verdad quiera verme aquí. Está en un rincón lleno de plantas con el «futurible». Charlan y ríen; ella echa la cabeza hacia atrás y enseña todos los dientes, y bebe vodka. Hacía mucho tiempo que no la veía así, pero al menos parece feliz, creo. Observo a su cita desde la distancia. Solo distingo que lleva unos mocasines de terciopelo rojo sin calcetines y que le gusta poner la mano sobre el hombro de Becky mientras se ríe, pero seguramente eso ya lo ve ella por sí sola. Dominic también está a lo suyo, en el bar, charlando con una camarera y aprovechándose de la pierna rota para ligar, lo que parece salirle bastante bien; la camarera está garabateando algo en la escayola con un rotulador negro.
Y por lo visto yo tendré que quedarme con James.
—¿Todo bien? —pregunta él con una botella de Beck en la mano.
—Todo bien —respondo, removiendo sin ganas un mojito de maracuyá y guindilla con una pajita.
El Gatsby está a reventar. Realmente el lunes es el nuevo viernes. Estoy parpadeando ya por las risas estridentes, los chillidos y el exagerado volumen de la música. Ojalá no estuviera aquí; ojalá estuviera en mi casa en la cama o en el hospital con Mac, bajo una amortiguada luz de color ámbar. Aun así, es un local fabuloso, cualquier idiota se daría cuenta. Lo han decorado con profuso detalle como un original tugurio de los años veinte: hay una jungla de vegetación tropical dándole teatralidad botánica a cada rincón; las paredes están cubiertas de papel pintado con un estampado de plantas tropicales, de modo que no está muy claro dónde terminan las plantas y empiezan las paredes; butacas tachonadas de cuero y suelo de mármol; ventiladores de techo que giran perezosamente; lámparas de esmalte alveolado suspendidas sobre las mesas en acogedores reservados; jazz estadounidense; cócteles en copas diminutas, y una barra al estilo de Nueva York. Nueva York... Me pregunto si Stewart Whittaker habrá visto mi correo electrónico.
Todo es luz y color y chicos y chicas más que dispuestos; montones y montones de chicas, todas increíblemente arregladas. Becky parece casi modosa en comparación, con su vestido elástico de claro color aguamarina. Aquí las chicas lucen estallidos de colores, rivalizando los unos con los otros. Y James parece atraer mucha atención. Echan un vistazo a mi guapo acompañante de cabellos entrecanos y luego apartan la mirada. Agitan la melena en dirección al hombre del traje elegante, que no parece ser consciente de ello. Sonríen a sus amigas y luego se aventuran a echarle otro vistazo. Incluso Becky ha puesto los ojos como platos cuando nos hemos encontrado fuera, y cuando me ha llevado deprisa hasta la barra, mientras James amablemente se encargaba de dejar los abrigos en el guardarropa, ha susurrado:
—¿De dónde demonios lo has sacado? ¡Está buenísimo!
—¡No es nada de eso! —he dicho.
—Entonces, ¿quién es?
—Un amigo, un agente inmobiliario.
—¿Te vas a mudar? ¿Dónde encuentras amigos como esos? —Rápidamente ha pedido dos vodkas con tónica en la barra (dobles, a pesar de mis protestas) y he comprendido que tendría que contárselo todo.
—Lo he conocido en el hospital.
—¿El hospital? ¿Qué hospital? —Estaba sorbiendo ya ruidosamente a través de la pajita clavada en el hielo picado de su vodka con tónica que llegaba hasta el borde.
—En el St. Katherine. He estado visitando a una persona. Alguien a quien encontramos la noche que fuimos a ver a Dominic.
Becky se me ha quedado mirando. Se le notaban los engranajes del cerebro dando vueltas bajo el escalado pelo azul.
—¿En St. Katherine? ¿Quién? —Los engranajes de su cerebro seguían funcionando. Ha mordido la punta de la pajita y ha fruncido el ceño—. La noche que vimos a Dominic... Espera... ¡No me digas que el hombre que parecía Mac Bartley-Thomas era de verdad él! —ha exclamado—. ¡Oh, Dios mío! Volviste a entrar en busca del móvil. ¿Qué? ¿Fuiste a comprobar si era él? ¡Arden! ¡Joder! ¿Qué demonios ha estado pasando aquí?
—Tuvo un accidente de coche —le he contestado, sorbiendo mi bebida y detestando mi tono cohibido, avergonzado, aunque la única parte de la que me avergonzaba era de no habérselo contado a ella—. He estado visitándolo. James también..., es vecino de Mac.
—Ah, ya —ha dicho Becky, removiendo la bebida con la pajita antes de sorber—. Caray. ¿Así que Mac vive en Londres? Joder. Vaya, Arden. Esto es increíble. —Y es increíble que yo no se lo hubiera contado...—. Lo quisiste de verdad.
—Sí, lo quise.
—¿Está bien? ¿Cuánto tiempo lleva en el hospital? ¿Y qué dice él de que hayas aparecido en su vida de nuevo?
—¡No gran cosa! El caso es que no puede hablar por culpa de las heridas. La verdad es que está bastante mal. —No le contaré nada de La Lista ni de las referencias a las películas. Tampoco que he estado reviviendo mi aventura con Mac—. Lleva un par de semanas en el hospital. Tiene daño cerebral.
—Vaya —ha repetido Becky. Luego ha sacudido el vaso y ha vuelto a sorber a través del montón de hielo crujiente con la pajita—. Siempre tan reservada. —Primero parecía enfadada y luego, pensativa—. Pobre hombre —ha dicho—. Qué cosas. A saber dónde acabará esto.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, es como una de esas películas que veías con él. Que él haya aparecido de nuevo de esa manera, como una carambola del destino.
—John Cusack, Kate Beckinsale —he dicho, casi con frivolidad, refiriéndome a la película Serendipity sobre las casualidades del destino. Pero estoy triste porque Mac y yo nos hayamos vuelto a encontrar tan tarde y en estas circunstancias, y lamento que Becky haya sido la última en enterarse.
—Eh, sí. ¿Qué crees que ocurrirá? —Ha sorbido lo quedaba de su vodka y ha dejado la pajita clavada en el pequeño nido de hielo vaciado.
—No tengo la menor idea. Ni siquiera sé si se va a poner bien.
—¿Y el guapísimo James?
De pronto dos manos han aparecido sobre los hombros de Becky y ella ha dado un respingo, lo que ha hecho que saltara parte del hielo picado de su vaso y aterrizara en su vestido. Ha girado la cabeza en redondo y entonces ha sonreído.
—¡Simon!
—Hola, Becky.
—¿Qué tal estás?
—¡Genial!
—Simon, esta es Arden. Arden, Simon.
—Encantado de conocerte —ha dicho Simon, pero estaba claro que solo tenía ojos para Becky, al menos lo que podía ver de ellos tras las gafas a lo Clark Kent. Los ojos centelleaban sobre una gran barba de estilo hípster y unas pobladas cejas que no dejaban de moverse—. ¿Te apetece otra copa? —Becky y su candidato se han vuelto hacia la barra y James ha regresado del guardarropa y ha ocupado su lugar como Muy Admirado Hombre Maduro.
—Decía en serio lo de llevarla en coche —me dice ahora. Una chica con un vestido de color verde esmeralda le sonríe furtivamente y luego aparta la mirada. No entiendo cómo es posible que él no se dé cuenta de nada.
—Gracias —respondo—. Es muy amable. Tendré que pensarlo. —Ojalá no hubiera vuelto a sacar el tema. No quiero pensar en todo eso. Simplemente quiero ir en tren, hacerle la visita de rigor a Marilyn y volver a casa—. Gracias.
James se está tomando su segunda cerveza. Cierra los ojos cada vez que echa un trago. Yo aún tengo la misma bebida.
—¿Puedo preguntarle algo? —me dice.
—Claro. —Una mujer con un tocado de encaje negro y los labios de color púrpura ocupa su sitio en un oscuro rincón, detrás de un micrófono. Será un alivio dejar de oír la música machacona que parece reverberar dentro de mí.
—¿Se inspiran tus atuendos en personajes de películas?
En mi cara se dibuja una sonrisa. Nadie me lo había preguntado nunca, ni siquiera Becky.
—¿Por qué me lo preguntas? —inquiero, toda inocencia.
—Bueno, el abrigo a cuadros y la boina a juego —dice James— es muy de Bonnie y Clyde. Luego, el abrigo peludo del otro día... me recordó a Kate Hudson en Casi famosos. Y, bueno, perdona si me equivoco, pero ¿intuyo un toque a Julia Roberts en Notting Hill esta noche?
Me echo a reír y me doy una palmadita en el pelo, que me he recogido en una especie de moño con trenzas que retienen los rizos, parecido al de Julia Roberts cuando va a esa fiesta de cumpleaños y provoca un auténtico caos.
—Me has pillado —digo—. Estoy impresionada. Y asombrada también.
Hace años que llevo conjuntos inspirados en películas. Cuando estaba con Christian, era la única cosa que me quedaba de mí misma. Él no tenía ni idea. No era aficionado al cine y, de todas formas, tampoco era muy observador, a menos que se tratara de algo que le pareciera un desaire personal hacia él, como una expresión en la cara o una sonrisa indebida. Yo sí era observadora. Recordaba los platos que comían en una película años después de verla. Y aún recordaba mejor los atuendos. Era algo mío, lo que me quedó después de que él me arrebatara todo lo demás, y yo me aferré a este secreto, por pequeño que fuera, como una forma de mantener el control. Cuando me ponía uno de esos vestidos de hombros descubiertos a lo Grace Kelly o, hacia el final, un desafiante atuendo de chaleco y corbata a lo Annie Hall para salir a una de las horribles cenas con Christian (cuatro platos y un sermón sobre superación personal, por si le interesa a alguien), seguía siendo yo. Cuando me ponía mis elegantes pantalones anchos con camisa blanca a lo Hepburn (Katharine) para nuestras «reuniones» semanales de gastos, seguía siendo yo. Cuando Julian y yo abandonamos la casa para pasar una quincena en la casa de acogida para mujeres, y yo llevaba un jersey negro de cuello alto con pantalones pirata y bailarinas a lo Hepburn (Audrey), aún quedaba un poquito de mí.
James parece tímidamente complacido al confirmarse su corazonada.
—¡Lo sabía! —dice, como un niño pequeño, y por un momento temo que vaya a obligarme a entrechocar los puños, pero al final se lo piensa mejor.
—Sabes mucho de películas —comento. Conoce Bonnie y Clyde y Notting Hill y Casi famosos, al menos. No ha visto El graduado. Aun así, debe de ser bastante aficionado al cine. Y también algo peculiar, para haberse fijado en los atuendos y además recordarlos.
—No tanto. Simplemente he visto bastantes. Paso mucho tiempo solo.
Eso imaginaba yo.
—No me dijiste que eras aficionado al cine —insisto— cuando te conté que Mac fue profesor de Estudios Cinematográficos, ni cuando fuimos a su casa y vimos todos aquellos libros.
—Mucha gente ve películas. —Se encoge de hombros—. No es nada fuera de lo corriente. —No, pienso, pero él sí lo es, ¿no?
—¿Cuál es tu género favorito? —pregunto.
—Es muy particular.
—No importa.
—Películas bélicas estadounidenses de los setenta y los ochenta —contesta—. Apocalypse Now, La chaqueta metálica, El cazador...
—Sí, es muy particular —admito.
—Lo sé, pero en realidad podría ver cualquier cosa. Simplemente, me gusta el cine.
—Bueno, también a mí —contesto—. Y como tú mismo dices, somos muchos. No somos nada especiales, ¿no? ¡Salud! —añado inesperadamente, y con torpeza entrechocamos los vasos, nos sonreímos el uno al otro y noto las miradas celosas clavadas en mí.
La mujer del micrófono que está en un rincón de la barra empieza a cantar una vieja canción de Ella Fitzgerald, creo. Mi padre tenía unos cuantos álbumes suyos y los escuchaba en su anticuado tocadiscos de los setenta. Son canciones tristes, melancólicas, populares a menudo en los funerales, me decía siempre. Pero él no quería ninguna en su funeral; dijo que no quería que nadie se sintiera deprimido en el crematorio. Cuando llegara el momento, quería traspasar las cortinas del destino con la música de John Cougar Mellencamp. Y eso hizo, justo dos semanas después de su muerte. Lo despedimos al son de «Jack and Diane». La vida sigue, como dirían Mellencamp y muchos otros, aunque a veces no lo parece.
—¿Estás soltero? —pregunto a James. Es pura curiosidad, pero de inmediato me siento increíblemente estúpida. ¡Menuda pregunta! Desde luego, soy como una de esas chicas que se echan la melena hacia atrás y menean la cabeza con expresión celosa—. Oh, por Dios —me apresuro a añadir—. No lo preguntaba en serio, solo es curiosidad. Parece que vives solo. ¿No hay una media naranja...? —Cielo santo, qué frase tan estúpida, ¿y exactamente por qué la uso?
—Sí, estoy soltero —responde James, golpeándose de forma repetida la palma de una mano con la gruesa base de su botella de cerveza—. Desde hace un año. Estuve quince años con una chica, vivíamos juntos. Yo quería casarme con ella. Ella siempre me decía que no estaba preparada; luego me dejó y se comprometió y se casó a los seis meses, ¡con un DJ! ¡Vamos, no me jodas! —dice con tono campechano—. ¿Un maldito DJ?
El «no me jodas» me hace reír.
—Lo siento —digo—. Yo también, es decir, hace cinco años que estoy soltera. Aunque en mi caso nadie se fugó con un DJ. Estaba casada. Fue una relación de maltrato. —Me encojo de hombros—. Cosas que pasan.
—Por desgracia —dice James—. ¿Maltrato físico...? —pregunta con tono vacilante.
—No. Verbal, emocional, financiero. La infame trinidad.
James asiente.
—¿Ahora estás bien?
—Sí. Sí, eso creo. —¿De verdad? Aún no lo sé—. Y tengo a mi hijo, claro. No es del maltratador (el maltratador..., ojalá no me hubiera llevado tanto tiempo darme cuenta de lo que era), es de una relación anterior. No tengo que volver a ver a mi exmarido.
—Eso está bien —indica James, asintiendo—. ¿Y Mac? ¿Fue solo una aventura o era amor? —Muy al caso, la pregunta, me digo.
—Lo quise en su momento —explico—. Y él me quiso a mí.
—Eso me parecía —comenta James—. Se nota que hubo algo muy especial entre vosotros. Aunque solo fuera por los «plásticos».
Me río, aunque su comentario no tiene sentido, de hecho; luego apuro el resto de mi bebida helada. En realidad, no he reflexionado sobre mis motivos para visitar a Mac todos los días. Ni lo que siento por él, si es mera nostalgia o algo más; si es el anhelo de vivir momentos más felices y emocionantes por todo lo que he tenido que soportar con Christian. ¿Quiero aún a Mac? No lo creo, aunque siento la necesidad de estar cerca de él. ¿Lo necesito para recordarme quién fui y todo lo que podría ser? Seguramente. Pero sé que volveré a visitarlo mañana, y pasado mañana también.
—¿Quieres tomarte otra? —pregunta James.
—Sí, gracias.