Es la mañana de después de la velada en el Gatsby y me despierto con una horrible resaca. Estoy atontada y tengo la boca seca. Tengo manchas de Nutella en el camisón. Mi pelo parece un molinillo de diente de león electrificado y me recuerda que tengo que ir a teñirme las raíces. Menudas pintas.
Me levanto de la cama tambaleándome para ir al cuarto de baño y luego me meto de nuevo en la cama y enciendo la radio, donde suena «If I Could Turn Back Time» de Cher, así que vuelvo a apagarla. Ya no tengo costumbre de emborracharme tanto, aunque al menos soy libre de hacerlo desde que me separé de Christian. No estoy muy segura de lo que ocurrió ayer. James se fue porque dijo que era tarde y que tenía que enseñar una casa por la mañana temprano —observado por varios pares de ojos decepcionados, según pude comprobar cuando se iba—, y Becky me tendió otra copa y luego otra y luego se fue formando una pista de baile como una ameba, junto al ventanal, con una enorme planta como un trífido cerniéndose sobre nosotros, y bailamos hasta las tres de la madrugada. Dominic se unió un rato al baile, saltando sobre las muletas al ritmo de The Pointer Sisters. La verdad es que fue fantástico.
Por un instante me pregunto si James habría bailado de haberse quedado. ¿Habría dado los imaginarios golpes en la puerta con «Love Shack» y habría agitado las manos como un perrito al nadar para «huir» con «Tainted Love»? ¿Habría coreado los uuh, uuh de «I Gotta Feeling», de los Black Eyed Peas? No estoy segura; la verdad es que no me lo imagino bailando, aunque puede que tal vez me sorprendiera.
Anoche disfruté de verdad. Hacía siglos que no bailaba. Tengo un recuerdo borroso de estar dando vueltas y más vueltas con Becky y de las luces de discoteca que centelleaban como un caleidoscopio de medias lunas sobre nosotras y nos dibujaban puntos y líneas de luz en el rostro. Me sentía libre y viva, y un poco como mi antiguo yo, para ser sincera. No esperaba que fuera así. Durante unas horas, parecía que Becky y yo hubiéramos vuelto atrás en el tiempo.
Al final, Becky se fue con su candidato y yo volví a casa compartiendo taxi con Dominic y su pierna, que tenía ya su propio club de fans y unas cincuenta firmas, números de teléfono y proposiciones escritas en la escayola, la mayor parte con delineador de ojos líquido. Lo he hecho: he salido. He salido con amigos y he sobrevivido. Llamaré a Becky desde el trabajo más tarde; será la primera conversación que inicie yo desde la época de Christian. Es una lástima que anoche no tuviéramos ocasión de charlar más sobre las cosas realmente importantes, pero quizá podamos hoy. Ayer en el Gatsby tuve una epifanía en la pista de baile mientras «huía» al ritmo de «Tainted Love», una idea que quizá comparta con Becky, si la llamada va bien: Christian me había tomado como objetivo. Me había reclutado. Al fin y al cabo, lo había convertido en su especialidad. Ahora resulta de lo más obvio. Yo era una madre soltera a la que acababa de abandonar su infiel pareja; tenía una madre insensible, narcisista, y un padre deprimido (¿no tendría Christian un sexto sentido que le decía que nos iba a abandonar del peor modo posible). No tenía ancla alguna a la que aferrarme para evitar que las tormentas de la vida me despojaran de todo. Era vulnerable, era una presa fácil. Me caló enseguida.
Por ahora, puedo mandar un correo a la dirección de Becky en la Opera House para darle las gracias por una gran noche. Me levanto de la cama y me dirijo pesadamente a la sala de estar, donde abro el portátil para enviar el correo, pero cuando le doy al Outlook, en la bandeja de entrada, tres correos hacia abajo hay una respuesta de Stewart Whittaker y el corazón me da un vuelco.
Querida Arden:
Gracias por su correo. Lamento mucho que Mac esté en el hospital. Dele saludos de mi parte y dígale que le deseo una pronta recuperación. Si me indica en qué hospital está, iré a visitarlo cuando vuelva de Nueva York dentro de un par de semanas. Me temo que no conozco el paradero actual de su hijo, Lloyd. Por lo que sé, llevaba un bar en Londres, pero no tengo ningún dato más.
Hay una persona a la que puede preguntar, si consigue localizarla. Es una antigua alumna de Mac, Perrie Turque, a la que conocí un día en una barbacoa en su casa. Creo que fue novia de Lloyd durante un tiempo y tal vez ella sepa dónde está. Lo siento, pero tampoco tengo los detalles de contacto; pero creo que es escritora de viajes y que tiene un blog.
Cordialmente,
STEWART WHITTAKER
P. D. Usted tiene un nombre inusual. ¿Nos conocimos hace muchos años en el Soho?
«Estos tipos de Estudios de Cine tienen muy buena memoria», pienso mientras redacto deprisa una respuesta. «Sí, nos conocimos hace muchos años, y fue en la entrada del hotel Wiltshire en el Soho. Yo me mostré muy educada, intentando desesperadamente que no se notara que tenía una aventura con Mac; usted era un hombre alto con un largo abrigo y una curiosa expresión en el rostro.
»Fue uno de los mejores fines de semana de mi vida.»
No escribo esto, claro. Agradezco a Stewart la información, le digo que Mac está en el St. Katherine y que le transmitiré sus buenos deseos.
Luego busco en Google el nombre de Perrie Turque y aparece enseguida. Tiene un blog de viajes, y cuentas en Instagram, Twitter y Facebook. Me pregunto si conoció a Lloyd en su bar y por qué fue a una barbacoa en casa de su padre si ya no estaban juntos. Yo no estoy en Twitter ni en Facebook, pero le envío un correo a través de su blog con los detalles necesarios, y luego vuelvo a tumbarme en la cama diez minutos antes de tener que levantarme para ir a trabajar.
Cuando llego después al hospital, directa desde el trabajo, Mac no está en su cama. El miedo atenaza mi corazón como una garra helada, apretándolo con fuerza excesiva. Miro a un lado y a otro frenéticamente en busca de Fran, de cualquiera. ¿Dónde está Fran? ¿Dónde está él? Corro hacia el control de enfermería y encuentro a una mujer que no reconozco con la cabeza llena de rizos de color caoba inclinada sobre un ordenador.
—¿Qué le ha ocurrido a Mac Bartley-Thomas? —pregunto sin resuello.
—¡Oh, lo siento, cariño! —Gracias a Dios. Es Fran, que sale de un armario empotrado sujetando una cuña—. La estaba esperando, pero me he distraído con el señor Hussain de la cama dos. ¡Vamos! Mac está bien, está bien. Tuvo una pequeña hemorragia durante la noche, en el cerebro, y le están haciendo una breve operación para que disminuya la presión.
—¿Una breve operación? —Me doy cuenta de que estoy aferrando con fuerza el borde del mostrador.
—Más bien una intervención menor. Es muy común. Rutinaria. Se pondrá bien. —Fran me toca el brazo para tranquilizarme. Sus ojos tienen una expresión amable e inmutable que basta para que mi respiración se relaje un poco.
—¡Me he asustado mucho cuando he visto su cama vacía!
—Oh, me lo imagino. ¡Aunque sería mucho más alarmante si hubiera otra persona ocupándola, la verdad!
Me río, pero mi miedo aún no se ha disipado del todo. Es un residuo que me envuelve, una niebla densa de la que no puedo salir. Ojalá Julian estuviera aquí. O Becky. Becky. Me doy cuenta de que ni siquiera la he llamado ni le he enviado un correo. Me he pasado el día pensando en Perrie Turque y en el hijo de Mac, pero ahora el remordimiento por no haberme puesto en contacto con ella traspasa la niebla como una lanza.
Oigo otra voz familiar hablándome:
—Buenas tardes. —Es James. Con otro traje, el pelo muy bien peinado. Yo llevo mi traje de pata de gallo con un jersey negro de cachemira. Tengo el pelo un poco alborotado por culpa de la lluvia y el viento.
—Mac no ha muerto —me apresuro a decir—. Solo lo están operando.
—¿Cómo? —Me doy cuenta de que en realidad James se ha cortado el pelo; lo lleva aún más corto y pulcro—. ¿Todo va bien?
—Eso creo. ¿Cuánto tardará? —pregunto a Fran.
—Un par de horas más, supongo.
Me pregunto por qué no nos ha llamado nadie, pero entonces recuerdo que no somos familiares. Nadie aquí tiene nuestros números de teléfono; no somos parientes de Mac.
—Pareces cansada —dice James, después de que Fran se lo haya explicado todo de nuevo, me haya dado unas palmaditas en el brazo y se haya alejado hacia el otro lado de la sala.
—¿En serio? ¡Debe de ser la resaca! —Recuerdo las miradas que le lanzaban todas aquellas chicas jóvenes de anoche, y que sus ojos grises las ignoraban.
—¿Hasta qué hora te quedaste?
—Hasta las tres o así.
—Oh, una noche a lo grande.
—Más o menos.
James vacila un momento. Creo que ninguno de los dos sabe qué hacer ahora que Mac no está en la sala. Permanecemos cerca del control de enfermería como un par de inoportunas piezas sueltas.
—¿Quieres ir a la cafetería a comer algo?
—Vale. —No quiero volver a casa. Si me fuera, no pensaría más que en regresar aquí.
Abandonamos la sala y recorremos los pasillos amarillos hasta llegar a la cafetería siguiendo los escasos letreros. En el último pasillo, donde queda un trozo de espumillón verde enganchado aún en la pared, pasamos por delante de una puerta abierta y un letrero que anuncia «Capilla», y echo un vistazo al interior.
Pintada de color melocotón, tiene un aspecto siniestro, como un yermo en tonos albaricoque. Hay una moderna vidriera policromada en la parte frontal, que representa un paisaje marino, tres hileras de sillas tapizadas en lana, y una cruz suspendida sobre una tela plisada de color verde salvia a la derecha. Si se supone que Dios está en esta habitación, yo no veo su mano ni ninguna otra parte suya. Da la impresión de haber sido decorada con lo más barato de una tienda de bricolaje. No obstante, supongo que la gente encontrará consuelo en ella.
De la capilla sale una mujer vestida con un anorak de color azul marino, con un pañuelo de papel hecho una bola en una mano. «Pobrecita», pienso, y rezo para no tener que entrar nunca ahí. Me bastó con una vez, en otro hospital, tras la muerte de mi padre.
—Lo siento —dice la mujer cuando pasa rozándonos, y yo no sé qué decir. No parece en absoluto consolada. Yo no soy religiosa; no procedo de una familia religiosa. «Un montón de sandeces», decía siempre mi padre, y Marilyn añadía: «El opio del pueblo», citando a Marx para intentar parecer inteligente. Tenía muchas pretensiones esa mujer. Aún conserva un cuadro de Goya de su antiguo dormitorio en Essex en la habitación que tiene ahora en Los Cedros: La maja desnuda, la misma obra que tenía la auténtica Marilyn. En realidad, la capilla me recuerda a la habitación de mi madre allí: todo son tejidos «reconfortantes» y «tranquilizadores» tonos pastel.
La cafetería está llena y sale una gran cantidad de vapor detrás del mostrador: muchos acentos distintos pidiendo bebidas y muchas personas variopintas abarrotan las mesas. Las paredes no tienen el antiguo tono melocotón de la capilla, sino un vivo color ocre que baña la sala como en un alegre crepúsculo tropical, a pesar de la lluvia torrencial del exterior.
—Siempre me gustó la cafetería de Breve encuentro —dice James—. ¿La has visto?
—Sí —respondo, sin sorprenderme de que él la haya visto, después de lo que me contó en el Gatsby—. La cafetería de la estación de Carnforth. No imaginaba que te gustaran ese tipo de películas.
—Me gustan toda clase de películas —asegura James.
—Esa me encanta —digo—. Toda esa angustia en blanco y negro. La represión... Y no, no tienes nada en el ojo —añado entre risas, recordando cómo se conocen Celia Johnson y Trevor Howard en la película—. ¿Qué te apetece?
Levanto la vista de mi monedero para mirarlo y la expresión de su rostro —cálida, divertida, ¿casi tierna?— me lleva a preguntarme por un brevísimo instante cómo sería si tuviera realmente una mota de hollín en el ojo y él me la quitara. Después pido un sticky bun y una taza de té flojo, y James pide un brownie de chocolate y chocolate caliente.
—¿Un poco femenino? —pregunta después de pedir nata para poner encima—. Soy uno de esos bichos raros antisociales a los que no les gusta el té ni el café, y soy adicto al chocolate.
—No, por supuesto que no es femenino —contesto. «Es diferente», pienso. No es un hombre como todos los demás.
—¿Y quiere ponerle nubes, querido? —pregunta la señora mayor que atiende al mostrador, estridente, anticuada, con la nariz gruesa. Da la impresión de que encajaría muy bien en la cafetería de Carnforth.
—Sí, gracias.
Vamos a sentarnos. Hay una mesa pequeña libre junto a un gran radiador.
—Es terrible —dice James.
—¿El qué? —pregunto, aunque se me ocurren varias respuestas posibles, la verdad.
—Lo de Mac. La herida de la cabeza. La operación. Pobre hombre.
—Lo sé. —Le doy un sorbo a mi té, que quema—. Espero que salga bien. Tengo miedo, tengo mucho miedo de que no se recupere, de que este sea el final, o de que sobreviva, pero aun así no vuelva a tener jamás la posibilidad de hablar con él. Sé que es muy egoísta por mi parte, pero es tanta la información que me falta... —añado—. Son tantas las cosas que quiero saber... Treinta años son muchos años, ¿verdad? Bueno, veintiocho, en realidad, desde la última vez que mantuve una conversación con Mac. No tengo la menor idea de lo que pasó durante todos esos años.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no sé nada de lo que hizo Mac durante esas tres décadas —explico—. Hay muchos huecos por rellenar. Está la Escuela de Cine de Londres, las clases en la Universidad de East Anglia, posiblemente, pero eso es todo. ¿Y antes? ¿Qué hizo antes de eso?
—No lo sé —dice James—. Solo hace cuatro años que somos vecinos, pero aunque hubiera sido mucho más tiempo, es probable que no supiera mucho más. Lo siento.
—No pasa nada. —Remuevo el té y arranco unos trocitos de mi sticky bun—. Es solo que me resulta extraño tener ese vacío de tiempo y que él no pueda rellenarlo simplemente hablándome de él. Me hace sentir... conturbada.
—Menuda palabra. —James sonríe.
—Sí, ¿verdad? —Arranco otro trozo de sticky bun—. ¿Conociste a una tal Perrie Turque cuando fuiste aquella vez a la barbacoa de Mac?
—¿Perrie Turque? ¡Sí, era ella la antigua alumna de Mac! No eras tú. —Me sonríe, saca una nube de un montón de nata y se la mete en la boca—. Perrie. Una mujer muy dominante. Me pareció algo agresiva. En realidad no hablé con ella. Me dio un poco de miedo, para ser sincero.
Suelto una carcajada.
—La verdad es que el nombre ya lo dice todo, ¿no? ¿Perrie Turque? Enérgico, levemente siniestro. ¿Llevaba un flequillo recto?
—Sí, creo que sí. Y una chaqueta de punto muy seria. —Los ojos de James centellean con malicia.
Vuelvo a soltar una carcajada.
—¿Sabías que era la exnovia del hijo de Mac?
—¡Ni siquiera sabía que tenía un hijo! —exclama James, sorprendido.
—Pues sí —digo, asintiendo.
—Me sorprende. Jamás lo mencionó. Aunque debo decir que Mac y yo nunca hablamos mucho. Para empezar, mi presencia en aquella barbacoa fue una casualidad, porque yo estaba en mi jardín fingiendo que sabía lo que se tenía que hacer con un rosal, y creo que sintió lástima de mí. A Pierre Turque le habría dado igual que yo fuera un rosal. Recuerdo que empezó a soltar una perorata sobre su trayecto desde Crystal Palace o algo así, y tenía la voz tan chillona que me disculpé y hui al fondo del jardín. —Sonrío. Me imagino a James manteniéndose apartado en el fondo del jardín de Mac—. Me ahorré oír la historia de su vida, que imagino que era bastante larga. ¿Dónde está su hijo ahora?
—No lo sé —respondo.
—¿Desaparecido?
—No está desaparecido —frunzo el ceño—, al menos eso espero. Un hijo desaparecido sería insufrible, ¿no?
—Tú tienes un hijo —dice él.
—Sí. Y no puedo pensar en que el hijo de Mac esté desaparecido, es solo que no se le puede localizar en este momento. Escucha, me dijiste que también conociste a un hombre de la Escuela de Cine de Londres. ¿Se llamaba Stewart Whittaker? —pregunto—. Un tipo grande, con barba, creo. ¿Un poco parecido a un oso?
—Un oso llamado Stewart... —James sonríe mientras remueve su chocolate caliente—. Sí, creo que era el tipo de la Escuela de Cine de Londres. ¿Por qué lo preguntas? ¿A qué viene tanto interés en los asistentes a una barbacoa de hace tanto tiempo?
—He estado haciendo de detective aficionada —explico—. Intento encontrar a Lloyd, el hijo de Mac.
—Ah, vale. Entiendo. ¿Ha habido suerte?
—Todavía no.
—Tal vez no quiera que lo encuentren. —James se encoge de hombros.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá estén distanciados.
—Lo descubriré —afirmo—. Descubriré cuál es la situación. Si Mac está todavía en el hospital, su hijo irá a verlo, supongo.
—No, si están distanciados.
—¡No me ayudas mucho!
—¡Lo siento!
—Pues tendré que volverlos a unir —concluyo. Yo no me imagino distanciándome de Julian. No me imagino que no viniera a verme al hospital si tuviese un accidente de coche.
—Pareces muy resuelta.
—Estoy resuelta. —Y ese hecho me sorprende. Hacía tiempo que no me sentía así, que no tenía un propósito. Me gusta. Mac escribió gran parte de mi vida por mí, esos dieciocho meses complejos y llenos de vericuetos de nuestra aventura, y comprendo que yo también quiero escribir algo de su vida por él, algo bueno, algo maravilloso. Un giro de la trama (¡no un desenlace, no!), y un giro de la trama creado por mí, sacado de las páginas de mi guion. Me pregunto si es también el recuerdo de la vieja Arden lo que me impulsa a hacerlo. La chica inaguantable y beligerante. La chica que perseguía lo que quería a toda costa. Quiero hacerlo por Mac. Lo quiero de verdad. Voy a encontrar a Lloyd—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—¿Por qué sigues viniendo a visitar a Mac si apenas lo conoces?
James guarda silencio unos instantes. Deja su chocolate caliente sobre la mesa y una gruesa gota de nata se desliza por la taza hacia abajo.
—Porque sé lo que es la soledad. Que nadie se preocupe por ti, que nadie se pregunte cómo estás. Que nadie cuide de ti. Sé lo que es sentirse solo.
—Oh. —Recuerdo a la exnovia y el puto DJ. Los ojos de James son grises y firmes y yo evito mirarlos concentrándome en dar unos golpecitos con la cucharita en el borde del platillo—. Lo siento. —Me turba pensar que Mac estaba solo y me pregunto cómo pudo ocurrirle a un hombre tan formidable como él. Me pregunto por qué James también está solo. ¿No tiene amigos o buenos compañeros de trabajo? ¿Dónde está su familia? Sé que tiene a su madre en Kent, pero ¿no hay nadie más?
—No pasa nada —dice James, y cuando yo levanto la vista casi da un respingo, pero se recompone. Su voz se hace menos seria y una sonrisa le llena los ojos de arrugas—. Bueno, ¿has vuelto a pensar en dejar que te lleve a ver a tu madre? Vas a ir al final, ¿no?
—Sí, voy a ir. Y no es «mi madre» —contesto, tratando de que no se note mi indignación sin conseguirlo—. Bueno, sí es mi madre, pero yo no la llamo así. La llamo Marilyn.
—Ah, vaya —dice James, mirándome con curiosidad. Me contempla con sus ojos grises parpadeando—. ¿No tienes una buena relación con ella entonces?
—No, no es demasiado buena. No me gusta mi madre —añado—. Pero no pasa nada. Le ocurre a algunas personas.
—Bueno, sí —replica él—. Eso es muy cierto. Bueno, ¿quieres que te lleve? Agradecería la compañía, para serte sincero. Por lo de ser una vieja alma solitaria y todas esas chorradas...
Me río, pero la mente me va a cien. Me gusta viajar en tren yo sola, mirando por la ventanilla. No me gusta depender de los planes y los horarios de otra persona. Me gusta comer comida basura durante el viaje, que llevo yo misma en una bolsa. Me gusta leer libros gastados. No estoy segura de poder permanecer sentada en un coche con James durante dos horas charlando de trivialidades. Aunque en realidad me pregunto si la charla sería trivial. Ahora lo conozco un poco mejor.
—Bueno, piénsalo —dice él al final, mientras mi mente sigue dando vueltas en una pista interminable, sin coche de seguridad a la vista—. La oferta continúa en pie.
—Gracias —digo.
James vuelve a dar un sorbo a su chocolate. Le queda un bigote de chocolate con el que está muy mono. Decido no decírselo. Al menos en un rato.
—¿Y cómo sabes que Mac tiene un hijo? —me pregunta él.
—Por Google —respondo. No voy a contarle que el hijo de Mac es la razón por la que no pudimos seguir juntos.
El vecino y yo, la examante, esperamos a ambos lados de la cama de Mac —no sé cómo hemos acabado los dos de vuelta en la sala, como dos piezas sueltas—, y por fin Mac regresa a la sala en una camilla con los laterales levantados, y dos camilleros lo levantan con cuidado y lo depositan en la cama.
No muestra muy buen aspecto. Está pálido; tiene los labios secos y los ojos firmemente cerrados. James y yo nos quedamos con él una hora; dan una vieja película en uno de los canales de televisión, Un mar de líos, con Kurt Russell y Goldie Hawn —una de las preferidas de mi padre, en realidad—, y le echamos vistazos embobados de vez en cuando, hasta que empezamos a mirarla de verdad. Pillo a James sonriendo en alguna ocasión. De vez en cuando suelta una carcajada. Hacia el final nos damos cuenta de que Mac tiene los ojos abiertos y también la está mirando, pero no sonríe. Sus secos labios forman una agrietada línea.
James tiene que irse.
—Te veo mañana, Arden —dice—, ¿no?
—Sí —confirmo, y me gusta la idea de quedar con él para vernos aquí. Ya no me imagino visitar a Mac sin que esté James. Somos como una especie de dúo trágico—. Hasta luego, James.
James abandona la sala. Lo veo sujetando la puerta para que entre una familia de cinco personas a la que acaban de llamar, antes de marcharse. Fran se acerca. Está en modo supereficiente y profesional, recolocando sábanas y mantas, echando el pelo hacia atrás, regañando a Mac afablemente por su ausencia.
—Ah, por fin ha vuelto con nosotros, Mac. Me alegro. ¡Ha sido muy malo dándonos ese susto! —¿Susto? Antes me ha dado a entender que no había nada de lo que asustarse. Ha dicho que era una «intervención» rutinaria—. Espero que mañana esté ya bien despierto y que no se deje nada de la comida, Mac. Ya me encargaré yo de que se la coma. —Oh, le está echando un buen rapapolvo. Mac se limita a mirarla fijamente, sin pestañear. Hoy no hay brillo en sus ojos; el fantasma de su carisma no da señales de vida, no hay indicio de su antigua magnificencia.
Una vez que Fran se ha alejado con pasos sigilosos, me inclino hacia él y acerco los labios a su oreja. No sé si puede o no oírme, pero recuerdo la siguiente película de La Lista y quiero que él la recuerde también. Además, quiero que sepa que para mí no es un chico malo, sino uno de los mejores. Me inclino para susurrárselo al oído:
—Nadie es perfecto —digo.