EL PRESENTE

14

Esta tarde he recibido una sorpresa. Cuando salgo del trabajo, aparece Julian con el cuello del abrigo levantado, unos relucientes zapatos marrones y una sonrisa vergonzosa en la cara. Ha tenido una pelea —menor, dice él— con Sam y quiere preguntarme si lo invitaría a cenar, visto que tiene la noche libre. Yo también sonrío y lo abrazo con fuerza, respirando el olor de la lana de su grueso abrigo negro y de los restos de la loción de afeitar al final del día. Estoy muy contenta de verlo.

—¿Por qué os habéis peleado? —pregunto a Julian, subiéndome yo también el cuello de mi tabardo negro al estilo del de Ali MacGraw en Love Story, lo que James sabría apreciar, y desafiamos juntos el viento cortante de enero que nos azota con crueldad durante el camino. Julian sigue teniendo su habitación en mi casa, por si alguna vez necesita volver. Sus pósteres de los Foo Fighters y de Kelly Brook siguen pegados a las paredes; su edredón de los Spurs continúa sobre la cama; siempre habrá sitio para Julian en casa.

—Por no haber contribuido, en un caso sumamente leve, en las tareas de la casa. —Julian se encoge de hombros.

—Ah —digo—. ¿Qué es lo que no has hecho?

—Vaciar el lavavajillas.

Me echo a reír.

—Es una buena chica, Sam. Hace bien en señalarte esas cosas.

Enlazo mi brazo en el suyo y me complace que sea lo bastante maduro para no sentirse terriblemente avergonzado; también me alegra cocinar para él, aunque eso implica que no podré ir hoy al hospital y eso me causa cierta inquietud, sobre todo después de la operación de Mac. ¿Se preguntará dónde estoy? ¿Se sentirá decepcionado? ¿Y cómo lo sabrán los demás?

—¿Qué tal el trabajo? —pregunto a Julian.

Sigue preocupándome que mi hijo se mueva en el ambiente de la City. Sé por experiencia que esos tipos de la City pueden acabar resultando peor de lo que parece, pero tengo la sensación de que he cumplido bastante bien con mi tarea de dirigirlo hacia el terreno de las buenas personas. Es un hombre decente, se esfuerza por ser respetuoso, tiene integridad. Julian parece haber roto el patrón que Felix y Christian habían desplegado ante él. A pesar del lapsus esporádico del lavavajillas, es ,de hecho, un gran chico.

—Bien. Estupendo, en realidad. Puede que próximamente me den un pequeño ascenso.

—Vaya. ¡Eso es fantástico, Julian! —Puede que yo no entienda de contratos de futuros, pero sé lo que es un ascenso, aunque a mí no me haya ocurrido desde hace mucho tiempo. Hace años ya que estoy estancada en mi trabajo. Me he convertido en una trabajadora rutinaria, desmotivada. Sé que debería hacer algo al respecto, pero se requiere una confianza de la que simplemente carezco—. Me alegro tanto por ti...

Retiro el brazo del de él para ceñirle la espalda y achucharlo contra mí. Me muero por darle un beso en su suave y pálida mejilla, pero sé que seguramente sería demasiado. Lo adoro. No me ha dado más que alegrías. Fue un bebé ideal, una bendita yuxtaposición a Felix, que estaba muy lejos de ser un padre ideal; de pequeñito fue adorable, nada de rabietas, nada de tirarse al suelo en el supermercado ni nada parecido; luego siguió siendo un niño adorable y sensible que siempre me hacía reír y me desarmaba con las cosas tan graciosas que decía. También sobrevivió a Christian, al frío y cruel Christian que lo colmaba de atenciones cuando nos conocimos, que afirmó que lo protegería e hizo el numerito de héroe, y luego se mostró frío, lo ignoró, lo consideró un peñazo, una molestia, un obstáculo entre él y yo. Lo castigaba de cara a la pared en un rincón de la habitación por «falta de respeto», por mirarlo «de esa manera» (¿de qué otra manera mirarías a alguien que te repitiera una y otra vez lo estúpido e inútil que eres?), pero fue una de esas veces cuando me harté, por fin, y me convertí en una leona. Julian estaba en un rincón de la cocina, de cara a la pared, cuando un cuchillo brilló sobre la mesa y me entraron ganas de matar a Christian.

—¿Y qué tal tú, mamá? —pregunta Julian. Una expresión de preocupación nubla su atractivo rostro. La veo a menudo cuando me mira, cuando debería ser al revés.

—Estoy bien, gracias.

—¿Segura? —Me hacía esta pregunta todas las mañanas en el refugio. ¿Estaba bien, segura? Cada día que pasaba, yo decía que sí, y cada vez era un poco más cierto, y cada día que pasaba y miraba su rostro, sabía que él también estaba mejor. Sobrevivimos. Los dos juntos. Solo siento que tardara tanto, y lamento aún más haber dejado que Christian entrara en nuestra vida.

—Sí, estoy segura. —Sopeso la idea de hablarle de Mac, pero me preocupa la imagen que daría de mí esa historia, lo mal que podría dejarme, teniendo en cuenta lo terrible que es ya mi historial con los hombres. Mac es una parte de mi vida de la que Julian no sabe nada.

—Bien. Bueno, ¿y qué vamos a cenar?

—¿Salchichas, puré y judías? —Nunca he sido una gran cocinera. Lo intenté cuando estaba casada; mi marido, el que ganaba el pan de cada día (Dios, la de veces que lo repetía. Jamás había ganado nadie tanto pan para su familia), decía que era lo justo, después de que él «trabajara tan duro por nosotros» (mi trabajo nunca contaba), que yo le proporcionara «una cena decente al final del día». Estudié los libros de Oliver, Stein, Kerridge, Ramsey y Blanc (todos ellos comprados en Amazon por Christian), pero siempre salía algo mal, o incluso cuando milagrosamente salía bien, Christian encontraba algo de lo que quejarse. El gratificante hecho de que yo fuera una cocinera horrible se convirtió en un motivo más para maltratarme.

—¡Algunas cosas no cambian jamás, mamá! —dice Julian. Le encantó que volviera a mis salchichas con puré una vez que hubo desaparecido Christian—. ¿Qué tal está Becky?

Julian adora a Becky. Cuando era pequeño, Becky frecuentaba mucho nuestra casa y siempre le traía algún regalo. La echó de menos cuando Christian ya no me permitió seguir viéndola, y ahora está encantado de que haya vuelto a mi vida, aunque él aún no la haya visto. ¿Cómo la va a ver él, si yo misma apenas quedo con ella? Me resulta muy difícil. No sé si puedo esperar que Becky olvide todo lo que ocurrió; tampoco sé si yo puedo olvidarlo. Cuando arrojas una preciada pertenencia escaleras abajo y acaba rota en mil pedazos, ¿de qué modo puedes recomponerla?

—Está bien, gracias. —A pesar de la salida nocturna (que fue un buen comienzo, y la primera vez que salíamos desde que nos habíamos vuelto a encontrar), en realidad no estoy segura. Todavía no. Pero espero que sí. Ahora depende de mí.

—Me alegro.

Es un chico muy agradable y considerado. Ha salido muy bien, teniendo en cuenta las circunstancias (y no son pocas las circunstancias que había que considerar entonces y que se han de tener aún en cuenta. Lo siento mucho, Julian), y la intensidad de mi amor por él no menguará jamás, por muchos cabrones que se crucen en nuestro camino. Vuelvo a achuchar a Julian. Y me pregunto de nuevo dónde estará el hijo de Mac. Espero recibir pronto noticias de la temible trotamundos Perrie Turque.

Compartimos unas salchichas más quemadas que otra cosa con puré de patatas, y unas judías demasiado hechas que han formado una costra en torno al borde de la fuente de microondas. Y luego Julian recibe una llamada de Sam, a la que contesta en la otra habitación y oigo muchas risitas nerviosas y risas entre dientes. Cuando vuelve a la cocina dice que se han reconciliado y me pregunta si no me molesta que se vaya ya. Es una pequeña decepción, pero me alegro por él y le digo que no pasa nada, que no me importa. Y pienso: «Al menos podré ir a ver a Mac».

Le arranco un beso en la mejilla a Julian, lo despido desde la puerta y decido comprobar mi correo electrónico antes de ir al hospital.

¡Sí! Hay un mensaje de Perrie Turque. Debajo hay otro de Becky y, sintiéndome de nuevo culpable por no habérselo enviado yo primero, lo leo rápidamente.

¡Hola, Ardie! ¡Lo del lunes fue estupendo! Ayer me encontraba fatal... Aunque el posible candidato resultó ser un completo fiasco. Ni siquiera me molesté en invitarlo a entrar para tomar café. Me alegro de que vinieras. Tenemos que repetirlo pronto. Besos. Becky

«Tan sencillo, tan indulgente...», pienso. Es fantástico que Becky sea capaz de ver más allá del horrible papel que me vi obligada a representar; desde luego, su actitud es mejor que la mía. Le respondo, sintiendo que por fin puedo dar un paso de acercamiento hacia ella. Puedo hacerlo; merezco recuperar a mi amiga. Simplemente tengo que abrirme más; dejar atrás el sentimiento de culpa, que nos hiere a las dos; ser más amable; decir que sí a más cosas. Todo llegará. Podemos recuperar la relación que teníamos...

Sí, yo también lo pasé muy bien. ¡Siento lo del posible candidato! ¡Sí, por favor, tenemos que repetirlo! Besos.

Me siento feliz al enviar el mensaje. Esperanzada. Después clico en el mensaje de Perrie tras respirar hondo y con emoción.

¡Hola, Arden! (¡¡¡Qué nombre tan chulo, por cierto!!!)

Desde el principio se muestra extrovertida, exagerada. Me la imagino perfectamente, con su flequillo, tecleando. Me sorprende que no lo haya escrito todo con chillonas letras mayúsculas.

Sí, salí con Lloyd un tiempo...; para mí fue más bien un juguete sexual, ¡ja, ja! Lo conocí cuando él llevaba un bar en Tailandia, el Koh Samui. [Oh, no había sido en Londres, como decía Stewart Whittaker; entonces, ¿fue antes o después?] En aquella época aún se llamaba Bartley-Thomas. Descubrí que Mac era su padre. Lo tuve de profesor en la Universidad de Sheffield. [Esperaba que no hubieran...] Lloyd me dijo que no se hablaban y que no quería que su padre supiera dónde estaba. Después de que Lloyd y yo rompiéramos, me puse en contacto con Mac, por curiosidad, ya sabes. Había sido un profesor muy brillante, no sé si lo sabías. [Oh, cree que soy una vecina o algo así, una amiga preocupada...] Me puse en contacto con él cuando estaba dando clases en la Universidad de East Anglia [entonces, definitivamente, fue antes de la Escuela de Cine de Londres] y hemos mantenido algo de correspondencia desde entonces. Me invitó a una barbacoa en su casa hace unos años. [¿Correspondencia por carta? Mac jamás escribía cartas. No me gusta la idea de que esta tal Perrie le escriba, ni que fuera a una barbacoa en la que él se mostró reservado y muy distinto al Mac que yo conocía.] Bueno, en cualquier caso, no sé dónde está ahora el esquivo Lloyd, pero vi a través de Travel Grapevine que iba a convertirse en instructor de buceo, aunque no tengo la menor idea de dónde sería eso. ¡Conociendo a Lloyd, podría ser en cualquier país del mundo! ¿Quieres que lo investigue un poco? Me encantaría ayudarte. Sería fabuloso poder reunirlos de nuevo al fin si Mac está en su lecho de muerte y eso.

Besos,

PERRIE

¿«En su lecho de muerte y eso»? Opino que esta Perrie es una deslenguada. También siento celos al pensar que pudo tener una aventura con Mac después de mí, en Sheffield, a pesar del flequillo. Siento el impulso irracional y seguramente destructivo de pedirle a James que me permita entrar otra vez en casa de Mac para registrarla en busca de las cartas de Perrie. Aun así, se ha ofrecido a ayudar, y sí, me gustaría que investigara un poco.

Tecleo una amable respuesta.

Sí, por favor, si puedes, sería estupendo y te lo agradecería mucho. ¿Por casualidad sabes por qué no se hablaban?

Me sorprendo cuando me llega un mensaje de respuesta inmediatamente. Me pregunto dónde estará Perrie. ¿En alguna playa espectacular, con los pies en el agua? ¿Subida a una palmera? ¿Tecleando en un cibercafé con lassi de mango gratis y un ventilador eléctrico en un rincón que echa a volar los papeles de un diplomático local?

Su repuesta no me sorprende del todo.

Las aventuras de Mac.

Mac está más animado esta noche. Sus ojos vuelven a tener brillo; la chispa del viejo Mac, la chispa que podía hacer que me derritiera hasta convertirme en un reluciente charco de helado solo con mirarlo. Por primera vez me pregunto si he sido yo quien la ha vuelto a avivar por el hecho de estar aquí, por haber despertado recuerdos de su época dorada. Pero quizá me esté atribuyendo un mérito excesivo.

Me alivia verlo con mejor aspecto, pero no puedo dejar de pensar en lo que decía Perrie. «Aventuras...» Es un plural, luego hubo otras aparte de mí, es posible que Perrie, es posible que docenas de otras chicas, las suficientes para que el hijo de Mac no quisiera volver a hablar con él. ¿Está en lo cierto? Sé que sí. ¿Acaso Perrie no es de la clase de mujeres total y absolutamente seguras de sí mismas, con una certeza tan cristalina como las aguas tropicales en las que debe de estar mojando los pies? Mac tiene ese brillo. Mac ha tenido aventuras con docenas de mujeres, pasando perezosamente de una a otra como un reluciente testigo sabe Dios durante cuánto tiempo.

Sé que Perrie está en lo cierto. Puede que en otro tiempo yo fuera tan arrogante como para creer que tras la inmensa, intensa y cinematográfica naturaleza de nuestro romance Mac quedaría saciado; que no habría ninguna otra como yo, y que él reanudaría su vida convencional de marido y padre por la pobre Helen, y solo sus pecaminosos recuerdos le darían calor en las frías noches de invierno. Pero ya no. Ahora las cosas son distintas. Entonces el universo giraba en torno a mí. No veía nada más allá de mi propia identidad. Me lo tenía muy creído, estaba en mi salsa (montones de mayonesa para el bocadillo de ensalada con queso). Ahora el universo hace lo que le place y no tiene nada que ver conmigo. Puedo creerme perfectamente que Mac siguió teniendo aventuras.

Él me mira y esboza con lentitud una sonrisa cuando llego y me siento. La silla de hoy es distinta y no estoy del todo cómoda. Esta es de un vivo color naranja y el respaldo resulta demasiado recto; la que uso habitualmente es marrón y se inclina conmigo de buen grado cuando me apoyo en ella. Miro a un lado y a otro en busca de mi silla. Estoy convencida de que una mujer ha aposentado su enorme trasero en ella. Está sentada al otro lado de la sala, donde estaba Dominic, pero tiene un aspecto temible y agita un racimo de uvas como si fuera un arma, así que decido que sería grosero por mi parte acercarme y pedir que me la devuelva.

—Hola, Mac —saludo, y resisto la tentación de añadir: «viejo cabrón». En el correo de Perrie no se menciona a Helen. Todos los indicios, y la falta de ellos, apuntan a que desapareció de escena hace mucho tiempo, ¿y quién podría reprocharle que se hubiera divorciado de Mac?, ¿que lo hubiera abandonado tras una de sus muchas infidelidades? ¿Cuándo hizo justo lo mismo Lloyd?, me pregunto. Aunque ahora yo sienta remordimientos por la aventura, por Helen, parece que a Mac no llegó a remorderle la conciencia. Él siguió y siguió... Me pregunto si Mac tenía aventuras cuando Lloyd era un bebé, y luego un niño, un adolescente...; si continuó con sus devaneos hasta el momento mismo del accidente de coche. En ese caso, ¿por qué está solo? ¿Por qué soy la única antigua amante y nostálgica idiota que lo visita?

—Me alegro de ver que has vuelto a la sala —digo—. Espero que te encuentres mejor. —Lo miro y me preocupa pensar que también nuestra aventura está incluida en la escueta frase de Perrie: «Las aventuras de Mac». Quizá debería dejar de buscar a Lloyd, quizá de alguna manera se enteró del lío entre su padre y la chica de Warwick. Pero no lo hago por mí, sino por Mac. Él es quien yace en una cama de hospital sin su hijo, incapaz de hablar. Intento enfadarme con él sin conseguirlo. A mí también me han engañado y he cargado con ese ardiente dolor; sé lo que significa. Yo también he cometido esa traición y he llevado el peso sobre mis hombros durante años. Pero sé que lo que siento por él no se vería afectado aunque Mac hubiera tenido mil aventuras antes o después de mí. Es imposible. Yo solo lo veo aislado de todo. Solo lo recuerdo en relación conmigo; solo me importa en el contexto de aquel cosmos vertiginoso que me inundó de luz durante aquella breve época dorada en la que tuve juventud y poder y el mundo a mis pies calzados con DM. Este hombre me enseñó a amar. Este hombre me dio algunos de los mejores momentos de mi vida. Y me temo que, para mí, solo nuestros momentos importan (lo siento, Helen, lo siento de veras). No puedo cambiar lo que ocurrió entre nosotros. No puedo apagar el brillo de todo lo que significamos el uno para el otro. El pasado es un paisaje que no se puede alterar, por mucho que queramos intervenir en él.

Me quito el abrigo y me aliso sobre las rodillas la falda de color crema y raya diplomática. Fran se acerca con paso silencioso. Lleva un bolígrafo detrás de la oreja, igual que un carpintero; seguro que incumple alguna norma de Sanidad.

—Ha comido bien —dice animadamente—. Pastel de pescado y crujiente de manzana.

Fran es encantadora, pero, sentada en una silla equivocada, me incomoda con su manera de infantilizar a Mac. Me da igual que Mac se haya acabado o no el crujiente de manzana, y de repente me enfurezco por una razón completamente distinta. Solo quiero que vuelva. Quiero que vuelva tal como era, aunque sean solo diez minutos. Que se incorpore, que sonría y me rodee con sus brazos y me hable. Quiero oír una frase entera, quiero oír la cruda belleza de su acento del norte en una conversación auténtica con mi acento monótono que recuerda al de Essex; una conversación rítmica, con su toma y daca, como en un partido de tenis. Quiero que me diga qué recuerda de nosotros. De todo. Bochornosamente, reaparece la antigua Arden, y solo quiere hablar de sí misma.

Fran se aleja. Tomo la mano de Mac. En el televisor están dando el concurso The Chase; Bradley Walsh se ríe hasta llorar de algo que dice uno de los concursantes. No le suelto la mano. Somos él y yo, tal como éramos, y no se permite entrar a nadie más. Ojalá hubiera hecho una foto con el móvil de aquella foto de nosotros que tiene él en su casa para poder mirarla todos los días.

—Hola, Arden. —Es James. Lleva un traje azul marino y una corbata de lunares de color azul aciano. Me pregunto cómo serán hoy los calcetines que asomen bajo el pantalón. Tiene un aire apuesto, pero inseguro. Me alegro de verlo, pero me doy cuenta de que aún no he tomado una decisión sobre si aceptar su oferta de ir con él a Walsall el sábado.

—Hola, James.

James ha traído galletas y leche de coco, las revistas de cine Empire y Sight & Sound, y unas cerezas en una bolsa grande de papel marrón. Desenrolla la parte superior de la bolsa y se las enseña a Mac, que las aprueba asintiendo, pero no creo que pueda comérselas.

James me parece buena persona. Quizá sería agradable tener a alguien con quien charlar después de haber visitado a mi madre, para así poder desterrarla de mi cerebro. Sería una conversación ligera con alguien que no habla mucho, así yo podría parlotear hasta que ella desapareciera de mis pensamientos. En el tren siempre la tengo dando vueltas por la cabeza durante horas, como un café frío. Tal vez debería aceptar la oferta de James. Antes no era tan timorata: Mac y La Lista me recuerdan exactamente lo intrépida que era antes. Tal vez la antigua Arden, o la mejor parte de ella al menos, debería hacer una aparición estelar en el presente, con un pequeño cameo. Al menos podría fingir que soy tan despreocupada como era entonces, igual de desenfadada y segura de mí misma, aunque sea solo unas horas. Solo es un viaje en coche, ¿dónde está el problema?

De repente, Mac está un poco más pálido. Suelta una lenta exhalación y luego cierra los ojos. Al cabo de unos segundos su pecho sube y baja y él está profundamente dormido. Me inclino sobre la cama. James está al otro lado, en su sitio habitual.

—Me gustaría aceptar tu oferta, James —digo—. Para ir contigo en coche a Walsall el sábado. Puedo pagar la gasolina.

—Estupendo —contesta él, complacido—. Y, bueno, ya lo arreglaremos. ¿Te recojo en la puerta del hospital el sábado por la mañana, por ejemplo a las diez?

—De acuerdo. —Ahora que lo he dicho, no quiero hacerlo, pero es demasiado tarde. Me he comprometido.

—Si te entra hambre, podemos parar por el camino.

—Claro. —No planeaba pararme para comer. Ahora aún me arrepiento más de haber aceptado. De repente se está convirtiendo en un viaje. Pero él está siendo amable de verdad.

—Y tráete los CD que te apetezcan. Aunque sea algo horrible como Adele, podemos cantar las canciones juntos.

James no parece de los que cantan al escuchar música, así que empieza ya a hacerme gracia la perspectiva de que eso ocurra. Recuerdo a Glen Campbell sonando en el MG rojo de Mac. Cómo lo detestaba entonces, pero cómo me hace llorar ahora cuando escucho «Rhinestone Cowboy».

—De acuerdo —digo.

James introduce la mano en la bolsa de cerezas y se mete una en la boca. No hay ningún sitio donde dejar los huesos, salvo en la misma bolsa de papel. Rechazo su ofrecimiento; lo pondría todo perdido.

—Vamos —insiste James—, cómete una. Seguro que Fran tiene una placa de Petri o algo así para que echemos los huesos.

Saco una cereza mientras James se levanta para ir a pedir un platillo a Fran, lo que deja al descubierto sus calcetines de color morado. Me como la cereza rodeando el hueso. Está deliciosa. James regresa, riendo, con un objeto, y nos quedamos sentados en silencio un rato, comiendo más cerezas y tirando los huesos en un plato con forma de riñón, mientras Mac duerme. Unos zapatos de goma rechinan sobre el suelo abrillantado; Bradley Walsh pregunta si alguno de los espectadores se considera lo bastante inteligente para probar; aparece el carrito del té por la esquina. Un cuchillo o un tenedor cae con estrépito al suelo; hay toses insistentes que se extienden por un lado de la sala como una ola.

Al final, Mac abre los ojos. Yo sujeto la bolsa de cerezas, el plato con los huesos está sobre la mesita de noche de Mac, y James atrapa una cereza con la boca, jugando como un niño, sin darse cuenta de que está siendo observado. Desearía que Mac hablara. Su frase favorita de la siguiente película de La Lista, Las brujas de Eastwick, es un poco grosera para los estériles confines de la sala hospitalaria, pero su segunda frase favorita es de lo más acertada en este momento. Él debe de sentir lo mismo que yo.

Animo a Mac a decirla, mediante una especie de ósmosis cerebral, de mi cerebro al suyo, pero aunque está mirando fijamente la bolsa de cerezas, no dice nada, así que la digo yo por él. Bueno, al menos nuestra versión de la frase. Quiero probar a ser despreocupada, segura e intrépida; ver qué tal me sienta, como si fuera mi vieja chaqueta vaquera. Quiero hacer reír a Mac, aunque ahora sea imposible, como él me hizo reír a mí tantas y tantas veces.

—Toma otra semilla del diablo —digo animadamente a un perplejo James, tendiéndole la bolsa de cerezas, y las comisuras de los secos labios de Mac se curvan poco a poco con un asomo de seductora sonrisa.