EL PASADO

17

Oficial y caballero

Mac y yo nos detuvimos en un supermercado minúsculo de Frith Street y compramos la botella de vino más barata que pudimos encontrar. La metimos en el hotel Wiltshire, de Soho Square, escondida bajo su abrigo cuando subimos a nuestra habitación de la primera planta. Teníamos dos camas individuales —un error—, así que las empujamos para juntarlas y yo salté riendo sobre la doble cama recién formada, demasiado cerca de la unión, y se volvieron a separar. Cuando me deslicé por la abertura del centro agitando la mano en el aire, me sentía más feliz que nunca.

Mac volvió a juntar las camas. Nos servimos el vino en los vasos de agua llenos de huellas que encontramos boca abajo en el lavabo del cuarto de baño.

—Por nosotros —dijo Mac.

—¡Por nosotros!

Eché hacia atrás la ropa de una de las camas y me metí en ella sin desvestirme. Mac se metió a mi lado y quedamos como un par de sardinas enlatadas. Sentíamos la euforia de la vida, de estar el uno con el otro. Respirábamos como uno solo. Bebimos vinos, hicimos el amor, bebimos más vino, hicimos el amor. No existía nada más en el mundo.

—¿A qué hora tendríamos que salir para cenar? —pregunté más tarde, desnuda y tumbada en el otro lado de la unión de las camas, donde las sábanas aún no estaban revueltas.

—¿Hacia las diez? —dijo Mac—. Todo estará abierto hasta tarde. —Me sentía muy decadente. Por supuesto, yo ya había estado antes en Londres. Marilyn me había obligado a ir con ella a ver el musical Starlight Express (aunque ella se perdió la mayor parte de la segunda mitad porque estaba charlando con un doble de Rob Lowe en el bar); también había ido en tren para comprar en el Topshop de Oxford Circus (en casa había por algún sitio una foto mía llevando unos pendientes redondos de plástico de color turquesa en la puerta de la tienda con un grupo de chicas cualesquiera); había estado en la torre de Londres cuando tenía diez años, y después en el museo de cera de Madame Tussauds, donde las figuras de Crippen y Christie me dieron un susto de muerte. Pero ahora estaba en el verdadero Londres, en la vida nocturna y alocada de la ciudad.

Mac encendió la televisión.

—Oh, mira —dijo—. Oficial y caballero. No es la siguiente de mi lista, pero está en ella. ¿La has visto?

—No —contesté—, bueno, a trozos. —Alguien la había puesto en la casa de alguien una noche de borrachera, tras volver de una fiesta en Essex. Mi recuerdo de la película era borroso. Becky me había dicho que era una de sus favoritas, que Richard Gere estaba buenísimo y que le ponían un montón los hombres con uniforme blanco.

—¿Quieres verla? Acaba de empezar.

—Vale. ¿Te has traído el cuaderno de notas?

—Por supuesto —contestó él, echándose sobre el borde de la cama para sacarlo de su bolsa de cuero, junto con su fiel bolígrafo Parker.

—Siempre a punto —dije entre risas.

—Siempre a punto.

Quitamos las sábanas y las colocamos como si estuviéramos en una verdadera cama de matrimonio, nos sentamos, recostados en tantas almohadas como pudimos encontrar —algunas guardadas en la parte más alta del armario, esperando que no se usaran— y vimos la película. Siempre había tenido sentimientos encontrados con respecto a Richard Gere. Lo había visto en American gigoló y en Yankis, y me había parecido simplemente bien, aunque sin duda era muy atractivo, pero todo eso cambió: me encantó como Mayo en Oficial y caballero, con esa escena sobre la renuncia, los gritos, los entrenamientos, el llanto cuando hacía las flexiones. Y, por Dios, qué sexy estaba Debra Winger. Yo también lloré un poco al final. No pude evitarlo.

—Bien hecho, Paula —dijo Mac, cuando salieron los créditos.

Me sequé las lágrimas con un trozo de papel higiénico.

—Bueno, Mac, manos a la obra. Representación de las mujeres en la película... ¿Qué tienes tú en tus notas?

Mac se volvió para tumbarse boca abajo y leyó de su cuaderno.

—Hombres y mujeres con defectos por igual, pueden mejorar. Dos cretinos: uno hombre, otro mujer. Dos buenas personas: un hombre y una mujer. Mujeres trabajadoras como el enemigo.

Me subí sobre la espalda de Mac, como una marsopa. Me tumbé completamente plana sobre él y apoyé la barbilla en su omóplato derecho.

—El personaje de Seeger —dije—. Un personaje femenino que desea ser como un hombre y es aceptada como tal al final.

—Trampa mediante embarazo —leyó Mac—. Por motivos económicos. A Paula la salva Mayo sin tener que hacer nada de eso; consigue el ascenso económico simplemente siendo buena persona.

—Parece todo muy claro —dije—. Y tienes muy buenos puntos para comentar, Mac.

—Sí. Es perfecta. ¿Qué opinas de cómo Mayo rescata a Paula al final?

—Es un gran momento cinematográfico. —Suspiré, haciéndole cosquillas a Mac en el brazo con la punta del índice—. Pero me da un poco de rabia también que necesite a un hombre para que la salve y todo eso. Aunque al mismo tiempo me ha atrapado por completo.

—¿Es una fantasía tuya, ser rescatada? —Giró la cabeza hacia el lado y me sonrió.

—Ya me han rescatado —dije—. Pero no has sido tú. —Le clavé el dedo en la axila.

—¡Ay!

—Yo me rescaté a mí misma cuando entré en la universidad. Tú fuiste la cereza del pastel.

—Creía que las cerezas eran la semilla del diablo.

—Ja. He vuelto a comérmelas. Me gustan las cerezas.

—Y a mí me gusta ser tu cereza.

—Bien. Y a mí me gustan tus elecciones —dije—. De películas. Bueno, por ahora. Tienes un poco de todo.

—Gracias, alumna.

—¿Cuántas más tenemos?

—¡Oh, ya te has aburrido!

—¡Que no! De hecho, no quiero que se acaben nunca.

—Dos más —dijo Mac.

—¿Y luego qué?

—¿A qué te refieres?

—¿Luego qué? —Volví a pegarme contra él, colocando los brazos a cada lado—. ¿Qué ocurrirá cuando las hayamos visto todas?

—Yo empezaré el curso, en octubre. Seguiremos adelante. No sé, Ardie. Siempre habrá más películas para ver. —Movió el brazo para liberarlo y consultó la hora—. Venga, salgamos. El Soho nos aguarda, cielo.

Había metido en la bolsa de viaje un vestido para la velada, un vestido rojo con cuello halter, cintura ceñida y falda plisada: al estilo de los años cincuenta. No me lo había puesto nunca y Dios sabe por qué me lo había llevado a Warwick, para empezar. Difícilmente iba a bailar con él en el Cholo Bar un miércoles por la noche, y era demasiado llamativo incluso para los bailes de estudiantes que se celebraban de vez en cuando en el cercano Chesford Grange.

Mac soltó un silbido de admiración cuando salí del cuarto de baño con el vestido puesto.

—Guau —dijo, y yo me iluminé como un árbol de Navidad en Regent Street. Nunca me había sentido tan atractiva, tan deseada. Era una joven promesa de Hollywood de pie en lo alto de una gran escalinata lista para mi primer plano; era la glamurosa estrella de mi propio show. Era Paula, y quería que esa sensación durara para siempre.

Fuimos a cenar en un pequeño restaurante libanés. Solo había unas seis mesas; todo el local era del tamaño de nuestro cuarto de baño en el Wiltshire. Pedimos mezez y vino y curry de cabra y baclava, y fue estupendo. Nuestro camarero era un cotilla graciosísimo y superatento; en cierto momento se sentó a la mesa con nosotros y empezó a hablarnos de la vez en que Al Pacino fue al restaurante. Al menos creía que era él, pero otra persona pensó que era Bobby Ball. Mac se tronchaba de risa. Se relajó, se desabrochó el cuello de la camisa. Se notaba que se lo estaba pasando realmente bien. Fuimos los últimos en marcharnos, pero para Mac la noche aún no había terminado.

—¡Venga! ¡Vamos a bailar! —exclamó, y me tomó de la mano y me condujo por las calles del Soho, donde esquivamos coches deportivos que circulaban despacio con faros deslumbrantes, y a la gente que atestaba la zona y salía desparramándose por las aceras con pintas en la mano. Había nubes de humo de cigarrillo, empellones, gritos, gente llamándose unos a otros. Una chica que giraba en redondo y caía en la calle, y la sujetaban un par de hombres con mono y botas de trabajo. Me lanzaron silbidos y me encantó. Me sentía como Rita Hayworth.

—¿Adónde vamos? —grité.

—¡Ya lo verás!

Mac me condujo entre risas hasta una pequeña puerta negra, tras la cual se oía el latido de la música. La puerta, en la que había pintada una telaraña y un torcido 6 de latón, se abrió para dejar salir tanto a una chica con tutú negro y camiseta blanca como al amortiguado ritmo de un bajo que amenazaba con provocar un temblor sísmico bajo mis sandalias.

—¿Qué es este lugar? —pregunté. No había ningún letrero cerca de la puerta.

—El Electrifonic —respondió Mac—. Música electrónica de los ochenta. Es genial.

—Muy alejado de las praderas de los vaqueros de Glen Campbell —bromeé alegremente—. No hubiera imaginado que te gustara esto.

—Me gustan muchas cosas —contestó Mac—. Soy un hombre lleno de sorpresas.

Abrió la puerta de un tirón y entramos en un vestíbulo que era como una boca de lobo, con tres escalones que llevaban a otra puerta negra mate, tras la que seguía palpitando la música del bajo. A nuestra derecha había una chica en una cabina, con tupé rubio, pintalabios rojo y expresión de absoluto desdén, que nos cobró la entrada.

—Qué simpática —comenté cuando nos alejamos de ella, y Mac se rio—. ¿Cómo es que conoces este sitio?

—Leí sobre él en el New Musical Express —dijo Mac, y empujó la puerta de color negro mate para abrirla.

Me golpeó en la cara una ráfaga de calor y un ritmo vibrante que me traspasó directamente: bum, bum, bum. El local estaba lleno, abarrotado; era una masa orgánica, cambiante, oscilante. Chicos y chicas maquillados competían por poner morritos bajo los breves barridos caleidoscópicos de las luces discotequeras; pantalones tejanos de color gris descolorido se frotaban contra vestidos de malla metálica y competían con volantes de estilo New Romantic y modernos trajes con finas corbatas de cuero; peinados pospunk se combinaban con miradas curiosas de brillo acerado.

Mac sonreía, reía, moviendo ya las caderas. Parecía fuera de lugar..., un pijo, un estadounidense casi, con sus pantalones de algodón marrón claro y su camisa blanca pasada de moda. Pero estaba tan fuera de onda que molaba, y que fuera absurdamente, estúpidamente guapo le ayudaba, claro. Le lanzaron miradas tanto hombres como mujeres, alzando las cejas, sonriendo, y yo encajaba a la perfección con mi vestido de los cincuenta y mi pelo alocado porque, al parecer, todo encajaba en aquel lugar.

Nos abrimos paso hasta el bar, hicimos cola para pedir unos Alabama Slammers: licor de whisky Southern Comfort, pacharán, amaretto y zumo de naranja. Nos sonreímos el uno al otro, nos comimos con los ojos. Rodeé a Mac con el brazo y deslicé la mano en el interior del bolsillo de atrás; él me atrajo hacia sí y me besó en la nariz, mientras un hombre vestido como un dandi pirata nos guiñaba un ojo a los dos por encima de su piña colada.

Conseguimos llegar con esfuerzo hasta la pista de baile, sujetando las enormes bebidas, y nos unimos a la multitud. Era la segunda vez que bailaba con Mac; esa noche me hizo reír.

—¿Qué?

—¡Nada!

—¿De qué te ríes?

Adoraba las vocales llanas de la risa norteña de Mac; adoraba a Mac. En aquel momento, sabía que jamás amaría a nadie tanto como a él.

—Estás muy guapo cuando bailas.

—¿Eso es bueno?

—¡Sí!

La música cambió a «Are “Friends” Electric», de Tubeway Army, y ya fuera porque me reía de su adorable manera de bailar o simplemente porque le apetecía, Mac me rodeó con sus brazos y bailamos despacio, girando poco a poco, como si estuviéramos en una boda. Me encontraba en un paraíso temporal moteado de luces de discoteca: el flequillo lacio de Mac estaba ya húmedo y caía sobre mis rizos húmedos; yo me apretaba contra su camisa, su calidez, su calor. La música era ensordecedora, atronadora; nos envolvía y nos sostenía en su palma eléctrica y sudorosa mientras unos estrafalarios desconocidos seguían el ritmo, rozándose unos con otros, a nuestro alrededor.

—Te quiero —dijo Mac.

—¿Qué? —grité por encima de la música, aunque había oído las dos palabras y la combinación era inesperada, excitante, increíble y todo lo que yo había deseado—. ¡No te oigo! —Sonreía de oreja a oreja con expresión extasiada, mientras gritaba.

—He dicho que te quiero. ¡Te quiero! —Mac me estrechó contra sí, jadeante—. Jamás había sentido lo mismo por nadie. Jamás. Te quiero.

Apoyé la mejilla en la suya. Respiré de su boca.

—Yo también te quiero —contesté, y supe que, ocurriera lo que ocurriera, aunque hubiera algo que llegase a separarnos, Mac y yo estábamos destinados a amarnos. Estaba escrito... en alguna parte. Estaba grabado. Sentía que era lo correcto y en efecto lo era, en aquel momento y para siempre.