Los Cedros es tan deprimente como lo recordaba, salvo que mi anterior visita fue en agosto y al menos los árboles tenían hojas y el césped de la entrada era de un alegre e intenso color verde. Ahora los árboles están pelados y tienen un aire siniestro, y el césped está marrón y removido en algunos sitios, como si un gigantesco topo hubiera escarbado en él. Están construyendo algo a la derecha del achaparrado edificio nuevo de color beige, un pabellón adicional o algo así. Hay andamios y cinta naranja y montones de ladrillos polvorientos de color orín. Es feo. Una niña pequeña agarrada a su padre mira fijamente el andamio al pasar. Una señora muy menuda con andador sale por la puerta principal de Los Cedros envuelta en un abrigo demasiado pesado para ella, y acompañada por una robusta cuidadora.
No quiero entrar. James ha aparcado el coche en el extremo más alejado del aparcamiento, bajo el sauce. Estoy de espaldas a la fachada de Los Cedros, pero lo observo con suspicacia en el pequeño espejo cuadrado que hay en el interior de la visera del coche.
—Bueno, aquí estamos.
—Sí.
—Llevamos aquí unos cinco minutos.
—Lo sé.
—¿Vas a entrar?
—No lo sé. —Subo la visera y me vuelvo para encararme con él—. Supongo que tendré que hacerlo.
Siento un enojo irracional contra él, a pesar de su íntima confesión durante el viaje y la divertida parada en el área de servicio llena de anécdotas para recordar. Si hubiera venido sola, habría tenido la posibilidad de elegir entre entrar o no. Simplemente habría podido irme sin más si hubiera querido. Por supuesto, seguiría recibiendo las llamadas telefónicas y las cartas para engatusarme, pero habría elegido. Ya lo he hecho antes lo de irme sin entrar. Me he quedado fuera, mirando hacia el interior, y luego me he dado media vuelta y he regresado a la estación de tren. Pero como James ha tenido la amabilidad de traerme, tras recorrer un camino tan largo, sé que tendré que acabar entrando.
Sigo en mi asiento.
—Bueno, yo tengo que ir a la exposición..., dentro de poco —dice James al cabo de unos segundos.
—Sí, sí, vale, voy —contesto—. Muchas gracias por traerme. —Pongo la mano en la maneta de la puerta, dispuesta a abrirla.
—¿Te recojo a las cinco?
—Sí, gracias. —«Dios, eso es muchísimo tiempo», pienso. Me pregunto cuánto rato me sería posible quedarme esperándolo, sentada en un banco del jardín. Es la una y no pienso pasar cuatro horas con mi madre.
Abro la puerta y me bajo del coche. El aire es frío, después de haber estado en el cálido interior del coche de James, desagradable. Camino hacia la entrada con el ánimo apesadumbrado y el paso reacio de una adolescente enfurruñada. Oigo el coche de James que abandona el aparcamiento.
El olor de Los Cedros me asalta en cuanto entro en el edificio: ambientador de melocotón tapando el olor a huevos quemados, a bolsas de té, a lejía. Hay una taza de té sobre la mesa de recepción. Veo que está a medias cuando me acerco para firmar en el registro de entradas, pero a la recepcionista no se la ve. Me abro a mí misma apretando el pegajoso timbre que hay bajo la mesa y luego utilizo con rapidez el germicida de manos con aroma a sandía que sale del dispensador mugriento colgado de la pared, antes de empujar la puerta y pasar.
El pasillo que lleva a la habitación de Marilyn se ha pintado con un optimista tono albaricoque, pero está ya descolorido, y hay varios ramilletes fúnebres de flores artificiales en jarrones metidos en hornacinas situadas a media altura. Un apestoso y empalagoso aroma artificial a melocotón lo envuelve todo como un sudario; la tapicería es del universal color marrón sucio.
La habitación de Marilyn contrasta con su color rosa; un mórbido tono blanquecino. Ella está tumbada en el centro, en una cama rosa, y lleva un camisón rosa claro abrochado hasta el cuello. Tiene el cabello encrespado, un halo a lo Marilyn Monroe, pero descontrolado; el pintalabios rojo está seco y se ha corrido a las arrugas que le rodean la boca. Tiene el rostro blanco. Ahora ya sé Qué fue de Baby Jane. Siempre he tenido la sensación de entrar en el plató de rodaje de esa película cuando vengo aquí. Hay una mujer en la habitación contigua que, de hecho, se parece un poco a Joan Crawford: lleva una peluca castaña igual que un casco de motocicleta y tiene una sonrisa arrogante. Es horrible, pero me divierto imaginándolas a ella y a Marilyn amenazándose mutuamente, cuando no las ve nadie, con empujarse la una a la otra por los tres escalones que bajan a la deprimente cafetería.
Cuando me acerco a la cama y a la «cómoda» butaca (no hay nada que parezca cómodo en este lugar) llena de manchas sospechosas, siento deseos de dar media vuelta y echar a correr.
—Arden. —La voz es trémula, ronca y forzada.
—Hola, Marilyn.
—Siéntate, por favor.
Ya estoy sentada. No quiero tocar los brazos de la butaca. No quiero quitarme el abrigo, que definitivamente hoy es más Kramer contra Kramer (¿madre contra hija?) que Desayuno con diamantes.
—¿Qué tal estás? —pregunto. Miro a mi alrededor para no tener que mirarla a ella. Hay fotos sobre el tocador de estilo Reina Ana. Ninguna de mí o de mi padre; son todas de Marilyn en su apogeo. Marilyn montada en un burro en Southend-on-Sea, con una camisa a cuadros atada a la cintura; Marilyn llevándose una copa a los brillantes labios pintados durante unas vacaciones, sentada a la mesa de una terraza de un restaurante de la Costa del Sol; Marilyn recostada en un sofá con un libro, enlazadas las piernas como serpientes, y sé que copió esta pose de la auténtica Marilyn porque he visto la original. Me recuerda a Rose, la anciana señora de Titanic, y todas las fotos que hay en su dormitorio al final de la película. Pero la vida de Rose había sido plena, llena de amor y aventuras; en la de Marilyn no ha habido más que banalidad y traición.
—No me he encontrado muy bien —dice Marilyn—. Esto es realmente horrible. Huele mal. Y algunas de las demás residentes son unas arpías. La de la habitación de al lado, bueno, no había oído jamás nada igual. Se pasa el día quejándose y quejándose y quejándose. Para serte sincera... —Marilyn se incorpora con dificultad, intentando inclinarse hacia delante. Un brazo largo y flaco me sobresalta al extenderse para aferrar el mío. No tengo más remedio que sujetarlo; su piel tiene el tacto de la blonda almidonada de una antigua bandeja para el té. El aliento de Marilyn es cálido y dulce como clavos de olor pasados—. Creo que pretende matarme.
No puedo evitar reírme en su cara. Imagino a Joan en la cama de la habitación contigua, en medio de una nube de poliéster y polvos de talco con olor a lavanda, manteniendo justo la misma conversación sobre Marilyn.
—Lo dudo, Marilyn. ¿Y cómo lo haría exactamente? ¿Con una almohada sobre la cabeza? ¿Haciéndote tropezar con su bastón?
—Intenta envenenarme. Ha conseguido algo de alguna parte, su hijo es químico, ¿sabes?, y me lo echa en el té y lo espolvorea sobre mis galletas de la tarde cuando todavía están fuera, en el carrito. Tiene siempre una expresión diabólica esa vieja bruja. Bueno, pues yo la tengo calada. ¡No me bebo el té y tiro las malditas galletas al suelo!
—Son imaginaciones tuyas, Marilyn. —De verdad que quiero irme.
—Te digo que usa veneno. ¡En mis galletas!
Aparto la mano de Marilyn de mi brazo y la dejo sobre la cama.
—Por amor de Dios —digo—, ¡esto no es Asesinato en el Orient Express! Es una residencia del oeste de las Midlands. Hablaré de ello con una de las cuidadoras —añado, pero no lo haré. La idea es absolutamente ridícula.
—Gracias.
Marilyn se deja caer de nuevo sobre la almohada, satisfecha. Alarga la mano para sacar una pastilla para la tos de una cajita que hay sobre la minúscula mesita de noche. Le cuesta abrirla con sus largas uñas de color rojo, pero yo no la ayudo. Cuando por fin consigue una pastilla, una de reluciente color ciruela, se la mete en la boca.
—¿Qué tal está Christian? —pregunta.
—Bueno, no lo sé, Marilyn. Ya no estoy casada con él.
—Un hombre tan agradable. —Se pasa el caramelo de un lado a otro de la boca haciendo chasquear la lengua.
—No lo es en absoluto.
—Cuidaba de ti. —Me repugna cuando escupe la pastilla para la tos en un pañuelo de papel que ha desenterrado de debajo de las sábanas. Deja caer el pañuelo, con un trozo de caramelo asomando, sobre la mesita de noche.
Enfurecida, le respondo casi farfullando:
—¡No, no es verdad! Hizo todo lo contrario. ¿Cómo puedes decir eso? —Por supuesto, dice lo mismo cada vez que la visito, pero esta es la primera vez que no reacciono sonriendo con los dientes apretados y cambiando de tema.
—Creo que fuiste una tonta echándolo todo a perder. Tenías una buena vida con ese hombre. —Y llega a chasquear la lengua con desaprobación.
Ahorro saliva. No vale la pena intentar explicarle nada, aunque ahora parece que tengo la fuerza necesaria para hacerlo. Marilyn no escucharía nada de lo que le contara: del maltrato, del control, de cómo me rebajó durante esos largos años hasta que solo dejó un cascarón vacío. Le haría oídos sordos a todo eso.
—¡Oh, por amor de Dios! —es todo lo que me molesto en decir. Para ser sincera, yo misma estoy pensando en usar la almohada, aunque soy yo la que siente que se ahoga. Quiero irme. Me voy. Voy a pronunciar las palabras en cualquier momento.
—En unos minutos será la hora de comer —dice Marilyn—. Habrá pastel de carne y puré de patatas.
—Eso está bien.
—¿Te quedarás a comer?
—No lo creo.
—¿Has venido en el tren?
—No. Me han traído en coche.
—¿Quién? —Debería haberme limitado a decir que sí.
—Un amigo.
—Entonces, ¿no ha sido Christian?
—¡No! ¿Por qué iba a traerme él? Estamos divorciados. ¡Tengo una orden de alejamiento contra él!
—Siempre fuiste muy melodramática.
Suelto un bufido al oír esa frase tan ridícula, tan irónica. Luego me levanto.
—Creo que me iré ya, Marilyn.
—¿Qué quieres decir? ¡Si acabas de llegar! Iba a pedirte que me miraras los pies. Ellos dicen que no les pasa nada, pero creo que tengo pie de atleta alrededor de los dedos gordos. Podrías ir un momento a comprarme una crema... y frotármela.
—No quiero mirarte los pies, Marilyn —digo—. No quiero frotarte crema en los pies. Me voy. —Compruebo si tengo alguna mancha en la parte de atrás del abrigo.
—Nunca te quedas mucho.
—No, bueno. Es que no quiero.
Ella se entristece, pero no consigue hacerme sentir culpable por ser tan horrible con ella. No voy a darle un beso en la mejilla, como suelo obligarme a hacer. Su mejilla siempre está áspera, como la cartulina del colegio, y su piel tiene un sabor levemente agrio. Estoy ya junto a la puerta abierta.
Ella me mira entornando los ojos hasta que no se le ven los iris.
—¿Por qué no te quedas un poco más?
—No puedo, lo siento. —Hago una pausa. Tengo la mano en el picaporte lleno de gérmenes de la puerta y no sé siquiera por qué lo estoy tocando—. ¿Alguna vez llegué a gustarte? —pregunto.
—¿Qué?
—¿Alguna vez llegué a gustarte? ¿Disfrutaste pasando el tiempo conmigo alguna vez?
Marilyn aprieta los secos labios rojos y parece sopesar un momento mi pregunta. Ladea la cabeza como un pensativo terrier Jack Russell.
—Te quería —responde ella secamente—, a mi manera.
Esas palabras son increíbles, viniendo de ella, igual que la mera mención de la palabra «querer» (sus palabras más habituales eran «vaga», «promiscua» y «mentirosa»). Simplemente, no existía en el vocabulario de nuestra vida cuando yo estaba creciendo. Oh, sí, me había querido al principio —la mujer del delantal y los achuchones—, pero luego, nada. Ya no. Sentí el amor de mi padre, pero estaba demasiado cohibido para decirlo en voz alta; Marilyn mostró profusamente el desprecio hacia la idea misma del amor durante años y años. Es una sorpresa mayúscula oír pronunciar esa palabra a mi madre, aunque se rodee desagradablemente de las otras palabras mordaces de su frase ahogada de forma desdeñosa, y la expresión de agrio disgusto de su rostro que la acompaña enfatiza cuánto le duele pronunciarla.
Lo que ha dicho, aunque sea el halago más insuficiente, resentido y terriblemente atrasado posible, ha debido de sorprenderla a ella también, porque sufre un momentáneo ataque de tos seca, perruna. No espero siquiera a que se reponga antes de hablar.
—Me temo que tu manera no fue nunca suficiente, Marilyn —digo, y me horrorizo al notar lágrimas en los ojos. ¿Estoy a punto de llorar? ¿Por qué? La desprecio. Es demasiado tarde para un giro radical por su parte, con independencia de si lo hace bien o no. Nunca me quiso de ninguna de las maneras que yo necesitaba.
Aprieto el sucio picaporte. La miro, mientras ella se limpia la boca con un pañuelo de papel. Es horrible, pero sé por qué corro el riesgo de echarme a llorar. Porque hace mucho mucho tiempo deseé con desesperación que me quisiera, cuando su amor era lo único que anhelaba, porque lo recordaba. Me acordaba de su amor antes de que se volviera tan agrio como los limones que parece que esté chupando ahora. Pero ella no pudo dármelo. Simplemente, no era capaz.
Sigo aquí, de hecho me siento como si estuviera clavada en el sitio; quizá sea la pegajosa moqueta.
—Además... —añado, y respiro hondo—. No te perdonaré nunca por lo que hiciste sufrir a papá. Solo quería decírtelo. Ahora.
Observo su rostro, esperando una reacción, pero, como de costumbre, no hace más que decepcionarme. Encoge los hombros huesudos en un gesto de indiferencia. Su rostro no expresa nada. No responderá a mis preguntas sobre mi padre. Como, por ejemplo, si su última infidelidad colmó el vaso o si, al hacerse viejo, mi padre hizo un repaso a su vida y calculó cuánto tiempo había desperdiciado con mi madre. Por lo que parece, Marilyn no tiene la respuesta de por qué se suicidó mi padre, ni tampoco le importa mucho. Fui yo quien lo encontró aquella tarde, cuando el zumbido de las abejas abrasadas por el sol competía con el chisporroteo indiferente del cortacésped de los vecinos y el tintineo de «Greensleves» de una camioneta de los helados sonando en bucle. Ella permanecía dentro de casa, donde se estaba más fresco, tomándose un gin-tonic. Estuvo pegando alaridos durante dos horas cuando se lo dije, pero tres semanas más tarde se mudaba a Walsall con un hombre, su último hombre, al que había conocido en la oficina de Correos. Siguiéndome de nuevo a las Midlands, aunque yo ya no estaba allí.
Suspiro. Su silencio y su encogimiento de hombros me dan pie para irme.
—Me voy.
—Adiós entonces, Arden. —Incomprensiblemente, ahora está enfadada y casi me escupe las palabras. Está reclamando mi nombre, recordándome que lo eligió ella, y cada palabra que escupe es una diminuta flecha envenenada destinada a herir mi corazón, pero yo no quiero que las flechas me encuentren. Que se caigan en la pegajosa moqueta, junto con las galletas con cianuro de Joan.
—Adiós, Marilyn.
Como siempre, cuando hablamos parece que estemos representando una horrible tragedia. Yo abandono el escenario. Cierro la puerta tras de mí y recorro el pasillo de empalagoso tono melocotón. Con cada paso que doy, me trago las lágrimas que amenazan con brotar y me esfuerzo en recuperar mi identidad. Una vida propia, separada de la de ella. Necesito salir de nuevo a la luz, de lo contrario me asfixiará esa mujer a la que estoy atada por hilos invisibles y viscosos. Quiero poner música a todo volumen, ver una película que me guste. Bailar como si todo el mundo me estuviera mirando. No dejaré que ella me arrastre. No pienso volver en el tiempo hasta el momento en que ella era mi madre.
Fuera sigue haciendo frío. Me siento en el banco. Observo a un petirrojo con el pecho rojo resaltando de manera provocativa entre la monotonía de la hierba fangosa y gris. Está más alegre que yo; tiene un propósito. Veo a una mujer alta con gorro de piel que lleva a un anciano caballero hasta un coche. Él grita algo sobre alguien que se llama Tina; la mujer lo mete apresuradamente en el coche. Ese hombre tuvo una vida en otro tiempo, me digo; una vida plena que era divertida y vital e intensa. O quizá no. Quizá fue una vida triste, como la de mi padre. Aún me obsesiona su imagen en el suelo polvoriento del cobertizo, donde clavos perdidos y briznas de hierba se acumulaban en rincones llenos de telarañas, con la banda elástica de gimnasia que le rompió el cuello atada todavía a la viga astillada que cayó con él. Nunca la olvidaré.
El coche de James entra en el aparcamiento. Llega una hora antes, gracias a Dios. No he estado sentada en el banco todo el tiempo. He ido carretera arriba y he tomado tres tazas de un té flojo y un desinflado pastel de merengue de limón en un sórdido café. He examinado una biblioteca móvil. He contemplado unos grafitis. Me meto en el coche; hace calor y la radio está puesta.
—Veo que no tenías muchas ganas de quedarte las cuatro horas —dice—. ¿Qué tal ha ido?
—Fatal. No he podido quedarme mucho. Luego he estado paseándome por aquí.
—¿Ella está bien?
—Por desgracia sí. ¿Y cómo es que llegas temprano? ¿Qué tal la exposición?
—No estaba mal —responde. Pienso que me alegro de verlo. Resulta agradable contemplar su apuesto y amable rostro después de ver la cara de Marilyn marchita por la bilis—. Mucha gente, pero nada que no pudiera manejar respirando en una bolsa de papel.
—Oh, Dios, ¿en serio?
—No —dice James—. Esta vez no. Es una broma. He estado bien. La verdad es que he podido deambular a mi aire. Me he ido temprano porque era un poco aburrido. —El coche sale marcha atrás de la misma plaza en la que ha parado al llegar. El ambientador de pino se balancea y una rama colgante del sauce recorre el capó del coche hasta caer al final.
Miro a James.
—¿Podemos parar en algún sitio bonito en el camino de vuelta? —pregunto—. Un sitio alegre. Invito yo.
—Por supuesto.
James abandona la autopista después de pasar tan solo tres intersecciones. Recorremos el interminable tramo de carretera de la salida, rodeamos unas seis pequeñas rotondas y pronto nos encontramos en una carretera rural que termina en un edificio bajo, de una planta, con el tejado a dos aguas y mesas de pícnic junto a la entrada.
—¿Dónde estamos?
—Es una granja de mariposas y cafetería —responde James—. Se llama Colinas Felices. ¿Es lo bastante alegre?
—¡Oh, desde luego! —digo, y hasta doy una palmada—. ¿Qué podría ser más alegre que las mariposas?
Bajamos del coche y entramos. Para llegar a la cafetería hay que atravesar el serpenteante patio interior de la granja de mariposas; tiene el techo de cristal a dos aguas, y mosquiteras, puentes, riachuelos, grupos de helechos tropicales y pasarelas de madera. Julian y yo íbamos a un sitio similar cuando él era pequeño. Las mariposas revolotean a nuestro alrededor y se posan grácilmente sobre las frondas para acicalarse y ser admiradas.
—Hay cincuenta y nueve especies de mariposas en el Reino Unido, y más de veinte mil en todo el mundo —explica James.
—Gracias, bicho raro —contesto. Una mariposa reina se posa coquetamente sobre el dorso de mi mano. Es la única que sé reconocer. Se oye una música metálica de fondo, sin relación con las mariposas. Depeche Mode, en este momento. Música electrónica británica de lo mejor de Basildon. Me recuerda a ese club del Soho al que fui con Mac, con todas las luces y los colores. La verdad es que aquí dentro hace calor. Es un horno. Me quito el abrigo y me lo cuelgo del brazo.
—¿Demasiado calor para ti? —pregunta James.
—No, me gusta.
La cafetería es de lo más alegre y vibrante. Unas enormes mariposas de tela superpuestas en color zafiro, rubí y topacio forman un mural en tres de las paredes. La cuarta está pintada de un intenso verde esmeralda, con un esponjado que parece salido de un programa de bricolaje de los noventa. Los intensos colores de gemas son completamente opuestos a los enfermizos tonos pastel de Los Cedros. Exhalo un enorme suspiro de alivio que se hace oír mucho más de lo que pretendía.
—Me siento... rescatada —digo, sonriendo de oreja a oreja, y pienso en Richard Gere sacando a Paula de la fábrica y me río porque parece muy fácil complacerme. ¡Por lo visto me basta con un trozo de pastel de zanahoria y unas mariposas para ser rescatada!—. Cómo me alegro de estar lejos de Los Cedros.
—Se nota —dice él—. Da la impresión de que te han quitado un gran peso de los hombros.
—Así es —respondo—. El peso de otra horrible visita por deber.
James tiene una expresión pensativa.
—Si tan malo es, quizá no deberías volver —comenta.
—¡Por supuesto que he de volver! —exclamo—. Cambiemos de tema. ¿Crees que Mac va a morir?
—¡Vaya, menudo cambio de tema! —suelta James entre risas—. De lo horrible a lo totalmente deprimente...
—Quiero saber qué piensas —añado—. He estado pensando mucho en ello.
—No lo sé —dice James, removiendo la nata que corona su chocolate caliente—. ¿Qué te han dicho?
—No mucho. Que hay un cincuenta por ciento de posibilidades tanto de una cosa como de la otra. Que en realidad no lo saben.
—Fran me dijo lo mismo a mí.
—No estoy segura de poder soportarlo, si ocurre lo peor —afirmo. No sé muy bien por qué he desviado la conversación por este camino. Vuelvo a tener la horrible sensación de que podría echarme a llorar, y no me apetece nada hacerlo en la cafetería Colinas Felices.
—Mac es muy especial para ti, ¿verdad? —pregunta James sin darse cuenta de que tiene un bigote de nata a lo Charlie Chaplin sobre el labio superior—. No solo lo fue entonces, sino también ahora.
—Sí —contesto—. Volver a verlo me ha recordado exactamente lo especial que es. Y sigue siéndolo por lo que sentí por él en el pasado. Treinta años... ¡Dios, qué vieja soy! Toda la historia está envuelta en una nostalgia teñida de rosa, y como él no puede hablar, no puedo distinguir entre el pasado y el presente. Si me hablara ahora, sería como si se rompiera una especie de hechizo. Oh, la verdad es que no sé lo que me digo.
—Creo que yo sí que lo sé —sostiene James, limpiándose la boca—. Verlo de nuevo te ha transportado de vuelta al pasado, y como él no puede hablarte en el presente, estás anclada allí, sintiendo lo que sentías entonces.
—¡Totalmente! ¡Eso es, exacto, James! También está el hecho de que él vio algo en mí que no veía nadie más. ¡Oh!, eso me recuerda una frase de una película. —Podría ser de cualquier película, pero creo que es de una que estaba en La Lista...—. No recuerdo cuál. Ahora no me lo quitaré de la cabeza.
—No te puedo ayudar con esta —dice James—. Mi memoria enciclopédica no da para tanto... ¿El precio del poder?
Me río, meneando la cabeza. Sé que bromea.
—No, no es de El precio del poder.
—¿Crees que volveríais a iniciar una relación si se recuperara? ¿Que volveríais a estar juntos?
Es una pregunta muy directa, pero ya me he dado cuenta de que James es una persona muy directa. Sus ojos me miran inquisitivos, sin pestañear.
—¿Después de todos estos años? No, no lo veo —contesto—, pero a veces pienso en ello.
Terminamos las bebidas y el pastel y salimos de la cafetería. Hay una pajarera fuera, junto a la puerta de atrás. Los pájaros pían, trinan y gorjean ruidosamente, y sus garras rechinan cuando se posan sobre los diminutos cuadrados de alambre de la jaula. Agapornis y canarios adornan la pajarera de arriba abajo, y cotorras azules dan vueltas como artistas de circo en perchas de bambú oscilantes.
—¡Oh, agapornis! —exclamo—. ¡Mis preferidos! —Hay un par al fondo, hinchando el pecho amarillo y naranja, muy juntos sobre una casita cuadrada de madera para pájaros.
—A todo el mundo le encantan los agapornis —dice James—. ¿Sabías que no solo se emparejan de por vida, sino que llegan a vivir hasta los veinticinco años?
—¿En serio? No, no lo sabía.
James mete los meñiques en uno de los pequeños cuadrados de alambre y llama a los agapornis con arrullos. Los pájaros rechazan acercarse para saludar.
—¿Has visto la película de Hitchcock Los pájaros?
Sonrío. Uno de mis atuendos que James no detectó fue el vestido verde sin mangas a lo Tippi Hedren en Los pájaros que llevé al hospital el día que lo conocí. Me habría asombrado que lo hubiera detectado, pues, para ser sincera, era bastante difícil, aunque esperaba que Mac se hubiera dado cuenta.
—Sí, la he visto.
—Entonces ya sabes que Hitchcock usó agapornis. Mi escena favorita es el momento en que se ladean a la vez cuando el descapotable de Tippi Hedren toma las curvas de camino a Bodega Bay. Es muy mono y gracioso, considerando la carnicería que se avecina.
—Sí, lo recuerdo —contesto. No creo que haya hablado nunca de la película con nadie más que con Mac. Me acerco y llamo con arrullos a los agapornis, que siguen en su percha del fondo de la pajarera—. Qué monos son —digo—. Me encanta cuando Melanie los lleva hasta la puerta de Mitch en la película. Primero a su casa de la ciudad, pero él no está allí, y luego a su casa del lago. Tienes razón, la película es casi una comedia romántica al principio, antes de que aparezcan las garras..., ¡y recuerdo que los agapornis se mantienen tranquilos todo el tiempo, mientras los demás pájaros se vuelven locos! —Recuerdo muchas cosas de esa película, pienso, y la mayor parte de esas cosas están relacionadas con Mac.
—¿Se ha presentado alguien alguna vez en tu puerta con unos agapornis? —pregunta James. Me doy cuenta de que está muy cerca de mí en este momento, y cuando alzo la mirada hacia él veo motas moviéndose en sus ojos grises, reflejos del diluido sol invernal.
—Sí —contesto—. Me los llevaron y luego, igual que en la película, ¡todo salió horriblemente mal!
James se echa a reír, luego frunce un poco el entrecejo y parece meditar.
—¿Nos vamos? —dice, echándose hacia atrás—. Deberíamos regresar.
Nos encaminamos al coche.
—Hay algo que ver en todas las personas —comenta James, como si hablara consigo mismo, mientras nos ponemos el cinturón de seguridad—, incluso en las personas que creen que no hay nada.
De repente recuerdo de dónde es la frase —la que me ha hecho pensar en la idea de que Mac vio algo en mí—, y soy más lista de lo que creía, o quizá mi subconsciente simplemente funciona a toda máquina, porque es una frase que dice Judy Garland sobre James Mason en la siguiente película de La Lista.