EL PRESENTE

22

Hace mucho calor en la sala del hospital esta tarde; alguien debe de haber subido la calefacción. Inmediatamente me quito mi gabardina Burberry de segunda mano, me la echo sobre el brazo y me arremango las mangas de mi jersey de cuello alto de color crema a lo Diane Keaton en Cuando menos te lo esperas. En el control de enfermería, delante de James y de mí, hay un hombre con un largo abrigo negro Puffa que está parado junto al libro de visitas. Se pasa un dedo por los enmarañados cabellos rizados; luego tira de ellos como si intentara alisarlos.

Estamos esperando para utilizar el líquido antibacterias, pero el hombre nos lo impide. Quiero limpiarme las manos después del largo y catártico viaje e ir a sentarme en mi silla para poder tomarme un respiro y asimilar el correo de Perrie. ¿Dónde está Lloyd? ¿Cómo lo ha encontrado? ¿Le ha dicho que su padre está en el hospital? Estoy un poco molesta, pero no me sorprende su propensión al melodrama enigmático. En mi fantasía se ha convertido en todo un personaje. Con el flequillo y la chaqueta de punto. Se lo he dicho a James mientras aguardábamos a que nos abrieran la puerta de la sala.

—Es una reina del histrionismo —le he dicho—. ¡Imagínate, enviarme ese mensaje! «Lo he encontrado.» ¿No tenía tiempo de escribir nada más? —He puesto los ojos en blanco, pero al mismo tiempo estaba emocionada. Lo ha encontrado. ¡Ha encontrado a Lloyd!

—Desde luego, nuestra Perrie es muy misteriosa —me ha dicho James, como un anciano académico.

—¡Críptica! —he matizado yo, aunque estaba impaciente por saber más. He respondido al correo de Perry de camino al hospital: «¿Dónde está?», y ahora no hago más que mirar el móvil para ver si he recibido respuesta.

El hombre que tenemos delante se está limpiando las manos con cuidado y una excesiva lentitud en el dispensador colgado de la pared. El abrigo le llega casi hasta los tobillos, que, desnudos, están bronceados; en uno de ellos lleva una tirita multicolor. Calza unas deportivas muy blancas que parecen nuevas. Su cabello rubio es denso, ondulado y con reflejos de sol, y cuando ladea ligeramente la cabeza veo que lleva barba; es un joven Papá Noel.

—¡Oh, hola, a los dos! —Es Fran, que se acerca con paso vivo. Luce un pequeño moño alto con las puntas rubias, así que se parece a Pebbles de Los Picapiedra—. ¡Hoy han llegado juntos!

—Hemos estado en las Midlands —explico.

—Oh, bien. ¿Por algo agradable? —Parece emocionada.

—Por trabajo —digo, sonriendo a James.

El hombre termina por fin de limpiarse las manos. Las hunde en los bolsillos y mira a su alrededor como si estuviera perdido.

—¿Puedo ayudarlo? —le pregunta Fran cuando me doy la vuelta para usar el dispensador—. ¿A quién viene a visitar?

—A Mac Bartley-Thomas —responde el hombre detrás de mí—. Soy su hijo.

El corazón me da un bandazo, como una pesa rusa en una de esas horribles clases a las que asistía cuando Christian me acusó de estar engordando. Me giro.

—¿Es Lloyd? —inquiero. Me horrorizo a mí misma al aferrar su brazo con la mano aún pegajosa, y él parece horrorizado también, con razón.

—Sí, soy Lloyd —dice, añadiendo el desconcierto a su mirada asesina. Saca las manos de los bolsillos, pero no hace movimiento alguno para estrecharme la mano a mí o a James, que está parado como un centinela contemplándonos a los dos fijamente.

—Soy una amiga de Mac —me presento—. He venido a visitarlo casi todos los días. ¿Perrie se ha puesto en contacto con usted?

—Perrie Turque. —Asiente y me fijo en que tiene un leve acento australiano. Al pronunciar «Turque» la entonación sube al final—. Esa mujer es toda una detective. —En realidad he sido yo, al menos al principio, quiero decir, pero sé que no voy a llevarme el mérito por esta histórica reunión, estando la directa señorita Turque de por medio. ¿Cómo es posible que acabe de enviarme un correo cuando él ya está aquí?—. ¿Dónde está mi padre? —Los ojos de Lloyd recorren las camas de la sala una por una, de izquierda a derecha.

—Allí —digo—, en el centro. —Lloyd pasea la mirada sobre las camas, y cuando se posa en Mac da un respingo. Intento ver a Mac en él. Lloyd debe de tener cerca de la treintena, ¿no? ¿Es eso? En cualquier caso, parece mayor. Curtido. ¿Acaba de llegar de Australia? Si es así, debe de hacer al menos veinticuatro horas que Perrie lo encontró.

—¿Viene de Australia? —pregunto.

—Sí, de las Whitsunday. —Una vez más, su entonación sube al final de la frase, pero sus palabras no significan nada para mí—. Son unas islas. Tengo una escuela de submarinismo allí.

—Lo sé —digo—. Me lo contó Perrie. —Lloyd me mira de una manera rara, lo que hace que me sienta realmente incómoda—. Este es James.

—¿Y cómo se llama usted? —me pregunta Lloyd, ignorando al centinela, sin ofrecerle la mano. Los ojos de Lloyd, de un tono azul violeta como los de Mac, se fijan en mí como dos láseres sobre la barba aclarada por el sol y la nariz pecosa.

—Me llamo Arden.

Lloyd abre más los ojos azules rodeados de un abanico de arrugas. Es difícil saber cómo se siente. En cierto modo parece indignado, algo asqueado. ¿Sabe de mi existencia? ¿Sabe quién soy? Empiezo a sentir pánico, me siento un poco débil. Sus ojos hacen tantas preguntas que no puedo procesarlas todas. Oh, Dios, creo que lo sabe.

Él echa a andar hacia la cama de Mac. James y yo caminamos junto a él.

—Es fantástico, realmente fantástico. No sabía qué iba a ocurrir. Acabamos de regresar de las Midlands. Me alegro mucho de que haya venido. —No hago más que decir tonterías, una defensa con la que jamás he logrado gran cosa. Al mismo tiempo me pregunto frenéticamente si Perrie le ha mencionado mi nombre a Lloyd. Pero ¿por qué esa mirada de asco? No es posible que él sepa nada, ¿verdad?

Lloyd se limita a andar. De perfil, su expresión es seria e inescrutable. Llegamos a la cama. Mac está profundamente dormido, con el cabello caído sobre el rostro pálido y los labios entreabiertos. James y yo nos quedamos atrás. No queremos entrometernos en el momento en que Mac abra los ojos y vea a su hijo. Tengo la impresión de que ni siquiera deberíamos estar presentes, pero tampoco podemos dar media vuelta y marcharnos, así que permanecemos un poco atrás con aire incómodo, como inquietos figurantes en una película muda que abren mucho los ojos y mueven los labios al hablarse unos a otros.

Lloyd coloca la mano sobre la de Mac, que tiene la palma hacia abajo sobre la cama, con los dedos extendidos.

—¿Papá?

No ocurre nada. Creo que Mac está soñando. Sus ojos se mueven con rapidez bajo los párpados. Está soñando con las películas, sin saber que está a punto de producirse un momento cinematográfico propio, con solo que abra los ojos.

—¿Papá?

Cesa el movimiento de los ojos. Muy despacio, como si su cuerpo se resistiera a dejar que ocurra, Mac abre los párpados. Lloyd le sonríe con aire vacilante y los ojos de Mac se abren más y su boca dibuja una sonrisa como respuesta, y por su rostro ruedan silenciosas lágrimas. Lloyd se inclina sobre su padre. Su enorme abrigo lo constriñe y cruje cuando se encorva hacia delante para poner las manos sobre los brazos de Mac; su reluciente poliéster cruje sobre el blanco algodón de su padre. Lloyd mueve las manos hacia los hombros de Mac; los posa ahí mientras observa su rostro. Mac solo sonríe, sonríe, con los brazos aún a los lados y los dedos agitándose como si estuvieran deslizándose sobre las teclas de un piano. Pasan unos segundos —efímeros, eternos— y las lágrimas de Mac siguen rodando como un río de plata por las mejillas descoloridas.

El rostro de Lloyd está rojo cuando se yergue y el abrigo chirría como una puerta desengrasada. Saca un pañuelo de papel de la caja que hay junto a la cama y le seca a Mac los ojos. Ha sido uno de esos raros momentos en la vida que importan de verdad. Por segunda vez hoy tengo ganas de llorar, por Mac, por mí y por mi padre, pero me resisto. No puedo hacerlo, no puedo entrometerme. Nadie quiere mis lágrimas sentimentaloides por el drama de otra persona. Esto no es como Imitación a la vida, ese dramón para llorar; esto es la vida de Mac. El amor se basa en instantes como este.

Permanecemos quietos, atrapados en una incómoda escena. Ahora, Lloyd y Mac simplemente se miran; James y yo estamos detrás, de pie, como un par de peones secundarios en una partida de ajedrez que no tiene nada que ver con nosotros.

Lloyd nos hace señas con el dedo índice para que nos acerquemos. En él lleva un anillo de sello de oro.

—Mi padre y yo no nos habíamos visto en mucho tiempo —dice cuando llegamos a la cama de Mac.

Mac —que parece absolutamente agotado por todo esto— vuelve a lagrimear, y en sus ojos azules las motas de color pistacho se han vuelto de un tono rosado. Esta vez soy yo quien saca un pañuelo de papel, y él parpadea cuando le seco los ojos con suavidad con él. Me pregunto cuántos años hace exactamente que padre e hijo no se han visto.

Lloyd acerca dos sillas de la cama contigua, una con cada mano, arrastrándolas con mucho ruido por el suelo. Nos indica a James y a mí que nos sentemos, y eso hacemos, aunque tengo la impresión de que deberíamos irnos. Yo solo permanezco sentada durante unos segundos.

—Iré a la máquina de café —digo, y me cuelgo el bolso del hombro—. Puede que vaya incluso a la cafetería a por alguna pasta. ¿Quieres venir, James?

—No, estoy bien aquí —responde James. Tiene las piernas estiradas, es probable que para descansar después de conducir tanto. Comprendo que se muestre reacio a levantarse, pero sin duda querrá dejar a solas a Mac y a Lloyd, ¿no?

—¿De verdad?

—De acuerdo, te acompaño.

Nos dirigimos a la cafetería recorriendo los pasillos amarillos.

—Impresionante —dice él—. Una reunión entre padre e hijo. —Me pregunto cómo se siente James al respecto, considerando su propia historia, que no volvió a ver a su padre después de que su hermano y él se fueran con su madre en mitad de la noche. Yo aún no puedo pensar en el mío, hoy me resulta demasiado difícil, pero me sobresalto al recordar que tampoco volveré a ver a mi madre después de la decisión que he tomado en el coche de James. Sopeso este hecho novedoso, lo observo a la luz de mis pensamientos. Me parece muy bien en realidad. No creo que me haga llorar nunca.

—Ha sido precioso —admito. Mac no tiene la menor idea de que yo soy la responsable, pero le he proporcionado su momento de película desde mi metafórica silla de directora, y estoy orgullosa de mí misma; otro hecho novedoso, o al menos hacía tiempo que no lo vivía.

Compramos pastel, un chocolate caliente y un té. También algo para Lloyd (aún estoy preocupada por su mirada de indignación), que llevamos en una bolsa de papel: la combinación estándar de sticky bun y café con leche en un vaso desechable con tapa.

—Oh, mierda, he olvidado apagar el móvil, alguien me llama —dice James cuando nos alejamos del mostrador con nuestras provisiones. Lo depositamos todo de forma apresurada sobre una mesa y James se saca el móvil del bolsillo de la chaqueta—. ¿Sí?

»Gilipolleces urgentes de agente inmobiliario —me informa, con una atractiva mueca, cuando termina la llamada, un trato que podría estropearse a menos que se vaya pitando a una casa que está a media hora de distancia y consiga aplacar a una difícil clienta que lleva en el bolso un cachorro de perro salchicha ataviado con un abrigo de mezclilla, así que sale corriendo de la cafetería tras despedirse diciendo que espera verme mañana en el hospital y agradeciéndome mi compañía de hoy.

—De nada —le digo cuando ya se va. «Y gracias», añado en silencio para mí.

Me siento a la mesa; me como medio pastelito y me bebo el té. Lloyd entra en la cafetería mirando a su alrededor. Aún lleva puesto el abrigo.

—Oh —digo, alzando la vista—. Iba a llevarle el café.

—No importa. Mi padre está muy adormilado después de tantas emociones. He pensado en venir a buscarla. —Se sienta en la silla que James ha dejado vacante—. Será mejor que no me ande con rodeos, ¿no? —dice, fijando sus azules ojos en mí. Su barba me parece ridícula. No es ni siquiera hípster, sino una barba poblada a lo Grizzly Adams—. Sé quién es usted.

—¿Sí? —digo. Abro la bolsa de papel y dejo el café con leche y el sticky bun sobre la mesa.

—Sé que mi padre tuvo una aventura con usted en Warwick, cuando mi madre estaba embarazada de mí, y antes.

—Oh. —De repente siento un temblor. Todo mi sentimiento pasado de culpabilidad sobre Mac y Helen y el embarazo de esta me inunda de nuevo y amenaza con tirarme de la silla.

—Es usted, ¿verdad? Usted era esa chica.

No me gustan sus ojos llenos de arrugas ni su estúpida barba. No me gusta la forma en que me mira, como si yo fuera la responsable de todos los males de este mundo.

—Sí —respondo. Bueno, difícilmente puedo negarlo. ¿Por qué si no iba a visitar a Mac si no hubiera sido esa chica?—. Lo siento. —Mi disculpa es tan floja como mi té, y me doy cuenta de que mi tono ha sido algo hosco. Hay algo en este hombre que me lleva a cubrir mi sentimiento de culpa con una capa de desafío. Me pregunto hasta qué punto Lloyd necesitaba venir a decirme lo que piensa para alejarse del lecho de su padre, al que acaba de reencontrar, por muy adormilado que esté.

—Usted fue la primera, pero no la última —prosigue. Eso lo sé, claro. Mac me dijo que no había tenido ninguna aventura antes de mí; Perrie me ha dicho que tuvo montones después. Si lo que intenta Lloyd es ofenderme con esta revelación, ya puede irse con viento fresco. No obstante, sigo temblando. Es realmente horrible que el hijo de tu antiguo amante se encare contigo después de casi treinta años. El hijo de la mujer a la que ese amante traicionó. La víctima inocente de tu crimen. Podría ser el material del que están hechos los melodramas, pero el momento no está siendo demasiado bueno para mí, y los remordimientos afloran de nuevo a la superficie—. Mi padre tuvo aventuras hasta que yo cumplí los diecisiete. No sé por qué, para ser sincero. Mi madre y él parecían bastante felices. Como suele ser la gente. —Le da un sorbo a su café a través de uno de esos molestos y minúsculos agujeros de la tapa—. Me enteré de la aventura con usted justo después de que mi madre y él se divorciaran. —Se divorciaron... Eso había imaginado. Era el único resultado posible para Mac y Helen, ¿no? Me alegra que Helen tuviera la oportunidad de rehacer su vida después de mí, después de todas las aventuras de Mac. La imagino viviendo felizmente sola en una buhardilla en alguna parte, con una elegante y larga trenza gris sobre un hombro, frunciendo el ceño al repasar una compleja tesis. La mujer tigresa.

—Lo siento —repito, con algo más de sentimiento. Quiero un final feliz para Helen; se lo merece. Lloyd me ignora.

—Estaba ayudando a mi padre a ordenar el desván y entre sus fotos de Warwick encontré una de usted con él, en su cama, dentro de un ejemplar de ese libro que escribió, El lenguaje del celuloide. Le pregunté con quién estaba y cuándo, y él me habló de usted... Al principio se sentía incómodo, lo había pillado, pero luego pareció orgulloso de ello, con los ojos húmedos, nostálgico, y yo lo detesté por eso. «Arden...», decía una y otra vez, como si no pudiera evitarlo. Le pregunté por qué había cortado con usted, y él me contestó que fue por mí. Porque yo iba a nacer. No sé si es la verdad.

«Bueno, la verdad es que fue porque yo descubrí que ibas a nacer», pienso. Pero su padre no está saliendo ya muy bien parado, como es obvio, así que lo dejo correr.

—Supongo que pensó que yo podría aceptarlo porque tenía diecisiete años, pero la verdad es que no pude. Él me lo planteó como si yo hubiera sido el salvador de su matrimonio, pero yo sabía que eso no era cierto, porque estaba al tanto de todas las demás aventuras que tuvo después de usted. Él creía que las había sabido ocultar durante todos esos años, pero yo lo sabía y mi madre también. Todo ese cuento de que se habían distanciado, de que se divorciaban «amistosamente» eran tonterías. Había sido infiel durante años, empezando con usted.

—Empezando conmigo —repito. Me siento mareada—. ¿Y Helen...? ¿Su madre sabía que yo existía?

—No, y yo no se lo conté. ¿Para qué empeorar las cosas?

—Claro —digo, sin saber qué otra cosa decir. Helen estaba al tanto de todas las demás aventuras, pero nunca supo de mí. Se ahorró lo peor.

Lloyd suspira, resopla casi.

—Mire, mi madre es una mujer fantástica. Es una madre fantástica, buena, inteligente... No sé qué hacía mi padre con usted, o con cualquier otra... —Bueno, no seré yo quien le dé los detalles—. Todo tenía que ver con su ego, seguro, conociendo a mi padre. —Sí, eso podía creérmelo. A Mac le gustaba que lo adoraran, eso era la pura verdad. Pero también me había adorado a mí, eso era historia—. Odié a mi padre por lo que había hecho. Después de eso, después de descubrir su aventura con usted, no soportaba volver a verlo. El hecho de que estuviera con alguien cuando mi madre estaba embarazada de mí fue demasiado, después de todo lo que ya sabía. Estaba furioso. Tras ver esa foto de mi padre con usted, empecé a viajar y no regresé jamás. Bueno, volví una temporada, llevé un bar en Londres, pero a él no se lo dije. Aunque creo que lo descubrió cuando yo ya me había ido. No hablar con mi padre se convirtió solo en una parte de estar lejos, de mi nueva vida. Simplemente no estaba en ella, y a mí me iba bien así. Era muy fácil no pensar en él, dejar que el tiempo transcurriera sin tener el menor contacto con él.

«Qué horrible para Mac —pienso—, hiciera lo que hiciera, que su hijo se alejara cada vez más y más de él.» Me pregunto si fue en ese momento, el momento en el que Lloyd se fue, cuando Mac empezó a apagarse, cuando empezó a desdibujarse despacio, a perder su carisma, ese carácter distintivo...

—Lo siento —vuelvo a decir, consciente de que comienzo a comportarme igual que con Christian, siempre pidiendo perdón. Deseo con desesperación cambiar de asunto, pero este es demasiado importante. Mac se acostaba con otra cuando su mujer estaba embarazada. Es algo muy grave. Lo supe en el instante en que lo descubrí, hace veintiocho años. No tengo circunstancias atenuantes, al menos para el hijo de mi amante, salvo que Mac y yo nos queríamos y eso lo significaba todo para nosotros. ¿Se trataba de una cuestión de ego? ¿Tuvo eso algo que ver al principio, tanto en su caso como en el mío? Yo necesitaba ser valorada, que se reconociera y se admirase mi presencia en el mundo como mis padres jamás lo habían podido hacer. En el caso de Mac, ¿era este simplemente demasiado complejo para limitarse a una sola persona?, ¿había demasiado Mac para ser admirado y adorado, para quedarse satisfecho con una única relación? ¿Estaba la buena y confiada Helen, su igual intelectualmente, el sujetalibros del otro extremo de la estantería académica, subida en su propio pedestal en alguna otra parte, y Mac necesitaba a alguien a quien dominar? Es posible. Sin duda, yo era ese alguien. ¿Nos necesitábamos el uno al otro de un modo que ni siquiera podíamos expresar?

—¿Han mantenido el contacto durante todo este tiempo?

—No —contesto—. Ha sido una completa casualidad que lo encontrara aquí.

—¿Cómo es eso?

—Bueno —digo—, vine a visitar a otra persona y Mac estaba ingresado aquí.

—Qué feliz coincidencia —dice Lloyd con sarcasmo.

—Algo así. —Ahora estoy ya impaciente por volver a la sala—. ¿Y cómo lo encontró Perrie? —le pregunto. Ahí está el cambio de tema...

—Ah —dice él con una sonrisa que se parece un poco a la de Mac. Bien, se alegra de cambiar de asunto, pero me preocupa que lo retome, que no haya terminado—. Con su red de espías. Siempre la ha tenido. La comunidad mochilera, la de viajeros ociosos. Supongo que desplegó sus largas antenas y que de algún modo logró encontrar mi pequeña escuela de buceo en la costa norte de una isla diminuta en las Whitsunday. —Lo dice con orgullo. Su sonrisa se hace más amplia, y pienso: «Oh, Dios, ahí está Mac», y me pregunto si las antenas de Perrie habían intentado encontrar a Lloyd antes, para Mac, para encontrar a su niño del agua—. Me llamó y me contó lo de mi padre, lo del accidente. Fue anteayer, creo, no sé muy bien en qué día estoy.

Como es obvio, Perrie tampoco sabía el día. O simplemente se olvidó de contármelo.

—¿Y lo dejó todo para venir?

—Sí, en efecto, a pesar de que estaba en medio de un curso. Me subí a un avión en cuanto pude, después de muchas maniobras logísticas. ¿Volvemos a la sala? —propone, poniéndose en pie, dejando en la mesa el café a medio terminar y el sticky bun sin tocar—. Solo quería decirle que sé quién es. Ponerla en situación, por así decirlo. No tiene sentido que finja no conocerla.

—No —contesto. Me gustaría añadir que se lo agradezco, pero no lo hago. Regresamos a la sala sin hablar. Cuando llegamos ocupamos dos sillas en el mismo lado de la cama de Mac, que está despierto y no parpadea. Lloyd se saca un sobre del bolsillo del abrigo.

—Papá, mira, estos son tus nietos. —Me alegro de que ahora se centre en el futuro en lugar de en el pasado, en mostrarle a su padre su legado. Hay cuatro nietos, por lo que distingo de las fotos, todos con un nombre inusual; Lloyd no me deja verlas. El rostro de Mac se ilumina cuando ve las fotos todo lo que le es posible, y yo sonrío porque estoy muy muy feliz por él. Sin embargo, aunque intento aferrarme a esa sensación, no puedo evitar que se me rompa el corazón al pensar que a mi padre no se le iluminará nunca la mirada de nuevo al ver a Julian, su único nieto. Dejo que las lágrimas me llenen los ojos y recuerdo la primera noche en la sala 10, cuando vi a pacientes con sus hijos y sus nietos, familias enteras que no estaban destrozadas. «Dios mío», pienso, sacudiendo la cabeza para ahuyentar las lágrimas, este día está resultando una montaña rusa de emociones para mí, algo que ni imaginaba cuando me he atado el cinturón de seguridad en el coche de James esta mañana. Me alegro de que él no esté aquí para verme dando la nota.

Lloyd muestra las fotos dos veces; al final las pasa todas otra vez con rapidez sujetándolas por un extremo como si fuera un folioscopio de los tiempos previos al cine, esos con monigotes. Creo que Mac apreciará el gesto, aunque parece cansado. Después, Lloyd vuelve a meterse las fotos en la cartera y Mac cierra los ojos de inmediato. Sin lágrimas ya, me pregunto ahora por qué ha regresado Lloyd, considerándolo todo, considerando lo lejos que estaba de su padre, considerando que había decidido no volver a hablar con él nunca más, y entonces Lloyd se inclina hacia mí y me habla en un susurro apenas audible.

—He pasado mucho tiempo tratando de distanciarme de él. Me fui a Australia, lo más lejos posible. Sin embargo, aquí estoy. Es la llamada de la familia; al final siempre te hace regresar. La verdad es que resulta bastante molesto, pero es lo que hay.

Encoge los hombros cubiertos por las relucientes hombreras negras del abrigo, me sonríe y vuelve a parecerse a Mac. Ambos rompieron la familia —Mac y Lloyd—, pero espero que su encuentro no llegue demasiado tarde para curar en parte sus heridas. Es curioso, me digo, que el día que ellos vuelven a reunirse es el mismo en que mi madre y yo nos hemos separado para siempre. Pero Lloyd no tiene razón del todo: la llamada de la familia no siempre te hace regresar; a veces te libera, como a una piedra redondeada lanzada con una catapulta.

—¿Hay alguna probabilidad de que consiga salir de esta? —pregunta Lloyd.

Lo dice como si fuera un bajón, como si fuera algo casi autoinflingido. O un túnel que Mac simplemente tiene que recorrer para alcanzar el otro extremo.

—No lo sé. Tendrá que preguntárselo a las enfermeras.

—¿Y el tema de que no sea capaz de hablar?

—Nadie parece saberlo, me temo. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

—Una semana o así. Me alojo en casa de un colega. En el sofá. Nada del otro mundo.

Parece mayor, pero también joven para su edad. Una especie de eterno adolescente. Apuesto a que sigue yendo en monopatín y a que, además de bucear, surfea.

—De acuerdo, ¿y luego se volverá a ir sin más?

Lo de susurrar se está convirtiendo en algo casi cómico.

—Vivo en Oz, mi mujer y mis hijos están allí. Tengo que volver. —Me pregunto cuánto tiempo estará Mac en el hospital. Hace ya más de tres semanas... ¿Cuántas más faltarán? ¿O serán meses? ¿Lo trasladarán a algún sitio? ¿Será a algún lugar cercano para que yo pueda seguir visitándolo? ¿Se pondrá mejor antes y saldrá de aquí por sí mismo?

—Ahora tengo que irme —dice Lloyd con voz normal, poniéndose en pie—. Regresaré mañana. Adiós, papá —grita, estropeando el momento.

Los ojos de Mac se abren despacio. Lloyd abandona la sala, sonando como una oruga chirriante por culpa del maldito abrigo.

Me recuesto en el asiento.

—Qué bien, ¿eh? —Sonrío, tomo la mano de Mac y le doy un leve apretón.

Una única lágrima se desliza desde el ojo por un lado de la cara hasta la barba incipiente de la mandíbula. Espero que las enfermeras vuelvan a afeitarlo mañana. Agarro un pañuelo de papel y le seco la lágrima.

—Dice que volverá mañana. Ya somos unos cuantos, ¿eh? Tendremos que hacer cola. ¿Quieres que venga yo también? —De repente me asaltan las dudas. ¿Quiere Mac que venga a verlo todos los días? ¿Le importa si estoy aquí o no? ¿Se alegra simplemente de ver una cara amiga?, ¿cualquier cara amiga? ¿Ha estado mencionando las películas solo porque podía?, ¿porque era el modo más escueto para comunicarse conmigo, en un arranque de oportuna nostalgia? La chica a la que amó en otro tiempo. Otro tiempo. Tal vez eso sea todo. Al fin y al cabo, Christian me demostró una y otra vez que no podía quererme nadie. Mac sencillamente está en modo En busca del tiempo perdido, como Proust con las malditas magdalenas, eso es todo. Mi inseguridad me ataca con sus pequeñas y brillantes garras, destrozando toda sensación de que tenga derecho a estar aquí. Qué fácil es volver a recaer.

—¿Quieres que siga viniendo? —le pregunto de nuevo.

Mac me mira y sus secos labios se abren en una sonrisa. Tarda mucho rato en formar las palabras, pero cuando lo hace tienen todo el significado.

—Depende del pastel.