Mi tercer año en Warwick fue bastante loco. Si Mac quería que me lo pasara bien, decidí que me lo iba a pasar bien de verdad. Bebí como un cosaco y apuré al máximo todas las posibilidades con avidez. Acepté al fin la amistad de otros estudiantes. Amplié mi círculo de confianza de Becky a las otras tres chicas con las que había vivido durante el curso anterior. Volvimos a estar juntas en el tercer curso, en una residencia que estaba frente al campus principal, al otro lado de la calle. Me molesté en conocerlas, disfruté de noches salvajes con ellas. Incluso me fui de vacaciones con una de ellas, Ruth, en Semana Santa, viajando con Interrail por Francia y Alemania. Me convertí en lo que yo consideraba que era una estudiante de verdad, no una cuya asignatura principal fuera tirarse a un profesor y aparecer en unas cuantas clases, además. Todo era fingimiento, pero fui muy convincente.
También me dediqué a buscar tipos divertidos y sin complicaciones, sobre todo para beber y retozar un poco. Por mi cama pasaron toda una serie de chicos a los que no permití tener auténticas relaciones sexuales conmigo, que dejaban la bicicleta aparcada en la calle, y en una ocasión una motocicleta, cuando conocí a un contable motero en un pub de Coventry. Así conseguí pasar aquel año. El año sin Mac. Y me gradué con algo más que un aprobado, lo que me pareció bastante bien, teniéndolo todo en cuenta.
El momento en que descubrí que él se había ido fue realmente horrible. No había hablado con Mac desde la noche que terminó nuestra relación, pero pensaba en él cada día y lo echaba de menos cada minuto de las interminablemente largas y espantosas vacaciones de verano. La primera noche de vuelta en el campus, me separé de un grupo que regresaba caminando entre risas desde la discoteca Westwood Bop —incluyendo a una cabreadísima Becky y a un amigo reciente, Dominic, el Roadie— fingiendo que me paraba para atarme uno de los cordones de las DM; tras asegurarme de que el grupo había doblado una esquina, subí corriendo la escalera de entrada a la casa de Mac para mirar por la que había sido su ventana. Se había ido. Habían sustituido la persiana por gruesas cortinas. En su puerta había un estúpido felpudo de cerdas que decía «Welcome». Cuando alcancé al grupo de las risas, pregunté en voz alta, con un débil intento de patética risita de mi voz cantarina, si el legendario Mac Bartley-Thomas daría una de sus famosas fiestas ese trimestre; ya sabía la respuesta.
—Oh, se ha ido —dijo algún capullo—. Al parecer se ha ido a dar clases a Sheffield. Ciencias de la Información. Su mujer va a tener un bebé.
Sonreí a pesar de que notaba mi corazón desgarrado y sangrante; solté una especie de exclamación aguda normalmente reservada para perros labradores dispépticos, y me enfurecí por dentro ante la idea de que Mac obsequiara a sus afortunados alumnos de Sheffield con La Lista, nuestra lista, lo que al menos me desvió de mis negros pensamientos sobre Helen y el bebé y la vida de los tres juntos en una acogedora casa en Sheffield, y la conciencia de que había perdido a Mac para siempre.
—Qué afortunados —solté, intentando no parecer desolada, e ignoré la mirada de preocupación de la ebria Becky. Le afané una botella de cerveza a Dominic, que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, y empecé a trasegar cerveza como si estuviera pasando la mejor noche de mi vida.
Otro momento horrible se produjo cuando me topé con el decano durante el trimestre de primavera. Era la primera vez que me encontraba cara a cara con él, y fue en los peldaños de entrada al Cholo Bar. Él me miró y vi que sus cejas se elevaban muy levemente tras las gafas. Me saludó, reconociéndome, con una cortés inclinación de cabeza, lo que me dejó perpleja y avergonzada. ¿Qué significaba eso? Me alejé de él con rapidez, con la cara roja, desesperada por tomarme una sidra con casis.
La única vez que me dejé llevar y me sumergí en el recuerdo de Mac fue cuando me senté en mi habitación para ver el vídeo de Imitación a la vida, que fingí elegir casualmente en una tienda de segunda mano. Las otras chicas habían salido para disfrutar de una noche de la Super Bowl o algo parecido. Cerré mi puerta con llave, abrí un paquete de M&M y me preparé para llorar a mares, como había dicho Mac que haría. Pero no ocurrió nada. Sí, era un melodrama lacrimógeno, pero como había decidido que ya no iba a dejarme dominar nunca más por las emociones, no me conmoví. Cuando Sarah Jane rechazaba a su madre, me limité a mirar la pantalla sin inmutarme; cuando corría hasta el ataúd en el funeral de Annie, llorando desconsoladamente, di vueltas a un M&M medio derretido por la boca con la lengua. Sin Mac para que viera la película conmigo, para que le gustara conmigo, me dejó fría.
Bien que mal, conseguí acabar el curso, aunque más que deslizarme fui haciendo eses. La última mañana, cuando todas mis pertenencias ya estaban metidas en cajas junto a la cama sin sábanas, mi padre vino a recogerme a las diez en punto. Yo no quería volver a casa; quería quedarme allí para siempre. Quería volver a vivirlo todo, sobre todo mi relación con Mac. ¡Dios, cómo lo echaba de menos! A veces era casi insoportable. Cuando pensaba en él, que estaría en Sheffield con Helen y el bebé, casi tenía que meterme el puño en la boca para no empezar a chillar. Pero mi padre llamó a la puerta y tuve que regresar a casa.
Volví a ver a Mac, una única vez, y fue en Londres, con Felix, hacia mediados de los noventa. Hacía un tiempo que estaba saliendo con él, que solía llevarme a comer a un restaurante elegante cercano a Cavendish Square. Darse ínfulas, eso era lo que se le daba mejor. Íbamos de la mano, mientras cruzábamos la calle, y vi a Mac y a aquel hombre de la otra vez, Stewart Whittaker, saliendo de un hotel. Stewart charlaba con el portero de chaqueta roja; Mac llevaba la misma bolsa marrón desgastada de siempre y miraba hacia la calle. Cuando vi su cara, mi corazón sufrió una enorme sacudida, de alto voltaje, y él me vio también casi de inmediato. Él esbozó una media sonrisa; yo lo saludé fugazmente con la mano; no quería que Felix lo viera.
—¿Quién es ese? —preguntó. Yo volví a meterme la mano en el bolsillo de la chaqueta.
—Nadie. Un antiguo profesor de la universidad.
—Agg. Un académico. —Felix se estremeció. Era un chico de la City; trataba con dinero y mercancías, acciones y participaciones. No habría reconocido a Cukor o a Minnelli aunque se le hubieran acercado y lo hubieran abofeteado—. ¿Por qué te sonríe así?
Mac ya no me sonreía. Stewart, que no me había visto, de eso estaba segura, se había vuelto hacia él y ambos se rían de algo con el portero. Un taxi se detuvo y ellos se subieron a él, pero Mac se colocó junto a la ventanilla más cercana a mí y por un breve instante me miró mientras el taxi se alejaba.
—Capullos —musitó Felix—. Yo prefiero la universidad de la vida. En eso tengo una licenciatura. No me refiero a ti, por supuesto —añadió, apretándome la mano—. Tú eres estupenda.
Fuimos al restaurante, pero yo no comí mucho. Bebí demasiado vino blanco y acabé yo también en un taxi a las tres. Recuerdo que apoyé la cara en el frío cristal de la ventanilla y que observé fijamente a todas las personas que vi pasar durante todo el trayecto hasta casa, por si una de ellas era Mac. Aquel día fue la última vez que contemplé su rostro. Lo echaba de menos. Lo echaba de menos a él. Ya solo era un rostro a lo lejos, un hombre al que había amado.