EL PRESENTE

27

«No es el mejor momento», pienso, mientras intento beberme el té a la mañana siguiente. Hoy tengo algo que hacer. Un recado fuera de la oficina, una rara ocasión por lo general. He de ir a Richmond para ver una mansión familiar de tres plantas donde podríamos grabar durante una semana para un episodio de Coppers sobre el tema de la violencia doméstica. Tendré que estar alegre todo el día. Tomar notas. Comprobar enchufes y accesos. Beber montones de bebidas calientes que me preparará una mujer vestida con una alegre falda estampada Boden y su pañuelo a juego. No sé cómo voy a soportarlo. Me llevo pañuelos de papel y rímel, y las gafas de sol más oscuras que tengo, aunque no me las vaya a poner porque hoy hace otro de esos días apagados y grises. Ojalá pudiera quedarme en la oficina y pasar el día escondida tras mi PC y todos mis cachivaches.

Mac sobrevivió a duras penas a la operación, pero está en coma. Lo primero que he hecho hoy ha sido llamar al hospital, y una persona anónima, que no tenía un trato precisamente agradable o consolador, me ha dado la noticia mientras al fondo otra persona chillaba: «¿Cuánto vas a tardar, Sheila?».

Voy caminando hasta el metro. La palabra «coma», cuando me la ha dicho esa horrible persona de la plantilla del hospital, como si estuviera anunciando solo que Mac se había ido de excursión al Distrito de los Lagos o algo parecido, me ha dejado helada, aunque no soy una experta, que digamos. Todo lo que sé de comas es de la película Coma, que era aterradora, y sé además que hay personas que se pasan años y años en coma y luego se despiertan, veinte años más tarde, y todos a su alrededor han envejecido y ya no saben qué ocurre en el mundo y tienen que aprenderlo todo sobre las nuevas tecnologías. O no se despiertan jamás.

Estoy completamente petrificada. Me he puesto mi falda elegante, guantes negros y mi abrigo negro New Look (la moda de los cuarenta lanzada por Dior —faldas amplias y cinturas de avispa ceñidas con cinturón—, no la de las tiendas), e intento disipar mi miedo y mi preocupación con estilo. A veces Mac me decía: «¿Qué haría Katharine Hepburn?». Era su favorita entre todas las heroínas intrépidas y enérgicas de Hollywood, y en ocasiones esa frase constituía su mantra. Hoy voy a probarlo. Procuraré emular el espíritu independiente, práctico y perseverante de la señorita Hepburn, pero me va a costar lo mío.

Me río del parloteo de la mujer de la falda Boden y de la mansión de tres plantas; acepto y bebo interminables tazas de té; mido marcos de puertas y cuento enchufes eléctricos. Las lágrimas pugnan por salir durante todo el día, pero las ignoro. Regreso a la oficina para entregarle mis notas a Nigel, como si fueran deberes. Él está hablando por teléfono y hace ese gesto condescendiente con la cabeza, estirando el brazo para recoger el informe, demasiado importante para dar las gracias. A las cinco, cuando salgo al diminuto aparcamiento, James me está esperando.

—¿Hola? —digo. Me alegro de ver su cara, pero estoy muy sorprendida—. ¿Cómo sabes dónde trabajo?

Coppers, dijiste, y estaba por la zona, así que he pensado en venir a buscarte. Espero no haberme pasado de la raya y que te parezca un poco acosador. —Tiene una expresión de preocupación.

—No, no, en absoluto —contesto—. Pero ¿cómo sabías a qué hora iba a salir?

—No lo sabía —responde él, encogiéndose de hombros—. Simplemente he pensado en venir y esperar. Tengo hambre —dice—. ¿Vamos a comer algo?

—De acuerdo —acepto—, probemos esa nueva hamburguesería de Colman Street. —«Típico de los hombres —pienso—. Todo gira en torno a su estómago.» Yo apenas he comido en todo el día y no estoy segura de poder comerme ni un par de patatas fritas, y mucho menos una hamburguesa, pero no me vendrá mal la compañía.

—He llamado al hospital y Fran me ha contado lo del coma —explica James, mientras caminamos.

—¿Qué posibilidades te ha dicho que tiene? —pregunto—. La mujer con la que he hablado yo no parecía saberlo.

—No demasiado buenas —replica James—. Fran tampoco lo sabía, en realidad. ¿Estás bien?

—La verdad es que no.

—Yo tampoco —comenta él—. Me cae bien el tipo. No quiero que muera.

—No lo digas siquiera, James.

—Lo siento.

Seguimos caminando. Ahora estamos en el parque. Hace frío. El bolso del trabajo me golpea la pierna. En el mismo sitio cada vez: el muslo derecho. Mañana tendré un gran morado, pero no me importa. Disfruto con el doloroso golpeteo rítmico y consolador. Me sirve para desviar mis pensamientos de todo lo demás.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunta James, tratando de cambiar de tema. Lo sé—. Dices que no es nada emocionante. ¿No te gusta?

—No mucho —respondo.

—¿Por qué?

—Supongo que me aburre. No hay retos. Un colega me ha hablado de una plaza que ha surgido en el departamento de guiones. Estoy pensando en solicitarla, pero no estoy segura de que sirva para nada.

—¿Por qué no? —inquiere James, tan directo como siempre—. ¿Te gustaría trabajar en el departamento de guiones?

—Bueno, sí. Es una plaza de lector. Creo que estaría bien. —Mi voz es monótona, me siento fría y enferma por dentro. Mac está en coma.

—Entonces, ¿por qué no solicitar la plaza?

—Temo que me rechacen.

—Sí, puede que lo hagan, pero también podrían aceptar tu solicitud. ¿Qué tienes que perder?

«Mi seguridad, mi aburrida monotonía, en la que me he envuelto como si fuera una manta», pienso. ¡Por amor de Dios! Sé que James intenta distraerme, ¡pero Mac está en coma!

Pasamos por delante de The Parade. El local de kebab está sorprendentemente lleno para la hora que es, y hay una melé de colegialas en la puerta de Tesco: faldas subidas, calcetines bajados, zapatos con arañazos, alguna que otra palabrota. A una de las chicas se le cae un paquete de chucherías; yo lo recojo y se lo entrego.

—Gracias —musita ella.

—De nada.

En un televisor del escaparate de la tienda de imagen y sonido están dando una película antigua. Es uno de esos aparatos enormes de alta definición; se ve hasta el último poro de la cara de Robert Redford. Está borracho en el extremo de una barra. Está dormido y tiene un aspecto absolutamente apuesto. Me detengo para mirarlo y mi bolso se detiene tras golpearme la pierna. Este sería un buen momento para llorar, pero no voy a hacerlo.

—Quizá deberías empezar a prepararte —dice James, nada más, pero yo sé a qué se refiere.

—No quiero estar preparada —replico—. Oye, ¿podemos dejar lo de la hamburguesería y volver al hospital? —le pregunto—. Es que necesito estar allí. ¿Hacen sándwiches calientes en la cafetería?

—Oh, me encantan los sándwiches calientes —dice James—. Vamos.

Yo me pido uno de queso con tomate y James, otro de jamón con queso, yo tomo té y él, chocolate caliente. Las señoras de detrás del mostrador ahora me llaman «cariño» y a James, «cielo». Al fin y al cabo, casi nos hemos mudado ahí. Después de comer, compruebo mi móvil, pero no tengo ningún mensaje de Fran. Tras tomar las bebidas, James recibe una llamada.

—Oh, Dios, Arden —dice, deslizando de nuevo el móvil en el bolsillo de su chaqueta—. Siento tener que volver a hacerte esto, pero tengo una segunda visita de emergencia y no me queda más remedio que ir. ¿Estarás bien? ¿Qué harás tú? ¿Te quedarás aquí?

—Me quedaré un rato —respondo—. No tengo gran cosa que hacer en casa. Televisión, dormir. Nada.

James se levanta y empuja hacia atrás su silla.

—Lo siento —repite, luego vacila. Me mira con expresión firme—. ¿Qué creía Mac que harías con tu vida? —pregunta.

Esto es un poco inesperado.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando estabas con él, hace tantos años, en la época de aquella foto... Cuando eras joven. ¿Creía él que sería esta tu vida?, ¿ir y volver de casa al trabajo y del trabajo a casa? Sin hacer nada más. ¿Lo creías tú?

—Él creía que tendría una vida brillante —explico, «y un amor más grande», pienso—. Pero ocurren cosas. Como mi exmarido. Como la normalidad. —Como la vida real que a veces no tiene brillo ninguno ni lustre, es solo vida...

—Aún hay tiempo —dice James.

—¿Lo hay? ¿Tiempo para qué?

—Para hacer cosas emocionantes, cosas nuevas, para enamorarse...

—Ya, claro —contesto, recordando que Julian me dijo algo igual de ridículo sobre salir en busca del amor—. ¡Como si eso fuera a ocurrir!

Miro a James y hago una mueca. Él me responde con una mueca boba y luego sonríe. Nos miramos el uno al otro durante un rato, y luego yo aparto la vista y él abandona la cafetería, agitando con alegría la mano para despedirse de las señoras. Empujo lo que queda de mi sándwich por el plato, como si fuera un autobús atestado en medio de un denso tráfico.

Cuando salgo por la doble puerta de la entrada al Sr. Katherine, me sorprendo al encontrarme con Dominic, que se dispone a entrar cojeando y con muletas.

—¡Dominic! —Me pongo contenta al ver un rostro franco y amistoso que el sufrimiento no ha perturbado.

—¡Hola, Arden! ¿Qué haces aquí? Yo he sido malo. Se me mojó la escayola haciendo el tonto con una chica y una botella de champán, sabes cómo es eso. Vengo a que me la cambien antes de que cierren las consultas.

—He venido a visitar a alguien —digo, con el corazón hecho pedazos. Y como me encantaría volver a sumergirme en el calor y la luz mantecosa del hospital, añado—: ¿Quieres que entre contigo y te acompañe? —Él consulta su reloj.

—No, no hace falta. Voy a encontrarme dentro con una chica, otra distinta. La conocí en la consulta de traumatología.

—Menudo granuja estás hecho —le suelto, imitando una jovialidad típica de Dominic que no siento.

—Ya. —Se encoge de hombros—. Seguro que soy demasiado viejo para estas tonterías, pero ahí estamos. ¿Cómo está Becky? ¿Has hablado con ella hoy?

—¿Hoy? No, pero supongo que estará bien —respondo.

—Eso espero. ¿Lo lleva bien, entonces? —Me fijo en que su expresión es muy seria, tratándose de Dominic.

—Bueno, sí, hasta donde yo sé. No la he visto desde la noche en que estuvimos todos en aquel bar. —Ahora la expresión de Dominic es aún más extraña, preocupada, muy rara en él—. ¿Por qué?, ¿hay algún motivo para que no esté bien?

—¿Sabes lo de su recaída?

—¿Recaída? Pero ¿de qué estás hablando? —El corazón se me acelera.

—Tuvo otra crisis nerviosa. Por culpa de la agresión. —Dominic debe de haberse dado cuenta por mi cara de que no entiendo absolutamente nada. Se pone pálido—. Mierda, no sabes nada, ¿verdad?

—No —digo, meneando la cabeza—. ¿Agresión?

—Por Dios, Ardie. Hace poco más de un año a Becky la atracaron de camino a casa desde el trabajo. Se abalanzaron sobre ella por detrás y la sometieron hasta tirarla al suelo, dos hombres, todo para quitarle el móvil.

—Dios santo.

—Se rompió una costilla. Estuvo completamente traumatizada durante mucho tiempo. Yo creo que es síndrome postraumático. Pero ¿no te lo había contado?

—No, no lo hizo. —¿La atracaron?, ¿una costilla rota?, ¿completamente traumatizada...? No, no me lo había contado, y mientras asimilo la noticia me reconcomo por dentro porque ya sé el motivo. Por supuesto que lo sé. Porque desde que me encontré con ella aquel día en el M&S hace dieciocho años no solo la he mantenido a distancia, sino que además la he alejado de mí activamente. ¿Por qué demonios iba a contármelo?—. Tengo que llamarla, tengo que ir a verla —digo. Estoy alterada, apabullada del todo. Me contó una mentira sobre su móvil en lugar de compartir conmigo lo que le había sucedido. Le había ocurrido algo terrible y yo ni siquiera merecía saberlo. Sigo siendo la misma Arden egoísta y horrible.

—No puedes —contesta Dominic—. A menos que te subas a un avión para ir a Tenerife. Se ha ido a pasar unos días en el apartamento de su prima. Estar un tiempo allí la ayudó después de la agresión. Estuvo allí tres semanas. ¿De verdad no sabías nada?

—No. —No puedo estar más avergonzada—. La llamaré —digo, alejándome ya de él a largos pasos, si se puede decir así, porque en realidad las piernas apenas me sostienen—. La llamaré.

Recuerdo a Becky bebiendo más de lo habitual en el Gatsby, cómo se sobresaltó cuando Simon se acercó por detrás de ella y le puso una mano sobre el hombro. Pensaba que era yo la que había sufrido, la que estaba hecha polvo, la que necesitaba cuidados y guantes de seda, y la que podía ser lo bastante arrogante e insensible para rechazar a los demás. Pero todo el tiempo era ella, y ella no había sido arrogante ni insensible, solo reacia a contarle su peor experiencia a alguien que ya no era una amiga de verdad.

Me apresuro a llegar a casa. Tengo el número del apartamento de Tenerife porque hace muchos años Becky yo fuimos juntas allí, a pasar unas vacaciones desenfrenadas, justo antes de que yo conociera a Felix. Tengo el número en mi antigua agenda de piel negra. El teléfono español suena y suena y no lo culpo por ningunearme, seguro que sabe que Becky solo quiere a sus verdaderos amigos en torno a ella.

Tras enviar un mensaje a Dominic pidiéndole que me informe cuando Becky regrese, no sé qué hacer. No quiero ver telenovelas esta noche. Repaso mi colección de DVD y, con una adusta sonrisa, decido torturarme a mí misma con Imitación a la vida. Hace años sustituí la cinta de vídeo por el DVD, aprovechando un cupón de Amazon. Christian se había burlado al verlo en el estante junto a sus DVD de La jungla de cristal y de Pulp Fiction.

Esta vez —desaparecida la veleidosa despreocupación de la juventud y con la tristeza que se cierne sobre mí como una densa niebla— me siento abrumada. La historia de las dos madres y sus hijas, y la tragedia de Sarah Jane renegando de Annie y llorando luego en el funeral, me conmueven en lo más íntimo y sollozo en el sedoso reverso de un cojín de lino. Es curioso el modo tan diferente de ver las cosas, dependiendo del momento en que se encuentre tu vida. Me había vanagloriado de no ver nada en esa película la primera vez; ahora me clava sus dolorosas garras desnudas.

Lloro por la persona que fui y la que soy ahora, y no sé cuál de las dos es mejor y cuál es peor. Lloro por Becky y por cómo le he fallado. Lloro por la madre que debería haber tenido —dulce, bondadosa, mínimamente interesada por mí— y por la herida de haberme visto obligada a cargar con la que en realidad me tocó. Lloro por todos los modos en los que he imitado a la vida y no le he hecho justicia.

Y la escena del funeral... Como dijo Mac, «guau». Me mata. Me deja del todo aniquilada. Solo puedo pensar en que no quiero ir al funeral de Mac. No quiero ver las ensayadas expresiones tristes de los encargados de la funeraria, sombríos y solemnes, pero ansiando en secreto irse a comer unos fish and chips. No quiero ver las horribles cortinas oscilando, muy levemente, en el borde inferior, cuando se cierran, igual que el día del funeral de mi padre. No quiero decirle adiós a Mac, aún no.

Lloro por él y tengo la impresión de nunca voy a parar. James tiene razón, necesito estar preparada, debo dejar que se escape poco a poco el dolor como un ensayo, para acostumbrarme a su sabor, pero confío en estar exagerando.

Hay esperanza, ¿no? Espero que Mac se recupere y que todo salga bien. Mientras me seco las últimas lágrimas con un largo trozo de papel higiénico del lavabo de abajo, me aferro a esa esperanza como un percebe a un barco naufragado. Apago el televisor y subo al dormitorio con paso vacilante, exhausta, diciéndome que Mac tiene que salir de esta, o, si no, ¿para qué ha vuelto a mi vida?

Me despierto a las siete y media al oír sonar el móvil. El corazón me da un brinco en el pecho, se desboca, y sé, por el modo de sonar, por lo temprano de la hora, que el móvil no va a parar.

—¿Sí? —contesto con voz ronza, aterrada.

—Hola, cariño. —Es Fran y su voz suena extraña, como si estuviera a un millón de kilómetros de distancia, en otro continente—. Siento mucho tener que decirle esto, pero me temo que Mac ha muerto.