Salgo volando hacia el hospital con unos viejos pantalones de chándal, deportivas mugrientas, camiseta con la imagen de Spencer Tracy y un gabán demasiado grande y algo sucio que apenas se sostiene sobre mis hombros. Corro por las calles en esa hora temprana como un espíritu maligno. Está lloviendo; tengo los rizos mojados y pegados a la cabeza. Intento distraerme pensando que debo de parecer una Andie MacDowell rubia al final de Cuatro bodas y un funeral, a pesar de la horrible ironía que eso implica.
Hay el barullo habitual alrededor de la puerta de entrada al hospital. Salen rostros tanto aliviados como preocupados; entran rostros tanto esperanzados como inquietos. Un hombre con muletas comparte risas con un amigo. No es Dominic; seguro que él está aposentado entre un sofá Chesterfield y un taburete en alguna parte mientras le acarician la escayola. Recorro con rapidez las catacumbas del hospital con el gabán ondeando a mi alrededor como la capa de una superheroína, pero es demasiado tarde para todo eso. El único héroe era Mac y ya no está.
Llamo al timbre de la sala 10 una y otra vez, hasta que Fran —con aire cansado, aunque parece que ha hecho un intento de disimularlo pintándose los labios en un tono coral que seguro que va contra las normas— aparece en el hueco de la ventanilla de la puerta y esta se abre.
—Arden.
—Por favor, no me diga otra vez que vaya a la capilla, Fran —me apresuro a decir—. No soporto ese lugar.
—No, no se lo diré. Váyase a casa ahora, cariño. Vaya a casa y llore por él. —Coloca una mano sobre mi brazo; no la quiero ahí.
—¡No quiero ir a casa! —Me asomo por detrás de ella a la sala 10. Como si Mac estuviera ahí y yo solo tuviera que ir a ocupar mi sitio.
—Tiene que hacerlo, cariño. Tiene que irse a casa.
Era de mi casa de donde quería escapar, por segunda vez en la vida. Me gustaba venir al St. Katherine; me daba un motivo, un propósito. Me sentía cómoda, sentía que me necesitaban. Mi casa es un lugar frío y gris al que conducen todos los caminos, aunque yo no lo desee. Pienso en llamar a Julian por si puede venir, pero sé que ya estará yendo hacia el trabajo, y ¿quién quiere que le llame su madre y le suplique que vaya a su casa porque un tipo al que conoció hace un millón de años ha muerto?
—No sé qué hacer —suelto. Debería irme a trabajar yo también, pero sé que no seré capaz—. Adónde ir... —Sé que estoy divagando. Necesito llamar a Nigel, decirle que estoy enferma y que me tomaré el día libre, la semana, la vida...—. ¿Volveré a verla? —pregunto a Fran. No será solo Mac quien desaparezca de mi vida, sino también Fran y James, la gente con la que he estado cada día. No volveré a verlos. Estaré de nuevo sola en mi mundo triste y oscuro, del que ni siquiera me había dado cuenta de que fuera tan gris y oscuro hasta que Mac irrumpió en él para iluminarlo.
—No lo sé. —Fran se encoge de hombros con una expresión de enfermera benevolente, así que me lo tomo como un no. Ella conoce a centenares de personas como Mac, centenares de personas como yo; no es mi amiga. Ya me he asegurado yo de no tener ninguna amiga, ¿verdad?
No vuelvo la vista atrás cuando me alejo y recorro de nuevo los pasillos y salgo a la fría mañana con un zumbido de la doble puerta. Me quedo en la entrada, vacilante. Saco el móvil del bolsillo del gabán y rápidamente envío un mensaje de texto a Nigel diciéndole que hoy no iré. Luego me quedo allí de pie, por completo paralizada.
No ha habido final hollywoodiense, no para Mac. No sirve de nada preguntarse qué ocurre después, una vez terminada la historia, porque la historia ha acabado y después no ocurre nada. Me arrebujo en el gabán, pero sigo sin moverme. Me doy cuenta de que he visto toda mi vida a través del prisma de las películas, como una jovencita solitaria e impaciente por escapar, sobre todo; como una joven egocéntrica con ganas de emociones, desde luego. Christian le puso freno a ese prisma durante mucho tiempo, deleitándose en mostrarme que la realidad podía ser de verdad dura, pero al volver a encontrarme con Mac había empezado a ver otra vez la vida como una serie de momentos cinematográficos: la cinematográfica casualidad de descubrirlo en la sala 10; la emoción de una frase susurrada y llena de nostalgia; la maravillosa reunión a cámara lenta de Mac y Lloyd, padre e hijo... Yo me había imaginado incluso el milagro en primer plano de Mac despertándose del coma y alargando los brazos hacia mí. Pero los momentos cinematográficos se funden en negro y acaban en nada. Ver a Mac en el hospital fue solo una coincidencia; una frase de una película es solo una frase de una película; Lloyd es un hijo pródigo bastante deslucido..., y Mac ha muerto.
Vuelvo a casa caminando y dejo que las lágrimas caigan sin control. Se ha ido; él se ha ido, justo cuando acababa de volver a mí. Había tantas cosas que decir y que escuchar..., tantas cosas que recordar..., y ahora no hay nada.
El móvil me vibra en el bolsillo y lo ignoro. Vuelve a vibrar y lo saco para mirarlo. Es un mensaje de Dominic que me hace echar a correr como un espectro maligno por segunda vez esta mañana.
La carrera hasta el aeropuerto. Sale en un montón de películas. Por lo general implica que el héroe o la heroína —a veces con vestido de novia— atraviesan como el rayo la zona de embarque y saltan por encima de barreras y apartan al personal de la aerolínea de un empellón para alcanzar al que se va, y poder así declararle su amor e impedir que se suba al avión. No suele implicar la desconcertada pretensión de una mujer de mediana edad afligida y trastornada, con una camiseta de Spencer Tracy, de recibir a su mejor amiga, que llega en un vuelo desde Tenerife, sin saber siquiera qué le dirá cuando la vea.
Becky llegará desde Tenerife en el vuelo FR3516. Después de entrar corriendo en casa, despeinada y muy sudorosa, me doy cuenta de que en realidad tengo mucho tiempo, así que no será una carrera al final, sino más bien un rígido y difícil trayecto. La primera parte de mi misión consiste en conducir hasta el aeropuerto de Stansted en mi viejo Golf hecho polvo, con vasos de café Costa usados en el interior. Escuchar la radio sería superior a mis fuerzas, y mi CD de Tom Petty no parece apropiado para lo que siento ahora —aturdimiento, tristeza, determinación—, así que conduzco en un intranquilo silencio, con los ojos clavados en la carretera, a un metro por delante del capó, para ser exactos. Conduzco despacio, sorteando el arduo tráfico de Londres, y luego, en la autopista, con miedo a estrellarme.
Aparcar es una pesadilla. Pago tres libras y media por dejar mi cacharro en el aparcamiento exprés. Se supone que solo puedes estacionar ahí diez minutos, y seguro que me caerá una buena multa, pero no me importa. Por supuesto, ya llego un poco tarde y no puedo perder el tiempo dando vueltas en un aparcamiento de varias plantas y que Becky se me escape. Tampoco quiero esperarla fuera. Quiero estar en llegadas. Quiero ver a Becky saliendo por la puerta con todos los mochileros y los hombres de negocios de ojos enrojecidos. Y entonces decidiré qué demonios voy a hacer para compensarla.
Corro por la terminal con un estúpido trote, en dirección al extremo derecho que tiene el enorme cartel amarillo que pone «Llegadas». Sé que voy muy mal vestida. Los ingleses de mediana edad partidarios del Brexit que empujan sus maletas con ruedas y llevan sombreros mexicanos en pleno y frío enero puede que crean que soy una caprichosa inmigrante que se encamina a una frontera invisible. Pero yo paso corriendo por delante de la ventana de «Llegadas»; hay un Starbucks, el enorme mostrador en forma de rombo de una compañía de taxis... Y entonces la veo; está apoyada contra la ventana y lleva un abrigo rosa. De espaldas al cristal, hurga en su enorme bolso buscando algo; conociendo a Becky, será un pañuelo de papel, un caramelo de menta o su bálsamo labial. El abrigo de ante se desprende del cristal como una ventosa; Becky se aleja, pero no en dirección a la salida, sino hacia el lado contrario. ¿Va a la tienda WHSmith? No puedo arriesgarme a que se aleje para irse a tomar un café y una pasta o a buscar una revista a algún sitio donde no pueda encontrarla, así que golpeo el cristal, asustando a un par de gaviotas que picotean el suelo en el exterior y pugnan por el huevo con mayonesa de un Meal Deal, y grito su nombre.
—¡Becky! ¡Becky!
Ella se detiene, pero solo para meter un resto del pañuelo de papel en un rincón de su bolso y cerrar la cremallera antes de continuar. Golpeo de nuevo el cristal con más fuerza y grito su nombre. Ella se da la vuelta y me ve y yo intento resumir todo lo que siento en mi expresión facial —contrición, vergüenza, amor y la petición de ser perdonada que ni siquiera sé cómo formular—, pero todo acaba surgiendo simplemente como una enorme y desconsolada sonrisa y ella parece sorprendida, pero sonríe también —aunque su sonrisa es vacilante, sin llegar a completarse—, y la veo dirigiéndose presurosa a la salida, a la derecha, y yo también corro hacia allí y entro y me abalanzo sobre ella y me lanzo a su cuello.
—Becky —es cuanto consigo decir en este momento, en lo que parece una esponjosa caperuza de color morado.
—No pasa nada, no pasa nada —dice ella, y estoy a punto de llorar, pero no quiero, todavía no, y ella intenta apartar la cabeza de la mía, que está encajada en algún sitio de su clavícula cubierta por el pelo del abrigo, y propone—: Vamos a tomar un café. —De modo que entramos a trompicones en el Starbucks, rodeándonos mutuamente con el brazo como en una carrera a tres piernas, aunque vamos desequilibradas y seguro que no ganaríamos, porque yo me apoyo en ella pesadamente y me tambaleo un poco.
—No lo sabía, no lo sabía —profiero, y Becky hace que suelte un sollozo ahogado, medio riendo, en el mostrador, al decirle al amable dependiente que nos pregunta el nombre para poder garabatearlo en el vaso que ella se llama Kit, y yo le digo que mi nombre es Vivian. Me siento fatal, porque me lo merezco, y se me ocurre que nadie va a venir a rescatarme, ahora no. Decidimos sentarnos a una pequeña mesa redonda que acaban de limpiar—. Me lo contó Dominic. Siento tanto lo que te pasó. —Las palabras me salen a borbotones, aceleradas por la vergüenza. Ella asiente, deja su café llamado Kit y su magdalena sobre la mesa y coloca una pila de servilletas cerca de mi té Vivian sin nada más (no puedo comer)—. Y no te culpo por no contármelo. —Sin embargo, incluso ahora, mientras la miro a la cara (la cara de Becky, que conozco tan bien, ensombrecida por la angustia y la aprensión), soy egoísta. Mientras hablo con mi amiga, mi cerebro grita: «Mac ha muerto, Mac ha muerto, Mac ha muerto», pero no puedo pensar en él, ahora no—. ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?
—Sí, estoy bien —responde Becky—. Solo fue una sacudida. Aunque debo admitir que bastante importante. Dramática. —Intenta hacer una mueca alegre, pero no está alegre; mi amiga sufrió una dramática sacudida por un suceso devastador y yo no estaba ahí. Ni siquiera lo sabía—. Pero un poco de sol invernal y de sangría han hecho milagros —añade, pasando la base del pulgar por el exterior de su vaso—. Ahora puedo seguir con mi vida.
(Como dijo Mac que debía hacer yo, recuerdo. Estoy pensando en él, lo siento. ¿Cómo puedo seguir con mi vida ahora, cuando él ya no está aquí? ¿Y cómo puedo hacer esto, en este mismo instante, con Becky?)
—No te culpo por no contármelo —repito. Soy egoísta y soy una persona horrible. A pesar de lo horrible que he sido con ella, Becky ha intentado apoyarme y yo me he negado por entero a devolverle el favor—. He sido una amiga completamente inútil. Te he mantenido a distancia. —Me trago las lágrimas que están a punto de brotar otra vez. Quiero contarle lo de Mac, pero estoy igual de desesperada por no hacer que este momento gire en torno a mí. Necesito a Becky en mi vida; la necesito más que nunca. Y si ella aún me necesita (Dios mío, espero que sí), quiero estar a su lado. Espero que haber acudido a su lado hoy, sea suficiente.
—Lo intenté —dice Becky—. Contigo. De verdad que lo he intentado. Pero era agotador. Cada vez que procuraba acercarme, no había nada. Nada en absoluto. —Suspira, y la expresión de su rostro me rompe el corazón—. No pude contarte lo de la agresión porque...
—... no teníamos una relación lo bastante íntima —digo. No he tocado el té. Le doy golpecitos al borde inferior de mi vaso—. No tenías la impresión de que pudieras confiar en mí.
—Bueno, no, no podía. —Su cara tiene de nuevo una expresión que no quiero volver a ver—. Lo siento, Arden.
—¡Por amor de Dios, no lo sientas! ¡Me lo merezco!
—Solo se lo conté a mi familia y a Dominic, porque estaba a mi lado en aquel momento.
—Y ha estado a tu lado desde entonces. Yo no estuve entonces ni después.
Ella asiente con pesadumbre.
—Nunca querías quedar, que saliéramos juntas. ¡Era como arrancar muelas, Ardie! No podía decírtelo. Has sido... —Bajo la vista, avergonzada, esperando a que prosiga—. ¡Has sido realmente horrible, Arden! —Ya está. Becky está furiosa conmigo y yo me alegro. Es verdad que he sido realmente horrible. Pero la quiero aún más estando furiosa porque sé que, por horrible que haya sido y por muy cansada y exasperada que estuviera de tanto intentarlo conmigo, ha seguido intentándolo—. Incluso cuando viniste al Gatsby conmigo, un milagro de por sí, y bailamos las dos como en los viejos tiempos, no fue lo mismo. Yo procuré que pareciera que sí, pero no fue así. Te había perdido, de modo que no pude contártelo.
Me digo a mí misma que acudir a su lado no es suficiente. Se necesita mucho más. Quiero y necesito pedir perdón, comenzar de nuevo, construir un puente para el que no estoy segura de tener las herramientas. Sencillamente, no sé dónde ni cómo empezar.
—Ahora entiendo por qué estabas diferente esa noche —digo. Yo me había comportado como una idiota, ciega a todo. Ciega a cómo actuaba, a cómo bebía... Fui ciega a todo porque no quería ver.
—Sí, soy diferente —reconoce Becky—. Me sobresalta mi propia sombra, bebo demasiado, estoy asustada, Arden. Tengo miedo de que vuelva a ocurrirme.
Ahora está confiando en mí y el corazón me da un pequeño vuelco.
—No ocurrirá, Becky. No volverá a ocurrir.
—Eso es lo que dice Dom, ¡pero podría ocurrir! —Está agitada, casi frenética. Jamás había visto así a mi serena, divertida y hermosa Becky. Ojalá lo hubiera sabido todo.
—Si ocurre, estaremos contigo para cuidarte. Yo estaré ahí para cuidarte. Me siento fatal por no haber estado antes para apoyarte.
—Sé que Christian te obligó a hacer todo lo que hiciste —dice ella en voz baja—. Cuando estabas casada con él. Ignorarme, esconderte de mí en tu cocina. Sí, te vi —confirma, con una triste sonrisa—. Y me enviaste aquel mensaje en el que me decías que no querías volver a verme nunca más. —Una sonrisa muy triste—. Sé que no fuiste tú, Ardie.
—No —digo, sintiéndome miserable. Me tomo un sorbo de té y agradezco la quemazón hirviente. El mensaje al que se refiere me llena de un horror recurrente; el mensaje que Christian me obligó a escribir sentado detrás de mí, como un asesino sonriente comiéndose un Cornetto de fresa y agitando el pie descalzo en el aire, cruzado sobre la rodilla. El mensaje que bochornosamente, oh, tan bochornosamente, me hizo creer incluso que yo quería escribir, pues me había socavado y socavado hasta que me fue imposible hacer otra cosa que no fuera con exactitud lo que él me decía. Pero el horror auténtico es el modo en que me he comportado desde entonces. Desde que me libré de él. Yo sola me he comportado de un modo atroz—. Pero he sido yo desde entonces, ¿verdad? —digo—. Ocultándome de ti. Rechazándote...
Recuerdo el día, unos tres años después de que terminara mi matrimonio, en que me tropecé con Becky en el M&S. Recuerdo que, sorprendida al verla, balbucí una rápida disculpa sobre lo ocurrido durante mi matrimonio y con Christian. Fue patético, insuficiente, embarazoso; del todo superficial, un charco espejado en lugar de un estanque profundo y reflexivo. No fui capaz de entrar en dolorosos detalles. Me sentía demasiado avergonzada para explicárselo de forma adecuada. Y no habiendo pedido perdón como era debido, esa vergüenza se enconó y creció hasta que se convirtió en la enfermedad que nos separa ahora. Mi vida desde la separación de Christian ha sido gris, fría y nada estimulante. Desprovista de drama, sí, pero también de cualquier otra cosa. Hasta que apareció Mac. Él me hizo volver a sentir, me devolvió algo de color y de luz. ¿Seré capaz de hallar el modo de ser otra vez una buena amiga para Becky? No solo acudir a su lado, ¿sino estar a su lado en todos los sentidos de la palabra? Decido intentarlo por Mac (oh, Mac, Mac).
—Lo siento mucho —repito—. Siento todo lo que ocurrió y siento que la vergüenza me impidiera dejar que te acercaras desde entonces. He sido una completa idiota. Tú volviste a contactar conmigo, tú volviste a ofrecerme tu amistad, pero yo no podía enfrentarme con la situación después de lo que había hecho. La vergüenza... simplemente me dominó. No veía nada más allá. No podía ir más allá. La verdad es que no sé qué decir, salvo que lo siento muchísimo y que espero que me perdones.
Espero, buscando la respuesta en su rostro. Ahora ya puedo ser una persona como debería ser, ¿no?, gracias a Mac. Por Mac. A través de Mac. Puedo ser una amiga, una confidente, alguien en quien creer. Espero que Becky sea capaz de verlo; espero que pueda creer en mí otra vez.
—¿Becky?
Estoy aterrada, estoy esperando.
—Has sido una absoluta pesadilla, pero sí, puedo perdonarte —dice ella al fin, mi adorable Becky, y me sonríe, una sonrisa en la que querría sumergirme—. No quiero estar más tiempo enfadada. Quiero que volvamos a ser como éramos. Para ser sincera, te he echado de menos una barbaridad.
—Oh, Dios mío, yo también, tanto tanto... ¡Y podemos! —insisto—. De verdad que podemos. —El alivio me inunda como si yo fuera un globo deshinchado, necesitado de aire—. He sido una estúpida. Una estúpida total. —El alivio me hace parlotear—. ¡Soy aún más estúpida por no haberte dejado volver a mi vida de lo que fui por casarme con Christian!
—Oh, no creo que eso sea cierto —comenta Becky, y sigue sonriendo, aunque ahora sus ojos brillan de un modo muy característico suyo, así que sé que está bromeando—. Mira, Christian era un estafador de la peor calaña, un manipulador y un maltratador. Te intimidó y te hundió en la miseria, pero fuiste tú quien tomó las riendas y lo obligaste a marcharse. Eres más fuerte de lo que crees, Ardie.
—No soy fuerte en absoluto. —Sé que estoy al borde del colapso si pienso en Mac y en el hecho de que ha muerto. Aún no puedo pensar en ello; no tengo sitio en mi cerebro. El derrumbe que se avecina tendrá que esperar. Aguardar a que llegue a casa, como ha dicho Fran.
—Tienes que perdonarte a ti misma por meterte en esa relación —indica Becky, masticando ahora su magdalena de chocolate. ¿Ella también se siente aliviada? Las migas se esparcen sobre la mesa como confeti—. Sobreviviste a ella, pero ahora tienes que liberarte de la culpa. De toda. Nada de todo aquello fue culpa tuya. No es culpa tuya.
Sonrío. Soy Matt Damon en El indomable Will Hunting. Y Becky es sabia, una encantadora versión de Robin Williams.
—Lo que te ocurrió a ti tampoco fue culpa tuya —digo.
—Dios mío —gime ella, dándose una palmada en la frente—, somos víctimas.
Y como el modo en que lo dice es realmente gracioso y tan tan de Becky, me echo a reír, y entonces noto con horror que mi rostro se desmorona y comprendo que el derrumbe no puede posponerse, está aquí y es ahora, y antes de que pueda pensar en cualquier otra cosa, lo suelto:
—Mac ha muerto.
—Oh, Arden —dice Becky—, lo siento mucho. —Y yo siento la necesidad de tirarme sobre la mesa, formando un paréntesis con mis brazos alrededor de los vasos vacíos y las migas de magdalena, y sollozar y sollozar y sollozar, pero no lo hago porque sé que, si bien he perdido a una persona en mi vida (y es una pérdida enorme), he recuperado a otra, y está viva y está aquí, delante de mí, con un abrigo rosa y una caperuza morada, así que dibujo una sonrisa en mi cara y me inclino sobre la mesa para permitir que me abrace, y yo le devuelvo el abrazo como si no quisiera soltarla jamás.